Un
profesor universitario de treinta y tantos años sufre una noche una mutación
que le hace despertarse, en un hospital, convertido en un gigantesco pecho
femenino que aunque puede oír y hablar, no puede ver. Algo deudor de La Matamorfosis de Kafka, como en el propio texto se apunta indirectamente, pero mucho
más grotesco porque si Gregor Samsa
se convierte en un insecto, en algo que existe, David Kepesh, el protagonista de esta novela, se transforma en algo
difícilmente concebible. Dentro del dramatismo, no deja de ser divertida,
porque el propio protagonista (está escrita en primera persona) si bien está lejos
de reírse de sí mismo no se toma el asunto a la desesperada, sino que intenta
razonar, y si algo lo angustia al principio no es tanto la tragedia como lo
absurdo de la situación
El
mundo de Kepesh, que arrastra un divorcio que alguna huella le ha dejado, se va
a ver reducido al doctor –que viene a
ser una especie de dios porque solo con él aborda las causas y soluciones del problema-,
la enfermera que lo atiende, su novia, Claire, y su padre. Y, por supuesto,
siempre está consigo mismo, hasta el hartazgo.
Superado
el shock inicial, su primera preocupación es la de sentirse permanentemente
observado, grabado en un circuito cerrado de televisión no se sabe si para
estudiarlo o para observarlo como en un circo. Es una forma, sin duda, de
plantearse su relación con el mundo, la relación del “bicho raro” que todo
solitario acaba creyendo ser: a merced
de todos y sin enterarse de nada. Pero a todo se adapta uno, y superados esos
primeros momentos el primer estímulo al que reacciona es a los lavados diarios
a que lo somete la enfermera. Encuentra en ellos placer sexual, y en medio de
la angustia ese placer se transforma en la única válvula de escape, llegando a
transformarse en obsesión, lo cual genera cierto conflicto en el hospital y que
sea Claire quien, en buena lógica, asuma la tarea de darle ciertas
satisfacciones.
Pero
esta forma de relacionarse, por más que haya obsesionado a David, pronto revela
su incapacidad (lo cual puede interpretarse de varias maneras), y vuelve la
soledad y la necesidad de escapar de la maldición, lo cual se acentúa cuando
David recibe la visita de un prestigioso profesor, antiguo colega, que ante el
espectáculo de un enorme pecho queda tan impactado que solo es capaz de reír
sin parar.
A
partir de ese instante David desarrolla otra estrategia de defensa, más razonable
que razonada, y que amenaza, esta sí, con volverlo loco. Y es que David pasa a
creer que no le ha ocurrido nada, que no ha sufrido ninguna transformación física,
sino solo psíquica, que un problema mental le hacer verse como un enorme pecho,
aunque en realidad sigue siendo como siempre. Su objetivo entonces es confirmar
su locura, haciendo de la enfermedad mental una tabla de salvación, momento en
el que la historia adquiere su mayor carga dramática. Pero David no está loco.
Antes ha pensado en otras tablas
de salvación y, en concreto, en buscar la fama, como si la soledad fuera, exclusivamente,
un problema de aceptación de quienes nos rodean, cuando en realidad es siempre
un problema de comunicación.
Una
novela breve, más divertida que trágica debido a tono del protagonista, pero en la que el humor solo es un ténue barniz, de
menos de un centenar de páginas, escrita en un tono ligero pero que hay que
leer despacio porque da que pensar, sin que eso implique que sea profunda.
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