En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

lunes, 27 de septiembre de 2021

¡Guardias! ¡Guardias! – Terry Pratchett

 


               Divertidísima e intensa novela de acción que transcurre en el imaginario Mundodisco creado por Pratchett y en la que, a diferencia de en las anteriores, la magia juega un papel tan residual que bien puede afirmarse que ¡Guardias! ¡Guardias! es una novela «normal», pues casi todo transcurre con arreglo a las leyes naturales de nuestro mundo, al menos por lo que a los protagonistas más o menos humanos respecta; aunque el entorno, lógicamente, sigue siendo maravillosamente ilógico.

              Un grandullón criado en una comunidad de enanos es devuelto a su mundo enviado como guardia nocturno voluntario a Ankh-Morpork. La plantilla no es muy grande, con él cuatro personas, y el trabajo tampoco es complicado dado que el crimen está tan bien organizado que los guardias no llegan ni a elemento decorativo. Pero hete aquí que una organización secreta de las muchas que van por ahí tropezando entre ellas, los Hermanos Esclarecidos, o su jefecillo, algo anda tramando para hacerse con el poder en la ciudad. ¿Qué? Invocar a un bicho tan poderoso y terrible como extinguido. Un dragón.

              Zanahoria, que así se llama el protagonista, es un fortachón peligrosamente entregado a cumplir la ley tan al pie de la letra que es capaz de arrestar a un rayo por fulminar a un transeúnte (y es que está muy mal fulminar a nadie, aunque uno sea un rayo). Sus voluntariosos excesos y el modo en que sus compañeros tratan de apañarlos sirven para hacer una buena crítica a las prácticas del poder: desde sus pasadas de frenada a las razones de sus miradas hacia otro lado. Las peripecias de Zanahoria corren parejas a la de sus compañeros, entre los que destaca un capitán tan desengañado de todo que se ha dado a la bebida. Hay también una dama gigantesca, de la alta sociedad, entregada al noble arte de la cría de malolientes dragones de pantano. En medio, el flemático e inteligente mandamás depuesto, el aspirante a mandamás, un dragoncillo monumental y peligroso que se erige en mandamás y, de fondo, los cuentos del príncipe que se carga al ladrón y se casa con la princesa (siempre y cuando el dragón no se la haya papeado o la haya dejado irremediablemente mordisqueada).

              Una trama típica de lucha por el poder donde unos pelanas con los que nadie cuenta son llamados por la casualidad a solventar el desaguisado. Unos perfiles en el protagonista y sus compañeros, típicos también, en la que el voluntarismo del inexperto e ingenuo mocetón convive con la prevención de los gatos mil veces escaldados. Pero claro, estando en el Mundodisco, lo típico es solo una excusa para disfrutar de la fantasía y la imaginación aplicadas al humor. Esa es la esencia de Pratchett y en esta obra de disfruta de principio a fin de un modo muy constante y con una estructura de la narración muy ordenada, sin titubeos ni disertaciones que diluyan la acción.

              En ¡Guardias! ¡Guardias! apenas encontramos personajes de las novelas anteriores: solo el patricio, que así llama, en minúscula, al mandamás del lugar, el orangután bibliotecario de la Universidad Invisible y, también, encontramos alguna aparición fugaz de alguien que, desde Mort, se ha ganado del cariño de todos los lectores por su ironía y buena fe: la Muerte.

Una historia divertida por lo insólito de las situaciones, por las corrosivas críticas a las debilidades del ser humano y, en especial, a la pasión por el poder y a las relaciones de poder; una novela muy meritoria y divertida, también, por la naturalidad con la que Pratchett mezcla lo humano y lo fantástico y, también, los elementos medievales con los modernos: el lector no sabe donde está ni por qué las cosas son como son, pero no le extraña está donde está ni que pasen las cosas que pasan. Para quienes hayan leído otras novelas de la saga, una historia deliciosa.

 

jueves, 23 de septiembre de 2021

La doble muerte de Unamuno – Luis García Jambrina y Manuel Menchón

 


 

              Miguel de Unamuno, posiblemente el escritor y pensador español más conocido e influyente de su tiempo dentro y fuera de nuestras fronteras, murió dos veces. Una, físicamente, la tarde del 31 de diciembre de 1936 en Salamanca. La otra muerte había comenzado antes, y aún, de algún modo, se sigue produciendo: me refiero al modo en que su legado intelectual, tan importante para él, ha sido silenciado y tergiversado a través de la manipulación de su figura y de la confusión intencionadamente creada en torno a ella. De esas dos muertes habla esta obra que no pretende ser un ensayo sino, simplemente, hacer pensar.

