En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

jueves, 25 de febrero de 2021

Mort – Terry Pratchett

 



Serie Mundodisco, 4


Mort, abreviatura de Mortimer, en un muchacho entre torpe e inútil que, en el último momento, consigue trabajo como ayudante de la Muerte en el pintoresco mundo creado por Terry Pratchett en el que conviven en paz y armonía la lógica, la magia y los anacronismos. Pero la Muerte, aunque a todos nos inquieta, es buena persona (o buena lo que sea) y, sobre todo, muy profesional: hace su trabajo sin dejarse llevar por emociones o intereses, sin sentimiento de justicia o injusticia.

Ocurre, sin embargo, que Mort es algo más torpe que ella, y en el momento en que debe liquidar a cierta princesa que le ha parecido guapísima, acaba cargándose al tipo que la iba a asesinar. Con semejante desaguisado, y dado que futuro es como es y todo está predeterminado en los relojes de arena que marcan la existencia de cada cual, el lío está asegurado. En concreto, con su torpeza Mort ha creado dos realidades paralelas. El problema es, sin embargo, temporal: la realidad, la buena, con su inercia y amplitud, acabará imponiéndose a la creada por la torpeza de Mort, lo cual implicará, cómo no, la muerte de la princesa. Claro que Mort ha hecho tilín a alguien, la joven adolescente de cincuenta y tantos años –pero con apariencia de dieciséis- que es hija adoptiva de la muerte, y en medio se meterá también un joven hechicero no muy brillante y hasta nada menos que el fundador de la Universidad Invisible, a quien todos daban por muerto dos milenios atrás.

Con todo este disparate y jugando con el concepto del tiempo en relación a la muerte (¿existe el tiempo para la muerte?) Terry Pratchett consigue el milagro de construir una historia completamente lógica, racional y plena de humor inteligentísimo, donde el eufemismo, el disimulo y los juegos de palabras tienen un papel esencial. Mort es una novela muy entretenida, divertida y con el gran mérito de saber entrelazar todos esos elementos tan locos para hacer algo coherente. Una especie de milagro. Ni Saramago, aunque en otro registro, consiguió algo así en Las intermitencias de la muerte, que comenzó bien y se le acabó yendo de las manos, que comenzó siendo una novela de reflexión y terminó siendo una parodia de sí misma. Mort, en cambio, es lo que es de principio a fin: una fantástica novela de humor llena de inteligencia e imaginación donde, si algo tiene la muerte, es que por ella el tiempo no pasa.



lunes, 22 de febrero de 2021

El crimen del padre Amaro – José María Eça de Queiroz

 


 

              La novela, un clásico de la literatura portuguesa del siglo XIX publicada en 1875, transcurre en un entorno (la vida del clero en una pequeña ciudad portuguesa en la época) que poco tiene que ver con la película mexicana que inspiró (que transcurre en el México actual con toda la corrupción el narcotráfico como telón de fondo).

              Amaro es un niño muerto de hambre, con una infancia repleta de soledad y sinsabores, al que la caridad de una familia noble conduce, sin pedirle opinión, al sacerdocio. Una vez ordenado y tras un primer destino angustiosamente solitario y apartado, los contactos de sus protectores lo convierten en el joven párroco de Leiría. Allí se encuentra con dos cosas: un clero aposentado en sus privilegios y solo preocupado por mantener el mínimo disimulo para ocultar la ruptura total de casi todos sus votos (en especial, el del celibato) y la joven hija de su casera: Amélia, que le hace tilín, tolón, ding-dong y ringgggggggggg.

              Aunque la obra está dividida en largos capítulos, se pueden agrupar en cuatro partes:

              La primera, breve, nos cuenta la vida de Amaro y cómo llega a ser párroco de Leiría.

