En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

jueves, 29 de febrero de 2024

La playa de los ahogados – Domingo Villar

 


Dije en la reseña de Ojos de agua, la primera novela de Domingo Villar, también protagonizada por el inspector de la Policía Nacional Leo Caldas, que parecía una novela de prueba, de «a ver si puedo ser escritor», de «a ver si alguien me publica», y que usaba varios recursos e inspiraciones reconocibles y no especialmente originales. Dije también haber leído que La playa de los ahogados, segunda novela, había sido la confirmación de Villar como escritor, y ahora que la he leído no tengo ninguna duda: más allá del protagonista y su entorno personal y geográfico, nada tienen en común estas dos primeras obras. La playa de los ahogados está, literariamente, a un nivel muy superior, aunque no culminó la evolución de Domingo Villar, porque El último barco, que también he leído ya en el momento de escribir estas líneas y reseñaré pronto, es aún mejor que esta buenísima novela.

En una playa próxima a Vigo, la de Panxon, separada de otra playa similar al norte (la de otra pequeña localidad, Patos) por la estrecha franja de tierra que une la costa con el promontorio de Monteferro, aparece el cadáver de un pescador ahogado. La primera impresión apunta a un suicidio, pero… Pero hay algunas cosillas que aclarar, por si las moscas.

Así es como el inspector de policía Leo Caldas y su ayudante, el aragonés un tanto brutico Rafael Estévez, entran en un pormenorizado ir y venir en el que preguntando a unos y a otros intentan reconstruir los últimos pasos del muerto, sus relaciones y, sin pretenderlo (ellos, que no el autor) acaban alumbrando un magnífico retrato de esa zona de Galicia, de la dura profesión de pescador y de las otras a ella vinculadas.

A diferencia de lo que ocurre en Ojos de agua, el papel del efectismo y las casualidades queda muy al margen, y la novela toma el rumbo que se consolida en la tercera: investigaciones según el protocolo, minuciosas, detalladas hasta convertir al lector en la sombra de Caldas, de modo que personaje y lector conocen las cosas y sacan conclusiones al mismo tiempo. Nada que ver con los «héroes» novelescos tan dados a la intuición y a saltarse las normas. Pero que no suene aburrido: es todo lo contrario, porque junto a la información el lector comparte con los personajes la tensión por avanzar que se traduce en extenuantes jornadas de trabajo y en largas y satisfactorias horas de lectura.

      Me gusta que Domingo Villar no cuente cómo es su personaje, sino que deja que este se retrate. Por ejemplo, jamás se dice que no conduzca o no sepa conducir, o que se maree en coche, pero a lo largo de las novelas se hace tan evidente como cierto amor por la gastronomía local que tampoco se explica: se ve.  Agradezco mucho esta forma de escribir, que no toma por tonto al lector y que le facilita la inmersión en la novela, haciendo de él no un oyente del autor sino un testigo de la historia. 

¿Y qué más? Pues ocurre que, al husmear en la existencia del muerto, la investigación saca a relucir personas del pasado y, con ellas, algún «misterio» más que adopta la forma de obstáculo para la investigación o, dicho de otro modo, no siempre la policía encuentra a quien busca, y a veces al buscar una cosa acaba encontrando otras. A partir de aquí, la novela, de un modo firme pero tan sólido que el lector no se da cuenta, comienza a contar dos historias que en realidad son una, y que convergen en un final inteligente y al que solo le falta un pelín para estar totalmente bordado. El pelín lo suple, como en la primera novela, un recurso fácil: una confesión «emocional» que cualquier culpable real se hubiera ahorrado..

