En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

lunes, 30 de diciembre de 2013

Pan, educación, libertad – Petros Márkaris



            Esta novela comienza mañana, el 31 de diciembre de 2013, el día siguiente de publicarse esta reseña, y se prolonga durante los primeros días de 2014. Por lo que he podido ver desde que se publicó este mismo año, son muchos los que han hablado de este libro en las redes sociales sin haberlo leído. Lo digo porque he visto numerosas alusiones e incluso recomendaciones que parecen considerar el título una proclama ante la situación económica, cuando la realidad es que “pan, educación y libertad” es la reivindicación de los asesinos que dan pie a esta novela cargándose a unos cuantos caballeros que tienen muy pocas cosas en común: su pasado en los “sucesos de la Politécnica” en 1973, y el hecho de que todos tengan hijos jóvenes. Vamos, que el autor juega en el título mezclando las motivaciones de sus criminales y las del ambiente social. La necesidad de “pan” existente en la Grecia que describe (de la que enseguida hablaré) puede no ser cuestionable, pero a la vista del texto no está tan clara la necesidad de educación, y lo que viene a llamar “libertad” es en realidad la transparencia necesaria para que haya justicia, ya que la libertad es solo un componente de la justicia. Claro que tampoco puede haber justicia sin pan. La sociedad que Márkaris refleja, en resumen, necesita justicia. La pregunta es si cada ciudadano está dispuesto a asumir su parte del esfuerzo o piensa que eso es algo que deben hacer “otros”, los “culpables”, porque siempre es más cómodo echar las culpas a alguien que asumir las propias responsabilidades.

            Como en la anterior, dos cosas pueden distinguirse en esta obra: la “trama policial” y el entorno.

            La trama no es para tirar cohetes. Es en todo similar a las anteriores, y en especial a las de la Trilogía de la Crisis, lo cual sin duda mengua la brillantez del conjunto: una sucesión de crímenes, cada uno de los cuales aporta alguna pista por acumulación de coincidencias; los criminales, además, dejan sus “mensajes”, que en lugar de ser claros tienen cierto misterio a desvelar. Nada nuevo en el modus operandi de los asesinos y del comisario Jaritos; y tampoco en el ámbito de las motivaciones, pues los delincuentes andan tratando de hacer justicia a su manera y se inspiran en cosas poco realistas aunque muy novelescas en la medida en que permiten enlazar el presente con un pasado más o menos remoto, lo que siembre da cierto halo épico. En esta ocasión, sin embargo, los asesinatos no cuentan con la comprensión social apreciable en las dos anteriores novelas de la trilogía; son asesinatos, sin más. Al menos en apariencia.

            Otra cosa es el entorno, mucho más original. Márkaris ha sido osado, aunque no ha llegado a las últimas consecuencias.  Lo ha sido porque la novela, publicada en 2013, comienza, como ya he dicho, el 31 de diciembre de 2013, un día antes de que Grecia, Italia y España vuelvan al dracma, la lira y la peseta respectivamente, según se nos dice. El escenario es (o debería ser) de hecatombe, porque se ha consumado la salida de Grecia del euro. Es decir: lo que se ha querido evitar a toda costa hasta el punto de someter a la sociedad a enormes esfuerzos, se ha consumado. Se ha llegado al peor escenario posible con una sociedad devastada por años de duras medidas que al final no han servido para nada. ¿Y qué ocurre? Que Grecia vuelve a un dracma devaluado y que se sigue devaluando, que su gobierno suspende pagos dejando a todos los funcionarios, incluido Jaritos y su yerno, sin cobrar durante unos meses, abocándolos a una suerte de “economía de guerra”; además el gobierno dimite y convoca elecciones, dejando el país descabezado. En ese contexto los personajes se muestran preocupados por comer y aguantar unos meses, pero, sorprendentemente, no angustiados ni por eso ni por nada más, lo cual no deja de chocar. Parece que el drama se limita a aguantar hasta la siguiente nónima, porque nadie siente ni desazón ni angustia de ningún tipo, sino una suerte de resignado optimismo muy útil para sobrevivir, pero que inexplicablemente alimentan sin esfuerzo, como si el futuro estuviera asegurado a pesar de que todo se está cayendo en pedazos. Es cierto que todos se quejan del paro, que todo está cerrado, que hay muchas manifestaciones, pero eso cambia poco respecto a las anteriores novelas de la trilogía (más allá de que en esta novela se apunta a manifestaciones más violentas, en especial contra los inmigrantes), pero Márkaris, como he dicho, no ha llevado hasta sus últimas consecuencias la situación que ha imaginado: la vuelta al dracma, de haber sido real, hubiera implicado un doble “corralito” durante el tiempo preciso para sustituir la moneda: uno externo, para impedir la salida de euros fuera de Grecia, y uno interno, limitando la disposición de efectivo para evitar la acumulación con fines especulativos. “Corralitos” que, por sí solos, hubieran bastado para causar temores, desórdenes y crispación muy superiores a los que describe el libro. Pan, educación, libertad elude hablar de los miedos, aunque sí lo hace del malestar. La gente se manifiesta y protesta, pero ningún personaje hay angustiado; ni el comisario (que siempre ha ido en la vida justo de dinero pese a llevar una vida de una austeridad franciscana) ni sus subordinados (que ganan menos que él y siguen tan panchos), ni ninguno de quienes los rodean. Lo dicho: una novela donde el enfado sustituye al temor, como si en el fondo los ciudadanos griegos creyeran que todos sus males son coyunturales, y que antes o después las cosas volverán donde estaban, como si pese a los años de penurias nadie creyera que todo, antes o después, acaba derrumbándose.

En ese sentido es una gran novela, porque si se piensa bien lo que refleja es la enorme inconsciencia de la sociedad griega, que cuando está despeñándose por el precipicio se dedica a pensar “ya vendrán tiempos mejores”. Inconsciencia también porque todos, desde los que se manifiestan hasta los asesinos, no buscan soluciones sino culpables.