              La segunda despierta la simpatía del lector por el amor imposible. Narra el proceso de enamoramiento, de acercamiento entre Amaro y Amélia, con las dudas de ambos, sus miedos y vacilaciones. Y además los separa un tercero, el joven que, con el beneplácito general, echa los tejos a Amélia, de quien se supone que pronto será esposo; un joven que pronto irrita al lector, porque parece el obstáculo que impide una bella historia de amor y porque -siendo este personaje el menos ciego de todos- acaba por ser víctima de los celos, lo que le hace adoptar alguna medida más que cuestionable.

              En la tercera parte ha triunfado un amor que solo puede vivirse en precario. Pero es precisamente esa precariedad la que acaba demostrando qué lleva de verdad cada uno dentro, porque es en las dificultades cuando se ve quién escapa como una miserable comadreja y quién asume los costes. Lo cual quiere decir que de la precariedad pasamos a los problemas que conducen a la novela a su desenlace.

              Y en la cuarta y última parte, brevísima, el autor ofrece al lector en muy pocas escenas una evidente conclusión acerca de cada uno de los personajes, de modo que no es hasta ese momento cuando acabamos a saber quién es cada uno y queda un poso de amargura e injusticia.

              El crimen del padre Amaro es una novela psicológicamente compleja. Amaro es primero un niño desamparado, que jamás llega a conocer el cariño, y luego es un hombre sometido a un destino que no ha elegido; pero como es también un adulto egoísta y manipulador que abusa de su posición de superioridad moral, cabe preguntarse hasta qué punto es así por simple egoísmo, o porque no le queda otro remedio al no haber conocido jamás el cariño ni la generosidad que lo acompaña, o por rebeldía ante el ineludible destino que le ha sido impuesto. La solución al dilema, a elección del lector.

              Hay otra segunda complicación psicológica: el amor. O lo que los personajes y el lector creen amor. ¿Es amor lo que siente Amaro por Amélia? ¿Lo es siempre o solo al principio? ¿O es solo mera atracción? Sea lo que sea, ¿no evoluciona a obsesión? ¿Y por qué termina como termina? Lo que comienza pareciendo un enamorado termina siendo, simplemente, un cazador necesitado de cobrarse constantemente su pieza para satisfacer su ego y escapar de la soledad. Amaro, que parece comenzar amando a Amélia, termina teniendo como objetivo, simplemente, su rendición.

              Amélia, el otro gran personaje de la novela, ofrece un perfil más puro y nítido. Es víctima de un amor fundado en la atracción y la admiración y, a diferencia de Amaro, tiene mucho que perder si se decide a vivirlo. Amaro puede temer el escándalo, pero las consecuencias serían mucho peores para Amélia. Él no piensa más que en sus miedos; ella, en cambio, elude pensar en los riesgos. Si algo puede criticarse a Amélia es su inconsciencia e imprudencia más que su generosidad, porque evitar pensar en lo que se está jugando. Sin embargo, y pese a que las peripecias de Amélia ocupan buena parte de la novela, esta versa sobre Amaro, al que desea reflejar. O desenmascarar.

              La acción transcurre entre la catedral, la casa de la madre de Amélia y un par de lugares más, entre reuniones de clérigos y señoras piadosas que conversan sobre los chismes del lugar y los enjuician moralmente con mayor rigidez ellas que ellos. En torno pululan algunos personajes ajenos a ese mundo, críticos con él pero, en el fondo, más opuestos que enfrentados.

              La novela siempre se ha tachado de anticlerical, porque, aunque muestra algún cura casi lindante con la santidad, es la excepción en un mundillo donde todos se comportan de modo distinto al que predican: están muy preocupados por su peculio, por comer y beber bien, por eludir problemas y responsabilidades y, quien más y quien menos, «conoce mujer». Un clero más epicúreo que sacrificado, más apegado al este mundo que al otro, que parece tener una confianza limitada en el más allá o que, cuando menos, considera que ese más allá va a ser tan indulgente con las debilidades humanas que resistirse a ellas solo puede conducir al sufrimiento inútil y a la ansiedad enloquecedora. Dicho todo esto, es normal que la novela recibiera el calificativo de «anticlerical», pero este término debe ser entendido en sentido estricto: se crítica a las personas, no a lo que representan.

