En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

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jueves, 7 de agosto de 2025

Mi planta de naranja lima – José Mauro de Vasconcelos

 

Es difícil definir «Mi planta de naranja lima», de José Mauro de Vasconcelos (1920-1984), publicada en 1968. Cuenta la historia, situada aproximadamente en 1925, de Zezé, un niño brasileño de cinco años, pobre como un ratón, muy inteligente, destacado alumno en la escuela, pero también terror del barrio por sus travesuras lindantes con las gamberradas. 

La historia tiene numerosos elementos autobiográficos. Vasconcelos vuelca en las páginas recuerdos de experiencias y sentimientos para provocar intensas sensaciones. La congoja que produce ver la pobreza desnuda es tan intensa como la causada por una de sus más frecuentes consecuencias: la falta de afecto, porque quienes viven sin nada pocas veces son capaces de dejar en pensar en cómo salir adelante y de dejar de sentir tanta frustración, humillación y hasta culpa que es difícil que entre ellas crezca robusto el amor. Más bien, la pobreza solo es fértil para la violencia y el abandono. Miseria y soledad, entendida esta última como falta de afecto, van unidas a todas las edades.

Mil veces había oído hablar de este libro en las redes, casi siempre vinculado a palizas de llorar. Normal, porque hay frecuentes escenas conmovedoras. Es imposible no sentir piedad por Zezé. Y amor y solidaridad. La injusticia rampante nos afecta más cuando ante nuestros ojos sufre alguien manifiestamente inocente, como lo es todo niño de cinco años.

Vasconcelos provoca esa conmoción gracias a lo limpio de los ojos de Zezé, a su capacidad para la autocrítica, para reconocer sus limitaciones, para no culpar a nadie de su fatalidad, al ínfimo alcance de sus objetivos, tan modestos y accesibles a cualquier lector que provocan entre sonrojo y ternura. Otro recurso es enfrentar a Zezé y a su familia a un vecindario no muy boyante, pero en general en mejor situación; incluso hay niños con una posición económica más que saludable. El contraste con esa normalidad hace resaltar las penurias de Zezé y los suyos. Un tercer elemento es el continuo uso de diminutivos. Zezé, que es quien nos habla, los prodiga, transmitiendo con ellos diferentes sensaciones: unas veces, que se conforma con poco; otras, que como no tiene nada todo poquito es mucho; y, todas, que cualquier posesión o gesto afectuoso es recibido con cariño y ternura. Tan pocos recursos materiales tiene Zezé que sus juguetes no son tales, y por eso los suple con su imaginación: la planta de naranja lima que da título a la historia es solo un raquítico arbolejo en el que el niño se sube para cabalgar sobre una rama y con el que entabla divertidas conversaciones en las que atribuye a la planta las respuestas de su fantasía y de su conciencia.

Pero «Mi planta de naranja lima» no se limita a exponer la situación de su protagonista, sino que nos muestra su repentina evolución a la madurez. Es decir, a la pérdida de la inocencia. Tan repentina que queda claro que el pobre de solemnidad suele perder hasta la infancia. Se puede dejar de ser niño a cualquier edad. Por supuesto, la infancia perdida no se recupera.

        ¿Cómo maduramos las personas? A base de trompazos y desengaños. ¿Cuál es el peor que puede sufrir un niño como Zezé? La pérdida de la esperanza. Pero como para perderla antes hay que tenerla, la historia, que comienza mostrando la miseria, es luego esperanzadora y por tanto algo alegre, aunque termina siendo dura, cuando Zezé se enfrenta a la crueldad del azar. O de la vida. O del mundo. Los sentimientos del lector viajan en esa montaña rusa.

Un gran y breve libro, nada rebuscado porque Zezé se expresa con inocente naturalidad. Una obra que se lee en un par de días y que ojalá haga mejor a quien la lea.

Y aquí acabaría la reseña, de no ser por lo que está ocurriendo mientras la escribo. Quien se conmueva con la vida de Zezé, el Vasconcelos de hace un siglo, que piense en lo que ahora mismo está sucediendo en buena parte del mundo y, en especial, en Gaza. Millares de niños de todas las edades viven en una pobreza aún mayor que la de Zezé. Una pobreza absoluta: sin cuatro paredes entre las que refugiarse del frío y del calor, y hasta sin comida. Intencionadamente se les está matando de hambre. Puede hacerse porque están presos. Ni siquiera se les deja huir. Solo se les permite desplazarse en el matadero a cielo abierto en que se ha convertido el reducidísimo territorio de Gaza. Miles, decenas de miles de Zezés, han muerto destripados, destrozados o desmembrados por tiros y bombas. Muchos otros miles sufren horribles amputaciones. Los huérfanos y perdidos a su nula suerte son legión y todos, hasta los sanos, viven horrorizados. Sus familiares adultos no están mejor ni menos indefensos y, en su inmensa mayoría, son igual de inocentes. No soy capaz de imaginar cómo estarán emocionalmente todas esas personas. 

Si te ha conmovido «Mi planta de naranja lima» o piensas que puede conmoverte la injusticia que siempre asola al inocente pobre, no está de más que muevas un dedo en favor de esos desgraciados que no son el Zezé de hace un siglo sino los Zezés de ahora. De este mismo instante. De nosotros depende en parte que mañana puedan seguir aquí y alguna vez tener una vida digna. Todos podemos actuar. Podemos donar dinero a los proyectos de Unicef u otras organizaciones en la zona, y expresar en las redes y ante quien sea que toda salvajada es tan inaceptable que quien pueda hacer algo para que cese debe hacerlo por imperativo moral. Porque los imperativos morales existen. Y si no los tienes, estás en el origen de todos los Zezés.


lunes, 7 de julio de 2025

Andar – Thomas Bernhard

 


No hace mucho leí por primera vez a este autor. «El malogrado» fue la obra. Así que estaba avisado de qué me esperaba. Y es bueno estarlo porque, si no, hasta que la lectura toma velocidad de crucero este libro podría parecer una tomadura de pelo cuando, en realidad, estamos ante una pequeña maravilla.

Thomas Bernard escribe y reescribe una y otra vez las mismas expresiones o variantes, dando mil veces los mismos datos, como quien mira el punto fijo de un agitado caudal que, pese a su movimiento, siempre parece el mismo. Además, el narrador habla por boca de un tercero que en ocasiones habla por boca de un cuarto, lo cual permite caprichos estilísticos que enlazan con la reiteración de expresiones. Como decía al reseñar «El malogrado», esta forma de escribir tiene más que ver con la obsesión que con la complejidad, aunque las vueltas y vueltas parecen embarullarlo todo, lo cual, sin embargo, es una sensación engañosa: basta con cogerle el tranquillo para no perder ripio.

Ese modo de escribir, de cien pasos adelante y noventa y nueve atrás, obliga a un avance lento, pero que también es avasallador. Bernhard avanza con lentitud, pero con contundencia. Como una apisonadora. Cuando deja algo atrás es porque ya lo ha exprimido. No ha dejado ni las raspas. De ahí la maravilla: parece que no avanza y, al final, ha contado lo que ha querido con enorme profundidad.

El innominado narrador de «Andar» se va a andar con su amigo Oehler, que antes caminaba los lunes con Karrer, quien ya no puede ir a pasear con él por estar encerrado en un manicomio, el Steinhof, tras detonar su chifladura con ocasión de la compra de unos pantalones en una determinada tienda. Oehler paseaba con él, presenció los hechos y todo ello da lugar a un amasijo de recuerdos y consideraciones sobre Karrer, los psiquiatras, la vida y la muerte. Como en narrador nos cuenta lo que hablaba en los paseos con Oehler que evocaban aquellos otros paseos de Oehler con Karrer, de ahí el título. Y también, supongo, porque las conversaciones entre los paseantes trasladadas al lector llevan a algún sitio.

El narrador expresa los pensamientos y palabras de Oehler, que a su vez a veces expresa los de Karrer e incluso este los del psiquiatra, si no recuerdo mal, en una especie de juego de matrioshkas en la que cuesta saber quién está hablando (y, por tanto, desde qué punto de vista) hasta que, una vez tras otra las frases terminan con un «dice Oehler» o un «Dice Karrer, dice Oehler» y quizá alguna explicación aún más compleja, como «dice el psiquitra, dice Karrer, dice Oeheler» y el narrador le dice al lector.