Como siempre también, la familia del comisario ocupa una parte importante de la novela. Y, cada vez más, la suerte profesional de su hija se mezcla con la de Jaritos. Una historia que da unidad a la serie. Pero algo ha ido a peor: la perspicacia del comisario para analizar las motivaciones ajenas no es tan brillante como antes, quizá porque su relación con su superior se ha normalizado hace tiempo. También falta chicha en un cambio que prometía más: la incorporación de Kula al equipo del comisario. Es un personaje que daba más juego antes.

Con Pan, educación, libertad Petros Márkaris ha cerrado la Trilogía de la Crisis, tres novelas de factura muy similar en cuanto a su componente “negro” y “policial” y con gran mérito común: mostrar una sociedad que ha vivido, y sigue haciéndolo pese a los trompazos, ajena a su propia responsabilidad para consigo misma.

El momento para leerlas (sobre todo Pan, educación, libertad) es ahora. ¿El motivo? Cuando el tiempo pase y la crisis quedé atrás, el entorno perderá actualidad, perderá atracción y quedará, a lo sumo, en el reflejo de los miedos que una vez se adueñaron de media Europa; la parte “negra” ya he dicho que no es muy original, y no hay motivos para que sobreviva por sí sola. Y si el tiempo lo que dictamina es que Grecia, antes o después, salga del euro, entonces Pan, educación, libertad será una novela ingenua, porque las consecuencias serán mucho más duras de las que reflejan sus páginas, y los momentos del cambio serán mucho más convulsos.

Tengo la duda, también, de si Márkaris no ha hecho un guiño con esta novela a la tragedia griega clásica, asumiendo, eso sí, que la relación entre los héroes clásicos y los personajes de la novela son fiel reflejo de la decadencia griega.

Una última cuestión, que a ver si soy capaz de explicar sin reventar el final a nadie: con todas las “virtudes” que adornan a las víctimas de Pan, educación, libertad, lo cierto es que la novela concluye de tal forma que si Jaritos y su hija fueran la mujer del César, parecerían cualquier cosa menos una señora recatada. ¿Sintomático, simple descuido, o preparando el terreno para los futuros avatares personales-profesionales del comisario? La solución: pregúntele a Márkaris.


sábado, 28 de diciembre de 2013

Y el bocadillo subió a Internet (Artículos humorísticos, 1)





Y el bocadillo subió a Internet

    Hay quienes –y son multitud- ante un bocadillo de tortilla de patata no resisten la tentación de fotografiarlo con su teléfono inteligente (antes eran unos aparatos bastante bobos) y enviar la imagen al mundo, vía Facebook, Twitter o lo que sea, acompañada de un comentario ingenioso, como por ejemplo “bocadillo de tortilla de patata”, "ñam" u otros igual de poéticos.

    Quizá sea una reminiscencia del pasado. De cuando en los tendederos de los balcones ondeaba sin pudor la mal llamada ropa interior, que de esa guisa no podía ser más exterior. Tendederos que delataban posaderas donde no se ponía el sol y coqueterías que más valía no imaginar, tendederos donde gayumbos anteriores a las pirámides compartían espacio con la penúltima moda, pues la última siempre está por salir. La cadencia del desfile textil guardaba relación inversa con las fragancias de las viviendas y sus inquilinos; y la composición, estado y colorido del ejército, desde el general mortaja al soldado calcetín, avisaba de fiestas, lutos, pagas extra, costumbres y hazañas deportivas, gastronómicas y etílicas.

    En ocasiones estos muestrarios daban democráticamente a la calle, para que todo el mundo tuviera ocasión de escuchar su proclama. Otras lo hacían a patios interiores. En ellos había un tiempo para tender y otro para cocinar, una suerte de disciplina vecinal para evitar que el aroma a sardina impregnase la colada. Pero como a la disciplina el ser humano llega por necesidad y no por placer, enfrentamientos hubo por cocinar a deshoras que terminaron en el traumatólogo; aunque no era frecuente, claro, pues la indisciplina se solventaba mediante discusiones de ventana a ventana –civilizada distancia que evitaba acabar a tortas-, y a grito pelado. De escuchar estos  altercados gustaba el resto de vecinos casi tanto como de las discusiones familiares que por el patio propagaban detalladísimos currículos que a menudo comenzaban con la fórmula “¡Eres un...!”

    De ventana a ventana también revoloteaban las palabras que anunciaban matrimonios, defunciones, nacimientos y las notas de los hijos estudiosos, amén de roturas de huesos, resfriados, neuralgias, advertencias meteorológicas, avisos de última hora y útiles valoraciones sobre el surtido de la tienda de ultramarinos; aunque las noticias más golosas eran las que se transmitían en voz queda.

    Balcones y ventanas cumplían así su misión: poner a los inquilinos en contacto con el mundo.

    Pero los tiempos han cambiado. Las calzonamentas al viento han desaparecido de las calles merced a las ordenanzas municipales que consideran poco decoroso que frente a tal o cual monumento flameen semejantes estandartes. Tampoco los patios interiores viven momentos de gloria, acosados por las secadoras y los tendederos plegables que, instalados en el interior de las viviendas, evitan que la ropa huela a las fritanga de cocineros forzosamente indisciplinados a causa de las prisas y los horarios intempestivos del mundo moderno.

    Aislados los vecinos, recluidos en madrigueras que no ofrecen ya  otro signo de vida que la cambiante posición de las persianas, así incomunicados, no es extraño que  las nuevas tecnologías hayan servido para hacer lo mismo que antes, pero de otra manera. Por ejemplo, no pudiendo escuchar en directo las broncas de los locos del quinto, del segundo o del tercero, triunfa su equivalente, la telebasura. ¿Pero cómo sustituir las ancestrales costumbres de compartir con los vecinos el olor de la comida, de la cena y las miserias que a nadie le importan? ¡Mediante Facebook, Twitter y demás familia! “Bocadillo de tortilla de patata”.




jueves, 26 de diciembre de 2013

Reflexiones sobre literatura y humor, 19




Pregunta: Esto comprueba, una vez más, que el humor es su mejor arma.