              Lo más llamativo parece, en teoría, lo primero: la muerte física, producida en la Salamanca dominada por los sublevados. La versión oficial, que nunca nadie se preocupó en contrastar, habló de una muerte repentina. Sin embargo, los autores bucean en las circunstancias de aquel día y de los meses anteriores no para dar una versión alternativa, sino para sembrar, eficazmente, la duda sobre la versión oficial. ¿Por qué dudar?

              -Porque Unamuno había dicho varias veces, incluso por escrito, que temía ser asesinado a manos de los sublevados.

              -Porque éstos, que vendían una imagen de él como afecto al régimen (ya que en los primeros momentos había considerado deseable un golpe de Estado) no querían que se conociera la opinión a la que pronto había mutado Unamuno y que no se hartaba de repetir allí donde le dejaban: que los sublevados eran una tragedia para España, que se estaban comportando como asesinos y aprendices del fascismo de Mussolini.

              -Que, debido a la repercusión mundial que había tenido el asesinato de Federico García Lorca, era razonable que los sublevados, si decidían asesinar a Unamuno, no quisieran que su muerte pudiera atribuírseles.

              -Porque Unanumo murió sin otra compañía que la de una extraña visita, la de un joven falangista al que no le unía ninguna relación y que, en esa fecha tan extraña, la tarde del 31 de diciembre, fue a verlo.

              -Porque las versiones de ese joven, Bartolomé Aragón, ofrecen puntos oscuros, contradictorios y visiblemente reelaborados que no acaban de encajar con algunas de las cosas que sostuvo la familia de Unamuno, la cual llegó enseguida.

              -Porque la causa de muerte que se señaló por el médico que intervino era imposible de determinar sin una autopsia, que nunca se llegó a realizar.

              -Porque no es posible saber si las evidentes contradicciones y reelaboraciones de Aragón tratan de enmascarar algo, son simple fruto de una memoria tan alterada por el shock que después hubo de reconstruir sus propios recuerdos o son consecuencia del miedo a ser sospechoso de algo plausible pero que en realidad no pasó.

              Pero es que, si pasó o no, nunca lo sabremos, aunque bueno es plasmar las dudas.

              La segunda muerte, es la más dolorosa. Como bien dicen los autores, Unamuno no fue un escritor que construyó una obra, sino que se construyó a sí mismo a través de su obra. Su obra, por tanto, estaba llamada a hacerlo perdurar más allá de la muerte física.

              ¿Cómo se produjo esa segunda muerte?

              Como ya he dicho, en un primer momento Unamuno fue partidario de la sublevación.  Esta opinión, sin embargo, le duró poco, y ya en el verano de 1936 no dudó en expresar por escrito opiniones de tal contundencia que no podían dejar lugar a dudas: calificativos como «asesinos» no las dejan; como tampoco las afirmaciones de que temía ser asesinado. Su voz, sin embargo, había sido acallada: vivía en una suerte de arresto domiciliario, no le dejaban conceder entrevistas, salvo supervisadas, y todo lo que salía en papel de su casa estaba sujeto a censura; y, sabiéndolo, aún tuvo arrestos llamar mentiroso por escrito al director del ABC de Sevilla –la versión sublevada del diario- o, sobre todo, de protagonizar el célebre encontronazo con Millán Astray el 12 de octubre de 1936, hecho sobre el que mucho se ha fabulado y sobre el que este texto permite hacer bastante luz.

              Dado el prestigio nacional e internacional de Unamuno, los sublevados airearon a diestro y siniestro su inicial apoyo al golpe, y por los mismos motivos silenciaron con igual celo su radical rectificación. De resultas, Unamuno quedó como un traidor para el resto de España y tampoco quedó como un héroe para los sublevados, porque las élites sublevadas, que habían llegado a conocer las brutales críticas de Unamuno porque se las había espetado en los bigotes, una vez cumplida la parafernalia –hasta en el funeral- de fingir que Unamuno era de los suyos, procuraron dejarlo en el olvido. Y las décadas comenzaron a pasar.

              De esta manera es como la figura de Unamuno quedó en la historia en una posición tan incómoda que, en una sociedad donde la división de la guerra civil aún es tema recurrente, no ha habido manera de respetar ni de dar conocer a fondo su inmenso legado intelectual: ni la izquierda ni la derecha se han puesto internamente de acuerdo en si Unamuno fue afín o traidor a sus planteamientos. Y (esto es cosecha mía), tal y como es la política actual se le considerará afín a una cosa u otra en función del fin que persiga quien esgrima cualquiera de sus argumentos.

