En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

jueves, 30 de enero de 2014

La larga sombra de la muerte – Veit Heinichen



Cuarta novela centrada de Proteo Laurenti. Hasta ahora quizá la mejor, aunque a costa de reducir las extravagancias de Proteo, lo cual tampoco mengua demasiado el humor, ya que en alguna otra ocasión las ocurrencias del comisario chirriaban demasiado.

Lo que no cambia es el escenario, Trieste, y la historia acumulada en esa tierra desde la Segunda Guerra Mundial. Viejos casos que llevan treinta años sin resolver se acumulan en la mesa del vicequestore Laurenti; entretanto, un misterioso motorista se ha visto envuelto en un altercado con unos caballeros poco recomendables con ocasión del intercambio de una no menos misteriosa mercancía que va a parar, por aquellas cosas de la vida, a una inmigrante sordomuda que es explotada por una organización de mendicidad organizada; el forense jubilado, Galbano, sigue haciendo de las suyas; Laurenti, que ahora madruga para nadar, se encuentra con un asunto feo del cual parecen estar ocupándose los servicios secretos; una agraciada joven, hija de emigrantes, llega desde Australia para hacerse cargo de una herencia y despierta ciertos “amores” que terminan como terminan; y por si esto fuera poco el “archienemigo” de Laurenti sigue vivito y coleando mientras la pobre sordomuda las pasa canutas. Si unimos la agitada vida familiar de Proteo, la ensalada resultante es un libro con muchos frentes abiertos, bastantes relacionados, pero de una enorme agilidad, muy entretenido, y que atrapa pronto al lector.

Cosa distinta es que en una sola novela se puedan cerrar tantas batallas, y Heinichen no lo hace, como tampoco lo hace en las precedentes, aunque por no fastidiarle a nadie el desenlace voy a callar qué es lo que queda abierto y lo que no, lo cual no impide decir que lo que menos me ha gustado ha sido el recurso al “archienemigo”, porque es algo demasiado facilón, demasiado visto, porque una eterna cuenta pendiente a lo largo de los libros –y van cuatro- es una opción más comercial que literaria, y porque mientras que otros personajes son más normales, con sus luces y sus sombras, los “archienemigos” terminan cayendo en el maniqueísmo, que quizá a muchos les guste, pero a mí me aburre.

Ciertos cambios se advierten en algunos personajes respecto a las novelas precedentes (o quizá me falla la memoria, que también puede ser). Proteo se permite con su secretaria ciertas alusiones a su aspecto y costumbres afectivas y sexuales que en condiciones normales resultarían ofensivas de no mediar una relación de estrecha confianza y responder a un peculiar sentido del humor entre ambos personajes, pero este tipo de relación donde la confianza se manifiesta provocando a modo de broma hay que imaginarla, porque el texto, tal cual está, lo mismo puede dar lugar a esa interpretación como a otra mucho menos favorable al comisario. Y en esta novela Proteo va un poco más allá que en las otras. Sgubin, su ayudante, aparece como mucho más tonto y torpe de lo que recordaba, y como se va a ir destinado a otro sitio aparece para sustituirlo una policía bajita y muy dada a la acción que habrá que ver si sigue teniendo presencia más adelante o es solo un comodín para esta novela. Galbano, quizá porque tiene más protagonismo, llega a parecer demasiado cascarrabias y caprichoso. Por último, la fiscal croata con la que Proteo mantiene un romance tiene una aparición testimonial y también más comercial que literaria, porque me temo que su presencia más se debe al deseo del autor de que todo lector conozca a fondo o no olvide el universo de Laurenti por lo que pueda pasar en sucesivas entregas, que a las necesidades de La larga sombra de la muerte.

Por lo demás, como he dicho, interés y acción en una novela bastante bien estructurada, muy entretenida, donde las diferentes cuestiones evolucionan cada una a su ritmo pero sin atropellarse ni rezagarse, de forma que el interés crece con cada página.

