Cuarta
novela centrada de Proteo Laurenti.
Hasta ahora quizá la mejor, aunque a costa de reducir las extravagancias de
Proteo, lo cual tampoco mengua demasiado el humor, ya que en alguna otra ocasión las ocurrencias del comisario
chirriaban demasiado.
Lo
que no cambia es el escenario, Trieste,
y la historia acumulada en esa tierra desde la Segunda Guerra Mundial. Viejos
casos que llevan treinta años sin resolver se acumulan en la mesa del vicequestore Laurenti; entretanto, un
misterioso motorista se ha visto envuelto en un altercado con unos caballeros
poco recomendables con ocasión del intercambio de una no menos misteriosa
mercancía que va a parar, por aquellas cosas de la vida, a una inmigrante
sordomuda que es explotada por una organización de mendicidad organizada; el
forense jubilado, Galbano, sigue haciendo de las suyas; Laurenti, que ahora
madruga para nadar, se encuentra con un asunto feo del cual parecen estar
ocupándose los servicios secretos; una agraciada joven, hija de emigrantes, llega desde Australia
para hacerse cargo de una herencia y despierta ciertos “amores” que terminan
como terminan; y por si esto fuera poco el “archienemigo” de Laurenti sigue vivito y coleando mientras la pobre sordomuda las pasa canutas. Si unimos
la agitada vida familiar de Proteo, la ensalada resultante es un libro con
muchos frentes abiertos, bastantes relacionados, pero de una enorme agilidad,
muy entretenido, y que atrapa pronto al lector.
Cosa
distinta es que en una sola novela se puedan cerrar tantas batallas, y
Heinichen no lo hace, como tampoco lo hace en las precedentes, aunque por no
fastidiarle a nadie el desenlace voy a callar qué es lo que queda abierto y lo
que no, lo cual no impide decir que lo que menos me ha gustado ha sido el
recurso al “archienemigo”, porque es algo demasiado facilón, demasiado visto,
porque una eterna cuenta pendiente a lo largo de los libros –y van cuatro- es
una opción más comercial que literaria, y porque mientras que otros personajes
son más normales, con sus luces y sus sombras, los “archienemigos” terminan
cayendo en el maniqueísmo, que quizá a muchos les guste, pero a mí me aburre.
Ciertos cambios se advierten en algunos personajes respecto a las novelas precedentes
(o quizá me falla la memoria, que también puede ser). Proteo se permite con su
secretaria ciertas alusiones a su aspecto y costumbres afectivas y sexuales que
en condiciones normales resultarían ofensivas de no mediar una relación de
estrecha confianza y responder a un peculiar sentido del humor entre ambos
personajes, pero este tipo de relación donde la confianza se manifiesta
provocando a modo de broma hay que imaginarla, porque el texto, tal cual está,
lo mismo puede dar lugar a esa interpretación como a otra mucho menos favorable
al comisario. Y en esta novela Proteo va un poco más allá que en las otras. Sgubin, su ayudante, aparece como mucho más tonto y
torpe de lo que recordaba, y como se va a ir destinado a otro sitio aparece
para sustituirlo una policía bajita y muy dada a la acción que habrá que ver si
sigue teniendo presencia más adelante o es solo un comodín para esta novela.
Galbano, quizá porque tiene más protagonismo, llega a parecer demasiado
cascarrabias y caprichoso. Por último, la fiscal croata con la que Proteo
mantiene un romance tiene una aparición testimonial y también más comercial que
literaria, porque me temo que su presencia más se debe al deseo del autor de
que todo lector conozca a fondo o no olvide el universo de Laurenti por lo que
pueda pasar en sucesivas entregas, que a las necesidades de La larga sombra de la muerte.
Por
lo demás, como he dicho, interés y acción en una novela bastante bien
estructurada, muy entretenida, donde las diferentes cuestiones evolucionan cada
una a su ritmo pero sin atropellarse ni rezagarse, de forma que el interés
crece con cada página.
Y
una última reflexión a título de
anécdota (creo que ya la he hecho otras veces, pero no me resisto a hacerlo de nuevo): habiendo
cuidado el autor, habitualmente con disimulo, ciertas técnicas de “escritura
comercial” para fidelizar al lector, resulta chocante ver la palabra “muerte”
en prácticamente todos los títulos, porque la empanada que cualquier hijo de
vecino se hace al tratar de recordar qué ha leído y qué no, qué ha comprado y qué no, es de órdago: A cada uno su propia muerte, Muerte en lista de espera, Los muertos del Carso y La larga sombra de la muerte son los
cuatro primeros títulos. La danza de la
muerte, que todavía no he leído, es el quinto y hay que irse al sexto para
sacar a los muertos del título. Más que una serie de novelas parece un cementerio,
y a quien no conoce al protagonista y duda si comprar alguna de las novelas, con títulos tan risueños le
debe resultar complicado imaginar su temperamento más bien alegre y socarrón.
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