              Una pena, habida cuenta de la inmensa talla intelectual de Unamuno. Un español que optó al premio Nobel de Literatura el único año que quedó desierto sin mediar una guerra. La causa, al parecer, fueron las presiones alemanas (el libro reproduce algún documento al respecto) pues Unamuno –con una clarividencia que ahora nadie duda- había calificado a Hitler de peligroso demente. 


lunes, 20 de septiembre de 2021

Sin plumas – Woody Allen

 


 

                Sin plumas, se titula el invento. Si el desplumado es el lector, alguno de los personajes o el propio autor, lo sabrá quien lea esta cosa.

                Sin plumas y, en esta ocasión, sin demasiada originalidad. O con excesiva, según se mire. Uno de los méritos y deméritos de Woody Allen es que jamás ha parado de trabajar, con lo que su producción es ingente, pero con frecuencia repetitiva. Es lo que sucede en esta «recopilación» que bien puede llamarse «refrito», donde el lector encuentra dos obras de teatro de un solo acto -que a mí se me han hecho pesadas- y un montón de cosas y cosillas inclasificables. Todas tienen en común un humor que más que basarse en el absurdo lo hace en el disparate, un humor buscado a base de traer a colación ideas que nada tienen que ver con el asunto central, y ya está; ideas e imágenes intencionadamente prosaicas en medio de un tema supuestamente trascendental. Apenas intenta uno elevarse a los temas trascendentales se le carga con el lastre de alguna estupidez terrena –cuanto más extravagante, mejor- para hacerlo regresar a la tierra con cara de tonto. Bien de vez en cuando; mal cuando el recurso se utiliza constantemente, como ocurre en este librito que solo puede publicar un autor consagrado, porque a cualquier novato que se pretendiera publicar un batiburrillo de sobras no habría editorial que no lo mandara al diablo; en cambio, a los famosos se aplica el mismo dicho que a los cerdos: de ellos se aprovecha todo, con plumas o desplumado.

                Allen, que en muchos puntos es genial y cuya autobiografía es un pedazo de libro que el año pasado recomendaba yo por aquí, exhibe en Sin plumas el humor que acabo de decir y que no sé si llamar «norteamericano», porque solo lo he visto usado por estadounidenses. La «gracia», además, no está en cómo de ingenioso es el disparate sino en cómo de estrambótica es la ocurrencia. Quizá los norteamericanos se rían mucho con ese tipo de cosas; a mí, en cambio, la primera vez me sorprende y las siguientes me producen la sensación de humor fallido.


jueves, 16 de septiembre de 2021

Bendita calamidad – Miguel Mena

 


 

                Publicada por primera vez en 1994 en Mira Editores, mi ejemplar es de la decimoquinta edición en Alba, lo cual da idea del modo en que ha perdurado esta novela breve escrita cuando en autor andaba en la treintena.

                La calidad literaria de Miguel Mena es indiscutible en obras como Alcohol de quemar. En Bendita calamidad se nota su juventud y que está dando sus primeros pasos literarios, porque la escritura es menos profunda, más informal, menos trabajada aunque con un lenguaje desenfadado y alegre, luego si por algo ha pervivido el libro es por la historia que narra y el tono: el divertido secuestro por error del obispo de Tarazona, la huida de secuestradores y secuestrado en una especie de «road movie» y la trama que se mezcla y acaba conduciendo al desenlace. En el fondo, es un planteamiento tan manido en el cine que no es extraño que la novela se transformara en película con facilidad, así que, ¿dónde está el mérito? ¿Cómo es posible que con un planteamiento más o menos tópico y con un modo de expresión aún lejos de las cotas que ha alcanzado posteriormente el autor, Bendita calamidad se sigua editando y leyendo? En mi opinión, la gracia de los diálogos, la naturalidad con que se expresan los personajes, dota de verosimilitud a una historia que no pretende ni puede ser realista. Ese es el gran mérito. Los cabreos y dudas de los secuestradores son una delicia, lo mismo que la mala sombra del obispo, un tipo listo que sabe meter cizaña y sacudir una y otra vez, con retranca y socarronería, en la línea de flotación de quienes pronto ha comprendido que son unos pobres diablos. Unamos a eso que la idea para dar fin a la huida es verdaderamente brillante, y el paseo que se da al lector por una zona poco conocida, pero de la que se dan detalles para descubrir lugares interesantísimos. El conjunto permite una lectura amena y rápida, donde se sonríe con frecuencia, y que deja el buen sabor de boca de las comedias trabajadas.

