En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

miércoles, 29 de febrero de 2012

Bibliotecas

     

      Hablamos de los autores, de las editoriales, de las librerías... Pero ¿qué será de las bibliotecas a medida que vaya creciendo el ebook? ¿Desaparecerán? ¿O junto a las clásicas aparecerán las bibliotecas virtuales donde uno, desde su lector, pueda alquilar un libro a tanto la hora?


lunes, 27 de febrero de 2012

El rey pálido – David Foster Wallace




     El rey pálido es un gran libro... a medio hacer. Más que una obra póstuma, es una obra inacabada; ni siquiera, según admite el editor, es posible saber en qué orden hubiera dispuesto los capítulos el autor. Sin embargo, es una obra que se puede leer perfectamente, porque no narra una acción con principio y fin, sino una secuencia de escenas en la vida de unas personas que no tiene por qué conducir a ningún sitio, y que de hecho a ningún sitio conduce. Se trata, en definitiva, de ir conociendo a cierto número de seres humanos con solo dos elementos en común: el tedio (cómo lo afrontan o cómo el tedio se ha adueñado de sus vidas), y su trabajo en la Agencia Tributaria de Estados Unidos.

     La acción transcurre en 1985. La fecha es importante. Para que el lector se sitúe, es conveniente aclarar algunos términos: la mayoría de los personajes son “examinadores”, es decir, personas dedicadas a verificar manualmente las incongruencias de los millones de declaraciones presentadas (trabajadores que en ese momento, 1985, estaban llamados a ser sustituidos en breve plazo por ordenadores, lo que permite imaginar lo repetitivo y tedioso de su trabajo); en el caso particular, los personajes, como trabajadores primerizos, se ocupan de las declaraciones más sencillas; las incongruencias detectadas pasaban a “auditoría”, el equivalente a un proceso de control del que puede resultar una cantidad a pagar. El trabajo de examinador no es solo monótono, sino que además, por repetitivo, es fácilmente controlable: cuántas declaraciones ha examinado cada uno, cuántas ha seleccionado para auditoría, cuál ha sido el resultado de esas auditorías... Todo en la vida laboral de los trabajadores se sabe, es controlado, y se repite hasta la saciedad. ¿Y dónde tiene lugar ese proceso de examen? En unos pocos centros diseminados por el territorio norteamericano que funcionan como grandes factorías con millares de empleados, a los que incluso se suministra alojamiento y transporte, con lo cual quedan de facto aislados del mundo o, mejor dicho, sumergidos en el mundo de la organización para la que trabajan. En el caso concreto de este libro, el Centro Regional de Examen en Peoria, en el estado de Illinois.

     Este marco sirve al autor para explicar qué personajes y por qué están allí, incluyendo al mismo David Wallace, que tiene un papel relevante explicando su breve experiencia en la Agencia, hasta que, de pronto, desaparece.

     La vida de cada personaje ha discurrido por cauces diferentes, por lo que diferentes son los motivos que los conducen a las puertas de la Agencia, aunque todos tienen uno en común: la necesidad de ganarse la vida. Una vez en la Agencia, sus vidas parecen reducirse a la nada: el trabajo alienante, insoportablemente tedioso, que obliga a desarrollar mecanismos de defensa que a veces desembocan en la paranoia; la burocracia gigantesca y ciega, reflejada en la forma en que cada cosa, sea lo que sea, debe ser encauzada a través del formulario correcto; la importancia del “régimen de castas” derivado de la jerarquía y la subsiguiente conciencia que cada cual tiene de su posición en la maquinaria, hasta provocar que un empleado de nivel GS-13 sea poco menos que un marciano si aparece junto a los GS-9 (el nivel de la mayoría de los examinadores); el “mundo aparte” que poco a poco se va aislando incluso mediante la creación de una jerga propia; la escasa independencia personal debida en muchos casos al alojamiento y transporte realizado por la Agencia; todo ello, digo, da lugar a unas vidas grises, sin ilusiones, con pocas ambiciones, donde lo único a lo que se aspira es a superar la hora siguiente sin volverse rematadamente loco. Claro que hay algunos que precisamente en esa forma de vida encuentran fácil acomodo a sus limitaciones para relacionarse normalmente, y consiguen así pasar inadvertidos. En definitiva, un centro donde los insociables encuentran refugio y donde los sociables terminan abrumados por el tedio, convergiendo el comportamiento de todos ellos. Al hilo de todo esto el autor desarrolla multitud de brillantes reflexiones, originadas unas en los procesos de introspectivos en voz alta de los personajes, y otras en las conversaciones entre ellos.