El resumen del argumento es el siguiente: un tipo no muy cuerdo pasea con un amigo, un día se desata la locura y retorna al psiquiátrico donde ya estuvo, y reflexionar obsesivamente sobre esto, sus causas y consecuencias le permite a Thomas Bernhard alumbrar una historia magistral sobre la vida que parece a un mismo tiempo locura y dechado de sensatez. No digo más. Quien se atreva a etiquetarla, que lo haga, pero algo me dice que toda clasificación será cuestionable.

Gran historia, corta, escrita con prodigiosa habilidad, y cuya lectura requiere mucha atención. No es una novela que llegue al lector, sino que debe ser él quien se meta en ella. Es decir, no es apta para pasar cualquier rato, pero sí excelente para buscar uno bueno y dedicárselo.


jueves, 26 de junio de 2025

Ese imbécil va a escribir una novela – Juan José Millás

 



Cuantos hemos publicado una novela nos hemos podido sentir aludidos por el título, porque todos nos hemos cruzado con quien no soporta que nos vaya bien o duda de nuestra mucha o poca valía. Alguien capaz de pensar, al mirarnos: «¡Ese imbécil va a escribir una novela!». El juicio que nuestra futura obra le merece está implícito: será una mayúscula calamidad, siempre por debajo del nivel que realmente alcance. El mundo está lleno de resentidos, envidiosos, acomplejados y mezquinos. Son tan inevitable como la vanidad del escritor (nadie cree haber escrito un bodrio), aunque ignorables. Pero, además, hasta el más concienzudo autor puede sentirse identificado con la frasecita porque el sector editorial exige esfuerzos agónicos para llevar solo un paso más allá de la nada el resultado del enorme trabajo de escribir.

Millás usa la expresión en los dos sentidos. El imbécil que va a escribir un libro es alguien que no le acaba de convencer y que pretende rivalizar con él; pero, por esas cosas de Millás, el otro acaba siendo él, también él, y, por tanto, la novela va a ser un desastre ajeno y a la vez propio. Algo difícil de explicar y de presentar en sociedad. O no. O sí. O a saber.

«Este imbécil va a escribir una novela» va de menos a más. Un ya viejo escritor, y subrayo el adjetivo, recibe la encomienda de redactar un reportaje para el periódico donde colabora, y decide que será el último. El amor propio le hace querer despedirse con el mejor reportaje posible. Algo interesante, significativo, profundo. El escritor, trasunto del autor hasta el punto de llamarse igual y compartir obras y experiencias vitales, emprende la concreción de la encomienda a su manera. Esto es, sin buscar pero sin renunciar a encontrar.

Así rememora, más o menos, cierto recorrido vital desde la infancia y la adolescencia hasta la vejez, centrándose en esos dos extremos y dejando menos chicha en la madurez. Millás es un viejo que sabe que lo es, pero no lo entiende; es un viejo que ni tan solo comprende lo que es serlo. Por eso habla de todo ello como para convencerse, enterarse o asumirlo. O para todo. De ahí que enlace sus obsesiones e incredulidades de «adulto mayor» con las rarezas de la infancia y la juventud, para saber cómo ha podido dar el salto desde niño a abuelo; y así es como trae a las páginas los recuerdos confusos con un pie en la memoria y otro en la fantasía o los sueños. Por eso, igual que le brotan cabezas como a otros les sale un chichón puede surgirle un padre ficticio, y este originar un hermano ficticio, y vaya usted a saber quién más puede llegar a continuación. Bien mirado, si todo eso es o no es o hasta qué punto es quizá revele más del propio Millás que de toda esa parentela que quizá no existe. O que existe, pero sin ser lo que Millás cree que es. Y si esto es así Millás no es Millás, o su parentela sí lo es, o…

Los desdoblamientos de personalidad de Millás tienen aquí uno de sus mejores exponentes. Las brillantes conversaciones con la psiquiatra hacen luz sobre ellas.

Pero el caso es que, entre obsesiones, neuras, extravagancias y la tentación, conforme pasan los años, de volver al pasado para «cerrar círculos», aclarar cuestiones, despejar dudas, averiguar qué o conocer por qué, se va formando una historia, un argumento en el cual el lector se ve envuelto sin darse cuenta. Entonces surge el deseo de saber qué ha sucedido, empezando por saber qué está en la realidad y qué en la figuración.

Una gran novela para todos los asiduos a Millás, y, para quienes no lo son, un modo de conocerlo tirándose a la piscina.


lunes, 23 de junio de 2025

Vicisitudes – Luis Mateo Díez

 



Las vicisitudes que me llevaron a leer Vicisitudes no fueron las más alegres, pero sí insoslayables. Por suerte fue una lectura muy adecuada para el momento. Vicisitudes hizo más llevaderas mis vicisitudes. Y, probablemente, su «unitaria dispersión» tenga algo que ver, porque en aquel momento me resultaba más sencillo concentrarme durante varios pequeños intervalos que mantener mucho tiempo la atención precisa para saborear bien una larga historia.

Vicisitudes es una obra peculiar. Demasiado diferentes sus partes para ser una novela al uso. Demasiado similares para ser un conjunto de relatos. Sus quinientas no sé cuántas páginas se dividen en 85 capítulos de parecida extensión, todos independientes pues no comparten personajes ni historia, pero sí imaginarias localidades, temas y tono, con lo que Luis Mateo Díez consigue dar una extraña impresión de unidad sustentada en una especie de halo mágico: el cielo que toda esa tropa comparte, el dios que nos lo cuenta y un destino común hacía un lento e inevitable hastío vital.

Halo mágico, he dicho, pero mágico no es risueño. Si bien los personajes cambian a cada momento hay temas recurrentes, y ninguno alegre. Soledad, desarraigo, vejez, desvaríos, enfermedades mentales, muerte… Nada contado con dramatismo, y sí con una naturalidad que, por contraste con lo narrado, resulta engañosamente desenfadada. Aunque, a su vez, el desenfado lo desmiente lo elaborado de la prosa, como en un constante juego de opuestos. Al final, ese complejo equilibro en el que el lector, por un motivo u otro, nunca acaba de contagiarse del desaliento o tristeza de la historia que tiene delante sin que tampoco encuentre motivos para alegrarse, ese deambular por historias grises nunca condimentado con ilusiones accesibles, producen una intensa sensación de desolación solo paliada por el aura de irrealidad del universo que el autor ofrece y por la bocanada de aire fresco que el lector se permite al fin de cada capítulo.

Si añadimos que está muy bien escrito, con un dominio del lenguaje y la construcción apabullante, el resultado es un libro buenísimo.

Y perturbador.


miércoles, 18 de junio de 2025

Memoria de chica – Annie Ernaux

 



    Aún hoy, dos años y medio después de recibir el Nobel de Literatura, el artículo que Wikipedia dedica en España a Annie Ernaux  sigue siendo entre doce y quince veces más corto que los falsamente rigurosos que algunos escribientes por completo desconocidos han llegado a dedicarse a sí mismos bajo identidades ridículas, prestadas o usurpadas. Y eso que el artículo de Ernaux es hoy sustancialmente más extenso que el existente el día que la Academia sueca la premió.

    Lo digo porque como en su momento lo usé de vara de medir respecto a varios artículos «sospechoso» de ese proyecto al que la inteligencia artificial pronto apiolará, ahora, siempre que oigo el nombre de Annie Ernaux me viene la anécdota a la cabeza. Pero lo digo no para hacer patente ¿injusticia? alguna ni para avisar de la torpe existencia de pobres diablos jugando a la confusión de parecer alguien, sino porque para saber de Annie Arnaux no es preciso husmear articulicos cuyo rigor puede ser lo que comer mofeta cruda a la gastronomía, sino leer su obra. Y de los tres libros suyos que llevo leídos este es el más claro para iluminar una parte de su personalidad y de su vida. Quizá la nitidez se deba a la perspectiva, ya que fue publicado en 2022, cuarenta y ocho años después de debutar, en 1974, con Los armarios vacíos. Se ve que doña Annie, con el tiempo, ve mejor de lejos.