Y una última reflexión  a título de anécdota (creo que ya la he hecho otras veces, pero no me resisto a hacerlo de nuevo): habiendo cuidado el autor, habitualmente con disimulo, ciertas técnicas de “escritura comercial” para fidelizar al lector, resulta chocante ver la palabra “muerte” en prácticamente todos los títulos, porque la empanada que cualquier hijo de vecino se hace al tratar de recordar qué ha leído y qué no, qué ha comprado y qué no, es de órdago: A cada uno su propia muerte, Muerte en lista de espera, Los muertos del Carso y La larga sombra de la muerte son los cuatro primeros títulos. La danza de la muerte, que todavía no he leído, es el quinto y hay que irse al sexto para sacar a los muertos del título. Más que una serie de novelas parece un cementerio, y a quien no conoce al protagonista y duda si comprar alguna de las novelas, con títulos tan risueños le debe resultar complicado imaginar su temperamento más bien alegre y socarrón.


lunes, 27 de enero de 2014

El hombre del revés – Fred Vargas




                A quien, como yo, no ande muy ducho en materia de licantropía, le cuenta Fred Vargas que en las montañas alpinas donde se desarrolla casi toda la novela se dice que los hombres lobos son lampiños, que no tienen otro pelo en el cuerpo que el de la cabeza, porque el resto lo llevan hacia dentro, y que para transformarse en lobos se vuelven del revés.

                El comisario Adamsberg está en París, dedicado a lo de siempre (ver pasar la vida ante sus narices) y a algo más: evitar que una zumbada se lo lleve por delante en venganza por haber matado a no sé quién en una operación policial. Estando de lleno metido en la primera actividad, ante sus narices pasa una noticia pintoresca: un lobo, al parecer de tamaño descomunal, anda asolando el ganado en los alrededores del parque alpino del Mercantour. Al ver la noticia en televisión divisa en la plaza del pueblo la silueta de una mujer que le recuerda a Camille, su fugaz y complicado amor.

                Y se la recuerda con motivo, porque es Camille la mujer que Adamsber ha visto. Camille anda por esos andurriales -dedicando su tiempo a componer la banda sonora de una serie horrorosa- porque se ha liado con un canadiense especialista en osos (hay gente para todo) que ahora está estudiando los lobos de la zona, a los que conoce hasta por el nombre. El canadiense, Lawrence, sospecha que el “lobo asesino” es uno del que perdió la pista hace tiempo.

                La cosa se complica cuando el lobo se carga a una ganadera de la zona, una mujer fea, maleducada y expeditiva, pero de buen corazón, que en su día adoptó de forma sui géneris a Soliman, un bebé africano abandonado al que crió en el estudio de África. Para la ganadera también trabaja un pastor: un hombre duro, noble y de pocas palabras apodado el Veloso.

                En medio de la conmoción, alguien tiene la idea de que las fechorías las ha hecho un hombre lobo, y eligen el sospechoso de serlo. Ni Camille ni Lawrence dan crédito al asunto, pero sí a un hecho: hay indicios suficientes para creer que el sospechoso, más como hombre que como lobo, puede estar detrás de algunas cosas. A partir de aquí Soliman y el Veloso emprenden la búsqueda del caballero para vengar la muerte de la mujer, pero como lo hacen en un camión de ganado transformado en vivienda sobre la marcha y ninguno conduce, necesitan conductor. ¿Quién? Camille.

                Con este planteamiento se desarrolla la segunda novela de la “serie Adamsberg”, mucho mejor que la primera, El hombre de los círculos azules. El hombre del revés es una “roudmuvi” (como dice el Veloso) a la altura del vehículo. Pero es precisamente esa investigación tan ingenua y salchichera lo que da encanto a una historia que, pese a estar muy bien trazada, pese a interesar en todo momento y a tener un final muy bueno, no es del todo original, ni por la forma en la que se resuelve ni por ciertos recursos evocadores, como el de la licantropía o el de los animales descomunales, que enlazan con la mejor tradición del misterio comenzando por El sabueso de los Baskerville. Claro que la originalidad no es un valor per sé. El verdadero valor es hacer bien las cosas, y en esta ocasión Fred Vargas juega tan bien sus cartas que la falta de originalidad se vive como originalidad, ya que consigue dar la sorpresas que se propone y el lector solo aprecia el “truco” al final de la novela, aunque poco le importa porque para entonces ya ha disfrutado.

                Ni que decir tiene que la recua del camión es, durante buena parte de la obra, mucho más protagonista que Adamsberg, quien sin embargo tiene un papel decisivo. Cuando Adambserg aparece la intriga queda inevitablemente mezclada con la historia sentimental del policía, y nos topamos con algunas escenas de corte cinematográfico, como la de la orilla del río (que conocerá quien lea el libro), pero que no interfieren en la dinámica de la novela, sino al revés: suponen un soplo de aire fresco en una trama que de otra manera se volvería repetitiva.

