En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

jueves, 3 de julio de 2025

El verano de Cervantes – Antonio Muñoz Molina

 


Para quienes hemos leído un canasto de veces el Quijote y lo admiramos como a un prodigio, este libro es una delicia. Lo es no solo por lo que trata, sino por cómo lo hace, con el talento, la mesura, el sentido común y la lucidez de uno de los mejores escritores españoles vivos: Antonio Muñoz Molina.

El libro es una secuencia de ciento y pico reflexiones de dos, tres, cuatro páginas cada una. Muchas, acerca del Quijote en sí; otras, sobre los recuerdos que inspira; sobre su influencia en otras grandes obras de la literatura o en célebres escritores; reflexiones sobre la condición humana; y, también y muy abundantes, sobre la vida de Miguel de Cervantes, pues no hay autor que no deje un profundo rastro de sí mismo en lo que escribe.

No hace falta explicar de qué trata el Quijote a quien lo ha leído, pero sí recordar que Cervantes no conoció el prestigio ni el dinero ni siquiera tras el éxito de la primera parte del Quijote; que, casi con toda certeza, vivió el ostracismo literario como una injusticia, o quizá como una humillación; y que, además, estaba convencido de que su gran obra no iba a ser el Quijote, sino Los trabajos de Persiles y Sigismunda. También hay que recordar que Cervantes publicó La Galatea, con pena y sin gloria, con 38 años. Un mal libro. No volvió a publicar una línea de novela, aunque sí a fracasar en el teatro (que era lo que daba dinero), hasta los 57, cuando apareció la primera parte del Quijote. La segunda la publicó a los 67. Entre medio, aprovechando el tirón del Quijote, en 1612 pudo publicar de golpe las Novelas Ejemplares, escritas a lo largo de 22 años, y El viaje al Parnaso en 1614, con la que tampoco alcanzó el prestigio que entonces solo la poesía daba. De hecho la novela era, para disgusto de Cervantes, que siempre aspiró a ser alguien en las letras, la menor y menos considerada de las artes literarias. E, insisto, el Quijote lo publicó con 57 y 67. Edades tan avanzadas para la época que es complicado creer que en algún momento Cervantes pudiera mirar su futuro literario con más optimismo que desazón y frustración al recordar su pasado.

Antonio Muñoz Molina, por haber nacido en Úbeda en enero de 1956 pertenece la última generación rural cuya infancia transcurrió en un mundo que todavía era casi como el de Cervantes: pueden recordar los sonidos de las caballerías, de los carros al marchar antes de amanecer, de los pájaros, de los vecinos hablando, llamándose a gritos o llevando cubos… Los sonidos de los pueblos, las costumbres en un mundo sin apenas medios de comunicación, los olores de los útiles de esparto, del cuero de las albardas, a humo, a leña, a hortalizas recién cortadas; las tosquedad de herramientas, la conciencia de la diferencia entre labrador (propietario) y campesino… La mecanización aún no había llegado y la luz eléctrica era la gran diferencia. Muy pocos años después todo eso se perdió para siempre. Los hijos de esa generación son incapaces de poner nombre al sinfín de útiles que sus abuelos nombrarían uno por uno sin dudar, nos recuerda el autor. Es así, a través de esta especie de última ocasión, como un escritor de la talla de Muñoz Molina habla de cuanto rodea al Quijote desde una experiencia similar a la de Cervantes; cierto que lejana, pero con la nitidez de los recuerdos de la infancia.

El Quijote transcurre en verano. La primera parte, la de 1605, de forma indudable. Y también la segunda, tan distinta, la de 1615, aunque en ella los tiempos no cuadren, pero para remediarlo está la ficción. Al autor se refiere a ellas como «El ingenioso hidalgo» y «El ingenioso caballero», que ya saben los lectores que entre una y otra don Quijote ascendió de rango por el mismo encantamiento por el que se había ganado el don.

El análisis que hace Muñoz Molina es a un tiempo ordenado y caótico. Ordenado, porque son muchas las cosas que cuenta sin dar la impresión de ir y venir desorientado, y porque sigue, más o menos, el orden «cronológico» de las peripecias del caballero partiendo de la idea de comparar sus veranos infantiles en los que descubrió a don Quijote con el verano manchego en el que el pobre hidalgo chiflado emprendió sus aventuras. Nítido es también el análisis separado de las dos novelas, pues el Quijote son dos novelas, no una, y brillantes las conclusiones que saca de todos los pequeños detalles. Antonio Muñoz Molina observa donde la mayoría no ve nada. Identifica circunstancias históricas, significados sociales y personales, el papel, significación y peculiar caracterización de muchos de los infinitos personajes del Quijote, lo mismo respecto a los escenarios y al modo de mostrar sin palabras; también estudia las actitudes de Cervantes ante su mundo y, sobre todo, ante la literatura y, más en concreto, ante la creación literaria, porque si algo es el Quijote es un festival de creatividad tanto por comparación con lo escrito hasta entonces como por la riqueza de situaciones y formas de narrar, tan bien y tan brillantemente ejecutadas que muchas pasan desapercibidas a ojos menos entrenados que los de Muñoz Molina, aunque no llegue a hacerlo la improvisación. Además, como buen escritor, desemascara a Cervantes, intuyendo su vida y pensamiento a cada momento.