    En Memoria de chica la autora, de 82 años en 2022, echa un vistazo a la joven que fue en el verano de 1958, cuando, a punto de cumplir 18, pasó unos meses como monitora en un campamento.

    La Ernaux escritora, que habla de sí misma en primera persona, se refiere a su desorientado recuerdo en tercera, como si aquella chica fuera otra persona distinta. Y lo es, claro. Y no lo es, por supuesto.

    Para que esta reseña aporte algo al libro publicado por Cabaret Voltaire, cuento que el 10 de junio de 1940 la localidad normanda de Yvetot fue arrasada por el 25º regimiento Panzer del ejército nazi, comandado por Rommel, que luego, con el resto de la 12º División Panzer, se haría célebre en África. Todo el centro de la localidad fue incendiado. En algunos sitios se habla de 1 000 víctimas en una población de pocos miles de habitantes (no he podido averiguar cuántos eran en 1940, pero en 1962 no llegaban a los  8 000). Annie Ernaux nació en Yvetot el 1 de septiembre de 1940. Imaginad en qué entorno. Justo cuatro años después, el 1 de septiembre de 1944, Yvetot fue liberado.

    En ese desgraciado contexto creció Annie Ernaux, hija de unos tenderos de ultramarinos de los que, por su escasa cultura y baja posición social, llegaría a avergonzarse, si hay que hacer caso a lo que cuenta en este libro. Si esta injusta vergüenza que se da a ciertas edades puede ser por la necesidad de los hijos de reafirmarse, o por la impotencia de verse dependientes de ellos en un pueblecito destrozado y sin futuro comparable al de otros lugares más afortunados, o por saberse a merced de una escasez de recursos que hace peligrar hasta el desarrollo de su propia inteligencia, de sus capacidades y posibilidades (¡Qué triste intuir que tienes la cabeza bien amueblada pero que confirmarlo dependa de que alguien decida dar becas accesibles! ¡Qué sensación de vulnerabilidad!), que lo juzgue el lector. El caso es que la joven de 1958 no tenía motivos para pensar que se iba a comer el mundo, aunque sí ganas de mordisquearlo para averiguar su sabor.

    A la Annie del siglo XXI le da por reconstruir casi minuto a minuto aquel verano en el que la Annie de 1958 llegó a un campamento para ser monitoria, pero buscando, en realidad, el descubrimiento del sexo y el amor, que de algún modo, en su nula experiencia de muchacha aislada y sobreprotegida, entendía unidos.

    Pero lo que en realidad encontró es que el hombre que primero «le hizo caso», por decirlo suavemente, lo que consideraba unido era el sexo y el poder. Si el sexo era para ella una forma de integrarse, para él era el modo de encabezar la manada, lo cual, a su vez, tiene que ver con la diferente posición social de hombres y mujeres. Aún estamos en la época en que lo que encumbra y hacer llamar a un hombre «seductor» o «don Juan», hunde y hace llamar «puta» y «cualquiera» a una mujer. Darse cuenta y asimilarlo fue un proceso doloroso, y el choque con su ingenuidad de tal magnitud que, para colmo, hizo de ella un hazmerreír entre el resto de monitores, situación que no mejoró las comparaciones físicas con alguna rival despampanante.

    En resumen, vas a salir del cascarón, a emanciparte emocionalmente, y te topas con el engaño, la burla, el ridículo, el acoso, la humillación… Abrir la puerta de casa para salir y llevarte un mayúsculo bofetón antes de haber llegado a pisar el felpudo.

    De eso trata este libro: de soledad, desorientación, aturdimiento, tristeza, rabia, incomprensión, sufrimiento… Y también de superación. Pero no una superación heroica, sino la común y corriente de quien solo es capaz de avanzar, sin destino, para escapar de un agujero; y es así como, avanzando sin rumbo, uno acaba no sabe muy bien dónde y en algún momento ha de detenerse y replantearse las cosas.

    Esto también lo cuenta Memoria de chica

    Como también cuenta la historia de la Annie que, más tarde, regresa a aquella zona y hasta duda de si regresar a aquellas personas que la humillaron para darse cuenta de que el presente nada tiene que ver con el pasado y, lo que es a un tiempo tranquilizador y perturbador, nadie se acuerda más que de sí mismo, porque, ¿quién no ha vivido experiencias intensas que no dejaron ni la más mínima memoria en quienes le acompañaron? Cuando lo advierte años después resulta entre pasmoso y humillante. Pero nos ocurre a todos.

    En cualquier caso, ni Annie Ernaux se encontró a sí misma en aquel verano ni posteriormente, cuando volvió a esos lugares; ni más tarde, cuando, ya octogenaria, quiso echar un vistazo a las personas de entonces. No se ha encontrado aún. Annie Ernaux se sigue buscando a sí misma, o no hubiera escrito Memoria de chica

    Y esto es una suerte, porque solo así seguirá escribiendo libros tan interesantes. No como las celebridades que ya solo piensan en hacer caja.

    Obra clara, de gran calidad por cómo está escrita, con precisión para dar con la nota adecuada y el hecho significativo. Y por lo que cuenta, que, más o menos, así o asá, de un modo u otro, es la historia de todos. 


jueves, 5 de junio de 2025

El español que enamoró al mundo – Ignacio Peyró

 


No hay nada imposible, pero a mí me lo parece que cualquier buen amante de la literatura no disfrute leyendo a Ignacio Peyró. La naturalidad con que utiliza un lenguaje rico plagado de referencias sociales y culturales, lo directo y claro de la exposición y el humor que apenas falta y siempre está allá donde es más necesario (para reírse de uno mismo), hacen de la lectura de este libro un fiestorro memorable (y no digo fiesta porque la mayoría solemos leer vestidos de cualquier manera).

Además, ¡anda que no hace falta osadía para arriesgar tanto talento con un protagonista como Julio Iglesias!

O no.

Depende de lo que el autor haya confiado en su propia capacidad (sospecho que mucho) y en la suerte de su biografiado (sospecho que bastante). Lo digo porque para Julio Iglesias, que ha tenido gran fortuna en algunos momentos de su vida, no es una chamba menor que Peyró se haya fijado en él, porque este libro ni encumbra ni despeña a don Julio, pero su valor literario lo mantendrá en el formol de la buena literatura, paraje donde hasta ahora era un desconocido. Solo le falta que alguien le haga una estatua o un retrato de valor artístico incontestable para eternizase como el bufón de don Sebastián de Morra.

Yo he sido, lo confieso, una especie de inconsciente «antijulio» de tres al cuarto; alguien que no ha comprado ni uno solo de sus discos, ni puesto los pies en uno solo de sus conciertos, ni sintonizado uno solo de sus temas en ninguna aplicación. Alguien, también, que no ha leído ni una sola página sobre él, aunque no ha podido evitar ver infinidad de titulares en revistas a lo largo de los años o toparme con comentarios sobre él en radio y televisión. En definitiva, toda mi vida le he dedicado una indiferencia olímpica, quién sabe si porque sus pastelosas canciones no encajaban en mis gustos o para distinguirme de la parte de la generación anterior que lo veneraba. Y, sin embargo, hasta mis oídos han llegado muchísimas de sus canciones y sé de él más que de algunos familiares.

En eso consiste la fama. En estar hasta donde nadie te reclama. Es decir, en funcionar como una plaga.

En todo ese saber involuntario nunca he encontrado nada artístico digno de admiración, aunque, como en alguna de las páginas de este libro he creído entender, quizá el secreto de Julio Iglesias haya sido, precisamente, la perfecta combinación de inanidades y mediocridades que han hecho de él algo imposible y, por lo tanto y en el fondo, admirable: un mediocre excelso. ¿Quién dijo que la mediocridad no debe aspirar a la perfección? Porque cuando digo «han hecho» o «aspirar» me refiero a lo que no se puede admirar porque no se ve o se ignora: el ingente trabajo alimentado por una descomunal ambición y varias inteligencias despiertas que ha permitido el milagro de que este pan tumaca haya sido considerado ambrosía. 

