En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

miércoles, 27 de septiembre de 2023

Vivir deprisa - Brigitte Giraud

 


 

                Quienes han sufrido o vivido de cerca ciertos tipos de accidentes o situaciones inesperadas y traumáticas es frecuente que no dejen de preguntarse por el cúmulo de casualidades que los condujo a la desgracia: haber estado en un determinado  y mínimo lugar tan solo un segundo antes o después hubiera cambiado todo. Incluso la muerte por la vida.

                Y son tantas las cosas que de las que puede depender ese segundo… Cualquier minucia que ni siquiera tiene por qué afectarnos directamente: basta con que le afecte a cualquiera de esos desconocidos que al cruzarse con nosotros nos hacen acelerar o aminorar el paso durante un instante. Si algo los hubiera retenido lo justo para no interferir… Una llamada, una duda, una mirada a un gorrión picoteando migajas de pan...

                Si lo pensáis, las circunstancias que podrían haber evitado ese segundo fatídico son infinitas. Siempre hay infinitas oportunidades para salvarse, y, sin embargo…

                Unos lo llaman «destino» otros dicen que lo ocurrido «estaba de Dios» y otros nos quedamos sumidos en el estupor. Pero antes o después, quien más y quien menos piensa que el instante trágico fue resultado de la concatenación de tantos detalles ínfimos que nadie hubiera podido prever, controlar, advertir, prevenir… Hay que asegurarse, porque la conciencia lo exige, porque la sensación de culpa nos atenaza ante la certeza de que cualquier cosa pudo haberlo cambiado todo. En defensa propia hay que investigar el azar hasta rendirnos ante él. Y si no es así…

                Y si no es así te sucede lo que a Brigitte Giraud, que en este libro autobiográfico, ganador del Premio Goncourt, expone la infinita secuencia de los «y si…» que pasaron por su cabeza al perder a su pareja en un accidente de moto. Un libro que consigue a la vez tres cosas maravillosas (para el lector, claro): por una parte, reconstruir con un detalle mayúsculo una determinada jornada junto con todos los antecedentes que llevaron a ella y permiten entenderla; en segundo lugar, dotar de una profunda significación a todos y cada uno de los minúsculos hechos de la vida (quizá en eso consista vivir deprisa, en ser consciente de la potencial importancia que todos nuestros actos tienen para nosotros y para el resto de mortales) de modo que el lector no deja de cavilar acerca de cómo puede influir en cualquier vida, propia o ajena, el gesto más nimio; y, en tercer lugar, la autora logra transmitir su intensa sensación de desorientación, de la incomprensión que sigue a un drama cuya existencia o no pudo depender de un estornudo, de una tos, de que un coche se detenga delante de ti en un semáforo, de…

                Hay que vivir deprisa, porque nada es controlable y todo puede poner fin a la existencia en cualquier momento. Vivimos deprisa, aunque no queramos ni lo sepamos, por ese mismo motivo.

                La lectura hace honor al título: esta obra se lee deprisa, porque es clara e interesante, con el único «pero» de que algún detalle anticipado el lector no sabe muy bien dónde situarlo hasta que el día de autos, si puede llamarse así, acaba de coger forma, pero se puede perdonar esa leve sensación de confusión con la posterior satisfacción de ver las piezas encajar.

                Vivir deprisa deja al lector anonadado: tienes la sensación de que si mueves un dedo vas a desencadenar una hecatombe; y de que, si no lo mueves, también; con lo que al final, al terminar la lectura, vuelves a tu realidad encomendándote a todos los dioses porque no te fías de ir a estar en este mundo dentro de cinco años, ni de cinco días, ni de cinco segundos. A fin de cuenta, son los que dominan el destino, que más valdría llamar azar. O caos.

                Un gran libro. Breve. Rápido. Y muy bien editado, como todos los de Contraseña, en cuyo catálogo es complicado, quizá imposible, encontrar algo que no merezca la pena.


lunes, 18 de septiembre de 2023

No te veré morir – Antonio Muñoz Molina

 


Hablando de amores, ¿quién no ha adoptado alguna vez decisiones cruciales, puntos de inflexión que a la vez son apuesta y renuncia?

O, dicho de otro modo, en el laberinto de la vida no hacemos más que elegir un camino en cada encrucijada. Así pasan los años y, cuando ya estamos lejos de todas partes menos del final del camino, seguro que no son pocos quienes rememoran las emociones que no vivieron y hacen balance del viaje, de si eligieron o no la mejor ruta. 

Y es que no es extraño tener más memoria de lo no vivido que de lo vivido. Lo que pudo ser y no fue tiene el atractivo del vértigo, y a su llamada algunas personas responden viviéndolo en sus fantasías o, en algún caso, cuando no han sido capaces de desprenderse de sus obsesiones, hasta en sus sueños.

Es el caso del protagonista de esta historia, un español que, en 1967, con veintimuchos años, se largó de España a Estados Unidos, tras haber estudiado en el extranjero merced al intenso sacrificio de un padre volcado en librar a su hijo de las estrecheces intelectuales y de la enloquecida y pavorosa arbitrariedad de la dictadura. Gabriel Aristu, que así se llama el personaje, al marcharse deja atrás al amor de su vida, Adriana Zuber; un amor pintoresco, pues ella, más o menos de su misma edad, en el momento de la despedida ya se había casado con otro. Entre ambos existía amor profundo que ambos conocían sin que ninguno lo hubiera manifestado, quizá porque entre ellos había faltado decisión y sobrado precaución, o porque quizá el respeto al silencio del otro se había confundido con el temor. Sin embargo, el día de la despedida había quedado claro lo que cada uno habría representado y representaba para el otro.

Aunque ese día también queda clara otra cosa: Gabriel se va y Adriana se queda.

Tras una vida exitosa en lo profesional y se diría que también que en lo personal, cuarenta y siete años después (lo que sitúa la acción en 2014) y a los protagonistas en torno a los setenta y cinco años, Gabriel regresa a Madrid para volver a encontrarse con Adriana. No descubro nada porque ya lo avisa la sinopsis.

¿Por qué? ¿Para qué? ¿Con qué consecuencias?

Lo sabrá quien lea esta historia contada desde diferentes ópticas, porque junto al narrador también otros personajes se dirigen al lector, como un torpe profesor de arte español en Estados Unidos con un pie en la sensación de fracaso y otro en la de desarraigo, quien, sin darse cuenta, nos ofrece una perspectiva privilegiada para contemplar el paisaje. Este juego permite examinar a Gabriel Aristu de arriba abajo y del derecho y del revés. No ocurre lo mismo con Adriana, a quien durante buena parte de la novela el lector ve a través de los recuerdos de Aristu y, solo al final, a través de sus propios actos en el presente.

Qué le ocurre en la novela a los personajes es lo de menos. Lo relevante son sus emociones, que tienen mucho más que ver con su sentimiento de individualidad que de pareja, porque si algo queda claro al final de esta obra es que por más «nosotros» que tengamos en la vida siempre subsiste cada uno de los «yos».

Es así como sabemos que unos pueden haber dejado pasar buena parte de su existencia eludiendo la pregunta de qué vida están viviendo; preguntándose después si han vivido una vida ficticia; o, más adelante, si han podido vivir otra; o, incluso, si han vivido la vida que debían y podían y por no darse cuenta no han sabido disfrutarla. 