Si al leer El hombre de los círculos azules pensé que Fred Vargas estaba sobrevalorada, al leer El hombre del revés he de rectificar: como ya he dicho, esta la segunda novela es mucho más interesante que la primera, y no es de extrañar que muchos lectores la hayan devorado como lobos. 


jueves, 23 de enero de 2014

La venganza es mía S.A. – Roald Dahl



Este libro toma su título del primero de los ocho relatos que lo componen.  Excepto el brillante cuento del hombre fracasado que encuentra su liberación fingiendo, a solas, ser un director de orquesta y el del mayordomo espabilado, todos los demás tienen algo de variación del cuento de la lechera; tanto el primero, donde dos caraduras idean el negocio de cobrar a los agraviados por periodistas a cambio de zurrarle a estos, como el conjunto de relatos que tienen por protagonistas a Claude y Gordon, dos muchachos que trabajan en una gasolinera rural; Claude es un loco de los galgos y anda obsesionado por diversas formas de pegar “pelotazos”, como si en la vida el objetivo fuera siempre lograr lo más con lo menos, haga uno lo que haga, hasta el punto de idear “efectivos” métodos para la caza furtiva del faisán. Gordon, por su parte, es más reflexivo, pero se deja llevar. Desde la caza "imaginativa" a la manipulación de las carreras de galgos, hacen a todo, siempre buscando éxitos fulminantes.

         Sería demasiado largo comentar todos los relatos, pero todos tienen algo en común: un humor más o menos negro, pues se funda, salvo excepciones, en la idea de salir el tiro por la culata, y también un humor más vinculado al argumento que a situaciones concretas, de forma que apenas hay lugar para el gag o los malos entendidos, por lo que el buen humor del lector es más un estado que un efecto, y a veces se hace esperar, porque a menudo es el final lo que da el toque de humor necesario para calificar el relato como humorístico, y aquello que marca también al lector haciéndole recordar la historia, dándose el caso de que otros finales hubieran acercado el relato a otros géneros. Claro que con Claude y Gordon a medida que se dejan atrás los relatos el lector ya no necesita llegar al final para reírse de esa pareja de incautos, porque ya sabe que lo son. Y por si eso no bastara, el último relato, el de los faisanes, siendo muy divertido de principio a fin tiene un final genial donde converge lo inesperado con la ingenuidad y lo grotesco. Curiosamente, para mi gusto el menos gracioso es el primero, La venganza es mía SA, el que da título al libro, quizá porque los personajes acaban recreándose en la idea de propinar una paliza a alguien -lo cual no es muy gracioso-, porque son demasiado egoístas, bestias e irreflexivos, y porque lo que están haciendo es demasiado evidente como para que su ingenuidad pueda hacer olvidar nada.
Y además es un libro tan breve que no hay excusa para no leerlo.


Roald Dahl. 1916-1990





lunes, 20 de enero de 2014

Opera Magna – Vicente Marco



                Opera Magna, de Vicente Marco, es, sin duda, una de las mejores novelas de intriga y suspense que he leído.

         El protagonista, Mando, es un escritor valenciano que se gana la vida con sus triunfos en concursos literarios aquí y allá. Es también un personaje cuya máxima aspiración es que lo dejen en paz para poder hacer lo que le gusta y como le gusta: escribir tranquilamente, en su casa, a su ritmo, dependiendo únicamente de sí mismo. La historia comienza en el pueblo de Segovia al que, acompañado por su esposa Aina, Mando ha acudido a recoger el último premio. Allí tiene la difícil papeleta de conocer al segundo clasificado, respecto al que siempre existe la duda de si no será también el primer enemigo. Diego Leonarte se llama el caballero, un tipo alto y calvo que vive en Salamanca.

                Los tres acaban charlando. Y a partir de aquí, el desastre entra en la hasta entonces apacible vida de Mando. ¿Por qué? Porque Diego, visto a través de los ojos de la mujer, es un hombre solitario que si prodiga atenciones, si es generoso en demasía, se debe precisamente a la necesidad de escapar de la soledad; pero visto desde la óptica de Mando, Diego Leonarte está tan grillado que no advierte ser más pesado que el plomo, amén de que alguno de sus “méritos” en el análisis de concursos literarios explicarían, a ojos de muchos,  que Diego fuera paciente habitual de cualquier psiquiatra. Es más: de no ser porque tiene una incuestionable coartada, Mando estaría convencido de que Diego no es precisamente una palomita blanca.