     No hacen falta muchas páginas para darse cuenta de que David Wallace fue un magnífico escritor. Lo malo, en El rey pálido, es que Wallace no terminó ni dio esta obra a la imprenta: no hay manera de saber si lo que el lector tiene entre manos es más o menos de lo que hubiera querido el autor, ni si lo hubiera querido así o de forma completamente diferente; de hecho, en las notas finales se aventuran hipótesis que podían haber cambiado completamente el devenir de algunos personajes. Esa sensación de que quedaba mucho por hacer, unida al indudable talento de Wallace, produce la impresión de estar ante una obra grandiosa pero inacabada.

     Pero bueno, si durante décadas nadie ha dejado de ir a ver la inacabada Sagrada Familia, con este libro puede suceder algo similar: aun inacabado, aun recompuesto o descompuesto con más o menos fortuna por el editor, es un texto magnífico donde aprender sobre la naturaleza humana y, sobre todo, sobre sus reacciones ante la inseguridad y el aburrimiento.

     Y para terminar vuelvo al principio: quizá lo peor del aburrimiento es que, cuando se produce, parece no tener fin. Un segundo de tedio se hace eterno. Quizá por esto la historia termina en ninguna parte; porque la vida se repite sin que haya manera de escapar de ella, como tampoco la hay de escapar a la sensación que el aburrimiento produce.

     Una nota curiosa en lo personal: este libro lo terminé de leer el día en que el autor hubiera cumplido 50 años, si no se hubiera suicidado el 12 de septiembre de 2008, víctima de una depresión.



jueves, 23 de febrero de 2012

La humillación - Philip Roth






     Simon Axler sexagenario actor teatral de notable éxito se retira del mundo debido a la súbita incapacidad de meterse en la piel de los personajes y de dar la cara en público. Sumido en la depresión y la impotencia, y abandonado por su esposa, se refugia en su casa en el campo acariciando la idea del suicidio.

     Es entonces cuando aparece Peggen, la hija de unos antiguos amigos del mundo del teatro que no llegaron, ni de lejos, a alcanzar los éxitos de Axler, y con los que mantiene un trato cordial pero esporádico.

     Pegeen es una lesbiana de aspecto hombruno, que no hace ascos al sadomasoquismo, y que dejó a su pareja tras sentirse traicionada (aunque está por ver quién traiciona a quién) y acaba de dejar a su más reciente amante, una profesora universitaria que la acosa para que vuelva con ella.

     Junto a Axler, Pegeen decide retornar a la heterosexualidad de la que salió a los veinte años. Él comienza a hacer de ella una mujer femenina, incluso atractiva, y en el proceso, entre las dudas de quién es quién y las que suscita la diferencia de edad, Axler va recuperando la confianza en sí mismo. Sin embargo, al final todo se complica.

     Visto el argumento, es fácil llegar a la conclusión de que estamos ante una novela sobre los papeles que cada uno representa en la vida, y sobre la necesidad de que cada uno sea capaz de encontrar su propio papel. Pobre del que no lo consiga.



lunes, 20 de febrero de 2012

El asesino hipocondríaco – Juan Jacinto Muñoz Rengel




 Pese a que esta novela suele estar en los catálogos de “novela negra”, es una novela de humor, porque sin él no se sustenta ni una sola de las páginas y porque la parte “negra” es más propia de “los payasos de la tele” (dicho sea en sentido elogioso) que de una novela negra.

Y es que el protagonista, el asesino a sueldo más hipocondríaco que conocieron los siglos, deja pasar las páginas urdiendo, uno tras otro, los más esperpénticos y estériles intentos de asesinato de su inocuo objetivo. Las más de las veces su "astucia profesional" no es otra que locas suposiciones acerca de la eximente que le será aplicada gracias a los múltiples e imaginarios males de los que se siente víctima. Aunque siempre se olvida del que realmente padece: la paranoia, más que la hipocondría.

El protagonista, M.Y., es un calamitoso asesino que se siente al borde de la muerte todos los días y en cada minuto, pese a lo cual se empeña en liquidar a su objetivo porque ha cobrado por anticipado, y su “moral kantiana” le exige cumplir. Esto y una víctima que no ha hecho nada para merecer serlo, es todo lo necesita el autor para sacar adelante la novela.