Una novela mucho más que buena, buenísima, alejada de la típica y tópica novela policial, donde el autor aprovecha un suceso no solo para crear una trama entretenida y enriquecedora, sino, sobre todo, para pintar un cuadro de una tierra, unos paisanos y unas profesiones en decadencia que forman parte de un mundo a punto de extinguirse. Merece la pena asomarse a estas páginas para admirarlo y conocerlo. Si a menudo se dice que la literatura es una forma de viajar, hacerlo con «viajes Domingo Villar» es una gran elección.




lunes, 26 de febrero de 2024

La masacre olvidada – Andrea Camilleri

 


El título haría más justicia a la realidad si fuera «Otra masacre olvidada» porque realmente son pocas las que recordamos e incluso, estos días podemos verlo, las hay que nos esforzamos en ignorar pese a la heroica insistencia de algunos en recordárnoslas.

La masacre olvidada es la tercera obra que Andrea Camilleri publicó en su vida. Fue en 1984. La primera que no es una novela. En mi opinión quiso emular a su admirado paisano, Leonardo Sciascia, sin conseguirlo.

Lo digo porque el método de Camilleri en esta obra recuerda al de Sciascia:  a partir de un hecho histórico al que se aportan una serie de datos obtenidos con cierto rigor, pero no con rigor científico, se elucubra sobre la razón de ser de las cosas. Pero, así como Sciascia se fijaba en razones más trascendentes y enraizadas con la historia o causantes de ella, Camilleri se limita a echar algo de luz en un suceso violento y dramático pero históricamente intrascendente, acaecido en 1848 en su localidad natal, Porto Empedocle, del que su abuela guardaba «memoria heredada». Esta memoria y el husmeo en varios registros le permiten centrarse en la muerte de 114 prisioneros en un torreón fortificado en la costa. Pese a que la sinopsis también alude a la ejecución de quince agricultores acusados de mafiosos y terratenientes en una localidad cercana, el grueso de esta poco gruesa obra se centra en lo primero.

Aunque sea muy loable el intento de Camilleri de que todos estos inocentes no caigan en el olvido (la obra concluye con la relación de los 114 muertos, incluyendo su edad y localidad de nacimiento), se trata de un empeño poco justificado, porque el término «masacre» induce a pensar en una carnicería voluntaria y hasta planificada; desde luego, nada en defensa propia; mientras que la masacre de este libro es propiciada primero por el despiste o la incompetencia y, segundo, con el modo entre desesperado y salvaje con que las personas podemos actuar en defensa de nuestro propio pellejo. El dilema moral no es el mismo cuando los autores de una masacre creen estar defendiendo su propia vida que cuando no es así.

En cualquier caso, se trata de un libro un tanto caótico, como si hubiera sido poco trabajado (sobre todo en comparación con otras obras de Camilleri) y en el que las pinceladas de humor, habida cuenta del tema tratado, no deja de ser humor negro. Si Camilleri no hubiera alcanzado la celebridad que alcanzó, este libro jamás hubiera sido traducido y publicado a estas alturas, sino que se hubiera quedado en aquella primera edición, hace cuarenta años, en la pequeña editorial local a la que Camilleri fue fiel.

Eso sí, en esta tercera obra queda patente ya, como en las dos primeras, una constante en la obra de Camilleri: la denuncia de la impunidad que proporciona el poder político y económico y el modo en que las culpas de los poderosos son pagadas, siempre, por los que están abajo. El pueblo, para el poderoso, siempre ha sido carne de cañón. Esta es, quizá una gran diferencia con Sciascia: mientras que Leonardo Sciascia tiene obras que demuestran cómo se manifiesta la historia, en un momento concreto, aplastando al infeliz, la conclusión de Camilleri es siempre la misma sea cual sea el momento histórico que trate; es eso lo que le importa, mucho más que cómo la gran historia afecta a las historias individuales. Sciascia trata de demostrar. Camilleri, de denunciar.


jueves, 22 de febrero de 2024

Los que no perdonan – Alan Le May

 


Hay personas que merece la pena conocer. Una de ellas es la culpable de que haya leído este magnífico libro. No esperaba nada, pero me llegó un paquete que, por la pinta, no podía ser sino un libro. Y al disponerme a abrirlo esperaba cualquiera menos este. ¿Por qué? Porque el western como género literario era completamente desconocido para mí. Solo, allá por el Paleolítico, había leído algunas novelas de bolsillo (literalmente de bolsillo) que para entonces ya eran viejas: Marcial Lafuente Estefanía, Francisco González Ledesma (Silver Kane) y algún otro. De ellas no recordaba más que el placer de la lectura.