Reflexionamos también sobre la importancia de quién toma las decisiones. Quien decide marcharse siempre tuvo la ocasión de no haberlo hecho, y sus sentimientos y sensaciones poco o nada tienen que ver con los de quien solo pudo soportar esa decisión. Mientras que el primero cambió de vida para buscar la que quiso, el otro la cambió para buscar la que pudo. Las decisiones unilaterales rompen el equilibrio: no es lo mismo tener la iniciativa que padecerla, y los roles cambian. Y también los rumbos y, por tanto, las rutas de regreso, si es que las hay. Cuando años después el recuerdo la antigua relación amorosa (o el "recuerdo" de lo que pudo ser y no fue) llama a alguno de los dos al reencuentro para intentar entender algo de la propia vida, es imposible sortear el momento y las razones que cambiaron la condición de amantes por la de «agresor» y «agredido».

Pero si no pensáramos más, nos quedaríamos cortos: los reencuentros entre viejos amantes no solo viven de los días de vino y rosas y de los agravios y desencuentros del pasado. También influye el presente. Y lo hace poderosamente, porque conforme pasan los años las personas se vuelven más pragmáticas, en cierto modo también más egoístas y, sobre todo, o tienen más prisa o no tienen ninguna.

A cierta edad, la cita con la muerte, próxima, ineludible y ya visible en el horizonte, provoca en cada cual el deseo de ir saldando cuentas (que no ajustándolas) para poder quedar en paz consigo mismo: disminuye el deseo y las fuerzas para hacer o recibir «préstamos» que ya no habrá tiempo u ocasión de devolver; aumenta el de devolver lo que debes y, si en algo te es útil, desaparece todo escrúpulo para cobrarte lo que te deben. Hablo, claro, de afectos, desafectos e instrumentalizaciones.

Al final de la novela Adriana, con una única frase, cambia por completo la visión de la historia, y ante el lector queda claro, diáfano, todo lo que pasó y pasa por la mente de esta mujer, y cuál es la relación que de verdad existe y existió entre los dos antiguos amantes. Y, por tanto, quién pasó la vida sabiendo dónde vivía y quién no, si es que alguno lo supo.

Una frase, además, que justifica el título.

Una gran y breve novela que, como toda buena literatura, es mucho más interesante y profunda por lo que hace pensar que por lo que literalmente cuenta.


jueves, 14 de septiembre de 2023

Lores y damas – Terry Pratchett

 



Creo que fue en Brujas de viaje donde Magrat Ajostiernos, la joven bruja más cercana a la medicina que a la magia, acabó a las puertas de ser feliz y comer perdiz junto a Verence, un bufón devenido rey.

Lores y damas cuenta cómo intentaron ser felices y comer perdices. En concreto, la acción se produce en los días previos a la boda, la cual, como todo enlace real, debe ser un bodorrio por todo lo alto incluso en un país tan diminuto como el que sirve de escenario a la novela.

Este planteamiento bastaría a un autor como Pratchett para parodiar las novelas románticas, pero Pratchett complicó aún más la cosa con la presencia de elfos irresponsablemente traídos desde su dimensión por otra joven bruja con ínfulas de ser la única (un personaje clave, pero prácticamente abandonado por el autor), lo que fuerza la intervención de las otras dos brujas ya conocidas por los asiduos del Mundodisco: Yaya Ceravieja y Tata Ogg, cuyos jabalinescos encantos hacen tilín en algunas personas (o seres parecidos): el mismísimo archicanciller de la Universidad Invisible y un enano, infatigable don Juan con más entusiasmo que resultados. Todo lo cual refuerza los elementos a disposición de la parodia romántica.

Ocurre, sin embargo, que parte de esta parodia (creo que no muy bien hilada) necesariamente se disuelve en la lucha por librar de los elfos al renacuajo reino, la cual, además, se complica por la división entre las brujas y los soponcios que se llevan. Un modo de apelar al corazoncito del lector ya encariñado con ellas.

El resultado es divertido, pero un poco confuso. Esta novela, a mi juicio, está un pelín por debajo de otras de la saga, y estoy convencido de que al bodorrio real se le podía haber sacado bastante más jugo como elemento nuclear del argumento que como marco de la acción.

Una novela más de la saga, a cierta distancia de las mejores.


lunes, 11 de septiembre de 2023

Puro glamour – Aloma Rodríguez

 



Dice la autora, en los agradecimientos, que pretendía que este libro fuera como comer pipas: empezar y no parar. Lo ha conseguido. Las ciento cuarenta páginas de Puro glamour se leen rápido porque el lector siempre quiere una anécdota más de las que, encadenadas, van formando ante sus ojos la vida de una joven pareja y sus tres hijos.

     También confiesa Aloma Rodríguez que el libro comenzó no siendo tal, sino una serie publicada en la web de Letras libres, lo cual explica su agilidad y, también, alguna transición que parece cambiar inopinadamente de rumbo. A pesar de ser deudora de ese origen fragmentario, esta narración en forma de secuencia de escenas consigue recrear con toda naturalidad el mundo de la protagonista.

El título es el primer signo de humor, y de ahí la fotografía que ilustra esta reseña, ya que el glamour de esta historia es todo el que pueda tener la madre de tres churumbeles que no tiene tiempo para nada y va de acá para allá como una bola de pinball, y con su misma voluntad; persiguiendo tareas, sorteando otras, improvisando al hilo de las tribulaciones infantiles…. Puro glamour, sí, a condición de que se entienda por tal estar siempre más cerca del bocadillo de chorizo en la cocina que de la evolución de la nouvelle couisine. Una dama, además, algo despistada, torpe para bastantes cosas, como la conducción, más obligada a mirar el bolsillo de lo que le gustaría, inmersa en el trance de cambiar de ciudad, sumida en la tortura de comprar un piso siempre caro y demasiado pequeño, y rodeada del padre de sus hijos y de un montón de familiares más, cada uno de los cuales parece tocar su propia melodía, aunque al final el conjunto suene armónico.

La historia es la del tiempo inmediatamente posterior al desembarco en Zaragoza tras casi una década en Madrid, y resulta inteligente por cómo la narradora se ríe de sí misma, de sus limitaciones y de todo lo que le sale al revés o distinto a lo imaginado. Si algo hay que buscar en este libro es ese humor que permite lidiar con una cotidianeidad tan alejada del puro glamour que solo pensar en ese término ya resulta irónico. La facultad de vernos a nosotros mismos desde fuera y sonreír en lugar de echarnos a correr es una grandísima muestra de inteligencia.

Lectura rápida, ágil, divertida, que no busca más que hacer pasar un rato divertido riéndose de uno mismo (¿quién no se reconoce en multitud de las peripecias de los personajes?) y con un único problema: dura poco. Cuando terminas, echas de menos a esta familia que, siendo normal, parece un poco loca. Al terminar, quieres más pipas.




jueves, 7 de septiembre de 2023

Un caballero en Moscú – Amor Towles

 



Llegué a esta lectura arrastrado por tal catarata de recomendaciones que estoy seguro de que buena parte del éxito de este libro se debe al boca a boca. Lo merece, porque Un caballero es Moscú es una historia original, bella, narrada de modo claro y conciso, con un tono que juguetea mezclando melancolía y lejana esperanza, y con un ritmo constante, sin altibajos, hasta unas últimas páginas, donde el desenlace (también hermoso y más o menos inesperado) exige una notable aceleración.

