En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

viernes, 28 de septiembre de 2018

Los miserables - Victor Hugo




                Hace ya bastante que compré las 1742 páginas de Los miserables. Dos volúmenes en la traducción de Nemesio Fernández Cuesta (que llama Juan Valjean al protagonista), la más conocida, aunque recientemente María Teresa Gallego ha actualizado la traducción eliminando los efectos de cierta censura vinculada sobre todo a cuestiones religiosas.

Leer una novela como esta requiere encontrar el momento adecuado, en el que el deseo de leerlo y la receptividad necesaria se combinen con cierta disponibilidad de tiempo. Si eres capaz de esperar, aunque ese momento tarde años en llegar acertarás siempre.

                Las desventuras y aventuras de Jean Valjean son conocidas: un pobre diablo, acuciado por el hambre, roba un pan. Entre el robo y los intentos de fuga de la cárcel, el hombre pasa diecinueve años en presidio, a cuyo fin se ha transformado en una alimaña que pronto es redimida por una especie de santo, un obispo todo generosidad y desprendimiento. A partir de ese instante la vida de Jean Valjean se transforma en una doble huida: la de su pasado, pues su condición de expresidiario hace de él un paria -y porque algún delito menor que le imputan pueden dar de nuevo con él en la cárcel-; y huida también del mal y entrega completa al bien. Sus diferentes personalidades, su habilidad para muchas cosas y su fuerza descomunal para otras, hacen de él una especie de esforzado héroe y lo ponen en situación de toparse con numerosas ocasiones para hacer el bien y en otras tantas para sentirse responsable de los equívocos que a su alrededor sufren personas como él, de origen y existencia miserable, gente a quienes la vida no ha dado oportunidades o que se han visto arrastradas al fango por «estupideces» que la presión social transforma en tragedias. Entre ellas, la madre de Cossette, la niña de la que se responsabilizará el protagonista y que, a su vez, coprotagoniza la historia junto a un joven idealista y honesto: Mario.

                No sigo. Detenerse en un argumento tan conocido resulta tan absurdo en una simple reseña como pretender hacer algo más que contar unas cuantas impresiones personales que puedan animar a alguien a leer una obra que lo que atrae por su fama lo ahuyenta, muchas veces, por sus dimensiones.

                Llaman la atención los largos preámbulos, en realidad pequeñas novelas, en los que se nos presenta a personajes con un papel puntualmente significativo en la vida de los verdaderos protagonistas, como es el caso del obispo que abre la novela. Otros personajes, en cambio, aparecen y desaparecen a lo largo del texto y es así como los vamos conociendo, lo que da idea del esfuerzo de hacer de Los miserables una suerte de novela de novelas. Esta forma de escribir justifica, en parte, la extensión de la obra y, también, su carácter de obra magna, porque aspira a más que a contar las andanzas de su protagonista: a recrear el mundo en torno suyo.

                En este sentido hay dos grandes personajes que se cruzan en la vida de Jean Valjean. Uno son los Thénardier, que representa el egoísmo ciego, el egocentrismo y por tanto la maldad; y el otro es Javert, el policía que de puro íntegro se transforma en injusto, viniendo a simbolizar, entre los dos, que el miserable no tiene quien vele por él: cuando no es víctima de los rufianes, lo es de una sociedad más preocupada de protegerse del desdichado que de ayudarle a dejar atrás su desdicha.

                La otra razón que explica las dimensiones de Los miserables es la afición de Víctor Hugo a la disertación o, más bien, a la opinión, lo cual hace de una forma bastante saludable para el lector: intercalando claramente los capítulos de opinión con los de acción. Cuando hay una, no hay otra. Se agradece.

                Si la historia de Jean Valjean resulta de por sí apasionante (y más por el recurso a ciertas técnicas folletinescas para despertar la curiosidad del lector, captar su atención e impulsarle a seguir leyendo), más lo es aún por el entorno: la Revolución Francesa, el Terror, el Directorio, Napoleón el Imperio, la secuencia de revoluciones del siglo XIX... Una sucesión de acontecimientos impulsado por un cambio radical en los valores y el pensamiento en los que es inevitable reconocer el origen de las sociedades modernas y la formación de una nación no en el sentido institucional como sinónimo de «estado», sino social: la creación de la conciencia de nación.