Bueno, pues Los que no perdonan es un novelón colosal, con tintes de epopeya, que no creo que nadie se arrepienta de leer. Quizá, eso sí, a quienes tengan ya unos cuantos trienios en esto de andar por el mundo les resulte más sencillo imaginar cuanto describe, porque hay una generación de españoles (la mía) que creció viendo películas «del oeste» en la televisión: las había cada dos por tres. Era inevitable no verlas. También es probable, claro, que eso condicione la libertad de la imaginación.

En cualquier caso, para un chaval aquellas lejanas películas y novelitas eran más atractivas por lo que de acción tenían que por los aspectos emocionales o históricos. En cambio, ahora, al leer esta novela la importancia de las cosas se invierte. Más allá de los controvertidos y poco sensatos juicios del presente sobre el pasado, la colonización de una gran parte de Estados Unidos tuvo aspectos épicos (que no están reñidos ni con lo sangriento ni con lo truculento): nativos que luchaban por su supervivencia (y a veces también entre ellos) frente a inmigrantes tan empobrecidos y desesperados que, sin absolutamente nada que perder y azuzados por la ilusión de la prosperidad, estaban dispuestos a morir para defender la posibilidad de morir trabajando o para defender su pedazo de terruño.

Aunque lo de «terruño» es un decir, claro. Las fabulosas extensiones de aquel territorio (en concreto, esta novela transcurre el Texas, un lugar con planicies eternas que se pierden en el horizonte produciendo una sensación de soledad inmensa y, a mi modo de ver, enloquecedora) permitían una forma de explotación ganadera que nunca antes se había dado y nunca luego se volvió a dar: unas cuantas décadas singulares e irrepetibles en territorios tan amplios que no se llegaba a formar la sociedad ni, por supuesto, alcanzaban a controlar las autoridades. Un sálvese quien pueda.

La novela tiene el valor añadido de referirse a una época (1870) que fue vivida y sufrida por el abuelo de Alan Le May (1899-1964). De boca de quienes las vivieron, el autor debió de escuchar muchas historias intensas en su infancia y juventud.

La novela cuenta la historia de una familia de colonos dedicados a la ganadería. Una madre esforzada y sacrificada, tres hijos varones y la menor, una hija que, ella no lo sabe, fue rescatada y adoptada por vía de hecho. Se sospecha que pueda tener sangre india, lo cual es un doble problemón: los expone a la marginación ante los suyos, pues existe un racismo rampante basado en la disputa a muerte, literalmente, por los recursos, y a la ira y reivindicaciones sobre ella de los nativos, si llegan a considerarla una de ellos. Aparte, claro, del trauma que Raquel puede sufrir si se entera de que no es quien cree ser. El padre, una figura de referencia, falleció durante un traslado de ganado, al no poder vadear un río. Los hijos varones son todos muy jóvenes y con personalidades muy diferenciadas y acusadas. También tiene una personalidad muy definida Raquel, que ronda los 17 años pero que, a diferencia de sus hermanos, está sobreprotegida y relegada al trabajo doméstico en una casa que apenas es más que las cuatro paredes de una cueva cerrada. Entre ella y su hermano mayor, que ha asumido el rol del padre, existe una atracción que navega entre lo fraternal y lo incestuoso.

En el quinto pino vive otra familia de colonos con la que no les queda otros remedio que compartir intereses, que no afinidades. Una familia algo más torpe, con una madre con problemas de movilidad (ya verá el lector por qué) y un padre no mucho más pimpante, que apenas puede desplazarse si no es en carro. A falta de más población, la hija, a la que se concede mucha más libertad que a Raquel, parece predestinada a casarse con el hijo mayor de la familia protagonista, lo que la aboca a la rivalidad con su futura y joven cuñada.