Respuesta: Es algo que sale casi de manera inconsciente y suaviza la parte grave de las cosas. Hay una fórmula que dice que el humor es la educación de la desesperanza. Para mí el humor actúa como un velo púdico sobre lo sombrío. De hecho, los grandes cómicos son depresivos.

                                                                                   David Foenkinos. Entrevista en Vozpópuli

lunes, 23 de diciembre de 2013

El hombre de los círculos azules – Fred Vargas



                 Fluye el Sena es un libro con tres relatos protagonizados por el comisario Adamsberg, el primero que leí de este personaje, aunque no el primero en publicarse, que fue El hombre de los círculos azules.
                Aunque El hombre de los círculos azules es novela negra (o policiaca o como ustedes gusten extender la clasificación), lo cierto es que es tan fantasiosa que resulta complicado  compartir con los personajes la más mínima preocupación o ansiedad, ya que los crímenes son, por así decirlo, demasiado rebuscados para ser creíbles. Y, si el crimen no es creíble, víctimas y criminales pasan a ser más actores que personajes. Por no hablar de las piruetas finales, en plan “más difícil todavía”. Claro que este tipo de historias son un ejercicio de fantasía que también tiene su valor, e incluso han originado todo un mundo de libros fundados más en la intriga y en la curiosidad que despierta la solución del misterio que en su proceso de resolución. Una mezcla entre novela negra y juvenil.
                Estamos en París. De pronto, de día en día, comienzan a aparecer en el calle círculos de tiza azul. Solo uno por noche. Un gran círculo. Y junto a él, una leyenda: “Víctor, mala suerte, ¿qué haces fuera?”. En medio del círculo, un objeto. Un trozo de correa de reloj, un tapón, siempre objetos insignificantes.
                Tamaña “aventura” produce un hecho sorprendente y una ausencia todavía más notable: el hecho,  una atención de los medios de comunicación increíble e inexplicable; incluso artículos de opinión dedican al "suceso", amén de hacerse eco de lo que ha dicho Fulanita al respecto no sé dónde. La ausencia (esto es de mi cosecha), que ante una tontería tan grande no sale una legión de imitadores.
                El comisario Adamsberg acaba de desembarcar en París. Arrastra fama de eficiente, es todo el personaje famosillo al que algunas personas reconocen, pero es también un tipo solitario y taciturno, con unos procedimientos muy particulares que consisten, básicamente, en huir de los mecanismos normales de investigación y elucubrar para ponerse en el pescuezo de la gente, de tal forma que muchas de sus conclusiones tienen, a ojos de los demás, un carácter casi mágico, cuando no los desespera con su pasividad. Más que un investigador es un psicólogo, pero un psicólogo del que desconocemos sus procesos. Su mano derecha es un inspector alcohólico y separado, que mantiene a cinco hijos (uno de los cuales no es suyo) y que, al menos en teoría, representa todo lo contrario que el comisario, como consecuencia de haber incurrido, en el pasado, en un error que dio con una inocente en la cárcel, donde se suicidó. Adamsberg, tan pito él, está preocupadísimo por el tema de los círculos, por ese asunto que para todos es una tontería (aunque la prensa le presta tanta atención) y llega a la conclusión de que ese asunto de los círculos no presagia nada bueno. O, mejor dicho, presagia un asesinato. Eso es clarividencia.
                Y el muerto llega, claro. “Envasado” en su círculo de tiza azul y con la frasecita al lado.
                La investigación siguiente se ve además facilitada por una feliz casualidad: Mathilde, oceanógrafa algo locatis y que, para colmo, resulta ser madre de una persona muy especial para el comisario (si es que París es un pueblo), ha conseguido identificar (más o menos) al autor de los círculos azules. Esto facilita las cosas a la autora, pero como he dicho al principio hace todo demasiado irreal. A partir de ese momento las posibilidades que se abren son dos: o el asesino es el tipo de los círculos, o es alguien se aprovecha de él para endilgarle el muerto.
                Lo intrincado del planteamiento y de la solución es, sin duda, lo mejor del libro. Pero más como malabarismo mental que como literatura. También algunas de las reflexiones del protagonista son interesantes, aunque hacia la mitad del libro hay un buen puñado de páginas con demasiadas elucubraciones.
                Una última cosa. Una impresión. Siendo esta novela la primera de la serie, lo mucho que se habla, no siempre a cuento, sobre la vida y forma de ser de Adamsberg hace pensar que las siguientes novelas no son una consecuencia de una primera exitosa, sino que el proyecto inicial fue, precisamente, crear una serie. Es demasiado claro que El hombre de los círculos azules es un primer paso.