              Sin embargo, El crimen del padre Amaro es, sobre todo, una novela sobre el egoísmo, sobre el modo en que unas personas manipulan a otras, sobre la inconsciencia e injusticia de perseguir pequeñas victorias personales a costa de imponer a otros gigantescos costes. Es una invitación a reflexionar sobre el modo en que satisfacer nuestros caprichos puede sembrar la desgracia a nuestro alrededor.

              Por último, El crimen del padre Amaro es también una novela adelantada a su tiempo por lo que tiene de reivindicación del papel de la mujer. Y eso que Amélia no es ninguna heroína, sino una mujer con los valores de su época que se deja arrastran a una pasión estimulada por quien puede manipularla y lo hace hasta el abuso. Visto desde el simplismo de creer que una novela es lo que escenifica, podría decirse que es una novela machista, lo cual no sería extraño en la época en la que se escribió. Pero no lo es porque, precisamente, el autor utiliza a una mujer, Amélia, para dejar claro quién es el padre Amaro. Dicho de otro modo, la censura al padre Amaro, lo que justifica el «crimen» que da título al libro, es la dignidad de Amélia. Si el autor hubiera considerado a la mujer un ser de segunda, ¿qué sentido tendría hablar de «crimen»? El crimen del padre Amaro es, en realidad, doble: sus actos lo envilecen por oponerse a lo que representa; pero si hubiera compartido con Amélia los costes de su aventura lo hubieran reconducido a su condición humana. Es el abuso, el trasladarle a ella los costes que él contribuye decisivamente a provocar, lo que constituye el verdadero crimen.



lunes, 15 de febrero de 2021

El juego de la luz – Louise Penny

 




              Volvemos a «Tripines», como ya en broma llamamos a Three Pines, el pueblecito canadiense en medio del bosque, tan renacuajo y apartado que no sale en los mapas. Sin embargo, curiosamente, está situado razonablemente cerca de grandes urbes y tiene su coche de bomberos, su buena librería, un «hotelito con encanto», su bistrot, y su «bed and breakfast». Nadie sabe a qué se dedican sus escasos vecinos, pues no hay mención a actividad económica alguna excepto la de los personajes recurrentes: el matrimonio Morrow, dedicado a la pintura artística, la poetisa famosa, anciana, gruñona y maleducada Ruth Zardo, la dueña de la librería, el matrimonio al frente del hotelito y la pareja homosexual que regenta el bistrot y el «bed and breakfast». En resumen, un idílico mundo de bolsillo inexplicablemente desconocido en el que sus habitantes dedican su tiempo a las bellas artes, al paseo por hermosos bosques y jardines y a tomar cafés con leche y papear en el coqueto bistrot, que ofrece una pitanza de lo más selecta y elaborada. Demasiado bueno para ser cierto, lo cual, dicho sea de paso, es lo que más afecta a la credibilidad de algunas cosas, en especial el empeño en considerarlo una especie de «lugar oculto» que haga inexplicable la presencia de cualquier persona ajena a los que allí viven.



              En tan bucólico paraje, a juzgar por las novelas de la saga, no hay más que ardillas y asesinados. Entre los últimos, la mujer llamativamente vestida de rojo que aparece en el jardín de los Morrow justo cuando estos estaban celebrando, por fin, el ascenso al olimpo artístico de Clara; ascenso que, por otra parte, deja en complicada posición a su esposo, que durante años había ejercido como «el artista» de la familia y que ahora ha quedado reducido a su verdadera dimensión al quedar enfrentada su realidad a sus ambiciones. A lo que deben añadirse las complicaciones del amor hacia quien con su sola presencia hace patente tu fracaso.