Sin embargo, ni el máximo talento (del que carece don Julio) acompañado del mejor trabajo (del que sí que puede presumir) hace de ti un personaje, ni mucho menos un mito para una o dos generaciones. Para que algo así suceda es preciso, además del trabajo, que la diosa chiripa te sonría día y noche en los momentos adecuados. Y, a ser posible, a lo largo de los años. Esto es lo que le ha ocurrido a Julio Iglesias: el devenir de su carrera, desde pelagatos a figura de relumbrón, y el de su vida personal han corrido en paralelo y con no pocos puntos en común con los monumentales cambios sociales producidos en España desde los años 60, cuando el caballero inició su andadura, hasta la actualidad. Hay quien dice que ha ido siempre un paso por delante de la realidad social. Y así ha sido. Unas veces, por avispado. Otras, por haber tropezado; que ya decía mi abuela que «quien tropieza y no cae, adelanta». Todo lo que de bueno y malo le ha ocurrido en la vida ha sido combustible para su viaje al estrellato.

La forma en que Julio Iglesias era visto revela mucho sobre sus observadores. Esta baza la juega muy bien Peyró, trayendo siempre a colación, con gracia y habilidad, el contexto social e histórico de cada situación. De este modo, y sin que apenas se den cuenta, enfrenta consigo mismos a los lectores que hayan nacido en el siglo pasado. Para el resto, en cambio, Julio Iglesias no es mucho más que el recuerdo de un recuerdo ajeno, aparte de un meme y un clásico de cuarta copa en selectos bodorrios.

Así es como, mirando a Julio Iglesias, el autor y los lectores se miran a sí mismos, a quiénes éramos, a nuestro pasado, cuando todos éramos más jóvenes, más guapos y con más futuro; cuando frente a la prosaica realidad del común, nos consolaba sentir, escuchando la chuchurrida vocecita de un Julio Iglesias que tampoco sabía bailar, que no hacía falta destacar en nada para tenerlo todo. Hasta el amor.

Termino: la obra traslada la idea de que durante varias décadas la ambición de triunfo planetario fue una obsesión. Luego, claro, el tiempo pasa, y no digamos ya las fuerzas. No parece que Julio Iglesias tuviera un plan B distinto a la decepción durante todos aquellos años de búsqueda del éxito, pero el libro no aclara, aunque permite intuir, cómo lleva el declive. Se diría que el caballero ha intentado un aterrizaje prolongado y suave amortiguado por los dineros de negocios nada relacionados con la canción, pero queda en el aire cómo se ve uno a sí mismo, con el futuro cuesta debajo de cualquier octogenario, cuando toda la vida se ha estado mirando hacia la cima.

Julio Iglesias nació en 1943. Este 2025 le van a caer 82 añitos de nada. Aún le quedan unos cuantos por delante. Ojalá que muchos. Pero, leyendo este libro, uno apostaría a que la forma o el momento de salir de este mundo algo tendrán para redondear su historia. Y afirmarlo quizá tampoco es arriesgado: volviendo a una idea anterior, y siendo la muerte algo tan vulgar, ¿a quién le extrañaría que la de Julio Iglesias sea, por el momento, por el lugar, por el cómo o por alguna glamurosa lágrima, excelsamente mediocre?


jueves, 29 de mayo de 2025

Oposición - Sara Mesa

 


Un escocés, Adam Smith (1723-1790), está involuntariamente detrás de la trola que más éxito ha tenido en la historia de la economía: que el sector privado es más eficiente que el público. 

De nada sirve argumentar que el análisis de la libre competencia hecho en «La riqueza de las naciones» se basa en hipótesis incompatibles con la realidad. Ni tampoco que ninguno de los dos sectores tiene nada que ver con su situación en 1776. 

La creencia, interesadamente alimentada por quienes más impuestos tendrían que pagar de tener un sector público potente y deglutida sin rechistar por casi todo el mundo, se basa en el argumento, para sus defensores irrebatible, de que el sector privado es más eficiente porque cuando uno se juega sus propias perricas es más cuidadoso que cuando maneja la pasta ajena.

Sin embargo, cualquier economista que no esté al servicio de esos intereses o actúe por motivos ideológicos, es decir, cualquier economista puro (o sea, los rara avis) sabe que, primero, carece de todo rigor comparar a quienes persiguen objetivos distintos (por ejemplo, beneficio propio vs seguridad jurídica del cliente), y aún más si lo hacen a través de métodos distintos (derecho privado vs administrativo) que a su vez se fundan en principios diferentes (legalidad vs libertad), en contextos relacionales diferentes y ateniéndose lo público a criterios de universalidad, causa, por ejemplo, de que los grupos Quirón de este mundo jamás vayan a abrir un dispensario en cualquiera de los cientos de pequeñas localidades donde sí está presente la sanidad pública; por lo mismo, no esperen ustedes un colegio privado en ningún pueblito de la España vacía, pero ¿a que no les sorprende ver colegios públicos? La universalidad incrementa los costes medios y falsea toda comparación. Sabe que, segundo, contrariamente al axioma las empresas manejan principalmente dinero ajeno. Aparte de que hace siglos que se inventó la limitación de responsabilidad (¡esta es la verdadera forma en que uno cuida sus perricas!), todas, desde la más grande a la más pequeña, funcionan gracias al dinero de proveedores, acreedores y trabajadores que cobran a mes vencido. Por eso no hay concurso de acreedores que no devenga en metástasis. Crisis ha habido para comprobarlo y las habrá. Siguiendo con el tema, en las grandes empresas la dilución de la propiedad propicia abusos notorios (como que amplias cúpulas directivas se adjudiquen a si mismas retribuciones astronómicas) amén de falta de control que a veces deviene en saqueos organizados y tratos preferentes a accionistas clave y/o directivos, bajo la apariencia de operaciones mercantiles con terceros que son ellos mismos. Sabe que, en tercer lugar, frente a los riesgos de manejar dineros ajenos el sector público hace siglos que tomó cautelas: la radical separación entre gestión económica y funcional hace imposible para el director de un hospital público o para un Ministro pedir prestado para acometer las inversiones o gastos que le dé la gana, lo que limita drásticamente su capacidad para causar estropicios; y también es preciso atenerse a un presupuesto que no solo opera como un limitador de desaguisados, sino que su incumplimiento genera responsabilidades jurídicas y es un instrumento que exige supervisión anual y aprobación por un ente exterior de control; además, el sector público ha desarrollado técnicas, como el presupuesto cero o el presupuesto por programas, o la creación de órganos de control (intervención, tribunales de cuentas…) para combatir las inercias indeseadas. Pocas empresas, salvo las más grandes, adoptan cautelas así, y aun en esos casos al final siempre hay un máximo dirigente que se las puede saltar, salvo que vengan impuestas por ley. Hemos tenido infinidad de ejemplos de nefasta gestión privada en la última crisis financiera y también en los años 90: empresas con trabajadores probos llevadas a la ruina por directivos un pelín en exceso ocupados en megalomanías y en favorecer los bolsillos incorrectos que abusan de una libertad que lo público no tiene por mor del principio de legalidad. Por último, y en cuarto lugar, también sabe que el día a día de la administración está dirigido por funcionarios que superan procesos selectivos en ocasiones extremadamente duros tanto por los conocimientos exigidos como por el temple necesario; cierto que son mejorables, que se cuelan incompetentes y que el competente puede devenir inútil, pero también lo es que para montar una empresa no se exige superar filtro alguno: el más obtuso puede crear un negocio, ¡y ay de sus proveedores, acreedores y trabajadores, que se irán a pique con él! Es inevitable, porque los obtusos existen, están ahí, y también tienen sus ambiciones que persiguen sin filtros. De hecho, la empresa más habitual, la familiar, tiene tantos problemas porque, antes o después, su gestión cae en manos de personas que unas veces carecen de capacidad para gestionarlas y otras hasta del deseo de hacerlo.

No es solo teoría. Doy fe. Después de haber conocido múltiples organismos y un sinfín de empresas me siento en condiciones de afirmar que, como profetizó alguien con más tino que Adam Smith, pero anónimo, en todas partes cuecen habas.