jueves, 19 de diciembre de 2013

Liquidación final – Petros Márkaris


                Solo la policía –y, en concreto, el entorno del comisario Kostas Jaritos- parece funcionar en la Grecia de Liquidación final, la segunda novela de la “trilogía de la crisis” de Petros Márkaris. La novela se inicia con la aparición de un cadáver en un yacimiento arqueológico: el de un defraudador fiscal, condición que el mismo asesino se encarga de hacer pública. Se ve que la crisis inspira a los criminales, pues Con el agua al cuello, la primera de la trilogía, comienza con el asesinato de un banquero retirado.
                Al igual que en precedentes entregas, no hay un crimen, sino una sucesión de ellos. Y además parece haber mensajes ocultos por la forma en que son asesinadas las víctimas. El asesino en esta ocasión principia liquidando defraudadores fiscales, y da al asunto todo el bombo que puede, dejando en evidencia, de paso, la dimensión de los agujeros de las redes informáticas griegas, lo cual invita a pensar en organizaciones chapuceras cuya mala organización encaja en un entorno social donde todo se ha derrumbado. Pronto, tanto defraudador ajusticiado anima a quienes se sienten perjudicados por la crisis y consideran que los asesinatos son una forma de justicia y solución; y a la vez amedrenta a los defraudadores, que comienzan a presentar regularizaciones “voluntarias” que terminan de transformar al asesino en un héroe popular.  Llegado ese punto, el caballero decide exigir una comisioncilla, y pronto diversifica su actividad, pues no solo los defraudadores se benefician de lo que es de todos: el tráfico de influencias y otras actividades igual de edificantes también permiten prosperar a costa de la ciudadanía.
                De esta forma el libro transcurre entre cadáveres de ejecutados ritualmente, el papelón de los políticos responsables de la lucha contra el fraude -que parecían no haberse enterado de nada-, el papelón de una policía incapaz de detener a un tipo que parece saberlo todo y ser capaz de hacer cualquier cosa, una administración fiscal ineficaz y corrupta (precisamente en 2011, fecha de publicación de esta novela, la propia Hacienda griega hizo pública una serie de medidas anticorrupción e investigaciones que afectaban a varios centenares de sus funcionarios), y, sobre todo, un entorno social profundamente deteriorado, donde las idas y venidas del comisario se ven constantemente perturbadas por infinidad de manifestaciones y donde el suicidio es cada vez más una solución a los problemas económicos.
                Junto a esto, como siempre, una parte de la novela está dedicada a los avatares personajes  y familiares del comisario: el ascenso que está en juego (y que le permitirá paliar el recorte del sueldo que trae a todos sus compañeros de cabeza) y la situación de su hija, quien afectada por la crisis ha tenido la idea de emigrar a África a un puesto en un organismo internacional, lo que provoca la consternación de todos. También aparece Zisis, el viejo combatiente de izquierdas, el único que realmente sabe lo que es pasarlo mal.
                Como novela policiaca Liquidación final deja algo que desear, pues el autor, por ojos de Jaritos, decide no ver muchas de las cuestiones que facilitarían en condiciones normales el seguimiento e identificación del asesino (las vinculadas a las telecomunicaciones tienen un tratamiento que, por ser sutil, dejaré en “mejorable”, y aparecen otros puntos flojos al no hacerse preguntas derivadas de hechos obvios), y es que sabido es que las ventajas de las nuevas tecnologías para la localización son un engorro notable para los escritores de intriga: deben soslayarlas porque son un tostón, no implican acción y permiten coger demasiado pronto al malvado de turno. Al hilo de esto se dejan también sin resolver hechos que en algunos momentos parecen clave, como la maestría cibernética del asesino. Otros puntos flojos son la irrealista inspiración del criminal (cosa ya frecuente en Márkaris), su afán por atentar contra un colectivo y no sobre personas concretas (también recurrente) o su versatilidad (que facilita mucho las cosas a un escritor). Este conjunto de hechos hace, y no es la primera ocasión, que el lector se entretenga sin sufrir, sin ponerse en el pellejo de ningún personaje, como quien ve una película siendo consciente de estar viendo ficción, o como quien ve a un mago sabiéndose el truco.
Pero como novela “social” la cosa cambia: las continuas alusiones a un entorno donde casi todo el mundo siente haberse quedado sin futuro invitan a cierta reflexión, aunque Márkaris apunta a los hechos y a los sentimientos de los ciudadanos, sin intentar dar explicaciones. Las causas objetivas hay que buscarlas entre líneas: que todo el mundo aplauda al asesino de defraudadores en un contexto como el que se describe, de fraude generalizado, solo es lógico porque nadie es consciente de su propia responsabilidad hacia los demás; pero como nadie ejercer esa responsabilidad, el resultado es una sociedad que no se hace responsable de sí misma y que, en consecuencia, no puede encauzar su propio futuro. Como ya ocurría en Con el agua al cuello, casi todo el mundo piensa que las cosas ocurren porque otros hacen mal las cosas, y que mejorarán cuanto a esos otros se les controle como es debido. Es más sencillo dar con un culpable que con una solución, es más sencillo centrarse en los chivos expiatorios que hacer autocrítica. Mientras tanto, las decisiones individuales se siguen tomando sin tener en cuenta sus efectos sobre la sociedad. Por desgracia, la historia de siempre en los países donde lo público –independientemente de la dimensión amplia o reducida que se le quiera dar en función de la ideología- no es visto como algo propio a construir y defender, sino como algo ajeno a exprimir.