Como he dicho, el libro también tiene un punto caótico, como el propio Quijote, aunque, como sucede en él, el caos alimenta el caudaloso fluir del discurso. La alternancia de todo lo que he comentado hasta ahora parece caprichosa, aunque siempre se adivina un rumbo, y de igual manera que se mezclan cosas llega un punto en que los recuerdos del niño que leía el Quijote en el verano de Úbeda se transforman en el relato del escritor de sesenta y tantos años que, acompañado de su esposa, visitó poco tiempo antes de publicar «El verano de Cervantes» Puerto Lápice, la cueva de Montesinos y el Toboso. Sobre los tres lugares se explaya. En el caso de Puerto Lápice son consideraciones históricas que relacionan el lugar con la vida y época de Cervantes, en el de la cueva habla de las conexiones entre realidad y fantasía y en de El Toboso se maravilla de la realidad en que se ha transformado la ficción. Yo he estado un par de veces en Puerto Lápice, la última en 2019, siempre de paso porque en el siglo XXI sigue siendo tan lugar de paso como cuatro siglos atrás, y estuve en El Toboso en junio de 2023 (una especie de verano de Cervantes para mí). Muñoz Molina estuvo en El Toboso en septiembre no sé si de 2023 o de 2024. Ambos hicimos un recorrido similar y nos fijamos en las mismas cosas, como podréis comprobar si leéis este libro y lo comparáis con mis fotos. Posiblemente hasta comimos en el mismo restaurante baratísimo y demencialmente grande. Me apena que encontrara cerrado el Museo Cervantino, que admite desconocer, y el que el existen infinidad de ejemplares del Quijote, en multitud de idiomas, dedicados por personalidades internacionales del siglo XX. Seguro que de varias dedicatorias hubiera sacado un jugo sabroso. En cualquier caso, un paseo por El Toboso es el paseo por una realidad que nunca existió más que en la ficción, pero una ficción de tal fuerza que ha transformado la realidad.

A continuación os dejo algunas fotos de esos viajes, de rincones por los que pasé y Muñoz Molina cita en esta obra, «El verano de Cervantes», y termino esta reseña con una confidencia que os hará conscientes de por qué he disfrutado tanto de esta lectura: aparte de que los capítulos de «La terrible historia de los vibradores asesinos» y de «La sota de bastos jugando al béisbol» tienen títulos inspirados en los del Quijote (y ojalá que igual de divertidos), la segunda de estas novelas termina, (ojo, ¿eh, ¡pensad en lo importante que para cualquier autor es el final de una obra!) con Ajonio Trepileto, escandalizado, clamando, sin él saberlo, la más famosa y discutida frase que don Quijote pronunció en El Toboso.

Si como yo estáis rendidos al bueno de don Quijote, leed «El verano de Cervantes» y disfrutad.






Puerto Lápice. Lugares visitados por Antonio Muñoz Molina y mencionados en el libro. Fotos propias (pulsar para ampliar). 








El Toboso. Lugares visitados por Antonio Muñoz Molina y mencionados en el libro, salvo las dos primeras fotos, que son de Mota del CuervoFotos propias (pulsar para ampliar). 

Mota del Cuervo.
A once kilómetros hacia el oeste en línea recta se divisa El Toboso,
que por carretera está a unos catorce kilómetros.

Mota del Cuervo












Índices de mis dos primeras novelas (pulsar para ampliar). 















lunes, 30 de junio de 2025

Los buenos hijos – Rosa Ribas

 



Muy buena y sólida es esta segunda entrega (2021) de la agencia familiar de detectives de Mateo Hernández, situada en el barrio de Sant Andreu, en Barcelona, en una vieja casa colonial donde también viven buena parte de los personajes. Aunque, eso sí, recomiendo haber leído antes la primera, que reseñé el año pasado: «Un asunto demasiado familiar» (2019).

La recomendación trae por causa que las complejas relaciones entre los Hernández son una continuación de aquella novela. No descubro nada si digo que la madre sigue con sus problemas psiquiátricos y que el padre, Mateo, continua ejerciendo de jefe y no de socio de sus hijos, y que las relaciones con ellos tienen todo que ver con lo que sucedió en la novela anterior y, sobre todo, con por qué sucedió. En «Un asunto demasiado familiar» la hija mayor, Nora, había desaparecido, al parecer voluntariamente, y al final el lector conoció las razones (que no voy a decir aquí para no reventar nada a nadie). En «Los buenos hijos» todos los lectores las conocen ya (y a quien no, se le recuerdan) pero la mayor parte de los personajes siguen ignorándolas. Esta es una de las patas sobre las que se apoya la novela.

Otra viene dada por los casos que llegan a la agencia. Varios y de diferentes tipos, que alcanzan a despertar un fuerte interés, lo cual da ocasión para que cada cual ejerza sus habilidades, incluso las inconfesables. Las sospechas sobre estas últimas tampoco mejoran el clima familiar.

El bípedo anda solito hasta que ambas patas se enredan, cuando los casos y el modo en que los abordan los personajes, cada uno con su personalidad, acaban por tener consecuencias en las relaciones entre ellos y en la suerte de cada uno, con morrocotuda sorpresa incluida que de pronto pone todo patas arriba y abre la vía a una acción mucho más contundente y emocional, frente a la racionalidad previa. La cosa termina como sabrá quien lea la novela.

Me permito apuntar que la reacción a esa sorpresa genera una tensión emocional enorme al llevar al límite la pugna entre la individualidad de cada uno, siempre rupturista, y el espíritu del clan, siempre aglutinador. Una tensión que ya desde la primera novela servía para enmarcar emocionalmente la trama.