                En medio de ese tráfago de valores, la opinión de Víctor Hugo se abre paso tomando claramente partido por una sociedad avanzada. El tono de superioridad demuestra que más que opinar lo que Hugo pretendió a través de su obra fue influir sobre el lector, y de un modo tan directo que prescinde de toda interpretación: sí, oiga, qué miserables son los miserables y qué injusta es la vida, pero por si usted no se ha acabado de enterar, le recuerdo que...

                Fruto de toda esta mezcla encontramos detalladas descripciones de batallas como la de Waterloo, opiniones que rebaten otras que nadie acude a defender a la novela, sorprendentes explicaciones sobre las oportunidades que para el progreso tiene la gestión de residuos y un montón de asuntos y percepciones que podríamos llamar «realistas» y que chocan con la concepción romántica de la historia, con la existencia de personajes maniqueos y con el hecho de que todos expresen con el antinatural y algo empalagoso lenguaje propio de las novela de la época: a fin de cuentas, estamos en el romanticismo.

                Una de las grandes novelas de la historia que, volviendo al principio, enriquecerá a todo aquel que sepa encontrar el momento adecuado para acercarse a ella.


lunes, 24 de septiembre de 2018

El rey recibe – Eduardo Mendoza






                Cada vez que Eduardo Mendoza publica una novela muchos preguntan es si es o no de humor. «Sí y no», vienen a decir las respuestas que he leído o escuchado en artículos y acciones de promoción, lo cual, una vez leído El rey recibe, me hace pensar en una ambigüedad calculada para no perder lectores, por más que haga falta ser muy tonto para dejar de leer a Mendoza.

                El rey recibe no es una novela de humor aunque, como en tantas otras –y más en las que tienen cierto tono autobiográfico- hay episodios que hacen sonreír y cierta historia (la del «rey») pintoresca y divertida, aunque en esta ocasión el humor llega desde una exquisita sutileza de la que carecen las novelas más gamberras de Mendoza. Me da la sensación de estar ante una de esas obras, como Mauricio o las elecciones primarias, que va a ocupar un puesto destacado en la estima del autor y no tanto –e injustamente- en la de sus lectores, más habituados a otro tipo de novela.

                El rey recibe es una obra buena pero extraña, fundada en los recuerdos de Mendoza, que se ha hartado de decir que como escribir unas memorias era un aburrimiento, le pareció mejor contar una historia ajena en la que plasmar recuerdos sobre la base de que la vida no es cómo fueron las cosas, sino cómo las percibimos y recordamos. Digo «extraña» porque al final la vida del personaje termina dando lugar, en la novela, exactamente a lo que acabo de decir: el relato de un pedazo de la vida de un joven barcelonés que, a caballo entre los años sesenta y setenta del siglo XX, primero trabaja en un periódico, luego en una revista y más tarde emigra a Nueva York. La consecuencia es que no hay que esperar ni tramas ni desenlaces en el sentido usual, porque no se trata de una historia completa, sino una parte de una historia que probablemente no conducirá a ningún sitio más que a conocer la existencia del protagonista. Eso es lo que explica la inclusión de episodios sueltos que parecen tener poca o ninguna influencia en el resto. Pero esto da igual. Lo importante son las reflexiones de Mendoza tanto sobre la evolución de la sociedad en esos años en paralelo a la evolución personal, laboral y familiar, como sobre un carácter que parece tener mucho en común con el suyo.

Sin embargo, Mendoza se ha cuidado de introducir un elemento que otorga a la novela cierto hilo conductor –bien que un tanto guadianesco- y relativamente humorístico: la presencia de un aspirante a rey de Livonia. Lo retorcido de la historia de Livonia –más un territorio que debe su nombre a una etnia que una nación y no digamos ya un estado- sin duda explica la elección. Se puede aspirar a reinar en lugares extraños, pero como Livonia, pocos. El «rey» vive exiliado en todas partes, dándose unos aires que casan mal con sus medios, y más defendiendo su condición desde las revistas del corazón que desde la política. De ahí que sea en calidad de reportero rosa como el protagonista toma contacto con el «monarca» y con cierta dama a la que ayuda a poner en marcha una moto. Sus nombres, por cierto, son la mayor concesión al Mendoza de las novelas de humor. A partir de ahí, el «rey» aparece y desaparece de modo un tanto caprichoso, sin que lleguemos a saber por qué, y enreda al protagonista en un par de compromisos cuyas consecuencias, si las hay, quedarán para las siguientes novelas de la trilogía.