                Pero Diego es también el típico escritor aficionado que a pesar de ir de fracaso en fracaso se permite el lujo de juzgar a todos los demás. Incluido a Mando, si bien con él hay una diferencia: Mando sale bien parado del juicio. Diego dice admirarlo, querer aprender de él, e incluso ayudarle a corregir sus defectos literarios. El problema de Mando, aparte de que ni quiere ni necesita ayuda de nadie, es que Diego no está preparado para una negativa, no entra en su cabeza que su ayuda pueda ser rechazada, aunque tampoco exija a cambio agradecimiento; simplemente, a través del chantaje emocional impone su generosidad incluso a quien la detesta. Y para ello cuenta con el apoyo indirecto de Aina, la esposa de Mando, que no ve nada malo en la actitud de Diego habida cuenta, como digo, de lo solitario de su existencia.

                Además de que nada hay más odioso para un escritor que un colega dándole la vara para “compartir experiencias”, aparte de que todos esos pesados siempre lo son con quien tiene más fama que ellos para incrustarse así en ese nivel superior, la actitud de Aina y Diego puede resultar equívoca, y si unas veces Mando no sabe si estar celoso y otras lo está, en todas tiene un problema para poner punto final a la situación: que su imposición puede ser entendida como un acto de egoísmo ante un tipo tan solo e indefenso ante la vida como Diego, e incluso como un acto de soberbia y desdén del buen escritor de éxito relativo sobre el mediocre escritorzuelo de fracaso absoluto. Así que Mando, cuya paciencia en algunos momentos saca de quicio al lector (el cual, además, inevitablemente odia a Diego desde la primera página),  acaba cediendo una y otra vez para no complicar su matrimonio.

                Y es así, entre una vida ocupada al asalto y las sospechas sobre las tropelías que Diego puede haber ido cometiendo por el mundo, como se va complicando la cosa. Porque Diego es raro y pesado, muy raro y muy pesado, pero también inteligente y perspicaz, y sabe cómo manipular. Son magistrales las frases con que zanja las tímidas reivindicaciones de Mando, situándolo ante dilemas morales de los que no puede salir airoso si no es cediendo. No es lo único: Mando es un personaje muy bueno y acabado, sobre el que llueven las desdichas y con el que resulta tan fácil identificarse como solidarizarse, pero Diego es antológico de tan inquietante como resulta. Quien lea Opera Magna, no lo olvidará jamás.

                Así, conforme pasan las páginas Diego va pasando de ser un grano en la vida del protagonista a ser un cáncer. Pasa de “estar con” a “estar mezclado”, del “tú y yo” al “nosotros” e incluso, casi, a la confusión del tú y del yo. Hasta tal punto llega a interferir en la vida de Mando que no puedo contar más sin desentrañar demasiado. Solo diré que si por una parte la evolución psicológica es en algunos puntos previsible, no lo es ni la acción ni el desenlace, con lo que el libro se lee a medio camino entre la expectación y el entusiasmo, porque si por una parte la lógica te lleva como por raíles, por otra la sorpresa no deja de arrastrarte. Y cuando hablo de sorpresa me refiero a recursos que destacan por su inteligencia, y que en ningún momento –a diferencia de tantas novelas- son forzados. Por último, la lógica psicológica tampoco es inocente: Mando, empujado por Diego, se pasa casi toda la obra al borde del precipicio moral. Leer Opera Magna es como ir siguiendo los pasos de un tipo que camina sobre la cuerda floja. Unamos a eso que la acción no deja de tomar giros inesperados, y el resultado es, como digo, excelente.

               Termino esta larga referencia al argumento con la idea de que son dos las cuestiones que corren en paralelo: qué es lo que pretende Diego y cómo evoluciona el matrimonio de Mando y Aina. Lo digo porque la novela está tan bien escrita que cuando se lee es imposible diferenciar; es preciso pararse a pensar para darse cuenta de que cuando no es una cosa, es otra la que anima al lector a seguir leyendo.

               Escrita con frases breves y claras, con diálogos cortos y siempre significativos, Opera Magna va siempre al grano, no se pierde en florituras, no hay paja. 

                Y una última cosa: hace más o menos un año leí otra novela de Vicente Marco, Ya no somos niñas. También muy buena, pero en un registro completamente diferente. Desenvolverse con tanta solvencia en fórmulas tan dispares es mérito al alcance de pocos.