El conde Rostov es, a comienzos de la historia, en 1922, un joven aristócrata, culto, sibarita y bon vivant, y todo un caballero fiel a sus valores, a la verdad, al respeto y a la educación más exquisita. Y siempre bienintencionado. Es un hombre que ha recorrido mundo y al que la revolución de 1917 sorprendió en París, aunque acabó regresando a Rusia. Allí fue detenido y hubiera sido ejecutado por el delito de ser aristócrata de no ser porque, años antes, hacía firmado un poema en el que vagamente se hacía un llamamiento a la rebelión. El poemita le salva el pellejo; gracias a él la condena no es a muerte sino a arresto domiciliario perpetuo. Claro que su domicilio es el Hotel Metropol, un famoso hotel de lujo casi enfrente del Teatro Bolshoi, a tiro de piedra del Kremlin, de la Plaza Roja y de la catedral de San Basilio.

No descubro nada. Todo esto lo sabe el lector en las primeras páginas.

Hotel Metropol, en el centro de Moscú. La cárcel del conde Rostov.

Y, a partir de aquí, la novela. La adaptación del protagonista al arresto, a las limitaciones, a la escasez de recursos, al radical cambio de vida. En este proceso el conde enseguida se hace con el cariño del lector. ¿Por qué? A ver cómo lo explico.

Hace ya décadas los productores William Hanna y Joseph Barbera crearon dos series de dibujos animados muy parecidas: los Picapiedra y los Supersónicos. Ambas se emitían a la vez, en las mismas franjas horarias, iban dirigidas al mismo público, las dos giraban en torno a un matrimonio con dos hijos –niño y niña- y una pareja de amigos; incluso los personajes de las dos series compartían estética. Ambas familias se enfrentaban a situaciones y problemas parecidos. La primera serie ocurría en la prehistoria y la segunda en un futuro de ciencia ficción. Todo era igual entre ellas, salvo esta última diferencia. Sin embargo, los Picapiedra fueron un éxito rotundo y los Supersónicos un fracaso. ¿Por qué? Parecía inexplicable, hasta que alguien llegó a la conclusión de que los Picapiedra caían mucho mejor porque con muchos menos recursos que los espectadores de la segunda mitad del siglo XX, hacían lo mismo que ellos; en cambio, los Supersónicos, con muchísimos más medios tecnológicos que en aquel presente, no eran capaces de hacer más de lo que hacía el público que los veía.

Bueno, pues por eso mismo cae tan maravillosamente bien el conde Rostov, el caballero en Moscú, porque aislado en un hotel y desterrado de su suite, solo, sin medios, sin apoyos, sin nada que hacer en todo el día más que dejar pasar las horas, se las apaña para, de un humor unas veces meritoriamente sostenido y otras sinceramente excelente, seguir siendo la persona culta, amante del arte, sibarita, refinado, educado y presumido que había sido cuando en lugar de ser un preso era un aristócrata. Rostov siempre consigue ser él mismo, incluso cuando las circunstancias son las más propicias para hundirlo. 

      Esa fidelidad a su propia personalidad queda reflejada en el modo en que trata algunos objetos: la mesa que heredó de su padre, el ejemplar de Ana Karenina, el manuscrito de uno de sus amigos… Rostov siempre es Rostov incluso cuando el mundo en el que se desarrolló su personalidad ha desaparecido. Y el autor nos hace cómplices de ello llamándolo conde no solo por boca de los personajes sino también del propio narrador hasta el final de la historia, pese a que los títulos nobiliarios habían dejado de existir en Rusia ya antes del momento en que transcurre la primera línea.

Y en el hotel el conde encuentra amistad –Un caballero en Moscú es también una gran novela sobre la amistad-, relaciones sociales y hasta sexo y, sobre todo, el refugio en dos personas tan desamparadas como él: dos niñas pequeñas. Pero que conste que, si el desamparo los une, el conde en ningún momento está dispuesto a darle la más mínima ocasión de triunfar. Entre los amigos, el maitre, el chef, el barman… porque es difícil desempeñar esos oficios en un lugar tan selecto como el Metropol sin ser también unos sibaritas rendidos a los placeres antes que al propio ego. Y ya se sabe que Dios los cría y ellos se juntan.

La situación política es un marco difuso, que se filtra en el hotel sin llegar a arrasarlo –aunque sí a cambiarlo y a conducirlo a través de los años a una cierta decadencia, más acusada al principio- de modo que hay una vida fuera de sus paredes de la que el lector se entera poco, solo lo necesario. No siendo la situación política «el malo de la película», ese papel le corresponde a un solo personaje que tampoco es exactamente un malvado, sino un tipo mediocre y acomplejado (porque aquí no se opone bondad y maldad sino exquisitez y mediocridad) que trata de hacer valer su posición jerárquica simplemente para demostrar quién manda allí. El Hotel Metropol, uno de esos hoteles de leyenda, ofrece al lector varios escenarios recurrentes que, además, permiten dar variedad a la vida del protagonista: primero, los pintorescos aposentos del conde, con un punto de absurdo que recuerda a los hermanos Marx; en ellos encuentra la intimidad donde se enfrenta a sí mismo para seguir siendo el que es; en contraste, el Boiarski, un restaurante de lujo del que el conde es habitual y que sirve para satisfacer sus necesidades más elevadas y aparentar, ante el resto, que sigue manteniendo una posición -no social, sino personal- tan privilegiada como cuando existía la aristocracia; el Piazza, un restaurante más sencillo; y el distinguido bar Chaliapin, donde por la noche coindicen, por la localización del hotel, interesantes personajes de todo corte, lo mismo provenientes de las artes que de la política. El mundo del conde se extiende hasta lo que abarcan las dependencias de un hotel tan grande y fastuoso: recepción, cocinas, almacenes, pasillos, suites, azoteas donde uno se topa con gente inesperada… Como fuera de él, en el Metropol se pueden ver paisajes sublimes y lugares sórdidos. El Metropol no deja de ser, en esa novela, un mundo a escala.


Boiarski



Chaliapin

La acción transcurre a lo largo de más de tres décadas, de modo que el joven conde, treintañero, que conocemos al principio, acaba siendo un sesentón, del mismo modo que las niñas que se cruzan en su vida acaban siendo adultas, y del mismo modo en que sus amores –o más bien, lo más parecido al amor que encuentra- comienza siendo una joven atractiva y termina siendo una mujer todavía atractiva, pero más que madura.

Me han gustado mucho algunos detalles sicológicos, pero hay uno para el recuerdo: en la situación de vacío de poder tras la muerte de Stalin, con múltiples dudas acerca de quién va a ser su sucesor, las conclusiones sacadas de una cena a la que asisten los cuarenta y seis grandes capitostes del régimen sin que se les asigne un asiento concreto es de una lucidez y un realismo apabullante. Y el modo en que luego se aprovecha ese dato para el devenir de la novela es, además, brillante.