                El narrador, no imparcial, utiliza la ironía para situar al lector en la distancia correcta, de modo que resulta imposible, y se agradece, tomar la historia como algo distinto a lo que es: un divertimento en el que el lector se apresta a entretenerse con las peripecias de los protagonistas, y no a sufrir con ellas.

                Por último, no hay que perder de vista las numerosas collejas que se dan al oficio periodístico, en el que el autor ha destacado, aunque entonces todavía estaba empezando.



lunes, 13 de septiembre de 2021

Los amores difíciles – Italo Calvino

 

 

                Los amores difíciles no se cuentan entre las grandes obras de Calvino, lo cual no quiere decir que no merezca la pena leer este libro con un conjunto de relatos dividido en dos partes. La primera, titulada Los amores difíciles, contiene trece relatos breves donde los problemas en torno al establecimiento de la comunicación es lo esencial. La segunda, La vida difícil, contiene dos relatos que poco tienen que ver con los anteriores, aparte de implicar una «vida difícil» en convivencia; uno de ellos puede resultar particularmente asquerosete para algunas personas.

                La calidad salta a la vista por el rigor y eficacia con que se usa en lenguaje y la claridad de la exposición, sin titubeos, paja, ni saltos al vacío. Pero la intensa corrección formal no es lo que más llama la atención. La clave, aquello por lo que el lector recordará esta obra, es el nexo de unión entre los relatos: las dificultades de comunicación, la dificultad, a veces la imposibilidad, de tender puentes en el amor, bien para iniciar una relación, bien para mantenerla. En muchos de los relatos dos partes parecen dispuestas a encontrarse, pero son incapaces de hacerlo. Otras uno cree estar acercándose, pero equivoca el camino o, simplemente, la interpretación de la voluntad del otro. ¿Por qué? Eso es lo que el lector debe averiguar reflexionando sobre cada historia. A veces hay errores en la interpretación de las señales; a veces lo que falla son los tiempos; en otras parece existir una especie de «miedo o pereza de fondo» que hace dar un paso atrás en el momento clave, como si lo interesante no fuera llegar sino comprobar si uno es capaz de hacerlo.

                Una lectura para ratos perdidos que, aunque me ha gustado, seguramente lo hubiera hecho más de haber podido realizarla en momentos más favorables.



miércoles, 8 de septiembre de 2021

Ana Karenina – Liev N. Tostói

 



              Un clásico al año no hace daño, ni veinte, salvo que te caiga en el pie, porque las 1027 páginas de la edición de Austral de Ana Karenina pesan más de un kilo. Hecha esta, ejem, sabia observación para prevenir lesiones y accidentes, me queda el papelón, inconsciente que es uno, de intentar contar algo sobre un clásico entre los clásicos que yo simplemente he leído y disfrutado, pero no estudiado.

              El argumento es conocido: Una chica casadera de la buena sociedad, aunque con pocos posibles, Kitty, tiene un pretendiente, Levin, un joven culto y con veleidades intelectuales, pero algo raro, obsesionado con lo trascendente y apegado al terruño y a la tradición mucho más que a la vida urbana en sociedad. Pero Kitty se enamora de Vronsky, un oficial guapetón y bien posicionado, que no le hace ni caso porque cae rendido ante Ana Karenina, y Ana ante él. Para Kitty queda el soponcio del amor no correspondido. Para Levin, cuando se entera de las preferencias de su amada, queda soponcio y medio: el del amor no correspondido y el del orgullo herido, porque había llegado a declararse con el resultado de unas dolorosas calabazas. Para Ana y Vronsky queda el ser felices y comer perdices, con el problemilla, no menor, de que Ana está casada. A partir de aquí se cuenta la historia de los amantes, que terminan por dejarlo todo para vivir juntos en una sociedad que condena esa conducta, especialmente en el caso de la mujer, pero también se nos cuentan la historia de Levin y Kitty y la de un montón de secundarios.