Tres son los aspectos cómicos más relevantes:

El primero, la insólita enumeración de enfermedades que M.Y. cree padecer. Donde no hay síntomas, aparecen; y todos ellos, reales o imaginarios, son atribuidos de inmediato a la enfermedad más atípica y espeluznante posible. Cualquier patología concebible por su cerebro la siente y la ve tomando inmediata forma en su cuerpo, por disparatada que sea, por ínfima que sea su incidencia en la población, y lo mismo acaba teniendo un hermano gemelo en el pescuezo que un pie aquejado por gigantismo, e incluso llega a sentirse embarazado. Ni que decir tiene que las medidas de prevención que adopta son proporcionadas a la magnitud de su locura, haciendo de su pintoresca profilaxis algo casi tan divertido como su hipocondría.

La segunda, lo patoso de su actuar, lo infantil del planteamiento de los intentos asesinatos y de su resolución, pese a que en todo momento se presenta a sí mismo como el más acabado y concienzudo profesional del gremio. Parodia pura. Un inciso, volviendo al principio: visto este planteamiento, quien califique esta obra de “novela negra” le estará haciendo un flaco favor al autor; por más que al final haya cierta intriga por ver en qué termina la cosa, quien busque una novela negra acabará decepcionado. Es una novela de humor. Una muy digna y buena novela de humor, pero no una novela negra.

Y, por último, en consonancia con la elevada opinión intelectual que el protagonista tiene de sí mismo, el efecto cómico se refuerza con la alternancia, entre capítulo y capítulo de la historia central, de enloquecidas consideraciones acerca de muchos de los “grandes hombres” de nuestra cultura. Kant, Descartes, Poe, Tólstoi, Proust, Voltaire y otros están emparentados con M.Y. por la vía de sus grandísimos sufrimientos, tan imaginarios y disparatados casi siempre como los del protagonista, para quien la muerte de todos ellos no es más que la evidencia de que estaban tan gravísimamente enfermos como él.

Una novela divertida, inteligente, con la que pasar un rato agradable, con algunos golpes verdaderamente buenos, cuyo mayor mérito es la originalidad de llevar la hipocondría hasta lo grotesco y obtener de ese experimento una muy buena parodia de la novela negra. 

Por último, no quiero dejar de citar el lenguaje con el que se expresa el protagonista narrador: es el lenguaje pedante de un tipo con ínfulas de selecto, lo cual, dedicándose a lo que se dedica y sufriendo los muchos males que no sufre, completa el tono paródico. Todas las situaciones de esta muy buena y entretenida novela, no serían lo mismo expresadas en otro tono.




domingo, 19 de febrero de 2012

A shot in the dark - Henry Mancini


No entiendo nada de música, pero me da que Henry Mancini fue uno de esos músicos que, a la hora de hacer música para el cine, era capaz de interpretar muy bien el sentido de la película, y también su humor. El humor de la Pantera rosa (y ahora hablo de los dibujos animados) o el del Inspector Clouseau, debe mucho a Henry Mancini.

jueves, 16 de febrero de 2012

El beso de la sirena – Andrea Camilleri



          Hay que leer El beso de la sirena. No hay excusa porque es una novela tan corta que no requiere demasiado tiempo, y tan sencilla y clara que se lee sin ningún esfuerzo. Hay que leerla porque es una novela que tiene mucho en común con la música: afecta más al espíritu del lector que a su capacidad de comprensión, de tal manera que al final no queda tanto la historia como las sensaciones que produce.

            Vigáta, fin del siglo XIX. Gnazio, un pobre desgraciado, un buenazo a quien el mar infunde pánico, inicia en la infancia sus días de trabajo, esfuerzo y pobreza, para acabar emigrando a América, de donde regresa, ya cuarentón, con la intención de instalarse en su tierra, casarse, tener hijos, y al alcanzar la muerte ser enterrado bajo un olivo.

            Gnazio consigue hacerse con un puñado de hectáreas en una diminuta península, sobre la que pesa una suerte de leyenda negra, y edifica su propia casa de forma que no tenga vistas al mar. Comienza a cultivar, a cosechar y, en definitiva, a vivir tranquilamente, por lo que considera llegado el momento de casarse. Su problema es que no conoce a mujer alguna en la zona, por lo que recurre como intermediaria a una vieja curandera.