Lo que de «malo» tiene la novela es en realidad muy bueno: resulta complicado empatizar con ninguno de los personajes porque, muy a su pesar, todos tienen más sombras que luces. No tanto porque sean gente malvada, que no lo son aunque sí tengan los escrúpulos un tanto desordenados, sino porque son presas de sus limitaciones, miedos, complejos y obsesiones. El padre tiene un pasado lejano y oculto, como su fiel ayudante Ayala, y mantiene a sus hijos como segundones en la agencia; la madre está como una regadera según el día, y su sola presencia es inquietante; además, ninguno de los dos es demasiado afectuoso con nadie. La tía tiene un algo de estorbo; y en cuanto a los tres hermanos, ninguno está a gusto con su vida: Nora está reubicando su existencia y su obsesionada cabeza; Amalia anda en una delicada posición pues si no defrauda a su hermana lo hará a sus padres y además no sabe qué debe hacer para ser fiel a sí misma; y Marc anda presa de sus complejos, vicios y circunstancias no demasiado risueñas. Para colmo, seamos sinceros, no les sucede nada alentador.

La consecuencia es que el ambiente no es muy agradable y sí estresante y deprimente. Esto, que quizá a algunos lectores no les guste por lo que tiene de desasosegante, es, en cambio, un gran mérito. La historia es lo que es, y debe ser áspera para no ser otra. Una historia, volviendo al principio, sólida y solvente, escrita con claridad, orden y lucidez.

No creo que tarde mucho en leer la tercera entrega: «Nuestros muertos» (2023).


jueves, 26 de junio de 2025

Ese imbécil va a escribir una novela – Juan José Millás

 



Cuantos hemos publicado una novela nos hemos podido sentir aludidos por el título, porque todos nos hemos cruzado con quien no soporta que nos vaya bien o duda de nuestra mucha o poca valía. Alguien capaz de pensar, al mirarnos: «¡Ese imbécil va a escribir una novela!». El juicio que nuestra futura obra le merece está implícito: será una mayúscula calamidad, siempre por debajo del nivel que realmente alcance. El mundo está lleno de resentidos, envidiosos, acomplejados y mezquinos. Son tan inevitable como la vanidad del escritor (nadie cree haber escrito un bodrio), aunque ignorables. Pero, además, hasta el más concienzudo autor puede sentirse identificado con la frasecita porque el sector editorial exige esfuerzos agónicos para llevar solo un paso más allá de la nada el resultado del enorme trabajo de escribir.

Millás usa la expresión en los dos sentidos. El imbécil que va a escribir un libro es alguien que no le acaba de convencer y que pretende rivalizar con él; pero, por esas cosas de Millás, el otro acaba siendo él, también él, y, por tanto, la novela va a ser un desastre ajeno y a la vez propio. Algo difícil de explicar y de presentar en sociedad. O no. O sí. O a saber.

«Este imbécil va a escribir una novela» va de menos a más. Un ya viejo escritor, y subrayo el adjetivo, recibe la encomienda de redactar un reportaje para el periódico donde colabora, y decide que será el último. El amor propio le hace querer despedirse con el mejor reportaje posible. Algo interesante, significativo, profundo. El escritor, trasunto del autor hasta el punto de llamarse igual y compartir obras y experiencias vitales, emprende la concreción de la encomienda a su manera. Esto es, sin buscar pero sin renunciar a encontrar.

Así rememora, más o menos, cierto recorrido vital desde la infancia y la adolescencia hasta la vejez, centrándose en esos dos extremos y dejando menos chicha en la madurez. Millás es un viejo que sabe que lo es, pero no lo entiende; es un viejo que ni tan solo comprende lo que es serlo. Por eso habla de todo ello como para convencerse, enterarse o asumirlo. O para todo. De ahí que enlace sus obsesiones e incredulidades de «adulto mayor» con las rarezas de la infancia y la juventud, para saber cómo ha podido dar el salto desde niño a abuelo; y así es como trae a las páginas los recuerdos confusos con un pie en la memoria y otro en la fantasía o los sueños. Por eso, igual que le brotan cabezas como a otros les sale un chichón puede surgirle un padre ficticio, y este originar un hermano ficticio, y vaya usted a saber quién más puede llegar a continuación. Bien mirado, si todo eso es o no es o hasta qué punto es quizá revele más del propio Millás que de toda esa parentela que quizá no existe. O que existe, pero sin ser lo que Millás cree que es. Y si esto es así Millás no es Millás, o su parentela sí lo es, o…

Los desdoblamientos de personalidad de Millás tienen aquí uno de sus mejores exponentes. Las brillantes conversaciones con la psiquiatra hacen luz sobre ellas.

Pero el caso es que, entre obsesiones, neuras, extravagancias y la tentación, conforme pasan los años, de volver al pasado para «cerrar círculos», aclarar cuestiones, despejar dudas, averiguar qué o conocer por qué, se va formando una historia, un argumento en el cual el lector se ve envuelto sin darse cuenta. Entonces surge el deseo de saber qué ha sucedido, empezando por saber qué está en la realidad y qué en la figuración.

Una gran novela para todos los asiduos a Millás, y, para quienes no lo son, un modo de conocerlo tirándose a la piscina.


lunes, 23 de junio de 2025

Vicisitudes – Luis Mateo Díez

 



Las vicisitudes que me llevaron a leer Vicisitudes no fueron las más alegres, pero sí insoslayables. Por suerte fue una lectura muy adecuada para el momento. Vicisitudes hizo más llevaderas mis vicisitudes. Y, probablemente, su «unitaria dispersión» tenga algo que ver, porque en aquel momento me resultaba más sencillo concentrarme durante varios pequeños intervalos que mantener mucho tiempo la atención precisa para saborear bien una larga historia.