Y a partir de aquí, con una gran prosa, concisa y elegante, y maravillosamente enmarcada en las costumbres recién forjadas y en los usos de tan singular forma de ganadería, la historia: ¿se sabrá el origen de Raquel? ¿Si se llega a conocer, cómo afectará a las relaciones de vecindad y con los indios? ¿Qué diablos pasará cuando unos y/u otros averigüen el pastel, y más teniendo en cuenta cómo se solucionan los problemas en ese entorno? La acción cabalga (permítaseme el verbo) entre esas dudas y las situaciones de tensión que acaban siendo causa o consecuencia de su resolución; situaciones, además, que implican una carga emocional enorme para el lector al poner en riesgo la vida de los personajes en un juego duro y hasta diabólico que combina todo lo que acabo de citar con los calendario de traslado de ganado y otras actividades de modo que… Bueno, quien quiera saberlo, que lea Los que no perdonan. Solo diré que tal y como es la historia, el título está más que justificado: perdonar cuando se vive tan al límite, a veces tiene más de estupidez que de generosidad.

El autor consigue recrear magistralmente la atmósfera de soledad y desvalimiento de una vida tan sacrificada y esforzada, el espíritu tenaz necesario para hacer de la adversidad un modo de vida del que sentirse orgulloso y, por supuesto, al final, la angustia, el terror y la sinrazón, y entre medio también la valentía y el coraje.

La novela fue llevada al cine por John Houston, que ya antes había llevado a las pantallas la obra más famosa de Alan Le May, The Searchers (cuyo título en España, fantástico, fue «Centauros del desierto»). Para quienes tenemos los trienios que antes mencionaba, leer Los que no perdonan es como ver una película del oeste como nunca antes lo habíamos hecho: metiéndonos en la acción como si estuviéramos dentro de la pantalla. Así podemos ensuciarnos con el polvo, sufrir la sed que provoca, analizar, reflexionar, ver, sentir y hasta oler todo lo que en el cine pasa desapercibido salvo para los estudiosos capaces de ver veinte veces la misma película hasta extraer todo su jugo.

Una gran novela muy bien editada por Valdemar.

        Llegado a este punto solo puedo terminar esta reseña de una manera: dando gracias a la amiga que me regaló Los que no perdonan. No debía haberme regalado nada, pero yo, a diferencia de los personajes y dadas las circunstancias, se lo perdono sin dudar.




martes, 20 de febrero de 2024

Bichos - Miguel Torga

 



Los libros de relatos son arriesgados, porque la independencia y las diferencias entre ellos con frecuencia afecta a la continuidad de la lectura. No ocurre esto con Bichos, una magnífica recopilación de catorce relatos del portugués Miguel Torga (1907-1995) que he leído sin darme cuenta, y que es muy diferente (más amena, con un registro completamente diferente pero también de gran calidad) a la otra obra suya que he reseñado aquí: Piedras labradas

          Publicado cuando Torga tenía solo 33 años, todos, o casi todos los relatos de Bichos tienen el común el protagonismo de algún «bicho». Alguno, como el sapo, está más cerca de la carga peyorativa del término que los animales domésticos o domesticados, pero es que quizá lo que haga de ellos más «bichos» que «animales» sea su humanización. Y es que el término «bicho» también tiene cierta carga cariñosa: los bichos, a diferencia de las alimañas, son inofensivos.

          Unos relatos casi parecen humorísticos; otros, poéticos; algunos, realistas… todos con un tono de fábula que deriva de la humanización señalada. 

          Merece la pena rodearse de «Bichos», con comillas.


jueves, 8 de febrero de 2024

Una historia ridícula - Luis Landero

 


¿Recuerdan ustedes el afectado lenguaje de Ceferino, el detective loco de Eduardo Mendoza, o el de Ignatius J. Reilly en «La conjura de los necios», o el de Lorencito Quesada, el protagonista de «Los misterios de Madrid», de Antonio Muñoz Molina, o, modestamente, el de Ajonio Trepileto en mis dos primeras novelas, si es que alguno de mis lectores alcanza a leer esta reseña?