lunes, 16 de diciembre de 2013

La brisca de cinco – Marco Malvaldi



     Una muchacha joven, muy joven, aparece muerta en un contenedor. El primer sospechoso es el hermano de su mejor amiga, con quien la fallecida había concertado una cita a la que, según el muchacho, nunca llegó. El lugar, Pineta, un ficticio pueblo costero donde Massimo regenta un bar.
     ¿Y quién es Massimo y cómo es el bar? Lo primero está claro. Lo segundo, no tanto. Massimo, que ha estudiado matemáticas, ha aprovechado un premio en una quiniela para abrir un bar y vivir de él, con lo que es de suponer que su apego a las matemáticas no debía de ser excesivo, aunque, contradictoriamente, por el autor destaca el hecho para hacernos ver que no es un camarero corriente. Pero si no lo es, se debe a su antipático empecinamiento en decir a los clientes lo que deben tomar y lo que no. Más complicado de explicar es el BarLumen o Bar Lumen (que de las dos formas está escrito en el libro), ya que es un bar que parece valer lo mismo para un roto que para un descosido, y del que no resulta fácil hacerse una idea.  La constante presencia de unos ancianos (entre ellos el abuelo de Massimo) y el hecho de que vean en el bar la televisión, lo acercaría al concepto de “bar de barrio”, pero hay datos contradictorios con esa idea. En el bar, además, trabaja en otro turno una “camarera cañón” (es la terminología más adecuada a juzgar por cómo la describe el autor en un estilo indirecto que nos muestra unas prioridades en Massimo que luego no acaban de confirmarse) que si por una parte trata de llevar su propia vida, por otra acata dócilmente las órdenes de un jefe que, las más de las veces, se permite una bromas que no parecen del todo justificadas a la vista de que la confianza entre ambos no se extiende más allá del trabajo. Con estos datos, el retrato de Massimo es el de un hombre joven más cerca del currito pelagatos y presuntuoso que del currante esforzado y modesto.
      Si hablo de Massimo es porque él es el protagonista. Es él quien “descubre” a la muerta, después de que el borracho que en realidad lo hace acabe en el bar buscando un teléfono. El hecho se conoce, porque la localidad es pequeña, y eso provoca que a Massimo lleguen ciertas confidencias que escapan al comisario local, un hombre avasallador e impulsivo, pero también torpe y comodón. Estas informaciones, comentadas humorísticamente con el grupo de ancianos, con los que Massimo mantiene una gruñona relación de amor-odio, dan el sello a una novela de intriga con notables concesiones al humor costumbrista, entendiendo por tal las chanzas con las que el común de los mortales tratamos de hacer más llevadera la rutina. El camarero-detective obra movido unas veces por la curiosidad, y otras por el sentido del deber.
       Es una novela breve, con un argumento ligero y un final que pretende ser sorprendente sin llegar a serlo quizá porque hay pocos mimbres para sorprender a nadie, y está escrita de una forma sencilla, que pretende ser irónica, pero con un estilo algo deslavazado, que no acaba de cuajar. Como si Malvaldi fuera un aprendiz de Camilleri al que todavía le queda un largo, larguísimo trecho para acercase al maestro.


sábado, 14 de diciembre de 2013

Algunas sugerencias




Como en estas fechas se compran muchos libros siempre hay quien agradece las sugerencias, aunque también muchos las odian. Estos últimos pueden dejar de leer aquí. Para el resto me permito poner unas cuantas, por orden alfabético, limitadas a los libros que este año han aparecido en el blog (aunque algunos de ellos fueron editados hace muchos años). Unos los he incluido por su calidad literaria, otros resultan interesantes porque invitan a la reflexión, alguno hay cuyo principal merecimiento es destacar en su género, figura también algún clásico y algún futuro clásico del humor, e incluso hay uno cuyo mestizaje me hace imposible decir por qué está aquí si no es por lo que me gustó y por su originalidad. Casi todos están en edición de bolsillo. Para ver las recomendaciones del año pasado, basta pulsar sobre estas mismas palabras. Y en estas otras están las sugerencias que hice de cara al verano. Tanto montan, montan tanto.

El antropólogo inocente, de Nigel Barley

La aventura del tocador de señoras, de Eduardo Mendoza

Black & Blue, de Ian Rain

La civilizáción del espectáculo, de Mario Vargas Llosa

Drácula, de Bram Stoker

Los excluidos, de Elfriede Jelinek

Intemperie, de Jesús Carrasco

La mala luz, de Carlos Castán

El misterio de la cripta embrujada, de Eduardo Mendoza.

Pero... ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?, de Enrique Jardiel Poncela

Todo lo que era sólido, de Antonio Muñoz Molina



jueves, 12 de diciembre de 2013

El beso de Glasgow – Craig Russell



    Segunda novela de detective Lennox, en el Glasgow de los años cincuenta, aunque cierto es que si no fuera por las abundantes referencias a la Segunda Guerra Mundial, a menudo el tiempo en que transcurre la acción resultaría algo indeterminado.
    Tiene suerte, Lennox: el asesinato de un importante corredor de apuestas le sorprende en brazos de la hija del difunto, lo cual aleja de él toda sospecha. A cambio, claro, no deja de sentirse en deuda con la chica, y algo husmea sobre quién ha podido ser el asesino.
    Pero entre tanto recibe dos encargos: el de una atractiva muchacha que ha prosperado en el mundo del espectáculo y quiere saber dónde ha ido a parar su hermano, a quien mantiene, y el de uno de los “tres reyes” ya conocidos de la primera novela de la serie, el cual encarga a Lennox que averigüe quién está tocando las narices a un prometedor boxeador en el que el rey en cuestión ha metido bastante dinero.
     Las dosis de investigación se alternan y mezclan con las de acción, porque Lennox no duda en utilizar procedimientos expeditivos (sí, es un poco bestiajo el hombre, pero se gana el corazoncito del lector achacándolo al trauma del excombatiente) y a que sus métodos se reducen a dos que propician bastantes encuentros, no siempre agradables: preguntar y seguir a la gente.
    A quien haya leído la primera novela Lennox ya le resultará conocido, y no le sorprenderá su tono chulillo y perdonavidas, ni que sea un tipo lo bastante duro como para bromear consigo mismo a las puertas de la muerte; al revés, le resultará mucho más simpático porque ya lo tiene calado, porque siempre se lleva algún porrazo que otro, porque tiene cierto sentido de la justicia, el atractivo de los desarraigados y, para colmo, de alguna manera es una víctima de la historia.
     Lennox, además, no solo debe aclarar las cosas, sino nadar entre tres aguas; por una parte, la de los misteriosos malhechores responsables de las tropelías;  por otro, con una investigación paralela de la policía que va de la mano con un elemento extraño: un americano; y, por último, las aguas siempre procelosas del entorno de los “tres reyes”. Que haya tanto para investigar da un notable dinamismo a la novela. No podrá decir el lector que se aburre. Qué ocurre al final, lo sabrá quien lo lea, aunque sí digo que el final de las tres investigaciones es de alguna manera previsible (otra cosa es la identidad y motivos de los criminales), lo cual no resta emoción.
     Aunque, como ya dicho, hay muchas alusiones al origen canadiense del protagonista y las secuelas de la guerra, las hay mucho menos al entorno, a pesar de lo cual hay continuidad. En especial, sigue habiendo una relación de algo parecido al amor-odio entre Lennox y la atractiva viuda de guerra que se ha visto obligada a alquilarle el apartamento. Hay también alguna referencia a la primera novela, pero irrelevante: de hecho yo no recordaba ya la trama y no me ha afectado en nada.
     Y termino con una referencia inevitable, que enlaza con el título: Glasglow es tan protagonista como Lennox, aunque sea difícil para quienes no hemos puesto los pies allí reconocer una ciudad igual o distinta a como pueda ser el Glasgow actual. Pero ese protagonismo es también una relación de amor-odio entre la ciudad y el protagonista: son las calles mugrientas y cubiertas de hollín las que le dan de comer, es su ambiente tabernario el que permite la proliferación de las mafias domésticas para las que realiza tantos trabajos, es allí, en una fea ciudad industrial y decadente donde Lennox se ha asentado tras salir de Canadá –donde llegó desde Escocia siendo niño. Ha elegido esa ciudad, se gana allí la vida, pero Lennox no pierde ocasión de censurar Glasglow precisamente por su suciedad, por su delincuencia, por su decadencia. Incluso, en el colmo de los colmos, ni siquiera le gusta el whisky escocés.
      Pero es que Lennox es mucho Lennox. A mi juicio, esta es la mejor novela de las que he leído de Craig Russell (y ya van unas cuantas). El personaje se ha asentado y da más juego. Si tuviera que apostar, diría que Russell, ahora mismo, ve más a Lennox que a Fabel en su futuro. De hecho, acaba de sacar El sueño oscuro y profundo.