Vicisitudes es una obra peculiar. Demasiado diferentes sus partes para ser una novela al uso. Demasiado similares para ser un conjunto de relatos. Sus quinientas no sé cuántas páginas se dividen en 85 capítulos de parecida extensión, todos independientes pues no comparten personajes ni historia, pero sí imaginarias localidades, temas y tono, con lo que Luis Mateo Díez consigue dar una extraña impresión de unidad sustentada en una especie de halo mágico: el cielo que toda esa tropa comparte, el dios que nos lo cuenta y un destino común hacía un lento e inevitable hastío vital.

Halo mágico, he dicho, pero mágico no es risueño. Si bien los personajes cambian a cada momento hay temas recurrentes, y ninguno alegre. Soledad, desarraigo, vejez, desvaríos, enfermedades mentales, muerte… Nada contado con dramatismo, y sí con una naturalidad que, por contraste con lo narrado, resulta engañosamente desenfadada. Aunque, a su vez, el desenfado lo desmiente lo elaborado de la prosa, como en un constante juego de opuestos. Al final, ese complejo equilibro en el que el lector, por un motivo u otro, nunca acaba de contagiarse del desaliento o tristeza de la historia que tiene delante sin que tampoco encuentre motivos para alegrarse, ese deambular por historias grises nunca condimentado con ilusiones accesibles, producen una intensa sensación de desolación solo paliada por el aura de irrealidad del universo que el autor ofrece y por la bocanada de aire fresco que el lector se permite al fin de cada capítulo.

Si añadimos que está muy bien escrito, con un dominio del lenguaje y la construcción apabullante, el resultado es un libro buenísimo.

Y perturbador.


miércoles, 18 de junio de 2025

Memoria de chica – Annie Ernaux

 



    Aún hoy, dos años y medio después de recibir el Nobel de Literatura, el artículo que Wikipedia dedica en España a Annie Ernaux  sigue siendo entre doce y quince veces más corto que los falsamente rigurosos que algunos escribientes por completo desconocidos han llegado a dedicarse a sí mismos bajo identidades ridículas, prestadas o usurpadas. Y eso que el artículo de Ernaux es hoy sustancialmente más extenso que el existente el día que la Academia sueca la premió.

    Lo digo porque como en su momento lo usé de vara de medir respecto a varios artículos «sospechoso» de ese proyecto al que la inteligencia artificial pronto apiolará, ahora, siempre que oigo el nombre de Annie Ernaux me viene la anécdota a la cabeza. Pero lo digo no para hacer patente ¿injusticia? alguna ni para avisar de la torpe existencia de pobres diablos jugando a la confusión de parecer alguien, sino porque para saber de Annie Arnaux no es preciso husmear articulicos cuyo rigor puede ser lo que comer mofeta cruda a la gastronomía, sino leer su obra. Y de los tres libros suyos que llevo leídos este es el más claro para iluminar una parte de su personalidad y de su vida. Quizá la nitidez se deba a la perspectiva, ya que fue publicado en 2022, cuarenta y ocho años después de debutar, en 1974, con Los armarios vacíos. Se ve que doña Annie, con el tiempo, ve mejor de lejos.

    En Memoria de chica la autora, de 82 años en 2022, echa un vistazo a la joven que fue en el verano de 1958, cuando, a punto de cumplir 18, pasó unos meses como monitora en un campamento.

    La Ernaux escritora, que habla de sí misma en primera persona, se refiere a su desorientado recuerdo en tercera, como si aquella chica fuera otra persona distinta. Y lo es, claro. Y no lo es, por supuesto.

    Para que esta reseña aporte algo al libro publicado por Cabaret Voltaire, cuento que el 10 de junio de 1940 la localidad normanda de Yvetot fue arrasada por el 25º regimiento Panzer del ejército nazi, comandado por Rommel, que luego, con el resto de la 12º División Panzer, se haría célebre en África. Todo el centro de la localidad fue incendiado. En algunos sitios se habla de 1 000 víctimas en una población de pocos miles de habitantes (no he podido averiguar cuántos eran en 1940, pero en 1962 no llegaban a los  8 000). Annie Ernaux nació en Yvetot el 1 de septiembre de 1940. Imaginad en qué entorno. Justo cuatro años después, el 1 de septiembre de 1944, Yvetot fue liberado.

    En ese desgraciado contexto creció Annie Ernaux, hija de unos tenderos de ultramarinos de los que, por su escasa cultura y baja posición social, llegaría a avergonzarse, si hay que hacer caso a lo que cuenta en este libro. Si esta injusta vergüenza que se da a ciertas edades puede ser por la necesidad de los hijos de reafirmarse, o por la impotencia de verse dependientes de ellos en un pueblecito destrozado y sin futuro comparable al de otros lugares más afortunados, o por saberse a merced de una escasez de recursos que hace peligrar hasta el desarrollo de su propia inteligencia, de sus capacidades y posibilidades (¡Qué triste intuir que tienes la cabeza bien amueblada pero que confirmarlo dependa de que alguien decida dar becas accesibles! ¡Qué sensación de vulnerabilidad!), que lo juzgue el lector. El caso es que la joven de 1958 no tenía motivos para pensar que se iba a comer el mundo, aunque sí ganas de mordisquearlo para averiguar su sabor.

    A la Annie del siglo XXI le da por reconstruir casi minuto a minuto aquel verano en el que la Annie de 1958 llegó a un campamento para ser monitoria, pero buscando, en realidad, el descubrimiento del sexo y el amor, que de algún modo, en su nula experiencia de muchacha aislada y sobreprotegida, entendía unidos.