            La señora Pina le suministra, por fin, esposa: se trata de Maruzza, una mujer  buena y bellísima con un único problema: se cree sirena. Lo cual, dice la señora Pina, no es ningún problema siempre y cuando Gnazio esté dispuesto a aceptar sus extrañas costumbres. Así es como conoce a Maruzza y a la misteriosa bisabuela de esta, Minica.

            Lo que sucede a partir de ese instante, lo sabrá quien lea la historia: baste concluir que estamos ante una novela de gente buena, honesta e inocentona, que no tienen otra ambición que vivir cada uno su vida, sean humanos o sirenas. Una historia rebosante de humor y ternura, con un punto álgido de drama y emotividad, una historia entre la realidad y la fantasía.

Una lectura excelente para congraciarse con el mundo, y una demostración de cómo un autor puede hacer cosas muy distintas sin cambiar de estilo.



miércoles, 15 de febrero de 2012

Poner el acento


      El otro día, caminando por la calle, me adelantó un coche fúnebre. En la parte trasera iba una corona con una banda de tela. En ella, alguien había querido poner: “tus hermanos no te olvidarán”, lo cual es la afirmación rotunda de que el finado permanecerá en el recuerdo de sus hermanos y de que, de alguna manera, vivirá en él. Pero quienes redactaron el texto lo hicieron sin acentos: “tus hermanos no te olvidaran”. El subjuntivo se utiliza, la mayoría de las veces, para expresar hechos inciertos, hipótesis, dudas... Con el agravante, en este caso, de que el uso del subjuntivo deja la oración a medias. Huelga todo comentario, excepto que la intensidad de las meteduras de pata suele ser proporcional a la solemnidad del momento en que se producen.

      Por suerte, en los funerales casi nadie está atento a este tipo de detalles, pero a pesar de ello los acentos son importantes. Lo cual proclamo usando este blog como púlpito, porque como lo utilice de pulpito me lo voy a tener que comer.





lunes, 13 de febrero de 2012

Ninette y un señor de Murcia - Miguel Mihura


No es lo mismo leer teatro que verlo, pero Ninette y un señor de Murcia es una obra que no tiene por qué perder mucho en el paso de las tablas al papel. De hecho, si Mihura hubiera querido hacer de ella una breve novela, las adaptaciones hubieran sido mínimas.

La obra se estrenó en 1964, y ya en 1965 pasó al cine de la mano nada menos que de Fernando Fernán Gómez. Señalo las fechas por lo significativas. Los años sesenta tuvieron muchas peculiaridades. Una de ellas, que en occidente el comercio internacional estaba creciendo a tasas vertiginosas, el consumo se recuperaba, se alcanzaban cotas de bienestar nunca conocidas con avances tecnológicos al alcance de todos que poco antes parecían cosa de magia  (coches, televisión...), era el momento en que los europeos comenzaban a viajar, a conocer mundo, el momento en que las empresas nacionales de occidente se transformaron en las multinacionales que hoy dominan gran parte de la economía mundial, etc, etc, etc. En España todo esto producía una mezcla de pasmo, estupor y  admiración: tras dos décadas de "autarquía" nos habíamos perdido la fiesta, habíamos sido completamente ajenos a este vertiginoso cambio, y la apertura que comenzó en los 60 propició la sensación de, al asomarse a la ventana que daba al extranjero, ver un mundo alegre y en color cuando la última vez que habíamos podido mirar todo era triste y en blanco y negro. Además España vivió desde los años 20 una transición de lo rural a lo urbano mucho más rápida que el resto de Europa: lo que a ellos les costó hacer más de un siglo, aquí empezamos más tarde pero lo hicimos en poco más de 50 años, de forma que la mayoría de los urbanitas españoles de la segunda mitad del siglo XX tenían un origen rural. Al mismo tiempo, y para colmo de contrastes, España vivía en una sociedad sometida a censura y donde imperaban valores tradicionales, lo que hacía mitificar la libertad del extranjero y, sobre todo, la libertad relativa a la conducta sexual (creo que fue Eduardo Mendoza -aunque no lo recuerdo bien- quien dijo en una entrevista que, para pasmo de mucha gente, cuando la dictadura terminó y llegó la libertad, muchas personas solo la querían "para ver tetas", en alusión al conocido "destape", lo que mostraba, a su juicio, que las preocupaciones del ser humano son mucho más mundanas de lo que sugieren los grandes ideales que pueblan los libros de historia).