              Dos historias que tienen un mismo objetivo: contrastar, porque si la de Ana es la historia de una mujer perdida, la de Kitty es la de una mujer ejemplar. Y es que Tolstói se posiciona moralmente, de ahí que Ana esté lejos de ser una heroína por más que le dedicara el título. Más bien Ana es lo contrario, y de ahí su trágico y simbólico final. Para Tolstói, Ana no es la víctima de una sociedad injusta y poco abierta a los nuevos aires de libertad del siglo XIX, que en Rusia llegaban algo retrasados, sino alguien que, dejándose arrastrar por ellos, ha trastocado un orden tradicional que, cuando no se le fuerza, funciona razonablemente bien en opinión de Tolstói. Ana es una enamorada del amor que, dejándose llevar por su egoísmo e ingenuidad, acaba viendo que el amor solo no funciona. Y Tolstói ofrece otra alternativa: no fuercen ustedes los ritmos sociales y culturales, y ya verán como el amor surge solo del mismo modo que tras la siembra llega la cosecha (y el paralelismo no es inocente: Tolstoi da mucha importancia al campo como inspiración para la razón, y en esta novela es evidente). Dicho todo esto, lo cierto es que con el paso del tiempo y el cambio de valores probablemente cada generación de lectores vea a Ana de una manera distinta y más comprensiva, hasta el punto de que ya hay quien ve en ella valores feministas que a Tolstói ni se le pasó por la cabeza plantear o defender. Ana, en la concepción del autor, es el ejemplo de lo que te pasa cuando haces lo que no debes y eres como no debes ser; en la actualidad, en cambio, Ana Karenina comienza a ser interpretada por unos pocos como una heroína que reafirmó sus convicciones y anhelos llevando la contraria a una sociedad que marginaba a la mujer. Una mártir de la causa. Es lo que tienen las grandes obras, que siempre están de actualidad porque siempre muestran la lucha entre intereses y pasiones.



              No hace mucho alguien se quejaba, no recuerdo dónde, de la costumbre de miles de autores de promocionar sus novelas proclamando lo fácil que resultará al eventual lector identificarse con los personajes. Vaya tontería, decía con razón ese alguien, porque, ¿quién desea que le cuenten su propia vida? ¿No es mejor conocer personajes completamente distintos que te permitan ampliar miras y conocer otras existencias y puntos de vista? Lo digo porque en Ana Karenina no se salva ni el gato: resulta complicado empatizar con alguno de los personajes, aunque sea sencillo sentir solidaridad ante casi todos ellos en momentos concretos, cuando se ven en apuros o son víctimas de su propia debilidad; pero todos tienen un punto irritante, algún defecto que en algunos casos va a más y en otros a menos a medida que avanzan las páginas, algo que hace nacer en el lector del deseo de darles un buen meneo al grito de «¡Espabila!».

              Ana, en su prisa por «vivir su vida», por vivir su «única vida», se deja llevar por la pasión sin importarle demasiado la suerte de los damnificados, incluyendo su propio hijo. La teoría de los «daños colaterales» tiene siglos. Un comportamiento con varios puntos de egoísmo que se acentúa a medida la realidad la va alejando de sus ensoñaciones; cuando alguien pretende volar propulsado por la pasión ciega, el aterrizaje en la prosaica realidad suele ser accidentado. Y como además la pasión dura menos que la realidad, los problemas aparecen y permanecen, y con ellos las dudas y los recelos, y con éstos lo peorcito del cada cual.

              Vronsky ofrece un perfil en parte opuesto: como Ana, se deja llevar por la pasión, aunque de inicio apenas sacrifica nada a ella; sin embargo, cuando la realidad se acaba imponiendo es capaz de adaptarse y aceptar los sacrificios derivados de su elección. Ana nunca llega a aceptar haber perdido la consideración social. Vronsky, que mantiene esa consideración porque hombres y mujeres no son tratados igual, sí asume, en cambio, las fuertes consecuencias para su posición social y su carrera.

              Levin, por su parte, es un agonías capaz de poner de los nervios al lector más paciente. Buen tipo, honesto, preocupado por los problemas morales, sociales y trascendentales, lleva una empanada endiablada entre un refrito de fisiocracia vs capitalismo, mezcla que a su vez intenta distanciar del comunismo; todo aderezado con lo poco que le deja dormir el asuntillo del «quién soy, de dónde vengo y a dónde voy», y con una suspicacia superlativa, unos celos enfermizos y una antológica capacidad para amargarse la vida en un instante con el vuelo de una mosca. No hay felicidad que le aguante cinco minutos, y todo se lo toma a la tremenda. Un tipo agotador.

              Kitty, mucho más sensata, tiene un perfil canónico. Es el modelo a seguir. Un espejo humilde, sí, pero ante el que salen espantadas todas las Kareninas del mundo. En consecuencia, es un personaje menos rico en matices porque, siguiendo el consejo aristotélico, no debe salirse del punto medio para alcanzar la virtud. Y, en general, es un punto medio absoluto: sensata, racional, amorosa pero no empalagosa y con una notable capacidad para controlar las emociones.