El desenlace supone un buen y gran final, con un giro sorprendente que hace pensar que Un caballero en Moscú es, también, más novela de amor de lo que el lector ha pensado a lo largo de sus páginas, así que conviene estar atento a los detalles, porque es en ellos, siempre, donde se juega la realidad de cómo es cada persona. Esta obra es agradable, también, porque muestra que el camino a la felicidad no pasa ni por el poder, ni por las posesiones materiales ni por las apariencias, sino por la despreocupada fidelidad a uno mismo y por la valentía de adaptarse; sabemos, también, que no se necesita a nadie para alcanzar esa felicidad, pero sí para compartirla.

En resumen, una muy buena novela, con un fuerte aroma a literatura clásica folletinesca, sobre cómo ser fiel a uno mismo, a su modo de ser y a sus valores sin hacer daño a nadie, apoyándose en las afinidades, oportunidades y situaciones de las que surgen la amistad y los amores profundos. Estoy convencido de que esta lectura es de las que se recuerdan durante años.




jueves, 31 de agosto de 2023

El caballero invisible – Valerio Massimo Manfredi

 


Se puede escribir una novela histórica sumamente breve y en la que el autor no ejerza, además de como novelista, como exhibicionista de saberes y guía de lectores a quienes supone ignorantes. Manfredi lo consigue en esta obra, aunque también hay que decir que no se mató para escribirla.

La razón de la última afirmación es que el argumento, de puro simple, más parece un fragmento de una obra mayor. Estamos en la Edad Media. En el norte de España un misterioso caballero hace a otro, que iba camino de reunirse con el rey para pelear en defensa de los reinos cristianos y de la fe, un encargo no menos intrigante: llevar un paquete, cuyo contenido no puede examinar, a un lugar que solo el encargado conoce. Es su escudero el que nos cuenta la historia del peregrinar a ese destino, peregrinar salpicado por la presencia de un cura guerrero con poca pinta de religioso que se ofrece a acompañarlos (he ahí un toquecito de intriga facilón, por cuáles serán las verdaderas intenciones del caballero) y por los diferentes asaltos y tretas con que los musulmanes intentan apresarlos incluso en territorio cristiano para hacerse con el paquetito.

Relato lineal, sin sobresaltos ni por parte del argumento ni del lenguaje. Un argumento más sencillo imposible: una «misión-huida» sorteando problemas. Millones de veces visto en el cine. Obviamente, al final se sabe dónde iba el caballero, quién es quién y qué contenía el paquetito. Pero eso, lógicamente, no lo voy a contar aquí.

Una lectura poco exigente para leer de una sentada y entretenerse. 


lunes, 28 de agosto de 2023

El Pasmo de Palermo – Vincenzo Consolo

 


El pasmo alude al desmayo (spasmo) de la Virgen al ver a Jesucristo camino del Calvario, y, por ende, a la pintura de Rafael encargada para el Monasterio de Santa Maria dello Spasimo en Palermo, titulada «Caída en el camino del Calvario» o «El Pasmo de Sicilia», expuesta en el Museo del Prado.

Cosa distinta es que para llegar desde las páginas de la novela a las razones del título haya que currárselo, porque El Pasmo de Palermo es una novela, aunque muy breve, compleja y de complicada lectura. Y, para colmo, yo la leí en el peor momento posible. Que nadie espere milagros de esta reseña.

La calidad de la obra se ve en cada línea, por lo cuidado del lenguaje y la estructura, por el modo de contar mucho diciendo poco, y por lo profundo de lo que cuenta. El Pasmo de Palermo es una denuncia sobre la violencia congénita en Sicilia.

El protagonista, Gioacchino, que tiene puntos en común con el autor, de niño se enfrenta a la muerte de sus padres bajo la ocupación alemana, muerte de la que tiene motivos para sentirse culpable, aunque también para lo contrario. Más tarde, ve como la salud mental del amor de su vida sucumbe a la presión de la mafia para arrebatarle los terrenos donde se asienta la casa familiar; años después su hijo Mauro es acusado de terrorismo y se ve obligado a huir a Francia, donde se encuentra con su padre. Finalmente, ya anciano, Gioacchino vuelve a Sicilia y, a su pesar, comprueba del modo más traumático posible que nada ha cambiado hasta el punto de que todo se ha vuelto aún más sórdido y terrible.

Una novela sobre la impotencia y la incomunicación, que suelen viajar juntas y provocar el miedo y, tras él, los efectos deseados por quienes lo promueven.


miércoles, 23 de agosto de 2023

Buenos días, tristeza – Françoise Sagan

 



                Comencé este libro pensando que «buenos días, tristeza», bien pudiera ser la expresión con que alguien despierta el día siguiente de haber enterrado, con serenidad, a un ser amado e irreemplazable. Bueno, pues quien llegue al final de esta conocida obra comprobará si me equivoqué o no.

                Cécile, diecisiete años, está pasando el verano en un casoplón en la playa, junto a su padre, un cuarentón viudo, alegre y seductor que va de amorío en amorío sin que a su hija le importe, precisamente porque la brevedad de esas relaciones no enturbian la camaradería y compenetración existentes entre ambos. Pero he aquí que, estando el caballero en medio de una de esas relacioncillas, aparece Anne, una vieja amiga tan elegante, inteligente, culta y distinguida que su sola presencia, por contraste, resalta la frivolidad y banalidad en la que viven Cécile y su padre. Pero hay más, claro. Anne no es como las demás. Ha venido a quedarse.

                Y a partir de aquí, la protagonista, que es también la narradora, nos cuenta –sin miedo a reconocer su egoísmo y en ocasiones su racional irracionalidad- cómo consigue manipular a todo el mundo con la finalidad de que nada cambie entre ella y su padre. De alguna manera aplica al ámbito doméstico el gatopardesco cambiar todo para que nada cambie.

                En eso consiste este breve y brillante libro: en señalar los puntos flacos de cada cual y la estrategia seguida por Cécile para golpear en ellos una y otra vez hasta abrirse paso según sus deseos, lo cual no le impide tener dudas y, a veces, hasta remordimientos.

                La exposición es tan clara, sencilla y directa que la apabullante sinceridad puede llegar a enmascarar la crueldad y el cinismo. Anne usa su posición de superioridad para hacer valer sus deseos y tratar de ganarse a Cécile. Esta, a su vez, se adapta más o menos a esa situación, pero solo formalmente, porque en realidad la boicotea.

                El duelo de argucias sicológicas es espectacular, muy bien organizado y explicado. Y el final… Un final también espectacular, por lo contundente e inesperado, que sitúa a cada cual en su lugar y acaba de abrir los ojos del lector no solo por lo que sucede sino por la actitud posterior que la protagonista confiesa.

                Una breve y magnífica obra.


lunes, 31 de julio de 2023

Castillos de fuego - Ignacio Martínez de Pisón

 


        Aunque resulta desolador, al hablar de la Guerra Civil y sus barbaridades los bandos siguen existiendo, casi siempre con memoria y desmemoria selectivas. Sobre la posguerra, en cambio, aparte de la cantinela sobre su dureza (que las más de las veces alude exclusivamente en la escasez de todo lo básico), los legos apreciamos un enorme manto de silencio. Sospecho que quienes quieren romperlo no encuentran cómo, y que el resto prefiere que las cosas sigan en el olvido. No es sencillo hacer luz sobre un periodo de poder opaco y omnímodo en el que ningún suceso destacó de tan generalizadas como fueron penurias y represalias, amén de por la ausencia de prensa y oposición libres e independientes.