El descubrimiento de sopetón de la ciudad y del "mundo" creó la figura del español "provinciano", algo paleto, deslumbrado por lo desconocido, que, no obstante, se aferraba a sus orígenes con un orgullo que tenía mucho de defensa ante lo desconocido (resumido en el "soy de Villabotijos, y a mucha honra"). De este estereotipo obligatoriamente llamado a desaparecer pero que ilustra una época, han salido infinidad de películas (en las que Paco Martínez Soria se lleva la palma), y un buen puñado de novelas y obras de teatro. Ninette y un señor de Murcia es una de ellas. Probablemente una de las mejores, porque todo lo que acabo de contar se condensa en su breve texto a través de unos personajes tan humorísticamente ingenuos que ahora, visto en la distancia, parecen una cariñosa palmadita en la cocorota de una España que se comportaba como un adolescente timorato con ganas de desmelenarse.

Lo anterior es lo principal. El argumento es tan conocido que no merece la pena que me detenga mucho en él: Andrés llega a París procedente de Murcia, donde trabaja "vendiendo catecismos" según llega a decir. Su pretensión es conocer la ciudad y, de paso, darse algún que otro revolcón confiando en la mitificada libertad sexual  de más allá del Pirineo. Su amigo Armando vive en París, y le encuentra acomodo en la casa de un matrimonio español, donde Andrés va a quedarse encerrado durante más de un mes, sin poner los pies en la calle, a causa de Ninette, la hija. Ninette abusa de un Andrés que es un pasmarote impresionado por una mujer, impresionado por una mujer bella, impresionado porque es una mujer francesa, e impresionado porque esa mujer vive nada menos que en una urbe como París. Andrés impresionado por la libertad sexual (Ninette), y la modernidad y el mundo urbano (París). ¿Y todo para qué? Para ver cómo la libertad sexual a menudo es solo un rodeo más o menos agradable -o a veces un involuntario atajo- para acabar llegando, casi siempre, donde uno hubiera llegado de todas formas: al mundo de los intereses y los afectos, viva uno en París, en Murcia, o en Villabotijos.




domingo, 12 de febrero de 2012

Eugenio



Ahora parece que para ser humorista hay que ser "monologuista", pero durante mucho tiempo la esencia del humor en el escenario fue el chiste. Y hablando de chistes, ¿quién no recuerda a Eugenio?

jueves, 9 de febrero de 2012

El hombre que mira – Alberto Moravia


          El hombre que mira, ve. Y el hombre que ve, piensa. Pero el hombre que piensa no siempre actúa, y entonces queda prisionero de sus propios pensamientos. Es decir, queda preso de lo que ve, de lo que mira. El hombre que mira, que solo mira, tiene una visión completa y compleja de su propia vida, pero es incapaz de orientarla y queda a merced de los acontecimientos. Esto es lo que le sucede al protagonista de esta novela: un joven profesor universitario perfectamente normal que, como tanta gente, se siente presa de sus miedos y su pasado.

          Dice Ana María Moix en el prólogo que la regla confesa de Moravia, a la hora de escribir, era la de “máxima complejidad, máxima claridad”, y en esta novela lo aplica al pie de la letra y de tal manera que el resultado es brillante. Una joya literaria.

          El protagonista, un profesor universitario en mitad de la treintena, arrastrado por los aires del 68 renunció a la herencia materna: un piso. Fue un acto de rebeldía frente a su padre, también profesor universitario, que encarnaba, a juicio del protagonista, los valores a los que se enfrentó el 68. Entre ellos, el tema nuclear, que de alguna manera le obsesiona. Además, a lo largo del tiempo ha ido considerando a su padre como una especie de “rival”. Las relaciones entre ellos, formalmente cordiales, en realidad más que frías son heladas.

          Como resultado de la renuncia, el protagonista vive en dos habitaciones, al final de un largo pasillo... en casa de su padre. Allí se quedó cuando se casó.

          En el momento en que la historia transcurre, dos hechos han alterado la rutina: Silvia, la esposa, se ha marchado de casa porque necesita reflexionar, y el padre permanece inmovilizado en su habitación tras haberse roto el fémur.