lunes, 9 de diciembre de 2013

Todo lo que era sólido – Antonio Muñoz Molina


Cuando un país va mal, rara vez hay un único culpable. Más lógico es pensar que todos, quien más y quien menos, tienen su parte de culpa; unos por acción, otros por omisión, y todos por no ser capaces de advertir a tiempo –y corregir con los medios disponibles- las derivas equivocadas.
Esta es la conclusión que uno puede sacar de la lectura de Todo lo que era sólido, donde alternando datos y significativas anécdotas Antonio Muñoz Molina, con una prosa tan clara y concisa como las ideas que expone, reconoce que durante los últimos años del “boom” se sucedieron noticias que solo podían responder a una locura colectiva, pero nadie, tampoco él, fue capaz de verlas a pesar de que inundaban los periódicos. Comienza ejemplificándolo en la figura de Allan Greenspan, quien en poquísimo tiempo pasó de la condición de oráculo a la de anciano desorientado, al igual que ocurrió, cita también el ejemplo, con Leman Brothers y otras firmas similares, que pasaron, en pocos días, de ejercer un enorme poder a escala mundial a la desaparición.
Aunque Muñoz Molina se centra en España. Comienza haciendo un repaso de los usos políticos desarrollados desde la transición; usos, dice, que comparten la inmensa mayoría de los políticos independientemente de a qué partido pertenecen. Y es aquí donde en este libro encuentran cita y desarrollo muchas de las críticas que en los últimos años han proliferado, citando Muñoz Molina, entre otras, la desprofesionalización de la administración, la huida de los controles del derecho administrativo a través de todo tipo de entidades parapúblicas donde el nepotismo campa a sus anchas,  la administración del poder no al servicio del bien público sino del interés particular –a veces incluso legal, sobre la base de una legalidad desvirtuada por el uso incorrecto del poder-, el nuevo caciquismo, la falta de altura de miras, la primacía del espectáculo sobre lo importante, la demagogia, la falta de responsabilidad que provoca, por ejemplo, que no existan culpables cuando se hacen obras inútiles que a nadie prestan servicio pero hay que pagar, o cuando no se exige responsabilidad alguna cuando una obra duplica, triplica o quintuplica el importe presupuestado. Todo lo cual, indica, ha provocado una gigantesca ineficacia y ha requerido unos recursos que, en realidad, no existían; es decir, la sociedad debe hacer frente a un conjunto de problemas creado y sustentado por una clase política de bajo nivel intelectual y ético que se dedica a sí misma, a costa del contribuyente, toda pompa y boato; es decir, gente que no deja de iluminarse con hogueras que alimentan con la madera de la nave donde viajamos todos. Pero también gente que no son marcianos, sino el  reflejo de una sociedad egoísta e incapaz de aprovechar sus virtudes y de reconocer y corregir sus defectos, una sociedad que en gran parte ha asumido que ese es el proceder normal.
Esa inmensa locura, sigue el autor, se ha debido a muchos factores, y analiza uno en concreto:  durante mucho tiempo se ha pensado que muchas cosas eran sólidas. Pero la vida no lo es, y la historia demuestra que todo lo que parece sólido desaparece antes o después, que un buen día las cosas comienzan a ir mal y de pronto, cuando nadie pensaba que podía ocurrir, todo se desmorona, todo lo que era sólido desaparece, y no queda más que pobreza y dolor. O a veces, la nada. Cita ejemplos, y advierte también un dato que a menudo se olvida: el llamado “estado del bienestar” es algo que en la historia de la Humanidad apenas ha existido unas pocas décadas y solo en muy pocos sitios. Así de frágil es. Pensar que eso puede pervivir si no se cuida con esmero, pensar que no puede llegar a desaparecer, que existe un derecho inalienable a disfrutarlo, es un error y una ingenuidad.
Muchas otras cosas se critican en esta obra, como la fácil manipulación y el dejarse manipular, que ha llegado al extremo, señala Muñoz Molina, de inventarse la historia en todos y cada uno de los rincones del país, y transcribe, a título de ejemplo, las exposiciones de motivos de varios estatutos de autonomía. En ese dejarse manipular, un número determinante de electores se comporta de forma forofa e irreflexiva, rendidos de antemano a siglas a las que nunca exigen responsabilidad, cuando los errores de cada partido deberían molestar especialmente a quienes depositaron su confianza en él.  Habla de una sociedad donde se han hecho esfuerzos enormes por dividir, pero ninguno por unir. Pero no solo la política es objeto de análisis: el periodismo sale muy mal parado, debido a que la prensa, dice Muñoz Molina, tiene como primer objetivo mejorar la cuenta de resultados y su influencia, pero no usa para ello la profesionalidad, sino el amparo de su relación con el poder, a cuyos intereses se humilla constantemente. Un poder que ya ha derrumbado entidades que parecían sólidas pues eran poderosas y centenarias, como algunas cajas de ahorros. En realidad, nada sale bien parado en esta obra, porque cuando una sociedad funciona mal es porque casi todo en ella, dentro de lo principal, funciona mal. Todo el mundo tiene su parte de responsabilidad, y Antonio Muñoz Molina no elude la suya, reconociendo sus errores y respondiendo este libro, precisamente, al ejercicio de la misma.
Todo esto lo escribe Muñoz Molina como una reflexión personal y por tanto, para su mejor comprensión, abunda en detalles de su propia vida: habiendo oscilado su residencia en estos años entre España y Nueva York su visión es la de un observador con la perspectiva de quien, sin dejar de sentirse implicado, puede mirar desde fuera, y también la de quien, tras cierto periodo de aislamiento, se sorprende ante lo que encuentra al regresar.
Concluye Muñoz Molina con un llamamiento a que cada uno asuma su propia responsabilidad para cambiar cuanto ha minado todo lo que era sólido, ofreciendo, a modo de final, un breve catálogo de reformas a su juicio imprescindibles.
Escrito como una sucesión de reflexiones, al hilo siempre de datos o experiencias propias, Todo lo que era sólido consigue alarmar muy pronto al lector, al obligarlo a mirar cara a cara a la acumulación de excesos que, en la vida cotidiana, han pasado casi desapercibidos al no tener noticia de todos a la vez, o porque su reiteración provoca lo que menos preocupa y sorprende: la costumbre. Y, lo que es más importante, Todo lo que era sólido da ocasión de reflexionar en profundidad sobre muchas de las cosas que vemos. Se podrá estar de acuerdo o no con Antonio Muñoz Molina, quien no oculta sus ideas, pero no cabe duda de que hace pensar.