Por lo que a mí respecta, aunque la administración me ha deparado trámites engorrosos y a veces absurdos y a pesar de que como contribuyente financio sus excesos, nadie me ha metido en más y mayúsculos problemas que algunas empresas que, siendo yo su cliente, iban a la suya y no, como afirma su publicidad, a la mía. También, vía precio, he financiado todas sus locuras y excesos. Entre ellos épicos latrocinios y colosales irresponsabilidades que constituyen los mayores pufos de la historia económica española y que dejan en birria los mayores desastres públicos conocidos. Y en materia de cumplimiento de las normas, mejor me callo.

Cuento todo esto porque si Oposición, de Sara Mesa, tiene el éxito que merece, si algo va a conseguir es apuntalar los abundantes prejuicios contra los funcionarios y la administración, cuando lo que cuenta puede predicarse de multitud de organizaciones.

Y es que en todo ámbito donde trabajan un número de personas suficientemente amplio convergen tres cuestiones: la complejidad de la organización, la vanidad de algunos y la pereza de algunos otros.

La complejidad hace que quien está abajo o en un lado solo controle lo suyo y vislumbre borroso cuanto hay más allá, y que quien está arriba y en el centro use más el telescopio que el microscopio. De ahí que muchos detalles no esenciales acaben escapando a todo control mientras no produzcan daños evidentes, y también que las ideas vacías tengan un amplio mercado aprovechando los nichos de ignorancia. Quienes venden humo son los trepas más incompetentes o impacientes, siempre presentes, siempre vanidosos. Por último, la pereza hace que el vago encuentre en esos nichos un refugio donde amodorrarse. 

    Todo esto provoca, ya acercándonos al libro de Sara Mesa, que cuando un recién llegado cae en un lugar donde, como es el caso de Oposición, se dan algunas de las situaciones que he apuntado, las pase canutas.

La experiencia que cuenta Sara, la protagonista, al principio me pareció exagerada, deforme, contrahecha. Y más si, como apunta la publicidad, se basa en la experiencia personal de su autora. Me parecía increíble. Caricaturesco. Aunque luego, según Sara se integra en el ambiente del megacentro de trabajo donde, en diferentes ecosistemas, convive fauna de todo tipo y pelaje, esa sensación se dulcifica y la historia gana realismo. De hecho, esta lectura me ha llevado a reflexionar sobre mi propia experiencia laboral, y lo cierto es que he sufrido algunas experiencias surrealistas y he presenciado o conocido algunas igualmente estrambóticas. Las pérdidas de tiempo y esfuerzo debidas a los vendedores de humo poco tienen que envidiar a las debidas a los vagos con caradura, y no olvidemos los desajustes que a larga causan esos nichos de ignorancia en los que nadie piensa. En todas partes existen las tres cosas.

    Sin embargo, para que no todo parezca negativo, conviene afirmar que, con todos estos defectos, los sistemas públicos y empresariales funcionan. Por eso nunca como ahora ha habido tantos servicios, públicos y privados, de tanta calidad. Sin renunciar a la crítica, valoremos lo que tenemos. 

    El centro donde transcurre toda la novela no se identifica. Ni siquiera la ciudad o administración, aunque todo apunta a que se trata de la administración autonómica, donde proliferan los interinos, como lo es la protagonista, donde abundan los órganos directivos y donde, por razones de cercanía de una política con capacidad legislativa y notable autonomía financiera, mayores riesgos de sobredimensionamiento hay.

Sara es una interina que llega a trabajar a un lugar donde solo una persona es capaz de decirle qué debe hacer, pero no tiene tiempo para explicárselo y formarla. Queda desamparada. Además, la tarea que le asignan es el humo que alguien en las alturas compró a quien se lo vendió, de tal manera que Sara, cuando se pone manos a la obra, no tiene obra que hacer. Más tarde, explorando la jungla del edificio se topa con parte de los distintos especímenes que he señalado, y lo que le llama la atención y lleva a las páginas es lo mejorcito de cada casa. Su sentido moral y su raciocinio le hacen sentirse incómoda. Quiere cobrar, sí, pero a cambio de su trabajo. Y de un trabajo que sirva para algo. Y, además, realizándolo en una institución que se respete a sí misma. Un buen ejemplo de venta de humo es la rueda de prensa con figurantes, un remedo de los infinitos actos, reuniones, charlas y conferencias que, para justificar su existencia, organizan todo tipo de instituciones públicas y privadas sin otro público que el cautivo.

    Es así como Sara llega a ser una especie de Bartleby a la inversa. Si el personaje de Melville prefería no hacer nada de lo que se le pedía, la Sada de Sara Mesa intenta hacer aunque no haya nada que hacer. Es más lógico, claro, porque hacer algo útil para alguien es lo que da sentido a un empleo. Por eso, también, hacer por hacer puede llevarte al manicomio, que es un poco lo que le sucede al personaje: que se desnorta. Este punto es el más humorístico del libro: por lo que Sara llega a hacer, por el contenido de su tropelía y por lo que en el fondo significa la solemnidad con que es atacado su ataque a lo inútil. También es un elemento clave y hábilmente jugado en el devenir de la historia. 

La Sada de Sara Mesa comienza siendo una administrada devenida administradora, alguien que entra en la administración con ojos de ciudadano y termina siendo una administradora que no tiene nada que administrar. Más o menos como quienes la rodean, que parecen haber cambiado el no hacer nada por hacer frenéticamente cosas inútiles como modo de justificarse a sí mismos. Quienes hacen algo que sirve a los ciudadanos no tienen cabida en este libro, de ahí que el ambiente oscile entre lo claustrofóbico, lo indignante y lo grotesco.

Está muy bien escrito y estructurado. Con un lenguaje claro que además denuncia sin cesar la lejanía entre el lenguaje administrativo y el coloquial. Denuncia en la que tiene toda la razón, aunque el lenguaje-muralla no es exclusivo de la administración: a ver quién es el guapo que descifra lo que le cubre o no el seguro, lo que significa la factura de la luz o hasta dónde alcanza la garantía del coche. Si el lenguaje administrativo sirve para proteger al funcionario, el privado se usa además para confundir y exprimir al cliente. En noviembre asistí a una conferencia de dos filólogos contratados por una administración para hacer accesible el lenguaje admministrativo (¡alguien se mueve en ese sentido!) y el análisis que hicieron (divertido, pero sin piedad) de uno de los documentos a mejorar movía a la risa floja y causaba sudores fríos. Bajo la excusa cierta de que alejarse de los términos estrictamente legales hace que los tribunales se pongan tontos y acaben dando la razón a recurrentes que debaten sobre todo menos sobre lo que han hecho, los lenguajes administrativo, judicial y mercantil son fortificaciones tras las que, quienes los usan, se sienten seguros. La consecuencia es que la mayoría de los mortales, antes o después, acabamos enfrentándonos a documentos casi ininteligibles, aunque, de entenderlos sin dudas, no los cuestionaríamos. 

Tras haber leído hace ya cuatro años Silencio administrativo, diría que Sara Mesa, que en algún momento fue funcionaria no he podido averiguar dónde, tiene algo contra la administración. Es probable. Pero su crítica tiene fundamento. Por lo que respecta a esta obra, que existen ineficacias y órganos sobrantes, por no llamarlos inútiles, no es nada nuevo. Una batalla ya documentada desde los orígenes de la historia y, me temo, eterna por lo que antes he dicho sobre lo que sucede allá donde confluyen cierto número de personas.

Un muy buen libro para reflexionar sobre las enfermedades de las organizaciones y sobre cómo influye en ellas la debilidad de las personas. Porque de eso se trata.