Bien, pues Marcial, el indiscutible protagonista de Una historia ridícula forma parte de esa tradición de redichos incompetentes cuya elocuente verborrea es tan prodigiosa como su torpeza social y tan enrevesada como estrafalario el razonar el personaje.

Y es que Marcial, que nos narra en primera persona sus propias cuitas, desde la primera palabra hasta la última nos ofrece un relato que resulta divertidísimo y jocoso por dos motivos compartidos con las novelas que antes he citado. Primero, porque es el único que no se entera de lo tonto que es, cosa que sí advierte el resto de personajes y, por supuesto, el lector; y, segundo, porque intentan suplir sus carencias con un lenguaje tan trabajado que resulta ridículo, más aún cuando cree estar consiguiendo su propósito de guardar las apariencias sin ser así. El lenguaje, de esta forma, pasa a ser un recurso humorístico más. Y fundamental.

Marcial nos cuenta una historia de amor. Su historia de amor. Porque el pobrecico sufrió un fechazo/cañonazo/misilazo al cruzarse en su vida una chica «de familia bien» que le hizo tilín, tolón y ding dong a él, esforzado trabajador de un matadero que, gracias a su mundo e inteligencia, ejem, comprende y acepta no sin rebeldía que hay tareas más glamurosas que otras, y que a estos efectos no es lo mismo regentar una sala de arte que andar degollando gorrinos. Pero la aventura de Marcial y lo que nos hace reír de ella no es esa ambición de ser equiparado a los demás, porque a fin de cuentas la chica no lo rechaza ni por su origen, ni por su trabajo ni por su condición; al contrario, le da cancha y solo la alarman sus rarezas. La aventura de Marcial es consigo mismo, con el peculiar modo en que interpreta el mundo, con las vueltas y vueltas que dan en su cabeza los más insignificantes detalles en busca del automartirio que justifique sus infinitos complejos. Cada duda evoluciona a problema; cada problema a dilema; y cada dilema a una decisión absurda y expeditiva, porque si de algo quiere convencernos Marcial es de su marcialidad, de su firmeza de carácter, de la claridad de sus ideas… O sea, de todo aquello de lo que carece.

En esta historia de amor Marcial deja claro cómo es, y sus complejos quedan de manifiesto cuando quiere presentarse de otro modo para ser aceptado en la «selecta» sociedad de su amada. Pero la mona vestida de seda acaba haciendo monerías, y estas desembocan en un final inesperado, fortísimo en relación a lo narrado hasta entonces, e ingenioso.

La historia de Marcial, un idiota naufragado en su propia estupidez, es ridícula porque Marcial lo es, y porque el propio final es ridículo habida cuenta de la inocencia con que había discurrido todo. Lo que no es ridículo es leer esta estupenda novela de humor inteligentísimo, de la que termino destacando, porque me ha fascinado, el modo en que, sobre premisas lógicas y argumentos sólidos, Marcial llega a las disparatadas conclusiones que orientan su existencia, o, mejor dicho, que la desorientan hasta la perdición.




lunes, 5 de febrero de 2024

Un viejo que leía novelas de amor – Luis Sepúlveda

 


Una buena forma de hacer el ridículo es leer este libro, salir maravillado de su lectura, decirte que vaya suerte has tenido, que qué joya has descubierto y, en cuanto buscas algo más de información, comprender de golpe que eres un ignorante, pues Un viejo que leía novelas de amor no es un tesoro ignoto que has descubierto en una librería recóndita, sino una obra traducida a docenas de idiomas y a la que en algunos sitios se atribuyen cifras de ventas que se acercan a los 18 millones de ejemplares. Y yo, sin saber que existía. Madre mía... Así que bien podría comenzar esta reseña titulándola «El día en que descubrí la pólvora». En fin…

Luis Sepúlveda nació en Chile en 1949 y murió de COVID-19 en Asturias en 2020, a los setenta años, con la triste distinción de ser el primer paciente de esa enfermedad en Asturias y el segundo chileno en dar positivo. Mucho antes, en 1988, antes de cumplir los cuarenta, había publicado esta novela.