jueves, 5 de diciembre de 2013

El hombre que compró un automóvil – Wenceslao Fernández Flórez




        Parece mentira que la misma persona que escribió algo como El bosque animado pudiera firmar también una novela tan divertida y disparatada como El hombre que compró un automóvil. Y tanto o más sorprende que esta novela fuera escrita en 1932, cuando términos como atasco o embotellamiento no tenían nada que ver con el tráfico. Y si alguien no es capaz de captar la diferencia, le bastará pensar que entonces todo aquel que tuviera coche encontraba sitio para aparcar en la puerta de su casa, así viviera en la Puerta de Sol. No, no es ciencia ficción. Hubo un momento así en la historia del automóvil, y esta novela está escrita en momentos muy cercanos.
La historia comienza con una parodia de Robinson Crusoe: el protagonista se ha arriesgado a cruzar una calle, y en el mar de vehículos consigue salvar su vida refugiándose en un islote de cemento, donde hay otra farola y un señor que naufragó allí muchas horas antes. Tantos coches hay, tan imposible ven salir, que no tardan en prever cómo va a ser su futuro en aquellos pocos metros cuadrados, e incluso, a falta de viandas, se plantean el recurso a la antropofagia.
Pero tranquilos, nadie se papea al protagonista, quien a partir de ese momento afronta la vida como un Hamlet que debe resolver una duda: la de comprarse o no un coche, que viene a ser lo mismo, a efectos de su entorno, que decidir entre ser un hombre dinámico y moderno o un troglodita.
De esta forma se anticipan muchos de los excesos que luego se han producido: desde el culto al coche, hasta la completa subordinación al automóvil, pasando por los abusos mercantiles. Esto último queda plasmado con enorme gracia en la “aventura” del vendedor. Un comercial de automóviles se adelanta a los demás y trata de venderle un coche; en el proceso, el comercial de instala en casa del protagonista, a fin de poder explicarle con todo detalle, a lo largo de los días, las ventajas del coche; el protagonista llega incluso a hacerse con el “manual de ventas” del vendedor, y a pedirle que le aplique tal o cual técnica a ver si da resultado.
También cabe destacar el humor negro vinculado a los accidentes. Entonces debían de ser escasos, y su noticia más debía de tener de anécdota que de suceso, ante lo extravagante que era un artilugio como un vehículo. Ahora, tantos muertos después, solo lo absurdo de las situaciones impide que sea un humor demasiado duro como para hacer reír. Así nos encontramos con el caballero que utilizó el coche para exterminar a los niños de un colegio cercano, cuyos gritos le daban dolor de cabeza, o el del que encontró esposa en la joven a la que atropelló de forma tan escabrosa como pintoresca y, por absurda, divertida.
Pero como un coche da de sí lo que da, sirve de excusa para unas cuantas “aventuras no automovilísticas”, que van desde el cortejo más o menos efectivo, pasando por historias amorosas de terceros, hasta la mofa de algo que hoy, ochenta años después, sigue ahí: los abusos inmobiliarios. Hablamos ahora de la burbuja inmobiliaria, pero ya este libro contiene una extraordinaria parodia de lo que esto significa: pobres pringadillos a los que se ofrece, como un chollo, la posibilidad de endeudarse “a solo 99 años” a cambio de una casita en el quinto pino donde instalan un bosque de un árbol (porque no caben más) y sufren plagas de caracoles formadas por un único caracol (porque no cabe una plaga más grande), amén de tratarse de construcciones tan bien hechas que cuando una ventolera se lleva una urbanización entera nadie se sorprende: al fin y al cabo al vecino que compró un ventilador se le derrumbó una pared tan pronto como lo encendió.
Escrito en 1932, en pleno florecimiento del humor del absurdo, El hombre que se compró un automóvil es, de principio a fin, un libro de humor absurdo. Absurdo y brillante. El único “pero” que se puede poner a esta divertidísima historia es que más parece una sucesión de “aventuras” que una historia con principio y fin, sobre todo después del extrañísimo último capítulo, de corte futurista, que prevé el dominio de la máquina sobre el hombre, y en el que el protagonista, por cuestión de calendario, no aparece ya por ningún sitio. Salvo que el protagonista, claro está, sea el coche.
Una pena que para leer este libro haya que hacer arqueología.