Y es que El rey recibe es la primera de una trilogía que lleva por nombre «Las tres leyes del movimiento» y que, por lo que se puede deducir de lo dicho durante la campaña de promoción, será lo que es esta novela: una suerte de historia como excusa para rememorar numerosos episodios históricos o no desde la fidelidad no a los hechos, sino a los recuerdos. También, y no es menos importante, se rememoran ideas, prejuicios que una vez imperaron, visiones, tópicos, el modo en que uno, desde su propio yo se enfrentaba a las ideas preconcebidas a medida que se abría al mundo y estas evolucionaban a medida que lo hacían las personas. Probablemente haya que esperar a leer toda la trilogía para hacer un juicio más preciso de esta novela, pero la cosa apunta alta.

De lectura sumamente agradable, interesa sin apasionar. No es una crítica, sino lo contrario: es un gran mérito del autor porque, precisamente, si algo se esfuerza en destacar del protagonista es que, siendo un tipo más o menos formado, culto, inteligente y movido por cierta curiosidad vital, es también un hombre prudente, en cierto modo vulgar, anodino, poco amigos de las locuras y con cierto hálito, ante los demás, de ser un tipo aburrido. Alguien a quien se respeta y admira, pero con quien no se cuenta cuando se buscan emociones fuertes. Lo suyo es ver, no ser visto, lo cual, unido al tono reflexivo de una historia contada desde el recuerdo, traslada al lector un sentimiento entre melancólico y triste que a menudo no se corresponde con los recuerdos del narrador, aunque la realidad es que Mendoza traslada todo magistralmente: cuando Rufo Batalla, el protagonista, nos dice que era feliz en tal o cual situación, no debemos dudarlo a pesar de tener una sensación distinta, sino que más bien debemos recordar que quien nos habla no es Rufo desde aquel pasado, sino desde el presente; el Rufo que, muchos años después, recuerda. La felicidad del pasado puede fundamentar la melancolía del presente. En resumen, que el lector debe hacer el esfuerzo de comprender al narrador, de ponerse no solo en el pellejo del narrador en los sucesos que se cuentan, sino en el del narrador en el momento en que narra.

Una prosa eficaz, limpia, concisa y con una riqueza que llega al lector con sencillez. Da gusto cómo escribe Mendoza, cómo domina desde el estilo «rococó» de sus detective loco hasta la exquisita llaneza de El rey recibe.




lunes, 17 de septiembre de 2018

La sonrisa de Angélica – Andrea Camilleri




La sonrisa de Angélica (Serie Montalbano, 22)


                Orlando se cabreó con Angélica por cierto asuntillo de ésta con Medoro. Del sofocón, Orlando se cargó árboles, ríos, pastores, ganado, casas... ¿Quién no ha tenido un mal día? Hasta don Quijote lo imitó.

                Son pocos los que han leído Orlando furioso. El comisario Montalbano lo hizo en su juventud, nos cuenta Camilleri, pero en forma de cómic, y en sus páginas Angélica era tan sensual y atractiva (para eso era Angélica la Bella) que se adueñó de las fantasías lúbricas del adolescente. Por aquel motivo, cuarenta años más tarde Montalbano se queda pasmado y patitieso al conocer a la víctima de un robo y encontrarla en todo igual a la Angélica del cómic.

                Y cómo sonríe la condenada. Igualita a Angélica.

                Menuda tentación.

                Una tentación, dicho sea de paso, bastante receptiva a los cada día más decrépitos encantos del comisario, cuyo parecido con Orlando no va más allá de cierta propensión al cabreo y de un afán justiciero que en el caso de Montabano más tiene de quijotesco que de caballeroandantesto.

                Angélica ha sido víctima de un robo en su casa, he dicho. De un robo ejecutado mediante una mecánica original y varias veces repetida en poco tiempo en torno a los integrantes de cierta lista de amigos y conocidos de la primera de las víctimas. Esto hace prever que las nuevas víctimas, de haberlas, van a ser también de ese grupo, aunque no está tan claro que el delincuente pertenezca a él. Tampoco está claro qué persigue.

                El asunto se enreda por varios motivos. El primero, ya mencionado, por la interferencia de la tentación, que hace bajar a Montalbano la guardia. Y el segundo, que parece relacionado (en la forma, que no en el fondo) con la novela anterior –La búsqueda del tesoro-, porque nuevamente aparece un tipo que se cree tan listísimo como para retar al comisario, por escrito y desde el anonimato, acerca de la evolución de los robos. Por supuesto, que el delincuente delinca es una cosa, pero que se chotee por anticipado de la autoridad, es otra.