                  Un autor al que hay que leer.



jueves, 16 de enero de 2014

La leyenda del santo bebedor – Joseph Roth



                  Breve y brillante historia, La leyenda del santo bebedor.
               Andrea, un inmigrante proveniente del este de Europa (como el propio Roth), se ha convertido en un vagabundo que duerme en París a orillas del Sena.  Su vida se limita a vagar y a gastarse en bebida el poco dinero que consigue. Aunque es un alcohólico (esto es, un enfermo), él solo se ve como un inofensivo borracho (es decir, un hombre con unas costumbres que si no le resultan censurables es porque ha asumido dócilmente sus consecuencias, la marginalidad y la pobreza, y no se rebela contra ellas). Un anochecer un hombre que aparenta buena posición aparece entre las sombras y, tras una breve conversación, le entrega doscientos francos. Andrea es pobre, pero su sentido del honor le hace considerar que aquello es un préstamo y que, por tanto, deberá devolver el dinero. Todo honestidad, advierte al “prestamista” de los problemas: Andrea carece de recursos y además no tiene domicilio fijo. El “prestamista”, que obviamente practica el altruismo, le indica que no hay problema, y que podrá devolver el dinero sin más que dándoselo de ofrenda a Santa Teresita de Lisieux, en la iglesia de Sainte Marie des Batignolles, santa a la que él venera.
Joseph Roth (1894-1939)
Quizá sea esta forma de devolverlo lo que hacer que Andrea considere estos doscientos francos el primer “milagro”.  Lo primero que hace es, obviamente, comenzar a gastárselos. En bebida, sí, pero también en adecentarse un poco, lo cual nos permite vislumbrar de lejos al hombre que fue, al hombre que devino en vagabundo alcohólico, al hombre que nunca ha dejado de ser aunque no pueda ejercer como tal. Y el milagro acaba fraguando otro: mientras Andrea se permite el lujo de comer en un restaurante, un hombrecillo gordo le ofrece un pequeño trabajo de dos días que le permite ganarse un dinero más, con el que saldar la deuda. El problema es que el dinero suele volar, aunque cada vuelo acaba generando otro pequeño “milagro”. Y cada pequeño “milagro”, a la vez que le llena el bolsillo de dinero y el estómago de absenta, alimenta la esperanza de Andrea, a sus ojos estragados por el alcohol, en un destino en realidad más justo que probable, en un destino donde la suerte se alíe con él; esa esperanza que tiene todo ser humano de que, en algún momento, por un cauce u otro, habrá justicia; una esperanza cuya necesidad queda tristemente de manifiesto cuando quien la tiene carece del más mínimo dominio sobre su propio futuro.

           Y así Andrea se debate entre su sentido del deber (todos los domingos acude a Sainte Marie des Batignolles a saldar la deuda) y la inconsciente esperanza de que dando otra ocasión al destino seguirán ocurriendo milagros, lo cual le induce a “dejarse llevar” por amigos y mujeres que acaban traduciéndose, invariablemente, en un saldo inferior a los doscientos francos que Santa Teresita de Lisieux “espera”. Aunque, por fortuna, siempre hay un milagro a la vuelta de la esquina. Un milagro que, incluso, puede conciliar el inevitable destino de Andrea con sus esperanzas. Y todo, lo bueno y lo malo, por culpa del alcohol.
           Probablemente de ese final donde ni siquiera lo inevitable vence a la “lógica” de Andrea, surge el encendido prólogo de Carlos Barral en defensa de los beneficiosos efectos del beber para la salud no del cuerpo, pero sí de la mente y de la sociedad.


lunes, 13 de enero de 2014

La joven del cascabel – Andrea Camilleri




                Tercera novela de la Trilogía de la Metamorfosis, tras El beso de la sirena y el guardaberrera (ambas en el blog).

                En una época indeterminada de la primera mitad del siglo XX (o incluso finales del XIX), el protagonista, Giurlà, es un muchacho, apenas un adolescente, que nada mejor que un pez y que vive junto al mar. Su padre es pescador, la vida familiar es de una pobreza inmensa, y eso hace que Giurlà acepte un trabajo como cabrero, en la montaña, en el interior, lejos de su lugar natural y en un entorno completamente diferente que, con los precedentes de la trilogía, hace temer al lector que el pobre Giurlà vaya a sentirse como un pez fuera del agua.