              Pero hay un fiambre, he dicho, y allá se va el inspector jefe de la Sûrete du Québec, el eficaz, calmoso y culto Armad Gamache, con su joven segundo, Jean Guy Beauvoir (recién divorciado y dudando de si la hija del jefe le hace tilín o tolón), ambos traumatizados por los soponcios vividos en la anterior novela de la saga (Enterrad a los muertos), donde fueron tiroteados; los dos van acompañados de todo su equipo y, en particular, de una inspectora que parece ir a ganar protagonismo en próximas novelas. Todos ellos, digo, se presentan en Three Pines dispuestos a investigar con sus métodos habituales: indagar, ver, y no hacer nada hasta que las cosas se hayan cocido más que bien en su propio jugo. Todo, además, con la peculiaridad típica de estas novelas de la endogámica relación entre sospechosos e investigadores, todos los cuales, por culpa de lo renacuajo del lugar, conviven casi veinticuatro horas al día, comen y cenan juntos y hasta acaban haciéndose amigos que nunca acaban de poder distinguir entre conversaciones e interrogatorios.

              Pese a que estoy usando un tono un tanto frívolo, la novela es muy interesante. Y ello por varios motivos: primero, porque Louise Penny tiene la habilidad de utilizar sus novelas para hablarnos de asuntos de lo más atractivos. Si en Enterrad a los muertos era la independencia de Canadá y las relaciones entre francófonos y angloparlantes, aquí nos ofrece un montón de lúcidas reflexiones sobre el mundo del arte y el ego de los artistas, con todas sus inseguridades a cuestas, que lo mismo son aplicables a pintores que a escritores o escultores, y que permiten ver más allá de lo que brilla en estos mundos. También ofrece una visión interesante del mundo del alcoholismo y, sobre todo, de quienes intentan rehabilitarse. En segundo lugar, porque la trama en sí es sorprendente (aunque sea un «caso de laboratorio») y, por tanto, despierta la curiosidad: la muerta es una antigua amiga de Clara, a la que hace siglos que no veía porque se habían enemistado, a la que nadie había visto en una fiesta a la que no había sido invitada y en la que ha aparecido muerta. En tercer lugar, consigue hacer evolucionar bien algo que en entre la primera y la segunda novela apenas existía: las vivencias de los protagonistas y de su entorno. Cierto es que pueden objetarse puntos débiles que afectan al realismo y a la verosimilitud de algún detalle relevante, y que al final, a lo Ágatha Christie, no se sustenta en prueba alguna sino en conjeturas que desembocan en una confesión regalo a los lectores y al sr. Gamache, pero a pesar de todo esto la solidez de El juego de la luz es grande y por encima de lo habitual. Es cierto, también, que es una novela de «jarrones venecianos», que diría Julián Ibáñez, alejadísima del «hard noir», pero eso no es un crimen: todo tiene derecho a existir.

              Una novela para disfrutar con una lectura sosegada y sin prisa, porque lo importante no es el destino sino el camino. Una buena novela con consigue algo muy difícil: que una saga de novela negra vaya a más; lo normal es lo contrario.

              Lo confieso: estoy ya irremediablemente atrapado por todo lo que sucede en «Tripines».








jueves, 11 de febrero de 2021

Mandíbula – Mónica Ojeda

 


 

              Las relaciones entre madre e hijas han dado mucho juego en literatura. En Mandíbula dan mucho y bueno.

              La historia, emparentada con las novelas de terror, transcurre en Ecuador, con saltos en el tiempo y en los escenarios. El protagonismo está repartido entre Clara -una profesora un tanto lunática, víctima de un ataque de dos alumnas, que imita en todo a su difunta madre- y un grupo de muchachas adolescentes, entre las que destacan las dos que lideran el grupo: Fernanda, que sufre ¿o no? un trauma por algo que no recuerda si hizo de pequeña y que ha oscurecido la relación con su madre, y Annalisse, la más osada e imaginativa, otra cuya relación con la madre es, cuando menos, distante.

              El grupillo es tan aficionado a las historias de terror por Internet que se reúnen para pasar miedo escuchando sobre todo las de Annelise. E incluso van más allá: asumen riesgos absurdos que, inevitablemente, las enfrentan a otro tipo de miedo, pero miedo al fin y al cabo.    