lunes, 2 de diciembre de 2013

El miedo de Montalbano – Andrea Camilleri




El miedo de Montalbano (Serie Montalbano, 9)


             Una de las grandes virtudes que aprecio en los libros del comisario Montalbano, a medida que los voy leyendo, es también uno de los grandes problemas a la hora de hablar de ellos: cada nuevo libro es “más de lo mismo”. Pero esto, que suele ser una crítica, en esta ocasión no lo es, con lo que el misterio pasa a ser cómo se las apaña Camilleri para evitar el hastío que otros escritores producen cuando, por enésima vez, sacan sus personajes a pasear.
           
            Quizá la razón sea que mientras esos escritores se empecinan una y otra vez en contarlos los traumas profesionales y afectivos de sus criaturas, con lo que acaban narrando mil veces la misma historia y, en consecuencia, reviviendo mil veces las mismas penas y dando lugar a planteamientos parecidos, Camilleri apenas lo hace, confiando en que las presentaciones no son necesarias porque el lector ya conoce a Salvo Montalbano. De ahí que pueda  ir tan campante a la esencia de las historias y que la extensión de los relatos se reduzca, haciendo muy ágil la lectura. Esto no impide que el lector encuentre aquellas cosas que han hecho atractivo al personaje: su gruñona personalidad, su inconsciencia del riesgo, y su entorno, cada vez mejor perfilado, así como un tomo desenfadado que a menudo entra de lleno en lo humorístico. Pero eso es lo que ocurre cuando uno se reencuentra con un amigo: que conoce su humor sin necesidad de que cada vez vuelva a contarle su vida. Así que una vez dicho esto, queda claro que lo que diferencia El miedo de Montalbano de sus predecesoras es, en realidad, el contenido del caso. O de los casos, porque estamos ante un libro con seis relatos, tres de los cuales son breves. De los otros alguno hay que llega a ser casi una pequeña novela.

            Helos aquí:


Día de fiebre (relato corto)

            Un atraco. Un tiroteo. Una niña herida. Un vagabundo que la atiende con pericia. Y el instinto de Montalbano para ver qué hay detrás de ese hombre.

Herido de muerte

            Un hombre muere tiroteado en su cama. La sobrina que lo cuida ha tenido tiempo de ver escapar al asesino, y incluso a su vez le ha disparado. Es una muchacha joven, que ha sido explotada toda la vida por su tío. Una muchacha callada e inquietante, pero también valerosa, que turba a cualquiera que se pone ante sus ojos. La lista de posibles criminales es larga, porque el hombre se dedicaba a la usura. Pero ya sabemos que las primeras impresiones engañan, y a menudo también las segundas, y quién sabe si las terceras.

Un sombrero lleno de lluvia (relato corto)
  
            Montalbano está en Roma, obviamente en contra de su voluntad. Por azar se topa con un antiguo conocido, que lo invita a cenar. Al acudir a la cena cae el diluvio, El comisario acaba empapado y, mientras camina por la calle, se agacha a recoger un sombrero que se le ha caído a un hombre. Y ya no acudirá a la cena.

El cuarto secreto

            Un albañil albanés muere al caer de un andamio. Nadie hubiera sospechado nada de no haber sido porque, con retraso, llega a la comisaría un anónimo advirtiendo de que el accidente va a ocurrir. Montalbano toma cartas en un asunto competencia de los carabinieri, y acaba confirmando lo que es obvio: que el accidente no lo fue. También hay otra cosa obvia: consigue averiguar los por qué y los quiénes.

El miedo de Montalbano (relato corto)

            El pobre Montalbano ha sido arrastrado a la montaña. Durante un paseo tiene ocasión de salvar a una mujer que se ha despeñado, y que está colgando sujetada por su marido. Entre los dos consiguen salvarla, pero ella está en estado de shock. Cuando el marido vaya a darle las gracias, una mirada le bastará al comisario para comprender toda una historia que le hará asustarse de sí mismo.

Mejor la oscuridad

Un cura aparece en casa de Montalbano diciendo que una anciana a punto de morir quiere decirle algo, el cura no se lo puede anticipar debido al secreto de confesión. Montabano acude a regañadientes, pero la mujer solo dice una cosa antes de morir: que el veneno que dio, no era veneno. Y con semejante dato, eche usted un repaso a los más de noventa años que estuvo esa mujer en el mundo. Uno de esos viejos misterios que nada han de suponer jurídicamente pero que Montalbano no es capaz de rechazar. Y lo resuelve, por supuesto, llegando a algunos dato de forma sagaz, aunque engañosa, porque en realidad el misterio se resuelve gracias a un recurso facilón que ya Camilleri ha usado otras veces: la prodigiosa memoria de algunas personas y la capacidad del comisario de relacionar los hechos.