                Pero si para trabajar de pastor es preciso no tener miedo a la soledad,  Giurlà no lo tiene. En la montaña, entre las cabras, se encuentra a sí mismo al darse cuenta de que puede valerse por sí solo, y de que es capaz de responder a la confianza que cada día se va depositando en él. Para su suerte, trabaja a las órdenes de personas prácticas, duras y expeditivas (hasta límites que sorprenden y atemorizan), pero capaces de reconocer el buen trabajo. Pero Giurlà encuentra algo más: conoce el amor. O, mejor dicho, el sexo.  Y el sexo y la necesidad de afecto le conducen, en la soledad, a tener una relación ciertamente estrecha con una cabra, hasta el punto de que llega un momento de la novela (“el momento” que tan bien se le da a Camilleri) en la que el lector se da cuenta de que para los personajes, como para las personas, lo importante es sentir, sentirse vivo, más allá de cómo se proyectan los sentimientos, y por eso cada uno se adapta a lo que tiene; como Camilleri trabaja con personajes humildes, pobres como ratones, buenos, honrados y a menudo algo ingenuos por ignorantes, resulta imposible no sentir hacia ellos, cuando enfrentan sus necesidades vitales a su carencia de medios, un intenso afecto.

                Claro que La joven del cascabel narra algo más, porque los desvelos de Giurlà tienen recompensa, va ascendiendo dentro de ese mundillo que en todo caso es pobre. Pero es que su heroicidad no deriva de enfrentarse a una sucesión de contratiempos, sino de cómo su propia honradez y laboriosidad le puede hacer perder lo único que en realidad tiene. Es en este prosperar cuando se ve en la tesitura de tener que atender, desde la distancia, las necesidades de la hija del noble propietario de pastos y ganado. Será entonces cuando todo se complique en demasía. Pero será también el momento de la metamorfosis.

                Porque la metamorfosis llega. En dos momentos. Uno, a lo largo de la historia, a través de Beba, que es mucho más que una cabra. Y otro, al final del final, en el último momento de la última página, de forma a la vez inesperada y divertida. No lo cuento para no quitarle a nadie el gusto de sorprenderse, pero sí digo que es una originalísima y desenfadada forma de cerrar la trilogía, además de todo un símbolo de la actitud ante la vida de las novelas de Camilleri


jueves, 9 de enero de 2014

Como mejor están las rubias es con patatas – Enrique Jardiel Poncela



                La buena de Albertina vive con su segundo marido, Bernardo, un pánfilo que se dedica a pintar “flores, frutas y pájaros”. Pero he aquí que una noticia viene a perturbar la paz: el primer marido, Ulises Marabú, célebre antropólogo que se dio por muerto en África quince años atrás, ha sido encontrado con vida y se disponen a traerlo de vuelta a España.
En consecuencia, el matrimonio de Albertina y Bernardo no es válido, y tan patitiesos quedan ambos que la servidumbre se dedica a cobrar entrada para que la gente pueda verlos pasmados. Este recurso permite al autor, además de aumentar al límite lo grotesco, dar cabida en la historia a un número de personajes elevado. Quizá demasiado.
La tragedia aumenta cuando don Ulises Marabú es traído en una jaula: tras quince años por esos mundos se ha vuelto antropófago. De ahí que el eminente profesor considere que como mejor están las rubias es con patatas; y que en la jaula donde sigue recluido para evitar que se papee a alguien, se dedique a hacer recetarios  del tipo “cazador en salsa”, “cómo se rehoga un ingeniero agrónomo” o “para conseguir que esté blando un fiscal”.
Este es el planteamiento. Del desenlace poco puede decirse sin destripar las cosas, aunque la obra es lo bastante conocida como para que la mayoría lo sepa ya. Solo diré que, a mi juicio, es lo peor, por ser demasiado abrupto.
El final pretende sorprender, pero hasta él Como mejor están las rubias es con patatas es una obra sin otra aspiración que divertir, y lo consigue a través de diálogos y situaciones fluidas donde lo panoli se alterna con lo caricaturesco. No obstante, el humor es algo irregular, y claramente por debajo de lo mejor de Jardiel. Al hilo de la antropofagia se juega con el doble sentido de algunas palabras, produciendo un efecto cómico inocentón, sin carga crítica. Por fortuna, hay destellos de ingenio que llegan a ser brillantes, en especial un breve fragmento del último acto que no desmerecería en ninguna antología de humor negro.
                En resumen, una obra de teatro lo bastante divertida e inofensiva, tan poco ligada a su tiempo (salvo por la caricaturesca visión de África) como para que su humor perdure, tan  autosuficiente como para que pudiera ser hoy representada sin alterar una coma. Sin embargo, como he dicho, no destaca dentro de la obra de Jardiel. Estando escrita en 1947 (murió en 1951), da la sensación de que se deja llevar por toda la obra que le antecede, sin aspirar a mejorar nada.


lunes, 6 de enero de 2014

Los años de peregrinación del chico sin color – Haruki Murakami



                Hay que reconocer que Murakami es un gran escritor, y uno de los pocos capaz de conseguir unir calidad literaria y ventas. En todos los libros suyos que he leído (no muchos) varias cosas he visto en común: una enorme claridad expositiva incluso cuando se trasladan ideas complejas, lo cual está muy relacionado con los conceptos de orden y estructura; un constante juego de burla de la realidad como si existiesen realidades paralelas con origen en la imaginación o en lo onírico, lo cual conduce a un tratamiento peculiar del tiempo; y una caterva de personajes capaces de experimentar tormentos y convulsiones sin mover un músculo: fríos y resignados, aunque normalmente los propios personajes antes o después lo nieguen.