El arrojo final de la protagonista se intuye que tiene recompensa (a fin de cuentas, nos está narrando su peripecia de modo retrospectivo), pero «arrojo» viene de «arrojar» y es comprensible que quien más y quien menos tenga mucho cuidado con dónde se arroja a sí mismo. ¿Resultado? Lo que denuncia Oposición seguirá teniendo sentido per saecula saeculorum, quod erat demostrandum.


jueves, 22 de mayo de 2025

El juez Surra y otros casos sicilianos – Andrea Camilleri

 



Ser devoto de Camilleri tiene dos problemillas. Uno, que además es una suerte: el más famoso escritor siciliano de las últimas décadas ha sido también uno de los más prolíficos. Dos, que quienes en el mundo editorial tienen el «monopolio de Camilleri» siguen la conocida técnica monopolística del racionamiento, para maximizar los ingresos. O, dicho de otro modo, en lugar de venderte un volumen con doce relatos por 25 euros, te venden cuatro de tres relatos a 20 euros la unidad. Una pena, porque demuestra que el sector está más empeñado en escurrir el bolsillo de esos lectores devotos que nos comportamos como cautivos (al menos con el autor que nos gusta, otra cosa si alguno toma represalias contra otros libros de la editorial) que en encontrar nuevos lectores para el autor (el cual, pobre, recibe así el mismo tratamiento que la gallinica de los huevos de oro). Sobre esto último, el más vale pájaro en mano no es tanto un principio monopolístico «técnico» como uno de prudencia empresarial para empresarios cobardicas. Pero, en fin, qué le vamos a hacer.

El juez Surra y otros casos sicilianos debería titularse El juez Surra y otros dos casos sicilianos. Sería más preciso e informaría de la escasez que ha sido disimulada estirando las páginas con un prólogo de Giancarlo De Cataldo, juez penal en Roma y escritor, quien nos cuenta que Camilleri era un tipo muy majo y tan competente que cuando, para no se qué proyecto, De Cataldo le pidió el relato que abre esta «radiante recopilación» (en serio, es la expresión usada) don Andrea no solo le dijo que sí sino que además, sin haber escrito aún la historia, le comunicó el número exacto de páginas que tendría.

El relatico en cuestión, titulado «Demasiadas confusiones», hace la recopilación más radiactiva que radiante, porque no es precisamente lo mejor que escribió Camilleri. Ciertamente es original y revela por enésima vez su increíble talento para encontrar una historia detrás de cada detalle y hacerla interesante, aunque en esta ocasión el papel de la casualidad –que tanto influye en la realidad- es demasiado forzado como para que no se note en exceso. Me refiero, en concreto, en la «broma» de atender una llamada. Demasiado forzada y antinatural (y el resto de coincidencias), y sin ella se cae la historia.

El juez Surra es el título del relato que lo da a la «radiante recopilación». No es tampoco excesivamente original, pues Camilleri escribió otros parecidos. Montelusa (que es a Agrigento lo que Vigàta a Porto Empedocle), 1862. Italia unificada. Llega un nuevo juez que cuanto sabe de la mafia es cero pelotero. Pero es un tipo íntegro y, como todos los tipos íntegros de Camilleri que asumen el protagonismo de sus historias, es también valiente y lo bastante ingenioso para salirse con la suya como «contra su propia voluntad». Además, es un tipo que cae bien, porque es sencillo y tiene tentaciones inocentes, como los dulces, y más cuando descubre los cannoli. En definitiva, un hombre de bien de inmediato amenazado por la mafia que se las apaña para salir airoso y provocar jamacucos de honor con el consiguiente ridículo insoportable para todo buen mafioso. Un relato más cómico que trágico, contado con el sentido del humor típico de Camilleri.

Y en la misma línea el último relato, «El medallón», en el que un anciano labrador solitario, que vive aislado en el monte, es «descubierto» por un oficial de los carabineros con ocasión de un inesperado tiroteo, momento a partir del cual se desarrolla una historia intimista, relacionada con amoríos y sentimientos, también en la línea de otros relatos de Camilleri donde la ternura y la piedad juegan un papel destacado en el auxilio al pobre desgraciado que nada tiene excepto sus sentimientos hechos trizas o sus ilusiones en riesgo.

Tres relatos más salpimentados que radiantes que satisfarán, sobre todo los dos últimos, a los lectores como servidor de ustedes, sin perjuicio de lo dicho al principio.


jueves, 15 de mayo de 2025

Luna llena – Aki Shimazaki

 


He leído esta breve novela de cortos capítulos y letra grande a lo largo de varios solitarios cafés. Se presta mucho a esa agradecida costumbre tanto por estas características como por el tono amable y sencillo, que hace que, cuente lo que cuente la autora, el lector se relaje y lea sin prisa una novela que no hace falta leer deprisa para acabar pronto.

Luna llena, de la escritora canadiense de origen japonés Aki Shimazaki, forma parte de una especie de trilogía en la que cada novela está protagonizada por una parte de una misma familia. Curiosamente, Luna llena, la segunda novela de la saga, fue publicada en España antes que la primera: Suzuran. La tercera entrega, Una joven en Tokio, es muy reciente: de abril de 2025.

El matrimonio Niré, ya jubilado, se ha ido a vivir a una confortable residencia geriátrica donde disfruta de una buena habitación. La razón fundamental para haber dejado el hogar es que los hijos ya son mayores y están independizados, y que la esposa, Fujiko, tiene Alzheimer. Ella y su marido, Tetsuo, se conocieron y casaron gracias a un miai, que es tanto como decir que el suyo fue un matrimonio convenido, no por amor. Pero es que, claro, eran otros tiempos. Sin embargo, hasta la fecha el matrimonio ha funcionado bien, al menos en apariencia.

La enfermedad provoca olvidos, algunos crueles, pero también desata la boca, por la que empiezan a salir cosas que no es sencillo saber si responden a la verdad o a la confusa fantasía de una mente deteriorada. Lo cierto, en cualquier caso, es que a raíz de los disparates, o no, de Fujiko, Tetsuo se ve obligado a recapacitar sobre su vida y, en especial, sobre su matrimonio. Es así como descubre cosas que no sabemos si hubiera preferido ignorar, pero es así, también, como se topa con una oportunidad.

De si la aprovecha o no da cuenta el final, que sabrá quien lea la novela, y que a mí, la verdad, no me ha parecido tan bonito como podía haber sido. ¿Por qué? Porque se ve venir de lejos, lo que resta toda emoción al texto. Por suerte, lo que se pierde en emoción se gana en placidez, que tampoco está mal.


lunes, 12 de mayo de 2025

Las despedidas – Jacobo Bergareche

 


Bonita y breve novela a la que, por los temas que toca, se le podría haber sacado más jugo. Bergareche ha optado por mostrar una superficie atractiva, bastante peliculera, bajo que la que no se ve el fondo que la sustenta porque trabajarlo hubiera supuesto meterse en un complicado berenjenal. Cada lector queda pues en libertad de pensar que la postura vital de los personajes se debe a lo que más le guste. Y además tiene varias posturas vitales para analizar, pues si un personaje se despide de algo para él muy importante e incluso de un relevante descubrimiento recién hecho, hay quien se despide de la vida. Y también un hijo que contempla impasible ese acercamiento a la muerte, o algo así parece. Adjudique cada lector a cada personaje los motivos que desee, y acertará.

Diego y Claudia son un matrimonio adinerado, maduro, con hijas ya algo más que adolescentes, instalado en una rutina que hace de cada uno para el otro un más o menos cordial incordio. El inicio del libro los sitúa en Menorca. Allí tienen su casa de veraneo, donde van a celebrar una pachanga que tiene algo de los nervios a Claudia. Pero la historia comienza cuando en una terraza junto a un amarradero Diego reconoce a una extranjera, ya envejecida, con la que hace quince o dieciséis años vivió un romance apasionadísimo e intenso, pero también peculiar: tuvo lugar durante un festival en Estados Unidos, donde él había acudido para tratar del olvidar el suicidio de un pariente cercano; ella le ayudó a enfocar la realidad y, por tanto, a vivir mejor consigo mismo y con la esposa a la que estaba siendo infiel. Aquella mujer era entonces, y lo sigue siendo, una desconocida, pues la condición que puso para vivir aquellos inolvidables días fue bien extraña: no decirse entre sí nada que pudiera identificarlos; ni los nombres de pila.

Es decir, década y media atrás Diego había sido infiel a Claudia durante varios días no sabía con quién, y gracias a aquel «folla bien y no mires con quién» había reencauzado su vida.

Y ahora, siendo él un madurito entrado en carnes y ella una escuálida señora de chichas fofas… 

Algo se remueve en su interior. ¡Jo, qué maravillosos días fueron aquellos!