    Pero lo que en realidad encontró es que el hombre que primero «le hizo caso», por decirlo suavemente, lo que consideraba unido era el sexo y el poder. Si el sexo era para ella una forma de integrarse, para él era el modo de encabezar la manada, lo cual, a su vez, tiene que ver con la diferente posición social de hombres y mujeres. Aún estamos en la época en que lo que encumbra y hacer llamar a un hombre «seductor» o «don Juan», hunde y hace llamar «puta» y «cualquiera» a una mujer. Darse cuenta y asimilarlo fue un proceso doloroso, y el choque con su ingenuidad de tal magnitud que, para colmo, hizo de ella un hazmerreír entre el resto de monitores, situación que no mejoró las comparaciones físicas con alguna rival despampanante.

    En resumen, vas a salir del cascarón, a emanciparte emocionalmente, y te topas con el engaño, la burla, el ridículo, el acoso, la humillación… Abrir la puerta de casa para salir y llevarte un mayúsculo bofetón antes de haber llegado a pisar el felpudo.

    De eso trata este libro: de soledad, desorientación, aturdimiento, tristeza, rabia, incomprensión, sufrimiento… Y también de superación. Pero no una superación heroica, sino la común y corriente de quien solo es capaz de avanzar, sin destino, para escapar de un agujero; y es así como, avanzando sin rumbo, uno acaba no sabe muy bien dónde y en algún momento ha de detenerse y replantearse las cosas.

    Esto también lo cuenta Memoria de chica

    Como también cuenta la historia de la Annie que, más tarde, regresa a aquella zona y hasta duda de si regresar a aquellas personas que la humillaron para darse cuenta de que el presente nada tiene que ver con el pasado y, lo que es a un tiempo tranquilizador y perturbador, nadie se acuerda más que de sí mismo, porque, ¿quién no ha vivido experiencias intensas que no dejaron ni la más mínima memoria en quienes le acompañaron? Cuando lo advierte años después resulta entre pasmoso y humillante. Pero nos ocurre a todos.

    En cualquier caso, ni Annie Ernaux se encontró a sí misma en aquel verano ni posteriormente, cuando volvió a esos lugares; ni más tarde, cuando, ya octogenaria, quiso echar un vistazo a las personas de entonces. No se ha encontrado aún. Annie Ernaux se sigue buscando a sí misma, o no hubiera escrito Memoria de chica

    Y esto es una suerte, porque solo así seguirá escribiendo libros tan interesantes. No como las celebridades que ya solo piensan en hacer caja.

    Obra clara, de gran calidad por cómo está escrita, con precisión para dar con la nota adecuada y el hecho significativo. Y por lo que cuenta, que, más o menos, así o asá, de un modo u otro, es la historia de todos. 


jueves, 12 de junio de 2025

Cómo viajar con un salmón – Umberto Eco

 



Más de once mil personas vieron el tuit, ilustrado con una foto parecida a la de esta reseña, en el que dije pasarlo en grande rodeándome de gente mucho más inteligente y culta que yo. 

Que fue Umberto Eco y no la tortilla el reclamo lo supongo por la menor audiencia de otras fotos de libros entortillados, aunque sospecho que su unión con la pitanza aún lo hace más atrayente.

Y es que cuando una lumbrera como Umberto Eco te habla, con su inteligentísimo sentido del humor, a través de las páginas de Cómo viajar con un salmón, lo que te cuenta son un montón de opiniones lúcidas y anécdotas divertidas que te permiten reflexionar con agudeza sobre infinidad de aspectos de la vida cotidiana, particular y comunitaria, en este extraño momento de tránsito entre revoluciones tecnológicas que han puesto patas arriba y desorientado al común de los mortales, que ni sabemos dónde estamos ni dónde vamos y por eso nos aferramos (amablemente animados por quienes tienen algo que ganar) a cuanto nos haga conscientes de nuestra propia existencia, sea el consumo constante o la permanente búsqueda cualquier ínfima notoriedad.

    Estas conversaciones en las que el lector se limita a escuchar son en realidad artículos periodísticos publicados entre mediados de los años 80 y 2015. Tienen la agilidad de lo verbal, son breves y producen el efecto de estar en una conversación entre amigos en la que se va saltando de un asunto a otro. Por eso, son tan adecuados como compañeros de desayunos solitarios. Algunos artículos parecen obsoletos al hacer referencia a avances informáticos revolucionarios y ya superados, pero aun en esos casos llama la atención la inteligencia de Eco para percibir las corrientes de fondo que desde aquellas novedades nos han arrastrado a las actuales servidumbres. Como profeta (ved también a este respecto los dos ensayos que he reseñado en este blog: Contra el fascismo y Migración e intolerancia), Eco merece más que un buen reconocimiento.

    El hilo conductor de Cómo viajar con un salmón lo forman las vivencias de la modernidad y cierta postura vital ante ellas que, aun siendo amable y comprensiva con la incoherencia provocada por la vanidad, la pereza, la incompetencia y el resto de vicios, no renuncia a criticarla utilizando el humor.

    Del conjunto de estas lecturas uno llega a extraer lecciones a las que Eco jamás alude de modo expreso, y que surgen de lo que sí muestra: su actitud ante la vida. Las más relevantes son la importancia de tener claro lo que uno quiere hacer con sus días, la necesidad de trabajárselo y la capacidad de disfrutar del proceso sabiendo que el fruto es una consecuencia lógica de hacer las cosas bien, aunque a veces circunstancial, pero no un objetivo; y, por último, que lograr hacer todo esto justifica la satisfacción, pero no la vanidad. El fallo en cualquiera de esas patas desemboca en la desorientación o la frustración.