              La novela comienza con una historia de terror, literalmente: el secuestro e inmovilización de una de las muchachas a manos de quien sabrá quien lea la novela. A partir de aquí se construye, desde el pasado, la sucesión de hechos que han llevado a ese comienzo, y en ese desarrollo es cuando el lector conoce a esas inquietantes adolescentes –sus diálogos, sus prácticas, las confesiones de Fernanda al psicólogo…- y a la extraña profesora, y acaba viendo como al fondo de las cosas se llega mezclando lo que cada una es con los ardides de las más astutas.

              No sabía lo que iba a encontrar en este libro, y la verdad es que me ha gustado. A pesar de lo truculento y violento de alguna escena y de la situación con la que comienza el libro, la irresponsabilidad y desenfado de las adolescentes pone un punto de liviandad que no llegan a borrar las perturbadoras manías de la profesora –mucho más inquietante que sus alumnas-. La mezcla de violencia e ingenuidad lleva de un extremo a otro las sensaciones del lector. El entorno de un colegio de élite regentado por el Opus ofrece un contraste notable con la historia, pues nadie en él conoce ni tiene ganas de reconocer lo que en verdad se cuece entre sus paredes o, mejor dicho, en los cerebros de la profesora de Lengua y Literatura y en la de algunas de sus alumnas. La historia oscila entre pasajes tenebrosos y plácidos, casi como el miedo, que precisa de un lugar seguro desde el que atisbar lo temido. La novela, sobre todo en boca de Fernanda y Annelisse, ofrece unas maduras e interesantes reflexiones sobre el miedo. Y, por encima del miedo, de aquello que más paraliza a la gente: el miedo al miedo.

              Mónica Ojeda domina el lenguaje, la estructura y la obra. Se nota que ella ha dirigido la novela más que la novela a ella. Se nota que tiene talento. Una buena lectura.


lunes, 8 de febrero de 2021

Cómo robar un banco suizo – Andrea Fazioli

 


 

              El título, que parece el de un manual de instrucciones, es lo mejor de esta novela, porque tiene el atractivo de invitar al lector a compartir con los personajes la aventura de un robo en un entorno casi mítico. Es lo más emocionante. Sin embargo, la novela es fast food literario y, lo que es peor, bastante mal cocinado; mira que hace siglos que apenas veo películas, pero, como en tantas otras novelas escritas para vender y solo para eso, no me cuesta identificar, una vez más, un montón de lugares comunes de todas esas peliculejas clónicas que durante años poblaron las televisiones.

              Argumento:

Un señor que en su día fue un as del birle está apaciblemente retirado de la delincuencia y entregado a la jardinería, con sus margaritas, sus petunias, sus bichitos y sus cosas, pero, ¿os suena?, hete aquí que debe retornar a los escenarios presionado por un tipo malísimo con el que la hija del «jardinero», una cabeza de chorlito, se ha metido en líos. ¿Y qué debe hacer la figura del birle? Usar su sapiencia, habilidad y experiencia para robar un banco suizo sin que nadie se manche las manos y, luego, entregar la guita al malvado.

Lo de las manos es importante por aquello del crimen perfecto, que a nadie le apetece que lo trinquen, y porque, claro, el as del birle es un caballero o, dicho de otro modo, fue un chorizo sofisticado, que ni usaba pistolas, ni apiolaba al personal, ni amenazaba ni nada. No un bruto tosco y rudo, sino un elegante orfebre del choriceo. Aunque, eso sí, el pobrecico se había llevado el disgusto de pasar por la trena, así que ojo, lector, porque como nos enseñó Con faldas y a lo loco, nadie es perfecto.

              El as del birle no está por la labor de reeditar viejos éxitos, porque podar setos es muy relajante y porque, siendo el protagonista, le añade un toque buenecillo para caer bien (si es que ser víctima de un chantaje no le ha bastado al lector para solidarizarse) pero, por desgracia para el buen señor, a pesar de intentarlo no consigue solucionar el desaguisado de su hija de otra manera que cediendo al chantaje del malvado (no descubro nada porque, si no, obviamente, se hubiera terminado el libro enseguida).