Pero, así como él la ha reconocido, ella a él no.

Tampoco es tan extraño. Al pisar un puerto en Menorca nadie piensa en toparse con alguien cuyo nombre y vida ignora y a quien solo vio unos días en otro continente.

¿Qué hacer?, piensa Diego. Presentarse o no. ¿Y hacerlo como el desconocido que sigue siendo para esa mujer o como qué? ¿Y quién será el chaval que la acompaña en el barco varado en la cala?

La novela es la historia de cómo y por qué Diego toma la decisión de darse a conocer o no, lo cual pasa por todos sus recuerdos, que son los que cimentan la historia. Es, por tanto, una visión parcial que no tiene por qué coincidir con la de la otra parte. Pero es que, además, ¿reencontrarse con quién o reencontrarse con qué? ¿Qué busca Diego? ¿Volver atrás en el tiempo para abrazar lo que dejó escapar? ¿Volver a ser joven? ¿Se despide de alguien o de su juventud?

El título, Las despedidas, tiene que ver con aquella lejana despedida que tuvo lugar quince años atrás, pero también con las nuevas despedidas que el reencuentro impone: despedirse definitivamente de lo que pudo ser y no fue; esto es, renunciar al sueño de la memoria; despedirse, en consecuencia, de aquel que uno fue; despedirse de quien se llega a conocer simplemente para saber que no se le conoce; y despedirse, también, de una vida en cuyo rumbo influimos sin llegar a darnos cuenta. En definitiva, despedirnos del pasado, que es de lo único de lo que podemos despedirnos.

No es un tema muy original, pero siempre resulta atractivo y melancólico, porque a partir de cierto momento en la vida no hacemos otra cosa que despedirnos. La vida es el arte de elegir qué despedidas aplazar.


jueves, 8 de mayo de 2025

Las mentiras de la noche – Gesualdo Bufalino

 


¡Qué novelón estas ciento y pico páginas del siciliano Gesualdo Bufalino! Un autor, por cierto, que no publicó nada hasta los 60 años.

Con una prosa preciosista, lírica, alejada de la simpleza del realismo, pero con la intención lograda de causar intensas sensaciones, Bufalino cuenta la última noche, en un presidio sobre un islote inaccesible, de cuatro condenados a muerte. Carbonarios acusados de conspirar contra la dinastía borbónica.

Aunque condenados a muerte... no con total certeza, porque para pasar esa noche el gobernador les entrega una urna de madera, papeles y material de escritura y les plantea un dilema: todos, antes del amanecer, deben meter en la urna un papel. Si solo uno de ellos descubre en él la identidad del Padreterno, que es como se hace llamar el misterioso líder carbonario, todos quedarán vivos. Pero si ni uno confiesa, la condena se confirmará y todos morirán decapitados. Guillotinados. Es decir, el gobernador da a los cuatro la ocasión de traicionar sus ideales sin ser descubiertos por los demás. Y además el traidor no solo se habrá salvado a sí mismo, sino también a sus colaboradores, con lo que podrá calmar su conciencia.

Los reos, un viejo aristócrata, un soldado, un estudiante y un poeta son recluidos en una sala junto a la urna y a un famoso bandolero que, tras haber sido torturado, también espera la muerte al alba.

Sin otro remedio que afrontar esa larga noche junto a la tentación de traicionar sus `principios en la urna y en medio de las desabridas opiniones del ya viejo bandido, los cuatro deciden que el mejor modo de pasar sus últimas horas en el mundo no es temiendo la muerte, sino recordando la vida, y así es como cada uno cuenta una historia sobre sí mismo. Algo que les ha marcado.

Con cada una de esas historias, una especie de relatos dentro del relato, los principios y razones de cada cual quedan más y más zarandeados, hasta el punto de preguntarse el lector cómo es que gente impulsiva y sometida a esos vaivenes emocionales han llegado a ser, sin embargo, tan fieles a la causa carbonaria, al derrocamiento de un rey que ni siquiera tiene hijos que alarguen la monarquía, aunque sí un hermano que, como último remedio, heredará el trono.

El lector vacila a la hora de prever por dónde saldrá cada personaje al final de la noche, de esa noche de mentiras que anuncia el título. ¿Habrá un traidor? Parece que sí. Cualquiera podría serlo sin ser por ello desleal con su propia vida, pues quien más y quien menos ha sido egoísta. Podría darse el caso, incluso, de que todos acabaran siendo traidores, con lo que conservarían la vida, pero difícilmente podrían mirarse a la cara entre ellos. Podría pasar que… Podrían suceder mil cosas, porque cada uno tiene en su mano su propia salvación y todos tienen, también, el deseo de ser fieles a sus ideas, deseo más fácil de mantener si se confía en que al menos otro no traicione esos ideales comunes.

Es así como la novela avanza hacia un final movidísimo, repentino, inesperado y genial, que se desarrollad en dos pasos. Uno primero en el que se resuelve la suerte de los reos y, en un momento inmediatamente posterior, un nuevo final, una nueva interpretación de los hechos que deja pasmado y admirado al lector y sin saber qué carta tomar: o los prisioneros fueron unos genios, o alguien fue víctima de su propia idiotez.

El lector, como todos y cada uno de los personajes de esta historia, queda en manos de su propia opinión.

Las mentiras de la noche han causado estragos. El principal, hacer invisible una verdad que inequívocamente está ahí pero que es imposible identificar con certeza. Aunque, eso sí, hay una opción con mucha más fuerza que otra. Con ella, pero con la duda, se queda el lector.

Una genialidad.


lunes, 28 de abril de 2025

Vidas escritas – Javier Marías

 


Uno se define por sus afinidades y, sobre todo, por los enemigos que elige. Enfrentarte a un pelagatos hace otro de ti. Así que, hablando de escritores, el inteligente, y Javier Marías lo fue, prefiere mezclarse con quienes, más o menos conocidos, han dejado huella en la historia de la literatura. Los muertos, además, no replican. Y ofrecen otra ventaja no menor: cuando un imbécil se codea a iniciativa propia con los Cervantes de la historia solo es capaz de resaltar sus propias limitaciones, pero cuando lo hace alguien como Marías, inteligente y culto, encuentra los más ilustres apoyos para hacer brillar sus cualidades.

Primera conclusión: seas listo o tonto, al pelagatos marrullero dedícale solo silencio. Segunda: el mundo agradecerá que olvides a los pelagatos y te relaciones con los grandes, sea para elogiarlos o censurarlos, porque así podrá calarte más rápidamente tanto si eres idiota perdido como persona de talento.

Cierto es, no obstante, que entre los egregios protagonistas de este libro los hay más y menos conocidos. 

    Dijo Javier Marías en el prólogo que estas breves semblanzas están contadas «con afecto y guasa», y es cierto, pero esto implica reconocer un trato de igual a igual y, por tanto, una elevada opinión de sí mismo. Lo menciono porque esta es la perspectiva que va a encontrar el lector. De hecho, como también señala Marías en ese mismo prólogo, estas pequeñas historias son cualquier cosa menos biografías; son anécdotas, o análisis desde el enfoque que, por lo que sea, le ha llamado la atención; es decir, da a los retratados el trato que se dispensa a los iguales: cuando hablamos de un amigo o un conocido al que no ponemos por encima de nosotros antes contamos lo que resaltamos de él que su biografía; y esta ocasión en lo resaltado priman las rarezas sobre las virtudes. Todo esto no sé si dice mucho o poco de Marías, pero sí permite un tono confianzudo con el lector, que tiene la impresión de estar charlando o cotorreando con él sobre Faulkner, Henry James, Conan Doyle… Confiesa Marías que el afecto solo ha fallado en el caso de Joyce, Thomas Mann y Mishima, lo cual se nota especialmente en los dos últimos casos.

Al tono confianzudo contribuye que cada personaje, por lo de él retratado, está más cerca de lo desastroso que de lo sublime. Manías, anécdotas, pasos en falso, ridículos, fracasos, obsesiones, miradas al propio ombligo… Todo esto vamos a encontrar aquí. Cosillas, por cierto, que igualan a las lumbreras con los simples mortales que todos somos. Cosillas, también, que al romper lo solemne de la celebridad abren la puerta al tono cómico.