El viejo del título, antes de serlo, había sido joven. Y se había casado. Ciertas circunstancias lo habían forzado a emigrar a una localidad (de algún modo hay que llamar al lugar) en la amazonia ecuatorial, un sitio infernal cuyo nombre, llamado a amparar las promesas gubernamentales, parece una broma: «El Idilio». Una zona selvática a la que solo se puede acceder por vía fluvial y no en todas las estaciones del año.

Algo que define el carácter del personaje, además de su conformismo, es que, aunque apenas sabe leer, es muy aficionado a las novelas de amor que cada muchos meses le trae un dentista cuyos métodos en aquellos andurriales, qué remedio, se parecen mucho a los de un matarife. La afición del viejo a la lectura no es inocente: a través de ella revive las historias de amor que pudieron ser y no fueron. O, mejor dicho, la historia, en singular. Su historia.

Siempre con una mano delante y otra detrás, porque las promesas de los gobiernos solo tuvieron el efecto de abandonar a su suerte a unos cuantos desarrapados, el protagonista, Antonio José Bolívar Proaño, tiene la ocasión (sin dejar de vivir entregado a sus recuerdos) de convivir e integrarse con los indígenas, de quienes aprende a respetar la naturaleza y a convivir con ella.

No pueden decir lo mismo quienes hacen «prosperar» el pueblo haciéndolo pasar de cuatro casetos desperdigados a unos cuantos más: gente venida de otras latitudes, especialmente norteamericanos, cegados por la soberbia de su origen «superior» respecto a esos pobres desgraciados y, sobre todo, confiados en la fuerza de su codicia y de sus armas. En este bando hay que meter al «alcalde» del lugar (también de alguna forma hay que llamarlo). ¿Y qué es lo que sucede? Como puede suponerse por lo que acabo de decir, lo que ocurre es que la soberbia desafía a la naturaleza, y como la soberbia está reñida con la inteligencia, el resultado es desastroso. La naturaleza es cruel pero, a diferencia del ser humano, no gratuitamente, y el pecado de la crueldad gratuita no lo perdona.

Y ahí está Antonio, sin armas distintas a su capacidad de observación y a su comprensión de la selva, de sus habitantes, de los animales y hasta de las plantas, para demostrar que es más fácil y probable que el mundo te coma a ti que viceversa, y que es posible vivir una vida razonablemente satisfactoria y en paz si no tienes otra ambición que comprender el mundo para ser parte de él sin cambiarlo.

Un temprano, breve y poético alegato en defensa de la paz, del planeta y de cuál debe ubicación del ser humano en el mismo. Una gran lectura de pocas páginas.


jueves, 1 de febrero de 2024

Tres enigmas para la organización – Eduardo Mendoza

 


El cultureta tipo, da igual si crítico, escritor o lector, opina que Eduardo Mendoza es un gran autor gracias a sus obras «serias». Fundamentalmente, «La verdad sobre el caso Savolta» y «La ciudad de los prodigios». En cambio, Eduardo Mendoza se ve a sí mismo como un escritor de humor y no como un escritor «serio», o así se desprende de su discurso de aceptación del Premio Cervantes, cuando dijo: «Quiero pensar que al premiarme a mí, el jurado ha querido premiar este género, el del humor, que ha dado nombres tan ilustres a la literatura española, pero que a menudo y de un modo tácito se considera un género menor. Yo no lo veo así. Y aunque fuera un género menor, igualmente habría que buscar y reconocer en él la excelencia.»