    Tan bien me lo he pasado conversando con Umberto que el día en que terminé este libro me compré otro similar, «De la estupidez a la locura». Siendo bastante más largo, auguro unas cuantas docenas de cafés en la mejor compañía.


lunes, 9 de junio de 2025

El cochecito - Rafael Azcona

 


El protagonista de El cochecito es un jubilado invisible y casi inaudible para su familia, incluyendo el hijo que de él ha heredado la procuraduría que solo da para vivir sin ningún lujo en el Madrid de comienzos de la segunda mitad del siglo XX.

Don Anselmo, que así se llama el hombre, no tiene demasiadas cosas que hacer, además de apartarse para no estorbar. Para colmo, uno de sus amigos, parapléjico, se compra una silla de ruedas motorizada. Un cochecito.

    El artilugio permite a su dueño y a otros tantos amigos en su situación ir y venir con total libertad a lugares inalcanzables para quien, aun fresco como una lechuga, solo puede desplazarse o a pie o en autobús. Que el limitado sea precisamente quien tiene buena salud es un primer contraste notable con las ideas preconcebidas de todo lector; que además los parapléjicos correteen por las carreteras en plan suicida para celebrar su ampliada libertad, también. Pero el caso es que en ese contexto don Anselmo es el bicho raro, el que no puede desplazarse, el que llega solo, tarde y mal en transporte público o a pie. Y cuando alcanza el destino la fiesta siempre ha terminado y vuelve a quedarse solo para regresar. Queda así marginado, aislado… Y más aburrido que una ostra.

    Y el aburrimiento es un peligro inmenso. Uno de los peores a que ha de hacer frente la Humanidad, porque la ociosidad alumbra bastantes disparates. El que se le ocurre a don Anselmo es comprarse un cochecito. Es decir, convertirse, fuera de casa, en un parapléjico de facto. Solo así podrá seguir el ritmo de sus amigos y compartir actividades y parrandas. El problema es que ni tiene dinero para comprar el bólido ni la excusa de la salud para pedirle la pasta a su hijo.

Así que lo que hace el hombre es tantear el terreno, lo cual introduce en la novela a un vendedor de esos artilugios, un tipo dispuesto a engatusar a los peces para venderles un paraguas, una caricatura del charlatán. El problema es que, a través, de él, don Anselmo, sin darse cuenta, da un paso más allá hacia la consumación su extravagante idea, un paso que lo conduce a los pies de la tentación.

Y resistir la tentación cuando la tienes a todas horas delante… 

Quien lea El cochechito comprobará la habilidad de Rafael Azcona para, con muy poco, crear una historia redonda a un tiempo divertida y tierna; y tan estrafalaria que mueve a la piedad hacia los personajes.

Tan estrafalaria, en realidad, como las otras dos que integran este volumen titulado, precisamente, Estrafalario. Ambas están también reseñadas en este blog: El pisito, que he leído dos veces (y probablemente leeré tres) y reseñé hace ya años y Los muertos no se tocan, nene, que publiqué hace pocas semanas.


jueves, 5 de junio de 2025

El español que enamoró al mundo – Ignacio Peyró

 


No hay nada imposible, pero a mí me lo parece que cualquier buen amante de la literatura no disfrute leyendo a Ignacio Peyró. La naturalidad con que utiliza un lenguaje rico plagado de referencias sociales y culturales, lo directo y claro de la exposición y el humor que apenas falta y siempre está allá donde es más necesario (para reírse de uno mismo), hacen de la lectura de este libro un fiestorro memorable (y no digo fiesta porque la mayoría solemos leer vestidos de cualquier manera).

Además, ¡anda que no hace falta osadía para arriesgar tanto talento con un protagonista como Julio Iglesias!

O no.

Depende de lo que el autor haya confiado en su propia capacidad (sospecho que mucho) y en la suerte de su biografiado (sospecho que bastante). Lo digo porque para Julio Iglesias, que ha tenido gran fortuna en algunos momentos de su vida, no es una chamba menor que Peyró se haya fijado en él, porque este libro ni encumbra ni despeña a don Julio, pero su valor literario lo mantendrá en el formol de la buena literatura, paraje donde hasta ahora era un desconocido. Solo le falta que alguien le haga una estatua o un retrato de valor artístico incontestable para eternizase como el bufón de don Sebastián de Morra.

Yo he sido, lo confieso, una especie de inconsciente «antijulio» de tres al cuarto; alguien que no ha comprado ni uno solo de sus discos, ni puesto los pies en uno solo de sus conciertos, ni sintonizado uno solo de sus temas en ninguna aplicación. Alguien, también, que no ha leído ni una sola página sobre él, aunque no ha podido evitar ver infinidad de titulares en revistas a lo largo de los años o toparme con comentarios sobre él en radio y televisión. En definitiva, toda mi vida le he dedicado una indiferencia olímpica, quién sabe si porque sus pastelosas canciones no encajaban en mis gustos o para distinguirme de la parte de la generación anterior que lo veneraba. Y, sin embargo, hasta mis oídos han llegado muchísimas de sus canciones y sé de él más que de algunos familiares.

En eso consiste la fama. En estar hasta donde nadie te reclama. Es decir, en funcionar como una plaga.