          El hombre que mira a su padre, a su esposa, a la enfermera del padre, a la mujer a la que conoce durante un paseo... comienza a ver cosas, cosas que le hacen pensar y llegar a conclusiones que en realidad no desea conocer, por lo que el hombre que piensa llega a pensar, movido por el miedo, que mejor mirar sin ver. ¿Pero se puede dejar de mirar? ¿Se puede dejar de ver? ¿Se puede ver sin pensar?

     Una interesantísima novela donde la “máxima complejidad” (la maraña de los sentimientos humanos y sus causas) se expone con la “máxima claridad”, e incluso con la “máxima intensidad”, permitiendo que la lectura, aunque necesariamente deba ser atenta, discurra con fluidez. Uno de esos libros que uno cierra con la certeza de no haber perdido el tiempo, un libro que es de todo menos intrascendente.

Alberto Moravia,
pseudónimo de
Alberto Pincherle
(1907-1990)
          Termino con cuatro ideas. La primera, el relevante papel de la sensualidad en esta novela. La segunda: existe una relación entre el mirar y el pensar, y entre el pensar y el actuar, pero la segunda no tiene al automatismo de la primera, y a veces se actúa sin pensar; o se piensa que actuando uno puede engañarse a sí mismo hasta el punto de forzar un pensamiento distinto por medio de la acción (en esto último se apoya el tramo final de la novela). La tercera: mucho de lo que de aceptable o inaceptable tiene la vida depende de nosotros mismos (lo cual digo por el final en sentido estricto). La cuarta,  todo el mundo es voyeur (no en el sentido erótico sino en el intelectual). El voyeur, porque lo es. Y el exhibicionista, porque lo que desea es ver la reacción que su exhibicionismo provoca. Y en esta vida quien no se dedica a ver, se dedica a ser visto.








lunes, 6 de febrero de 2012

Quizá nos lleve el viento al infinito - Gonzalo Torrente Ballester





Si hay una cosa que me gusta de Torrente Ballester es que escribió lo que le dio la gana cuando le dio la gana. Ya lo dije, creo recordar, al comentar otro libro suyo: si fuera un autor novel, hoy en día se las vería y desearía para publicar en una editorial grande, porque nada más alejado de las fórmulas industrializadas del éxito comercial que los textos de Torrente Ballester.

Jugando en tono paródico con la guerra fría y las películas de espías, el protagonista (no conocido por otro nombre que “el Maestro cuyos pasos se pierden en la niebla”) es un tipo sin origen conocido, y con una rara habilidad: es capaz de adoptar el cuerpo de cualquier otro ser vivo, usurpando su personalidad y hasta sus recuerdos. Más que para espiar no se sabe a quién porque juega a todas las bandas, parece utilizar esa facultad para infiltrarse en todas partes hasta la cocina, al fin de divertirse promoviendo su propia persecución. El perseguido adoptando el papel de perseguidor de sí mismo.

En esas, se enamora de una espía soviética, Irina Tchernova, a quien confiesa su secreto,  aunque a ella le cueste asimilar que un día su enamorado tiene la apariencia de Fulano y al siguiente la de Mengano.

Irina, más pronto que tarde, desaparece, y el protagonista se dedica a buscarla en torno al lío espía montado acerca de si pasa a Berlín Este o no la esposa de un científico dado a la fuga, sobre la que se sospecha que lleva todos los secretos de su marido en la memoria.

No es tan sencillo, sin embargo, localizar a Irina, pues interfiere Eva Gradner (o como ustedes la quieran llamar, pues se le cambia el nombre con mucha frecuencia), una “enviada plenipotenciaria” de los Estados Unidos que, en realidad, no es más que un robot mucho más perfeccionado que aquel otro llamado James Bond que en algún rincón está oxidándose. Eva no solo es guapa y no hace ascos al sexo, sino que carece de sentimientos y tiene una inteligencia que de vez en cuanto se aturulla con lo ilógico. Sin embargo, ha sido capaz de encontrar el rastro del protagonista no por medio de prodigios tecnológicos, sino a través de algo tan perruno como el olor.

En definitiva, el Maestro cuyas huellas se pierden en la niebla debe localizar a Irina y sortear a la vez a Eva, siempre a punto de localizarlo. Lo curioso es, además, que cuando encuentra a Irina el protagonista tiene que seguir buscándola, porque tampoco ella es lo que parece.

El principio de la novela es un tanto confuso: no se sabe si el protagonista va o viene, ni quedan explicados con claridad sus procesos de “metamorfosis” ni a qué juega, pero poco a poco la lectura va cogiendo ritmo y así sigue conforme se acerca el final.