                A este esquema responde Los años de peregrinación del chico sin color. El tal chico es descolorido porque sus cuatro amigos adolescentes tienen en su nombre algún color, mientras que él solo se llama Tsukuru, que viene a ser algo así como “el que construye” o “el que crea”. La pandilla de cinco está muy unida, y viven en Nagoya con esa fraternidad y confianza que solo se produce a ciertas edades; además, colaboran en el equivalente a una ONG. Pero de pronto los otros cuatro (dos chicos y dos chicas) repudian a Tsukuru y no quieren saber nada de él. Nunca más. Cuando la novela comienza han pasado dieciséis años. Tsukuru es un ingeniero de 36 dedicado a lo que siempre quiso hacer: construir y reformar estaciones de ferrocarril. Lleva una vida solitaria y acomodada en Tokio. Es austero. En resumen, lleva una vida sencilla (una palabra muy utilizada por Murakami para referirse a todas las actividades de buena parte de los personajes).

                Por qué lo repudiaron sus amigos, es un misterio para Tsukuru. Como también lo es la misteriosa desaparición, un buen día, en sus tiempos de estudiante, del único amigo que había conseguido hacer en Tokio: Haida; el cual, por cierto, poco antes de desaparecer le contó una extraña historia sobre su padre y un pianista. Pero han pasado muchos años y Tsukuru vive su vida, que considera completamente vacía porque aunque nunca ha tenido grandes problemas y aunque casi siempre ha conseguido lo que se ha propuesto, se limita a dormir, trabajar, comer y nadar, careciendo por completo de ambiciones o recreos. En resumen, lleva una vida sencilla y sana (otra palabra también muy utilizada por Murakami), pero anodina. Más que gris, descolorida.

                En esa vida, sin embargo, ha aparecido (“irrumpir” es un término muy fuerte en el ascético mundo de estos personajes) Sara, una mujer dos años mayor que Tsukuru que trabaja para una agencia de viajes. ¿Y qué le dice Sara a Tsukuru? En términos que Murakami nunca usaría viene a señalarle que lleva una empanada monumental como consecuencia de arrastrar el trauma de verse abandonado sin motivo por quienes habían sido sus mejores amigos, y que no podrá llevar una vida normal hasta que no aclare ciertas cosas sobre su pasado y sobre sí mismo.

                Y a eso se pone Tsukuru: a visitar a sus viejos amigos para preguntar por qué pasó lo que pasó dieciséis años atrás.

                El peregrinaje de Tsukuru, que comenzó el día en que fue rechazado, puede llegar así a su fin, si es que consigue aclarar algo. A dilatar la búsqueda colaboran en orden en que acude a ver a sus amigos (hay que ver lo que cambia la vida en una década y media) y a que Tsukuru tiene un espíritu un tanto ascético –o a veces, simplemente, soso-, y un sentido “murakamiano” del orden que le hace no preguntar todo en todas partes, sino cada cosa en su sitio, como si supiera de antemano dónde están las respuestas. En su ayuda llega, además, la concepción que cada personaje tiene sobre los demás, también muy típica del autor; todos parecen conocerse lo suficiente para saber qué haría y qué no cada uno de ellos.

         Un libro interesante, con planteamientos y razonamientos brillantes que para desarrollarse necesitan de esa “modorra existencial” que suprime toda prisa y permite encajar sin réplicas cualquier tipo de crítica; una novela donde el interés por qué ocurrió atrapa al lector, aunque a veces la lentitud de la acción puede exasperar. Y una novela, también, donde el autor juega con el lector con historias y sueños supuestamente significativos que, al final, acaban siendo cabos sueltos.