                Otra buena novela de la saga, con todos los recursos tradicionales de Camilleri dosificados con moderación, incluyendo, esta vez de modo preeminente, la presencia de una mujer bella y que, pese a todos los pesares y achaques de la edad, el comisario sigue resultando inexplicablemente atractivo a cuanta fémina se cruza en su vida. Quizá sea este el aspecto más «caballeresco» de Montalbano, más que los cabreos ordanlescos: que es el héroe de la novela y, como buen héroe buenazo, al final todo el mundo se rinde a sus pies.



miércoles, 12 de septiembre de 2018

La búsqueda del tesoro – Andrea Camilleri




La búsqueda del tesoro (Serie Montabano, 20)

                Que cierto porcentaje del personal está como una regadera lo saben bien policías, médicos y cuantos desempeñan profesiones por las que, guste o no, antes o después debe pasar todo el paisanaje. Esta circunstancia viene muy bien para los escritores de novelas negras repletas de agentes de la autoridad, porque por disparatado que parezca algo siempre hay un chiflado dispuesto a demostrar que si los escritores utilizan la imaginación para crear ficción, otros la usan para crear realidades. No es que la realidad supere a la ficción: es que ambas viven de las mismas fuentes: la imaginación y las ocurrencias de cada hijo de vecino. De este modo es más sencillo que hasta tramas tan enrevesadas como esta tengan autenticidad (no confundir con verosimilitud), que es lo que cabe pedir a todo escritor.

                La búsqueda del tesoro comienza cuando dos hermanos, octogenarios, recluidos en su vivienda desde hace tiempo, se lían a tiros desde las ventanas. Tan poco civilizada manera de expresar su opinión sobre el mundo conduce donde debe gracias a la obra, milagros e imprudencia del cada vez más viejo comisario de Vigàta, Salvo Montalbano. Al registrar la casa encuentran un montón de rarezas, como una sala con un bosque de crucifijos y, en otra habitación, una decrépita muñeca hinchable del año en que reinó Carolo, de esas que parecían cuatro globos mustios atados a un palo de escoba.

                Pero con una pareja de ancianos con un tornillo flojo y a los que para reducir basta que se queden dormidos o algo así, la novela no hubiera ido más lejos. Por eso suceden otras cosas, aparentemente inconexas.

                La primera, que una joven y guapa chica (en las novelas de Camilleri siempre hay una mujer particularmente hermosa) desaparece.

                La segunda, que otro pirado se dedica a enviarle pintorescas cartas a Montalbano que él debe descifrar para intentar averiguar no sabe qué, porque el asunto parece un reto a ver quién es más pito de los dos.

                La tercera, que por chiripa aparece en por ahí una muñeca hinchable exactamente igual a la de los abuelos chiflados. Igual en todo. Hasta en los desperfectos.

                La cuarta, que, para incordiar a Montalbano -o para ser utilizado por él, que el comisario es un tipo práctico- el pobre hombre anda haciendo de gallina clueca de un muchacho, estudiante él, recomendado por su despampanante amiga Ingrid. El chaval desea conocer los peculaires procesos mentales por los que el comisario suele desentrañar los casos, vía intuición y en contra de las evidencias.

                Lo típico en Camilleri y en tantos otros: varias historias independientes que el lector comienza a conocer el paralelo y que, a partir de un punto, se mezclan paulatinamente hasta producir resultados sorprendentes. La técnica no es novedosa, lo meritorio es que, una vez más, Camilleri es capaz de liar las historias de un modo tremendo para resolver todo de manera brillante, y eso que en su contra juegan la edad y las docenas de historias previamente publicadas. Como siempre también, que es marca de la casa, detrás de cada crimen suele haber un motivo humano, que no una justificación, porque la maldad para Camilleri no existe si no es vinculada al dinero: fuera de él, el daño solo lo causan los locos y personas tan débiles que son capaces de causar estragos arrastrados por su propia debilidad.

                Una magnífica novela, fácil de leer, como todas las de este autor, entretenida, que capta la atención desde el principio y en la que, sin renunciar a las gracias recurrentes derivadas del carácter, manías y costumbres de los personajes habituales, se reducen al mínimo las explicaciones de cada rareza para informar a los nuevos lectores sin hartar a los antiguos. Grande, Andrea Camilleri.