El humor está presente desde la primera a la última página no solo por lo disparatado de las capacidades del protagonista, o por el comportamiento del resto (en especial, de Eva), sino por la constante parodia de las novelas y películas de espionaje, y por la forma de expresarse, a veces algo pedante, del narrador-protagonista. Torrente Ballester a menudo se recrea haciendo juegos de ideas expresadas de forma un tanto ampulosa, lo que contribuye a hacer del protagonista un tipo verdaderamente paródico. Quizá porque, en realidad, el verdadero Maestro no es aquel cuyas huellas se pierden en la niebla, sino el autor.


sábado, 4 de febrero de 2012

Radio Topolino Orquesta - La vaca lechera


El sonido es bastante malo, pero Radio Topolino Orquesta no lo hacía nada mal, y esta canción es un clásico de la "música y el humor", a pesar del "la he".

miércoles, 1 de febrero de 2012

El señor del Carnaval – Craig Russell



Quizá por temor a repetirse, el autor, en esta cuarta entrega, ha introducido cambios que hacen más amena la lectura para aquellos que han leído las tres novelas anteriores. Por ejemplo, la acción deja Hamburgo y, de esta forma, evita la reiteración de descripciones. Se sitúa en Colonia dando ocasión, de paso, para recrearse no poco en la diversidad de caracteres y culturas en Alemania.

Otro cambio no menor es que Fabel cede gran parte del protagonismo a otros personajes. Incluso durante una parte de la novela llega a ser completamente innecesario. No me ha gustado mucho el “gancho” del “héroe en retirada” que se ve en la tesitura de hacer una última proeza: no es creíble y está muy visto; hasta el gato sabe que si el héroe se retira de verdad, no hay novela; así que todas sus dudas, miedos y reflexiones sobran desde la primera línea.

Y, el último cambio pero no menos importante, no hay una historia principal y varias accesorias para despistar, sino dos similar enjundia que discurren en paralelo con un único punto en común: Colonia. 

La primera historia, que da título a la novela, parte del apoyo que Jan Fabel da a un colega de Colonia en relación a la especialidad de la casa: asesinatos en serie. Crímenes que, en este caso, se producen con ocasión del carnaval. El anzuelo que el autor tiende en este caso no es la tensión del próximo e inminente crimen en una larga secuencia de ellos, sino una tensión mucho menor, dado que se trata de evitar un crimen en fecha fija, por lo que los días previos resultan mucho más relajados.

La segunda historia es un anzuelo tendido a los lectores de las novelas anteriores. María Klee, traumatizada con “el malo” de la primera novela, Vasily Vitrenko, decide ajustar las cuentas con él. Usa medios precarios, y carece de otro apoyo legal que el de la Ley de la Selva. ¿Pero quién va a dejar de leer cuando el autor ha dedicado las tres novelas previas a hacer pasear sin descanso la amenazadora sombra de Vitrenko? ¿Cómo será el inevitable encuentro? El morbo del odio añejo, de la venganza, del ajuste de cuentas, sirve para sazonar la cosa. Es también un viejo truquillo de otras series de novelas, no desconocido tampoco en las series de televisión o las películas “en sagas”: provocar un momento culminante común a varios episodios.

Las historias, paralelas, no llegan a converger, y el salto constante de una a otra dota a la lectura de bastante agilidad, dejando preguntas sin responder a cada salto, lo que induce el deseo de seguir leyendo.

Como siempre, hay una amplia ración de crímenes truculentos y descripciones desagradables, en las que el autor se recrea probablemente para impactar al lector. Pero como ya estaba bien de destripar pobrecillos, ahora la cosa es comérselos: y el canibalismo se abre paso.

Por lo demás, aunque el conjunto es menos descaradamente comercial que, por ejemplo, Resurrección, sigue teniendo muchos ganchos demasiado visibles como para pensar que el autor es sutil al escribir. Además el resultado de las dos historias es muy desigual: la del carnaval está bien construida (aunque algunas cosas se ven venir, pues el autor no llega a despistar completamente al lector para sorprenderle al final), pero la de Vitrenko, con todo lo que le ha dedicado antes a lo largo de tres libros, resulta sorprendentemente pobre tanto en su planteamiento como en su resolución. El resultado deja una sensación contradictoria. Aunque no por ello El señor del Carnaval deja de ser una lectura entretenida.