        No hace mucho leí la biografía de Franco escrita por Paul Preston, una de las obras canónicas sobre el dictador. Al exterminio sistemático del «rojo» Franco lo llamaba, eufemísticamente, «redimir España». Si, durante la Guerra Civil, incluso la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini se habían quejado de la brutal represión en la retaguardia, la salvaje represión de la posguerra siguió provocando numerosas quejas internacionales. Solo el cambio de rumbo de la Segunda Guerra Mundial atenuó la ferocidad de la represión para dar al régimen una imagen más moderada.

        La posguerra en Madrid, 1939 y los primeros años 40, es el marco temporal de Castillos de fuego, obra que intenta mostrar retazos de aquella época dramática. Se trata de una historia de historias, o novela coral. La obra dedica sus casi setecientas ambiciosas páginas a glosar las peripecias de personas corrientes en situaciones variadas: quienes combaten al régimen desde la clandestinidad, por convicción o para vengar al hermano muerto; quienes desean estar de perfil, pero se ven arrastrados por sospechas infundadas e injustas; los que medran sin rubor ni escrúpulos; los que lo hacen indignamente gracias a la justa o injusta caída en desgracia de otros; los que cambian de chaqueta con la desatinada fe del converso para dejar claro que son lo que ahora dicen ser y no lo que eran; los que animados por un espíritu justiciero contra el régimen se transforman, sin darse cuenta, en alimañas; los que ven, observan y callan… Todo en una sociedad corroída con el odio, el miedo y la corrupción rampante, donde todo hijo de vecino puede ser un chivato o un mentiroso que hunda tu vida a cambio de bien poca cosa; un estado policial en el que la única dinámica del poder es el exterminio del adversario real o potencial, y en el que el verdugo encuentra el consuelo de su crimen de la prebenda. Una época, también, en la que distintas facciones se disputaban el poder y la influencia, provocando cierta lucha de «familias políticas» y un sinfín de conductas estratégicas.

        La mayoría de los personajes son jóvenes, aunque al fin de la novela, tan solo seis años después del momento en que comienza, todos parecen ancianos.

        El ritmo es bueno, sin prisas, sin pausas. El lenguaje, claro, rico, diáfano, eficaz, sin estridencias. No busca impactar con las palabras sino con las situaciones narradas. Hay poquísimas apreciaciones: solo hechos. Uno tras otro. En el mejor estilo de Ignacio Martínez de Pisón, de quien no me canso de repetir que es uno de los mejores autores españoles vivos.

        El lector sigue la obra sin sobresaltos, pero con tristeza y desasosiego: es posible encontrar en ella muchas conductas solidarias, pero ni una sola que permita albergar la esperanza de un futuro más justo; incluso, en el colmo de la amargura, la bondad y la solidaridad a menudo acaban disueltas en el temor. Castillos de fuego es, por tanto, una novela dura, porque enfrenta al lector a realidades de las que solo puede sacar una cosa positiva: el recuerdo, a efectos preventivos, de cómo es capaz de comportarse el ser humano cegado por cualquier ilusoria certeza.

        Una novela para reflexionar sobre los dramas derivados de creerse en posesión de la verdad, y de olvidar que el objetivo de la democracia no es establecer la dictadura de la mitad más uno sobre la mitad menos uno (un sistema, por tanto, en el que para sentirlo legítimo «deben» ganar los míos), sino la convivencia en paz entre diferentes.


jueves, 13 de julio de 2023

El arte de envejecer - Cicerón

 



        Compré este librito por azar. Caí en la tentación al verlo en el mostrador de la Librería Anónima. Lo compré pensando que el tiempo pasa tan rápido que, dentro de nada, salvo que un arrechucho lo remedie, me sentiré un vejestorio cuyo paso siguiente encontrará el vacío de la fosa, y pensé que algún consejo podría darme Cicerón para dar ese paseo tranquilamente.

        Quién iba a pensar dónde acabaría su lectura: en un hospital, junto a una persona a la que acababan de dar entre 24 y 48 horas de vida y junto a otra sobre la que existían fundados temores de que no viviera mucho más tiempo.

        Y las circunstancias en que lees las cosas cambian las lecturas. Os lo aseguro. Esas últimas páginas, las que hablan de la muerte, fueron muy intensas.

        El librito, concebido como una especie de discurso/conversación de Catón, habla, en realidad, de dos cosas: de la vejez ajena a la decrepitud y de la muerte. En la primera las facultades físicas están mermadas, pero no totalmente, y las mentales siguen en su sitio. Cicerón aboga por utilizar la vejez para disfrutar de la belleza de lo cotidiano y de la sabiduría, olvidando pasiones y ambiciones. Sobre la muerte dice muchas cosas de sentido común. Hubo una que se me ha quedado especialmente gravada, a saber por qué: el adolescente no hace lo que el niño, porque se ha cansado de hacerlo; el joven no hace lo que el adolescente, porque se ha cansado de hacerlo; por el mismo motivo el hombre maduro no hace lo que el joven, ni el viejo lo que el hombre maduro. Y de este modo llega el momento en el que uno se ha cansado de hacer todo: así de sabia es la naturaleza para que, llegado el momento, partamos, como dijo Machado, ligeros de equipaje.


lunes, 3 de julio de 2023

Contando atardeceres – La Vecina Rubia

 




No sé si existe la «literatura para mujeres»; ni siquiera sé si es políticamente correcto mencionar esta posibilidad, pero lo hago porque la autora siempre habla en femenino cuando se dirige a su público. Es relevante, porque cuando algo se destina a una determinada idiosincrasia es lógico que, por término medio, quienes no la tengan algo se pierdan en el camino.

Y como es probable que sea mi caso, me disculpo de antemano. Es probable que se me hayan escapado mil cosas.

          Sea como sea, el segundo libro de la Vecina Rubia me ha parecido, en muchos puntos, mejor que el primero, el cual, por cierto, conviene haber leído previamente para familiarizarse con los personajes y por las continuas referencias que se hacen a él. Contando atardeceres es, como La cuenta atrás para el verano, un libro injustamente tratado por la «crítica», si puede llamarse así a quienes ignoran dos de los libros más vendidos, porque ignorar lo que se vende es ignorar a los lectores.

Si definí La cuenta atrás para el verano como una especie de biografía emocional de juventud, Contando atardeceres, que es su continuación aborda un periodo mucho más corto: un par de años en la vida de la protagonista, casi recién llegada a la treintena. Al ser más breve el lapso temporal, ocurren menos cosas, pero como el libro es igualmente extenso, se narran con más detalle.

Por no reventar el argumento me limito a señalar que, como es lógico, lo narrado tiene mucho que ver con lo que le sucede a cualquier persona de la edad de la protagonista: cuitas amorosas influidas por lo laboral y la distancia, relaciones de amistad y problemas de variable gravedad. Seguramente la Vecina Rubia conecta tan bien con el lector porque lo «enfrenta a un espejo», como suele decirse, pero acompañando el reflejo con conclusiones, reflexiones y admoniciones de su cosecha que dan masticadito casi todo cuanto se puede sacar de la lectura. En cuanto a los hilos argumentales, hay dos y son sucesivos: el primero, el amoroso, es dueño aproximadamente de la primera mitad del libro, hasta que se diluye en otro en la segunda mitad (ese nuevo hilo argumental lo sabrá quien lea el libro) para reaparecer el final.