              ¿Qué decir de los secundarios? Todos, desde la hija hasta el alocado, osado e ingenuo tipejo que contacta con ella para comenzar el estropicio y los voluntarios inexpertos que el pitísimo tío recluta se incorporan a la aventura como quien se apunta a dar una caminata con los amigos por el Monasterio de Piedra, creando al lector una apabullante sensación de historia sosa y ñoña. «¿Te apetecen unas croquetas?» «¡Claro!» «¿Y luego atracamos un banco?» «¡Pues cojonudo!» Sin duda el autor es consciente de la avería, porque durante el resto de la novela no deja de repetir que esa buena gente se había apuntado a la fiesta como quien se apunta a una fiesta, y luego, claro, lo de las orejas y el lobo. En fin…

              Entre los reclutados figura un insulso detective privado que, al parecer, protagoniza la saga de novelas de la que ésta forma parte. Aquí, protagonizar no protagoniza nada, solo hace unas cuantas cosillas, echa un cable relevante (¿será eso el protagonismo?) y además se dedica a estar muy disgustado por verse envuelto en semejante fregado.

              A todo esto, el lector puede asistir al secuestro más pintoresco que recuerdo: los secuestrados salen a pasear por la calle y todo, lo cual refuerza esa sensación de poco currelo, porque narrar de verdad las sensaciones de un secuestrado, lo mismo que las de la gente normal que se embarca en la comisión de delitos premeditados exige un trabajo que a Andrea Fazioli ni se le ha pasado por la cabeza intentar. ¿No os suenan también los personajes ingenuos que, llegado el momento de la verdad, se pasman unos y sacan la vena heroica otros? Pues eso.

              A lo que no va a asistir el lector es a la planificación del golpe, que se supone que es la gracia de la novela, porque el protagonista, como es tan pito y tan profesional, lo lleva todo en la cabeza y con tal sigilo que, si no se lo cuenta ni al Tato, mucho menos al lector. Al lector hay que sorprenderlo tanto como al banco (al fin y al cabo también se ha jugado su dinero en esta historia). De resultas, los personajes vagabundean por la novela hasta que, cuando no queda más remedio, nos enteramos de que, ¡oh, sorpresa!, alguno va a vigilar desde una esquina o  a realizar alguna otra proeza similar.

              Pero como semejante banda no es capaz de llegar a todo, por supuesto el protagonista tiene amigos expertos en la resolución de cada problema por difícil e intrincado que sea, todos ellos tipos a medio camino entre el genio y el trilero. Todos tipos que, si llamas a su puerta diciendo «¿No tendrás algo para interceptar misiles intercontinentales disparados desde un portaaviones en el Pacífico?» te responden, tras pensarlo un segundo y medio, «¡Creo que tengo justo lo que necesitas!», y se meten en la trastienda a buscarlo. ¿A que también os suena?

              ¿Qué queda para que la novela resulte atractiva al lector mínimamente exigente? Tampoco nada muy original: queda que, quien supere la primera mitad, comenzará a sentir ganas de saber, ya que ha llegado hasta ahí, en qué queda el asunto, si acabarán robando el maldito banco o no, si el malo se saldrá o no con la suya y si el protagonista podrá volver a ocuparse de sus geranios y plantar unas cebollas. El desenlace es para pegarse un tiro: el plan del malo malísimo deja patitieso al lector, incrustándole en la mente aquello de «para este viaje no hacían falta alforjas», y demuestra que tras urdir la trama las neuronas del autor seguían muy descansadas; luego incluye un golpecillo poco creíble pero que da un giro esperadamente inesperado –y peliculero- al desenlace de la acción y, también, un final del final que enlaza directamente con la ñoñería que he mencionado antes.

              Todos leemos con cierta frecuencia fast food literario, pero solo se puede disfrutar si está bien cocinado. No es el caso. Por cierto, la crítica que la faja atribuye a Andrea Camilleri deja al pobre Camilleri a la altura del esbirro.