Comienzo así esta reseña porque, como Mendoza, no creo que pueda considerarse menor un género que ha alumbrado el Quijote o ha hecho inmortal a Quevedo y, sobre todo, porque al ser Tres enigmas para la Organización una novela de humor, me temo que no serán pocos los que, con el argumento de la falta de «seriedad», minusvaloren sus méritos.

El humor de Tres enigmas para la Organización se apoya no solo en los tres misterios a que alude el título, que se las traen, sino en tres patas: la caricatura, el absurdo y el contraste.

La Organización que protagoniza la novela a través de sus miembros es una parodia, o una caricatura, de un servicio secreto: un organismillo escuálido, moribundo y nadapoderoso, con un presupuesto chuchurrido hasta dejar en el olvido lo simbólico, creado hace décadas e inmediatamente olvidado, que ha pervivido porque no molesta a nadie, por lo que su premisa básica es seguir así, sin molestar para poder cobrar cuatro cuartos a fin de mes, pero haciendo algo para justificar su existencia ante sí mismos y, por supuesto, dándose aires de importancia por razones que más tienen que ver con la autoestima que con la soberbia. Claro que dártelas de importante y misterioso e ir tomando mil precauciones para que no se descubra tu actividad de espía cuando no le importas una higa a nadie ni tienes nada que espiar, es el primer paso del ridículo que rodea a la Organización e impregna toda la novela. ¿Cómo justifica su existencia un ente así de olvidado, pequeñajo y agónico, habiendo tantos cuerpos y fuerzas de seguridad, incluidos los servicios secretos, con miles de efectivos y montones de recursos? Con una idea absurda que nadie le pide: la Organización se autojustifica buscando conexiones entre hechos inconexos y que, para colmo, en nada afectan a la seguridad el Estado. Si no las encuentran –como es lógico- es que los demás cuerpos y fuerzas de seguridad están actuando correctamente y el Estado y la democracia están a salvo; si (milagrosamente) las encuentran, entonces habrán alcanzado la gloria. Digamos que, a su modo, supervisan.

Lo que supone el lector es, lógicamente, que esas conexiones solo pueden llegar a existir por casualidades más improbables que acertar un euromillón. Que además esa interconexión tenga algo que ver con la seguridad del Estado tiene idénticas posibilidades. Es decir, un despropósito. Un organismo llamado a investigar estupideces al azar. Los tres enigmas cuya relación pretende averiguar el jefe del tinglado tienen la siguiente enjundia: en un hotel de mala muerte en las Ramblas ha aparecido un tipejo ahorcado; en el puerto de Barcelona ha atracado un yate de superlujo, el dueño ha desembarcado y no han vuelto a verle el pelo; una marca de conservas de pescado es la única que no ha subido los precios en un determinado plazo. Si con estos alarmantes peligros para la supervivencia del Estado la Organización entra sin disimulo en la parodia o la caricatura, sus problemas operativos permiten dar entrada en la novela al absurdo.

El protagonismo de la historia, que transcurre en Barcelona con algún escarceo en un sitio tan exótico como Palamós, es compartido por los miembros de la Organización, los investigados y un taxista que da mucho juego. El elenco de personajes es variado y, por tanto, es una novela coral. Muchos  recuerdan a otros del mismo autor: el jefe, buena persona, preso de la inutilidad de su trabajo, de la falta de presupuesto y ansioso de ver reconocido su rango (no otra satisfacción obtiene del trabajo), intenta darse fuste con buenas palabras y vistiendo la realidad con pomposos eufemismos y decisiones más grandilocuentes que efectivas, como alguno de los personajes de «La aventura del tocador de señoras». Otros, como «el nuevo» son de una espartana fidelidad a sus planteamientos, hasta el punto de que su rectitud les imposibilita sortear los obstáculos, que solo pueden superar pasando por encima y descrismándose, por abajo (y chafándose) o a través de ellos (y moliéndose); el taxista es el típico tipo que va a su bola y juega la baza del egoísmo o la generosidad al hilo de su curiosidad; y hay unos cuantos hombres más, cada uno obsesionado o definido por un rasgo chocante; en cuanto a las damas que pueblan las páginas, responden típico perfil mendociano: guapas, atractivas, con un pie en la ingenuidad y otro en la agudeza; unas con firmes convicciones –para excusar su incapacidad afectiva- que no dudan en torcer en cuanto pueden poner a prueba la flaqueza de su carne (lo cual justifican con discursos profundos, redichos y elaborados) y otras, al contrario, pelanduscas que con discursos reflejos buscan redimirse hacia una vida de decoro y castidad. En resumen, Mendoza.