jueves, 2 de enero de 2014

El pecho – Philip Roth



                Un profesor universitario de treinta y tantos años sufre una noche una mutación que le hace despertarse, en un hospital, convertido en un gigantesco pecho femenino que aunque puede oír y hablar, no puede ver. Algo deudor de La Matamorfosis de Kafka, como en el propio texto se apunta indirectamente, pero mucho más grotesco porque si Gregor Samsa se convierte en un insecto, en algo que existe, David Kepesh, el protagonista de esta novela, se transforma en algo difícilmente concebible. Dentro del dramatismo, no deja de ser divertida, porque el propio protagonista (está escrita en primera persona) si bien está lejos de reírse de sí mismo no se toma el asunto a la desesperada, sino que intenta razonar, y si algo lo angustia al principio no es tanto la tragedia como lo absurdo de la situación
                El mundo de Kepesh, que arrastra un divorcio que alguna huella le ha dejado, se va a ver  reducido al doctor –que viene a ser una especie de dios porque solo con él aborda las causas y soluciones del problema-, la enfermera que lo atiende, su novia, Claire, y su padre. Y, por supuesto, siempre está consigo mismo, hasta el hartazgo.
                Superado el shock inicial, su primera preocupación es la de sentirse permanentemente observado, grabado en un circuito cerrado de televisión no se sabe si para estudiarlo o para observarlo como en un circo. Es una forma, sin duda, de plantearse su relación con el mundo, la relación del “bicho raro” que todo solitario acaba creyendo ser:  a merced de todos y sin enterarse de nada. Pero a todo se adapta uno, y superados esos primeros momentos el primer estímulo al que reacciona es a los lavados diarios a que lo somete la enfermera. Encuentra en ellos placer sexual, y en medio de la angustia ese placer se transforma en la única válvula de escape, llegando a transformarse en obsesión, lo cual genera cierto conflicto en el hospital y que sea Claire quien, en buena lógica, asuma la tarea de darle ciertas satisfacciones.
                Pero esta forma de relacionarse, por más que haya obsesionado a David, pronto revela su incapacidad (lo cual puede interpretarse de varias maneras), y vuelve la soledad y la necesidad de escapar de la maldición, lo cual se acentúa cuando David recibe la visita de un prestigioso profesor, antiguo colega, que ante el espectáculo de un enorme pecho queda tan impactado que solo es capaz de reír sin parar.
                A partir de ese instante David desarrolla otra estrategia de defensa, más razonable que razonada, y que amenaza, esta sí, con volverlo loco. Y es que David pasa a creer que no le ha ocurrido nada, que no ha sufrido ninguna transformación física, sino solo psíquica, que un problema mental le hacer verse como un enorme pecho, aunque en realidad sigue siendo como siempre. Su objetivo entonces es confirmar su locura, haciendo de la enfermedad mental una tabla de salvación, momento en el que la historia adquiere su mayor carga dramática. Pero David no está loco.
Antes ha pensado en otras tablas de salvación y, en concreto, en buscar la fama, como si la soledad fuera, exclusivamente, un problema de aceptación de quienes nos rodean, cuando en realidad es siempre un problema de comunicación.
                Una novela breve, más divertida que trágica debido a tono del protagonista, pero en la que el humor solo es un ténue barniz, de menos de un centenar de páginas, escrita en un tono ligero pero que hay que leer despacio porque da que pensar, sin que eso implique que sea profunda.

miércoles, 1 de enero de 2014

Las diez más vistas



Fin de año. Balance. Las diez entradas más vistas de la historia del blog. No es una relación justa, porque algunas llevan mucho más tiempo que otras, pero es lo que hay.



Una reflexión al hilo de cómo la facha del pobre don Quijote impresionó a los lectores de 1605

Una gran novela de humor con la participación estelar de la historia del siglo XX y sus protagonistas

La muerte de José Luis Sampedro disparó el número de visitas a la reseña de esta novela, en la que el humor obliga a la reflexión

La última novela de Rosa Ribas, escrita con Sabine Hoffmann, que en 2014 va a llegar a no sé cuántos países. Intriga en la Barcelona de mediados del XX de la mano de una periodista inexperta y una experta lingüista

La novela de Antonia J. Corrales que hizo de ella un número uno en ebook

Posiblemente la mejor novela de Enrique Jardiel Poncela. Posiblemente una de las mejores novelas de humor

A partir de unas declaraciones de Vargas Llosa, reflexiones sobre cómo formato influye en la calidad de lo que se publica

La continuación de Trainspotting, de Irvine Welsh, aunque me da que algunos de los lectores llegan a esta reseña buscando otra cosa.

Genial obra de Miguel Mihura sobre una época con cambios sociales que no se han de repetir

Tras el número uno en Amazon de El final del Ave Fénix, Marta Querol publicó Las guerras de Elena, que a principios de 2014 saldrá en papel