El uso del lenguaje es algo más eficaz, aunque sigue habiendo acotaciones innecesarias por evidentes que restan agilidad; el humor es algo más sutil y discontinuo; y hay menos guiños lingüísticos al personaje de las redes que firma el libro. Este último factor hace este libro más independiente de la coyuntura de la popularidad que el primero, con el que comparte, no obstante, la afición a los consejos y sentencias para ahorrarse disgustos y sofocos. Por último, la autora juega magistralmente con el misterio que la rodea, sorteando con toda naturalidad cuanto dato alguien pudiera vincular, con razón o no, a la autora-personaje, creando una divertida relación de tira y afloja con el lector.

En un blog como este tengo que detenerme un poquito en el humor, no tan presente como en el primer libro: ya he dicho que es algo más sutil y discontinuo, salvo en las conversaciones entre las protagonistas, en las que un punto del humor está en el ingenio y dos en el grosor de los «piropos» que se dedican. Hay, también, una intencionada tendencia (un poco a lo Woody Allen) a coronar los ejemplos serios con otros banales, aunque el efecto no es el mismo cuando antecede una situación más o menos grotesca que cuando no. Creo que la autora algo ha temido al respecto, porque en uno de estos casos, ya hacia el final del libro, justifica las superficialidades. Ya me gustaría saber lo que pasó por su cabeza al explicarse.

La segunda parte de Contando atardeceres me ha resultado más interesante que la primera, en la que, me temo, hay un trecho en el que el tedio ibicenco que afecta a la protagonista ha sido desarrollado con tal éxito que se traslada al lector. Fuera de eso y del abuso de términos como «perfecto», «por supuesto» y «naturalmente» para indicar el favorable juicio de la narradora sobre la predisposición de los personajes ante diversas situaciones, la novela se lee bien, es interesante, aporta una visión enriquecedora del enfrentamiento a según qué problemas y, eso sí, cada cual, en función de su experiencia, tendrá su opinión sobre si alguna de las situaciones o reacciones resulta o no excesiva o si algunas relaciones resultan demasiado ideales. Lo que deja cierto poso de algo que no sé definir ni valorar, es que en este libro no hay ni un ápice de algo tan frecuente en la realidad que su ausencia en estas páginas se nota: la maldad. No hay nadie ni siquiera un poquito malo. Lo más parecido es un personaje algo cobardica y comodón. Otros autores que han elegido esta carencia la han compensado con críticas agudas o mordaces (a personajes, situaciones o realidades sociales), que no son maldad, pero que ponen el punto de enfrentamiento que provoca dinámicas entre personajes o directamente con el lector.

Y termino con el final. La promesa implícita en su última página aventura una tercera parte bastante distinta, por su temática e interés, lo cual siempre se agradece. A fin de cuentas, tan atractivo como el personaje de las redes (o más, al menos para mí) resulta saber cómo una persona lidia desde el anonimato con un éxito apabullante y cómo se relaciona con su propio personaje. Parece que hacia ese rumbo apunta esta «biografía de una famosa desconocida».


lunes, 12 de junio de 2023

Franco, Caudillo de España – Paul Preston

 



Para navegar por la historia, mejor ponerse en manos de historiadores profesionales de prestigio que dejarse agarrar por las zarpas de periodistas, tertulianos, escritores de novela histórica y demás fauna. ¿A que sí?

Paul Preston es catedrático de Historia Internacional de la London School of Economics and Political Science. Es, también, uno de los más renombrados hispanistas.

Señalo esto porque a la enorme expectación que despertó la publicación de Franco, Caudillo de España en 1993 (desde entonces libro calificado de «canónico» por muchos otros historiadores) ha seguido un débil (por falta de justificación) pero permanente (por interesado) cuestionamiento de esta obra basado en razones ideológicas y no historiográficas. Quien lea este libro podrá comprobar que las fuentes se citan con exhaustividad y que la información y la conjetura quedan siempre claramente delimitadas; además, las conjeturas nunca se producen sobre cuestiones mollares.

De los dictadores que surgieron en casi toda Europa en el periodo de entreguerras, Franco batió tristes récords de permanencia en el poder, pero ha sido, curiosamente, uno de los menos estudiados (no así la Guerra Civil, analizada hasta la extenuación por su relación con la II Guerra Mundial). Casi cuarenta años en el poder, con pocos medios de comunicación (y todos sometidos a censura previa durante décadas y solo al final a censura a posteriori), con un dominio absoluto del sistema educativo y un poder omnímodo ejercido bajo pena de represión que en algunos periodos llegó a ser generalizada y brutal, permitieron alumbrar una «versión oficial» de la historia y de la figura de Franco que, debido a ese larguísimo tiempo (¡casi dos generaciones de españoles apenas recibieron otro influjo!) calaron tan hondo en la sociedad que aún hoy, todo aquel que no se ha preocupado de informarse con un poco de rigor, sigue influido por ella. Como puede suponerse, toda aquella manipulación tenía por finalidad justificar todo lo hecho y, de paso, exaltar la figura de Franco, cosa a la que él daba suma importancia por la visión que tenía de sí mismo y de su papel en la historia.

Franco quiso presentarse ante la sociedad del momento y ante la historia como un líder providencial (esto es, enviado por la Providencia) y clarividente. Generoso impulsor de lo bueno, astuto advertidor de lo malo, hábil sorteador de problemas y brillante vencedor de retos. Pero la realidad siempre es más prosaica. Paul Preston la analiza fantásticamente en esta biografía que como libro de historia se limita a ser eso, una biografía, por lo que los acontecimientos históricos no se analizan salvo cuando es necesario para entender las acciones y omisiones del biografiado.

El periodo clave de la vida de Franco fue la Guerra Civil -que usó para encumbrarse, aunque no fue uno de sus instigadores, puesto que solo en el último momento secundó la rebelión (la cual, por cierto, pretendía restaurar la monarquía)- y la parte de la posguerra que coincidió con la Segunda Guerra Mundial. En ambos periodos jugaron un papel clave las relaciones con Alemania e Italia (con su decisivo apoyo a los sublevados) y con Estados Unidos y el Reino Unido. Cuento esto porque la catarata de información, de cartas, informes, peticiones y mensajes intercambiados por todos los gobiernos entre sí y con sus respectivas embajadas es de tal magnitud que las fuentes de información son muchas, precisas, de calidad, y ofrecen enormes posibilidades de contraste. Son la fuente principal que utiliza Preston.

De algún modo la biografía de Franco tiene tras partes: la primera, desde su nacimiento y hasta la decisión de apoyar el golpe de estado de 1936; la segunda, la Guerra Civil y la posguerra, que le sirvieron para auparse al poder haciendo equilibrios entre los generales que habían promovido el golpe (con cualquier objetivo menos el de encumbrar a Franco) y la Falange y otras fuerzas de derecha (que tenían sus propias ambiciones); y, la tercera, las décadas siguientes, una vez anclado al poder, manteniendo los equilibrios entre esas fuerzas, viéndolas venir ante una realidad cada vez más compleja y fuera de su comprensión, hasta unos años finales en que la decadencia política del régimen corrió pareja a la de Franco. El periodo intermedio es sin duda el más apasionante, aunque todos son interesantes.