De este modo Marías se iguala a los retratados, para, todos de la mano, descender hasta la posición del lector e igualarse a él.

Así que todos iguales y todos contentos.

Un libro muy ameno, escrito con gracia y elegancia, que se lee rapidísimo gracias, también, a la brevedad de las reseñas: nunca más de cuatro o cinco páginas. Esta edición incluye fotografías seleccionadas por Marías para abrir cada capítulo, y una especie de apéndice fotográfico seguido de comentarios que son una delicia por la caprichosa agudeza con que interpreta los detalles.


jueves, 24 de abril de 2025

Primero estaba el mar – Tomás González

 

Solo las referencias tecnológicas permiten situar temporalmente una historia que podría transcurrir en cualquier época. La obra está inspirada en la (mala) suerte de Juan Emiliano, hermano mayor del autor, que murió asesinado en 1977 en su finca de Titumate, en la costa colombiana más cercana al este de Panamá. Tomás González, nacido en Medellín en 1950, publicó esta breve novela en 1983.

Primero estaba el mar comienza cuando J., el protagonista, y su mujer, Elena, llegan a una pequeña isla en el golfo de Urabá (cuya costa oeste es la de Titumate, aunque las referencias para los protagonistas son las de la costa este) para hacerse cargo de la hacienda que han comprado en ella. Su objetivo es vivir plácidamente. Vivir mirando al mar. Leyendo, tomando el sol, bebiendo unas copitas… Olvidar el pasado más o menos turbulento en la ciudad y cambiar de vida. El propósito queda claro cuando se menciona la parte del equipaje más importante de J.: los libros. Eso sí, se deja traslucir hasta resultar evidente que la idea del cambio de vida fue de J.

Ocurre, sin embargo, que la habitabilidad de la casa es manifiestamente mejorable, que la climatología no hace el panorama tan idílico como imaginaban y, sobre todo, que la explotación de la hacienda, que no había de ser más que un pasatiempo, pasa a tener una importancia capital cuando se esfuma una parte relevante del patrimonio con el que contaban. Una situación complicada, porque como propietarios forman parte del reducidísimo censo de capitalistas de la isla, y de tales quieren ejercer, sobre todo Elena, que no lleva demasiado bien mezclarse con la chusma; pero son unos capitalistas muy achuchados por la necesidad de comer y sometidos a las carestías de todo tipo, en especial de personal, que hay en la isla.

¿Y qué ocurre entonces? ¿Será bueno el dicho de que cuando la pobreza entra por la puerta el amor salta por la ventana?

Pues sí, claro. Si el proyecto más o menos común no convencía a ambos por igual, las ganas y las fuerzas para remediar los sinsabores difícilmente pueden ser las mismas. Es así como la distancia entre la pareja crece al tiempo que se hilan precariamente las relaciones con la población de la isla; unas relaciones desiguales porque, paradójicamente, el propietario es quien más ahogado está y, para colmo, cuenta en su contra con su propia supina ignorancia en materia económica y con el osado monopolio de mano de obra de quienes, por más desarrapados que sean, se saben imprescindibles y carentes de todo vínculo emocional con esa pareja de extraños.

E igual que el amor salta por la ventana pueden hacerlo también las lealtades, porque toda lealtad ha de empezar por uno mismo y dejarse embarcar hacia el naufragio tiene más de estupidez que de lealtad. Y si esto es así para el honesto, ni que decir tiene que aquellos otros que en nada valoran la lealtad campan a sus anchas (y, si no son muy espabilados, a veces incluso en contra de sus propios intereses).

¿Y qué ocurre cuando todo comienza a ir entre mal, muy mal y desesperantemente mal? Que mucha gente se agarra, grave error, a lo primero que encuentra.

Primero estaba el mar es una breve, lúcida, dura y contundente obra sobre cómo afrontar la vida. No es difícil extraer de ella lecciones importantes. Una gran novela para leer y releer.


lunes, 21 de abril de 2025

El lugar de un hombre – Ramón J. Sender

 


Todo ser humano tiene un lugar en el mundo, parece sugerir el título, y abandonarlo puede generar una hecatombe, como en el famoso dicho del aleteo de las mariposas. Aunque también puede interpretarse que el lugar de cada cual es el preciso para hacer frente a sus responsabilidades. O para hacer valer la verdad. O…

O para lo que crea quien lea esta magnífica obra.

El libro comienza con un largo y profundo prólogo de Donatella Pini que más parece dirigido a estudiosos que a lectores. Un prólogo un tanto árido (o será que me podía la impaciencia por llegar a Sender) y rebuscado en lo conceptual.

    Quizá por contraste con él la novela emerge luego con una prosa clara, directa, diáfana, luminosa a pesar de lo oscuro de la historia. Una gozada.

    Concluye la edición con algunos artículos y reportajes publicados por Sender en El Sol, con ocasión de su labor periodística en el llamado «crimen de Cuenca». El último artículo, unos años después, publicado no recuerdo dónde pero ya en democracia, durante la República, es especialmente clarificador respecto al por qué de los anteriores y, de rebote, también de la novela, que vio por primera vez la luz a finales de los años 30 del siglo XX.

    Tan clarificador es ese último artículo que comenzaré por él, señalando lo que omitían los artículos en El Sol debido, según palabras de Sender, a la censura de la dictadura de Primo de Rivera. ¿Qué no mencionaban? Las torturas de la Guardia Civil. Probablemente baste esto para justificar la novela, que las detalla, sin recrearse, de modo que todo lo demás resulta comprensible. Es la pieza que faltaba en la información periodística para acabar de comprender el famoso crimen de Cuenca, en el que se inspira la novela, si bien en ella la acción ha sido trasplantada a Aragón, con lugares reconocibles y lugares construidos con retazos de otros. O, al menos, la tortura es la pieza fundamental, pero Sender añade otra que por sí sola también justifica la novela: la influencia en los hechos de las componendas políticas. 

    ¿En qué consistió el «crimen de Cuenca»? En que un pastor de Tresjuncos, llamado José María Grimaldos, un buen día de 1910 desapareció sin dejar rastro tras vender unas ovejas. Su familia denunció la desaparición y dos campesinos de la zona, León y Gregorio, fueron acusados de haberlo asesinado para quedarse con el dinero. Aunque en un primer momento la causa se sobreseyó por falta de pruebas, en 1913 un nuevo juez reabrió el caso, y ambos fueron condenados a penas de prisión tras confesar... tras las espeluznantes torturas a que los sometió la Guardia Civil. Tras más de doce años de cárcel fueron indultados, pero no rehabilitados socialmente. Medio año después, ya en 1926, reapareció Grimaldos tan campante. El muerto afirmó haberse ido por su propia voluntad y por una contundente razón, ejem: le había dado un barrunto. Tal cual. Tras la completa identificación de Grimaldos vino la rectificación y la rehabilitación de sus dos «asesinos». Lo de «rectificación» es un decir. El «error» judicial nunca hubiera sido tal, y por eso lo entrecomillo, de no haber sido por las torturas de la Guardia Civil. Los verdaderos criminales, los que torturaron, pues no hubo otro crimen, se fueron de rositas. Pero estas torturas habían sido las determinantes de desastre. Y tan complicado es siempre denunciar el abuso de poder que incluso ya en 1979, ¡más de medio siglo después y con la Constitución aprobada!, se prohibió la exhibición de la película de Pilar Miró sobre este crimen. No se pudo proyectar hasta 1981.

    No tan claro queda en la información periodística elaborada por Sender, pero sí en la novela, el papel de la política local, caciquil, o cómo la conveniencia de señalar como asesinos a los del pueblo que votaba liberal o de instrumentalizar la «resurrección» pudo influir en el devenir de los hechos.

    Tras contar todo esto supongo que queda claro que el valor de esta novela va mucho más allá del meramente literario.

    Pero el literario también lo tiene, por supuesto. Leerla es una delicia. Ideas claras, exposición concisa, ordenada, bien estructurada, sin paja, con un lenguaje rico y con numerosos localismos, sin que el autor tome partido por nada distinto a los hechos.

    Una gran novela que hace mejor al lector.