              Junto a los anteriores personajes encontramos al marido de Ana (un personaje rígido, pero, a su modo, noble; a medias generoso y miedoso, pero resuelto y tampoco tonto, alguien capaz de tragarse su orgullo mientras no se le atragante), a su hermano (un tipo afable, práctico y un poco viva la virgen) y a su cuñada (a su vez hermana de Kitty),  a los hermanos de Levin -dos hombres de caracteres, intereses y talante completamente opuestos- y a un montón de gente que sirve de apoyo para reflejar la personalidad de unos u otros.

              Un novelón impresionante, con capítulos cortos, que crea un mundo entero familiar y social, que constantemente desciende a detalles nimios que ayudan a definir a cada personaje, que cuenta una historia muy intensa emocionalmente, con numerosos momentos delicados cuyas consecuencias difieren notablemente en función de cómo se afronten. Un libro enriquecedor en el aspecto emocional porque el lector ha de ponerse en muchos pellejos y también, ahora, desde el punto de vista histórico, por la completa forma en que traslada el modo de vida de una época concreta. Un novelón, también, que me ha hecho dudar de por qué se titula como se titula, ya que Levin, personaje que al parecer mejor refleja a Tolstói, ocupa un papel tan central en la novela que la última parte es suya y hace pensar al lector que Ana Karenina tiene varios finales, en función de cuál sea el personaje al que el lector ha prestado su atención. Por quién se pronunció Tolstói, está claro. Pero la novela se titula Ana Karenina. Así que probablemente Tolstói pensó que los lectores decantarían su interés hacia ella. Si es así, acertó. Acaben como acaben, siempre llaman más la atención quienes se salen del camino, porque solo ellos pueden llegar a demostrar si el camino trillado tiene rutas alternativas.


domingo, 5 de septiembre de 2021

El Cuarto Mono – J. D. Barker

 


 

                Dicen que las portadas influyen. Es cierto. Tardé en leer esta novela, que tenía hace tiempo en casa, porque los micos la hacían más apestosa que «mona». En cambio, solo el despiste explica por qué he tardado algún dos o tres meses en reseñarla.

                El Cuarto Mono es una novela fabulosa para quienes disfrutan de las tramas interesantes y que captan la atención del lector. Esta lo consigue desde la primera página por lo original del planteamiento: El Cuarto Mono es un asesino en serie, con costumbres truculentas (antes de que aparezcan los cadáveres de sus víctimas siempre aparecen, en inmaculadas cajitas blancas, las orejas, la lengua y los ojos), y la policía, que andaba perdida, se topa con un regalo: un autobús atropella al criminal cuando iba a dejar una de las cajitas. Estupendo comienzo, ¿verdad? Y es que, claro, cuando uno anda con una oreja ajena en el bolsillo es fácil que se despiste y cruce la calle cuando no debe.

                El problema, para la policía, radica que en si alguien anda con semejante equipaje otra persona está secuestrada y desorejada, y si no la encuentran pronto tiene muchos puntos para diñarla. A localizar a esta víctima se dedica en cuerpo y no tanto en alma el policía de Chicago Sam Porter; digo lo del alma porque la tiene bastante chuchurrida tras la muerte violenta de su esposa.

                A medida que la novela avanza, con una estructura muy bien diseñada y con ese lenguaje de los buenos best sellers, sin florituras y al alcance de todos, pero usado con suma eficacia y profesionalidad, sin que nada en él chirríe, el lector se va enterando de muchas cosas. De lo que pasó con la esposa de Porter, de quiénes eran las víctimas del Cuarto Mono y por qué motivos la apiolaba, e incluso de cosas bastante más sorprendentes que no cito para no desvelar nada.

                Una historia con un principio magnífico y que no deja de crecer a medida que pasan las páginas, con un final movidito al estilo de las novelas de acción, al que solo se le pueden poner dos peros: que los agónicos finales con un bueno exhausto no se sabe si a punto de salvar a un inocente y capturar a un culpable o de caer y fenecer a manos de este, está demasiado manido en novelas y cine; y, en segundo lugar, que cuando me enteré de que es la primera de una trilogía me llevé un disgusto: al acabar la lectura iba a haber aclarado buena parte de mis dudas, pero no todas.

                Habrá que leer las dos siguientes.