En todo ese saber involuntario nunca he encontrado nada artístico digno de admiración, aunque, como en alguna de las páginas de este libro he creído entender, quizá el secreto de Julio Iglesias haya sido, precisamente, la perfecta combinación de inanidades y mediocridades que han hecho de él algo imposible y, por lo tanto y en el fondo, admirable: un mediocre excelso. ¿Quién dijo que la mediocridad no debe aspirar a la perfección? Porque cuando digo «han hecho» o «aspirar» me refiero a lo que no se puede admirar porque no se ve o se ignora: el ingente trabajo alimentado por una descomunal ambición y varias inteligencias despiertas que ha permitido el milagro de que este pan tumaca haya sido considerado ambrosía. 

Sin embargo, ni el máximo talento (del que carece don Julio) acompañado del mejor trabajo (del que sí que puede presumir) hace de ti un personaje, ni mucho menos un mito para una o dos generaciones. Para que algo así suceda es preciso, además del trabajo, que la diosa chiripa te sonría día y noche en los momentos adecuados. Y, a ser posible, a lo largo de los años. Esto es lo que le ha ocurrido a Julio Iglesias: el devenir de su carrera, desde pelagatos a figura de relumbrón, y el de su vida personal han corrido en paralelo y con no pocos puntos en común con los monumentales cambios sociales producidos en España desde los años 60, cuando el caballero inició su andadura, hasta la actualidad. Hay quien dice que ha ido siempre un paso por delante de la realidad social. Y así ha sido. Unas veces, por avispado. Otras, por haber tropezado; que ya decía mi abuela que «quien tropieza y no cae, adelanta». Todo lo que de bueno y malo le ha ocurrido en la vida ha sido combustible para su viaje al estrellato.

La forma en que Julio Iglesias era visto revela mucho sobre sus observadores. Esta baza la juega muy bien Peyró, trayendo siempre a colación, con gracia y habilidad, el contexto social e histórico de cada situación. De este modo, y sin que apenas se den cuenta, enfrenta consigo mismos a los lectores que hayan nacido en el siglo pasado. Para el resto, en cambio, Julio Iglesias no es mucho más que el recuerdo de un recuerdo ajeno, aparte de un meme y un clásico de cuarta copa en selectos bodorrios.

Así es como, mirando a Julio Iglesias, el autor y los lectores se miran a sí mismos, a quiénes éramos, a nuestro pasado, cuando todos éramos más jóvenes, más guapos y con más futuro; cuando frente a la prosaica realidad del común, nos consolaba sentir, escuchando la chuchurrida vocecita de un Julio Iglesias que tampoco sabía bailar, que no hacía falta destacar en nada para tenerlo todo. Hasta el amor.

Termino: la obra traslada la idea de que durante varias décadas la ambición de triunfo planetario fue una obsesión. Luego, claro, el tiempo pasa, y no digamos ya las fuerzas. No parece que Julio Iglesias tuviera un plan B distinto a la decepción durante todos aquellos años de búsqueda del éxito, pero el libro no aclara, aunque permite intuir, cómo lleva el declive. Se diría que el caballero ha intentado un aterrizaje prolongado y suave amortiguado por los dineros de negocios nada relacionados con la canción, pero queda en el aire cómo se ve uno a sí mismo, con el futuro cuesta debajo de cualquier octogenario, cuando toda la vida se ha estado mirando hacia la cima.

Julio Iglesias nació en 1943. Este 2025 le van a caer 82 añitos de nada. Aún le quedan unos cuantos por delante. Ojalá que muchos. Pero, leyendo este libro, uno apostaría a que la forma o el momento de salir de este mundo algo tendrán para redondear su historia. Y afirmarlo quizá tampoco es arriesgado: volviendo a una idea anterior, y siendo la muerte algo tan vulgar, ¿a quién le extrañaría que la de Julio Iglesias sea, por el momento, por el lugar, por el cómo o por alguna glamurosa lágrima, excelsamente mediocre?


lunes, 2 de junio de 2025

Mascarada – Terry Pratchett

 


La solemnidad es la liturgia inventada por el ser humano para dar importancia a las cosas o, más frecuentemente, a sí mismo. Por eso, cuanto más importante pretende ser una persona de mayor solemnidad se rodea. El mejor ejemplo lo hemos tenido hace poco con la elección de León XIV: los papas, que al atribuirse el papel de representantes de Dios se situaban incluso por encima de los reyes, se rodearon de una solemnidad sin parangón para dejar constancia de su insuperable posición (¡casi divina!) e incluso organizaron el tinglado de los cónclaves dotándolos de un deliberado punto de misterio: el aislamiento de los cardenales electores y el secretismo absoluto sobre cuanto acontece en la Capilla Sixtina permite que sea la imaginación de la gente la que ponga la guinda (divina, por supuesto) al monumental pastel que desde la tierra llega al cielo y que lo mundano de las negociaciones, de ser públicas, hubiera derrumbado.

En realidad, no existe ámbito humano sin cierta jerarquía. No existe profesión o grupo en el que unos no se sientan superiores a otros e intenten traducirlo en algo visible. Y cuanto más visible desee hacerse, más precisa y útil es la solemnidad.