El libro está muy bien redactado, es claro en la exposición de los datos, en su ordenación, en la argumentación, y es evidente cuándo se da información y cuándo se hacen conjeturas (que, insisto, jamás afectan a lo esencial). El resultado, cuando desaparece la costra de bellas falsedades con que el que todo poder tiende a adornarse, es una visión de las cosas muy distinta y en la que los intereses personales morales e inmorales, las mezquindades, la mediocridad y todos los Pisuergas que acaban pasando por Valladolid desnudan la realidad mostrando de qué cosas tan vergonzantes depende el devenir de las naciones e incluso la barbarie más cruel, salvaje y repugnante.

Dicho lo cual Preston, como buen historiador, no juzga a Franco, aunque lógicamente tenga una cualifícadísima opinión sobre él. A Franco debe juzgarlo el lector a partir de los hechos claros, ordenados y fundados que Preston expone. A la vista de lo cual cada lector obtendrá su propia visión del personaje. Una visión, a mi juicio, imposible de resumir en una palabra; una visión, también, que inevitablemente tropezará con la mucha o poca información y desinformación previa de cada lector, e incluso con sus prejuicios. Sobre estos, mejor dejarlos de lado, para lo que quizá convenga saber que son muchas las personas relevantes de todo el espectro ideológico que han calificado esta obra como la mejor biografía de Franco jamás escrita. 

          El mayor fallo se encuentra en el final (al menos en la edición que yo he leído, que ha sido la primera): contrariamente a lo que previó Preston en 1993, a estas alturas sigue siendo difícil hablar de Franco en público sin causar división. E incluso sin que alguien lo justifique. Algo estamos haciendo mal.



lunes, 5 de junio de 2023

Hijos de la fábula - Fernando Aramburu


Un éxito tan aplastante como Patria tiene un problema para su autor: para muchos lectores se convierte en la vara de medir el resto de tu obra. Probablemente por eso Fernando Aramburu, un tipo bastante listo, se apresuró a advertir algo que ha cumplido a rajatabla: le gusta cambiar de registro.

Digo esto porque comentar en las redes Hijos de la fábula y leer unas cuantas comparaciones con Patria ha sido inevitable. Y lógico, claro. En el fondo, ¿quién es capaz de no buscar paralelismos con la obra más famosa de un autor? 

De hecho, a pesar de ser consciente de las enormes diferencias entre esa obra e Hijos de la fábula, no he resistido la tentación de buscar puntos comunes, sobre todo porque hay uno que salta a la vista: Hijos de la fábula gira, también, en torno al final de ETA, lo cual implica, además, identidad temporal con Patria, al menos parcialmente. La otra para mí evidencia –pero creo que no tan evidente para muchos lectores- es que también contiene un elevado componente crítico, solo que en esta obra Aramburu usa el humor para intentar dar el descabello a cualquier tentación de resurrección del terrorismo. Es meridiano a través de las páginas, y llega al culmen cuando los dos asendereados protagonistas llegan como pueden a San Sebastián, lugar ocupado por el enemigo en su concepción del mundo, y se indignan porque, en lugar de a hacer la revolución, todo el mundo se dedica a vivir como Dios.

El humor de esta novela es corrosivo, porque ridiculiza sin ofender; no se hace con saña, pero sí con intencionalidad. Los protagonistas están tan fuera de la realidad que ingresan en ETA pocos días antes de que, a efectos prácticos, desaparezca. Enviados a una granja en Francia, cercana a Albí, permanecen más o menos ocultos a merced de la infinidad de pollos que allí se crían, del frío y del matrimonio que regenta el lugar; especialmente están en manos de la granjera; la única que chapurrea español y que a su condición de fortachona y no muy limpia une cierta querencia por el sexo. Allí se quedan los dos jovencísimos terroristas que nunca lo han sido, digo. Abandonados y olvidados por todos, a la espera de que alguien los reclame para iniciar su formación en la lucha armada. Si la situación resulta ridícula, aún lo es más verlos comportarse como fugitivos cuando nada tienen que temer, porque no han cometido crímenes ni colaborado en ellos. Podrían hacer lo que quisieran. Pero, en lugar de volver a la vida normal que han llevado hasta entonces, viven ocultándose como ratones temerosos y siempre sin un céntimo. Pronto, ante la evidencia de que nadie contacta con ellos, en lugar de volverse por donde han venido su quijotismo les hace convertirse en sus propios profesores e improvisan su formación terrorista usando medios que acentúan lo ridículo de su situación y lo patético de sus personas.

Ambos son jóvenes, unos diecinueve años al comenzar la novela. Uno de ellos, Asier, asume el papel de don Quijote: siempre está cantando las alabanzas de la revolución, forzando estériles sacrificios en interés de la patria y vigilando la estricta observación de las esencias, amén de regular los exiguos recursos económicos de que disponen. Tan voluntarioso como chapucero, Asier no ha conocido el afecto y lo necesita como un cachorro apaleado. El otro protagonista, Joseba, que poco después de marcharse de su casa para emprender la aventura habrá sido padre aún  no sabe si de un hijo o una hija, hace las veces de Sancho Panza: más grueso que Asier, más apegado a las comodidades, se deja arrastrar con el líder con un ojo puesto en todo lo que se está perdiendo. Para completar el cuadro, incluso aparece cierta Dulcinea del Toboso que, como la falsa Dulcinea de Cervantes, tiene más de labradora que de princesa, aunque al menos es guapetona; como parte del ridículo, no van a ser los caballeros andantes los que le resuelvan las cuitas, y el desenlace de la historia de los dos héroes con la heroína tiene también un elevadísimo componente grotesco y simbólico; esto último tanto por la identidad de los personajes que intervienen en ese momento como por el modo en que actúan, más próximos a la colleja que a otra cosa.

Dos muchachos transformados, por la ignorancia, en dos idiotas. Dos idiotas convertidos, por el ambiente en el que viven, en terroristas. Dos terroristas que no llegan a estrenarse como tales y que, además, acaban convertidos, por la realidad, en dos pobres mamarrachos. 

   Quieres ser terrorista y la realidad te convierte un hazmerreír. ¿Cabe crítica más contundente? Difícilmente. Otra cosa es que el tono humorístico disimule la dimensión del sopapo.

Quizá lo más suave, o poético, sea el título: Hijos de la fábula parece aludir a quienes se dejar arrastran como ratones por cualquier flautista de Hamelin hasta acabar ahogados en el río de la realidad.



jueves, 1 de junio de 2023

Ganas de vivir – Joaquín Berges

 


Me lo he pasado en grande con este libro cuyo título hace honor al contenido y resulta contagioso. Y no porque Ganas de vivir sea especialmente alegre, sino porque enfrenta al lector a unos personajes acostumbrados a discurrir rutinariamente por la vida hasta que un buen día algo sucede, no necesariamente bueno, que les hace enfrentarse a ella de una manera apasionada.

El título es también una broma, porque la familia que protagoniza la historia es propietaria de una funeraria en Zaragoza, negocio que no sé si da muchas ganas de vivir a los dueños, pero que parece poco propicio para desear la vida eterna al personal. 