En cuanto a las tres patas del humor, la primera, la paródica o caricaturesca, se apoya en todo lo que acabo de decir de la Organización, en el perfil de los personajes, distintos entre sí, pero todos extravagantes y contundentes, y en ciertas situaciones cómicas, como que un agente secreto actúe bajo la tutela de su esposa, o que otra James Bond deba subordinar las misiones al cuidado a su madre, o… Una historia «moertadelofilemoniana» que se ríe de la novela negra y de las de espías.

La segunda pata, el absurdo, lo encontramos a cada paso y, lógicamente, siempre sin venir a cuento (para eso es absurdo) más que, como mucho, al hilo de ciertos juegos de palabras o situaciones equívocas. Desde el argumento a numerosas escenas y detalles el absurdo asalta al lector de modo intermitente. La falta de continuidad produce cierto efecto sorpresa cuando el absurdo llega, y hace necesarias unas cuantas páginas para calar el estilo del libro.

Y la tercera pata que he mencionado son los contrastes, entre los que incluyo el disparate. En un entorno «normal» de pronto aparecen personas o entes de nombres disparatados, o en un discurso solemne irrumpe lo más doméstico, personal y prosaico, o la detallada descripción de un entorno misterioso incluye, de sopetón, un inútil y estrambótico pormenor.

Pero lo que caracteriza el humor de Mendoza en este libro y lo vincula a otras de sus obras de humor son dos cosas más importantes: la primera, que los protagonistas son todos unos perdedores; unos pobres diablos que si no dieran risa darían pena. Imposible no solidarizarse con todos. Hasta con los malos, si los hubiera, porque cuando todos parecen un poco tontos o ingenuos la maldad se diluye. La segunda, que al igual que sucede con el detective loco o con Horacio Dos, la mayoría de estos personajes tratan de engañarse a sí mismos, al resto de personajes y al lector dándose una pompa (apoyada en el lenguaje) y una importancia de la que carecen tan manifiestamente que sus esfuerzos por hacer ver que llueve cuando el mundo se les está meando encima inspiran ternura.

Por lo demás, la maestría de Mendoza es tal que lo desquiciado de la trama, el lenguaje y los diálogos entran tan fácilmente en la mollera del lector que se diría que el texto está lubricado. Y lubricado está por la pericia con que consigue siempre un lenguaje musical en los diálogos, eficaz fuera de ellos y siempre variado y rico en términos poco usados que apuntalan el humor con su sonoridad. ¿Y qué decir del modo en que consigue que los tres enigmas sean solo uno? Es un tanto confuso, pero es que es un juego de prestidigitación literaria.

La única pega, por ponerle alguna, es que los anuncios de la faja y de la sinopsis de una nueva novela de humor de Mendoza hace que uno comience a leer buscando el humor que ya conoce, pero esta novela es diferente: una mezcla entre la desconcertante trilogía de «Las tres leyes del movimiento», la saga del detective loco (Ceferino) e incluso ciertos golpes que recuerdan a Sin noticias de Gurb.

En resumen: una obra diferente a las anteriores, pero que tampoco aporta nada nuevo porque mezcla recursos de varias de ellas. Si esta poción es un nuevo registro del autor, yo diría que sí. O que más o menos. Otros dirán que no. Pero todos querrían, digan lo que digan, escribir como Mendoza.