Son tres las generaciones que se nos presentan: Cosme, el fundador. Un hombre ya mayor, viudo y con ciertas pintorescas costumbres en torno a la muerte. Su retraído hijo Matías, criado entre cadáveres y deudor de esa crianza. Y el nieto, Tristán, un joven, obsesionado con una chica que le recuerda a Maureen O´Sullivan, y que cae bien por cómo mezcla obsesión, pedantería, raciocinio y tenacidad.

A estas tres generaciones se unen sus respectivas parejas y sus entornos: Francisca, la esposa de Cosme, apenas tiene papel; mucho más interesante es el de Rita, la esposa de Matías, de quien sabemos cómo fue «reclutada» y qué vida ha llevado; también juega su papel en cuanto a sus ganas o desganas de vivir; y conocemos también a Gracia, la Maureen O´Sullivan de Tristán, una joven zaragozana huérfana de padre y cuya madre, Deli, tiene una peluquería en un barrio popular. Gracia tiene también un hermano, Lucas, con un problema psiquiátrico que no le impide razonar de modo brillante, pero sí comprender las diferencias entre el mundo real y el suyo propio, lo que tuerce de raíz sus razonamientos.

Conocemos también las andanzas de un «sin techo» y, en medio de todos ellos, el narrador se va infiltrando en la novela desde una posición omnisciente hasta acabar convertido en un personaje más.

La acción transcurre íntegramente en Zaragoza y solo un poquito en Salou (localidad conocida en Zaragoza como «la playa de Zaragoza). ¿Y en qué consiste? Para empezar, en los amoríos de Tristán pescador, que no deja de echar el anzuelo a Gracia, para él culmen de toda beldad e inspiración. Estos amores y desamores ponen en contacto a las familias de ambos jóvenes, y lo que sucede después lo sabrá quien lea la obra, porque aquí solo puedo limitarme a señalar que esta relación introduce una serie de cambios en la vida del resto de los personajes. Las situaciones y soluciones han sido hábilmente trabajadas por Joaquín Berges y cada personaje descubre, con cada buena o mala sorpresa, que puede optar entre mirar al pasado o al futuro. A la vista del título está claro hacia dónde eligen todos dirigir su vista.

Ganas de vivir está escrita con una prosa ágil, clara, con capítulos y apartados cortos que hacen sencilla la lectura, con planteamientos diáfanos que enfrentan al lector y a los personajes a dilemas insorteables, a sorpresas y decisiones constantes, que a su vez sirven de base a nuevos cambios. Un libro muy bien escrito, muy bien medido, muy bien estructurado y que deja un poso alegre pese a tratar muchos temas que hacen caminar con pie y medio en la melancolía.

Una lectura muy, muy agradable de un autor que sabe contar historias y que tiene algo que decir. Por ejemplo, que tener ganas de vivir ayuda a hacerlo. Y esta novela las contagia.


lunes, 29 de mayo de 2023

La conciencia de Montalbano - Andrea Camilleri

 

 

              Cuando hay un céntimo por medio pocos son los editores que respetan la voluntad de ningún autor. La codicia puede más que el respeto, la memoria y quizá que la amistad. Lo digo porque Andrea Camilleri anunció varios años antes de morir (y se repitió hasta la saciedad) que tenía preparada la novela –a publicar tras su muerte-  que daría fin a su personaje, Salvo Montalbano; y, una vez que Camilleri falleció y esa novela (Riccardino) se publicó, todos los lectores, con pena, dimos por finiquitado al comisario de Vigàta.

              Es lo que había querido su autor. Y el destino que dio a Montalbano obliga a pensar que no quería verlo de nuevo por el mundo. Y por algo mató Cervantes a don Quijote.

              Aunque La conciencia de Montalbano contiene seis relatos que de una u otra manera habían visto la luz en vida de Camilleri (cuatro en antologías de su editorial original, otro en una edición no venal para Unicredit y el sexto como colaboración en fascículos en un nuevo proyecto periodístico), no formaban parte de la colección «oficial», por lo que la mayoría de sus lectores no los conocíamos. Su aparición ahora en ella, después de la publicación de Riccardino, no sé si es una traición a la voluntad del autor o, simplemente, tomársela a pitorreo.

O tomarse a pitorreo a los lectores.

              Me permito conjeturar que, por razones mercantiles, ningún editor quería dejar pasar demasiados años entre la muerte de Camilleri y el anunciado libro que pondría fin a Montalbano, y que una vez hecho esto se están apresurando a explotar cuanto resto encuentran.

              Para los devotos de Camilleri, como yo, ha sido un dilema optar entre la fidelidad al autor y la fidelidad a su personaje. El modo en que yo lo he resulto está claro: he leído el libro. A fin de cuentas, me había familiarizado con Montalbano, no con Camilleri, pero este circo me hace sentir mal. Como un vil traidor.

              El lector que no vaya a ser fiel al deseo de Camilleri, y que no haya leído aún Riccardino, puede, dentro de esa infidelidad, ser más fiel a la memoria de Camilleri de lo que yo lo he sido. ¿Cómo? Leyendo La conciencia de Montalbano antes que Riccardino. ¿Cuánto antes? Poco, porque si bien es cierto que el primer relato está situado –por referencias musicales- en la década de 1980 (lo cual, por cierto, no concuerda con la edad del comisario en el resto de la saga) los restantes tienen lugar cuando el personaje anda por los cincuenta y muchos; es decir, próximo al final de la serie.

              La edición incluye una nota con el origen de los relatos, situando su aparición, si no recuerdo mal, entre 2007 y 2018. Sin embargo, el primero –que transcurre temporalmente en los años 80- se distingue por su redacción, algo torpe y prolija comparada con el conjunto de la obra; ese dato y que la acción pueda fecharse cuando he dicho permite sospechar que quizá Camilleri lo tenía redactado bastante antes de su publicación en 2013.

              Ese primer relato comienza con el descubrimiento de un muerto, aparentemente por sobredosis, en la playa de Vigàta.

El segundo aborda los problemillas de un bodeguero para pagar el pizzo a la mafia.

En el tercero, homenaje a Hitchcock y escrito para poder ser publicado en pequeñas partes, Montalbano está en Roma y, por una vez, sigue siendo él mismo a pesar de estar fuera de su ambiente. Su afán de meter las narices en todo le hace cotillear; y, el cotilleo, le hace investigar.

El cuarto es un pequeño divertimento, sin investigación propiamente dicha, que gira en torno a la plaga de invitaciones a cenar en Nochevieja recibidas por Montalbano, y el modo en que intenta escaquearse de cuanto no le interesa.

El quinto gira en torno a una infidelidad y un «no delito», y en cierta medida es, como el sexto (que sirvió de base a una de sus novelas y es una versión reducida de la misma) una novela pequeñita. En la primera se ventila un robo y en la segunda un asesinato.

Con la excepción del primer relato, que parece redactado en otro momento, todos los demás son puro Camilleri: diálogos ágiles y acción expeditiva, si bien, posiblemente por las razones de su redacción, quizá haya un exceso de sobreactuación en las manías y rarezas de los personajes. Al fin y al cabo, como iban de invitados, debían hacer lo que de ellos se esperaba.

Y esto es cuanto tengo que decir sobre la aparición del fantasma de Montalbano.