Entre los músicos, sean instrumentistas, cantantes o compositores, no hace falta ser muy espabilado para darse cuenta de que la música clásica y la ópera se invistieron hace tiempo del honor de ocupar la cúspide. Y, por tanto, para que nada los desmereciera, su público también debía ser el más selecto. Todo esto debían proclamarlo los gestos, la liturgia, los oropeles. Desde lo grandioso y artístico de los teatros y las puestas en escena hasta el trato a las figuras («divo» procede de «divus», que significa «divino»), las más célebres de las cuales, según el tópico creado, son incapaces de pisar un hotel de menos de ochenta estrellas, de contentarse con menos de no sé cuántos minutos de aplausos y toneladas de rosas y que para colmo desarrollan sus particulares «liturgias solemnes», totalmente exclusivas, a través de excentricidades o caprichos que los distingue del vulgo. Como ya he dicho, el público tampoco puede estar compuesto por desarrapados, sino por lo mejorcito de cada lugar y encopetado. Que este modo de encumbrarse en el mundo de la música ha sido la pauta desde hace algún siglo que otro siempre lo han reconocido tácitamente, por imitación, quienes andan por debajo en el escalafón: las estrellas de la música popular, envidiosas y no menos vanidosas, a medida que crece su fama (no antes, por si acaso) se apresuran a emular las extravagancias de los divos y, para no dejar dudas sobre su valía, siempre han estado dispuestos a «consagrarse» «viéndose reconocidos» con una filarmónica detrás, da igual si uno se llama Freddy Mercury o Raphael. Otra cosa es, claro, la pela manda, que a menudo haya que abrir el espectáculo al populacho, que al final es lo que da dinero, aunque bien es cierto que muchos acuden atraídos por lo que acabo de contar.

Digo todo esto porque la solemnidad es territorio abonado para la parodia, pues apenas el boato deja ver una costura, a través de ella se vislumbra la prosaica realidad: un ser humano con ínfulas y no pocas veces necesitado (a menudo enfermizamente) del reconocimiento ajeno; alguien, en definitiva, que pretende ser superior a aquellos a quienes necesita inexcusablemente para sentirse así.

Terry Pratchett construye en Mascarada un mundo operístico chapucero, tristemente alegre y con muchos puntos patéticos en el que, como en el mundo real, la espiritualidad de lo excelso se derrumba como víctima de un tiroteo ante la presencia de la pasta, lo cual demuestra una vez más que, fuera de los oropeles, famosos y poderosos no se diferencian de menesterosos. 

Además, Pratchett parodia una especie de ópera sobre la ópera: «El fantasma de la ópera». Repito: parodia la ópera parodiando una ópera sobre la ópera. Parodia a la enésima potencia. «El fantasma de la ópera» (1910) fue una novela de Gaston Leroux que alcanzó la celebridad tras su paso por el cine y la perpetuó gracias al musical –con más ínfulas operísticas que operístico- del mismo título compuesto con Andrew Lloyd Webber (estrenado en 1986, sigue en cartelera casi 40 años después). No es lo único que Pratchett parodia. El personaje de Christine (así se llamaba el amor del fantasma en las obras inspiradoras) corresponde en Mascarada al tópico de la rubia guapa y tonta: un personaje con menos memoria que una ameba, siempre alegre y que habla con muchas exclamaciones: una diva que, como verá el lector, no lo es tanto porque la realidad es más… A ver cómo lo digo… Gordita.

Sin embargo, como el simple ir y venir de fantoches con más o menos aires de grandeza hubiera complicado montar una parodia, Terry se agarra a Gaston y a las novelas negras y regala al lector algún fiambre que otro, de modo que la parodia es un marco para una pintoresca investigación. Tan chapucero es este mundo que los investigadores son tanto las víctimas potenciales como los señores que pasaban por allí.

Como siempre en Pratchett no hay un solo personaje normal. Todos son, de un modo u otro, caricaturas. Pero, a diferencia de otras veces, en Mascarada prescinde por completo de la magia del Mundodisco a pesar, incluso, del papel destacado que juegan dos viejas conocidas de los lectores de la saga: las brujas Yaya Ceravieja y Tata Ogg. Por supuesto, también hay un pequeño papel para uno de los más logrados personajes de Pratchett, la Muerte, aunque en esta ocasión aparece un poco desdibujada.

¿El resultado? Una novela algo más ágil que otras, entretenida y divertidísima. 

    Mascarada se titula así no solo por la célebre máscara del fantasma, sino porque la solemnidad, en el fondo, es la mayor mascarada.


jueves, 29 de mayo de 2025

Oposición - Sara Mesa

 


Un escocés, Adam Smith (1723-1790), está involuntariamente detrás de la trola que más éxito ha tenido en la historia de la economía: que el sector privado es más eficiente que el público. 

De nada sirve argumentar que el análisis de la libre competencia hecho en «La riqueza de las naciones» se basa en hipótesis incompatibles con la realidad. Ni tampoco que ninguno de los dos sectores tiene nada que ver con su situación en 1776. 

La creencia, interesadamente alimentada por quienes más impuestos tendrían que pagar de tener un sector público potente y deglutida sin rechistar por casi todo el mundo, se basa en el argumento, para sus defensores irrebatible, de que el sector privado es más eficiente porque cuando uno se juega sus propias perricas es más cuidadoso que cuando maneja la pasta ajena.

Sin embargo, cualquier economista que no esté al servicio de esos intereses o actúe por motivos ideológicos, es decir, cualquier economista puro (o sea, los rara avis) sabe que, primero, carece de todo rigor comparar a quienes persiguen objetivos distintos (por ejemplo, beneficio propio vs seguridad jurídica del cliente), y aún más si lo hacen a través de métodos distintos (derecho privado vs administrativo) que a su vez se fundan en principios diferentes (legalidad vs libertad), en contextos relacionales diferentes y ateniéndose lo público a criterios de universalidad, causa, por ejemplo, de que los grupos Quirón de este mundo jamás vayan a abrir un dispensario en cualquiera de los cientos de pequeñas localidades donde sí está presente la sanidad pública; por lo mismo, no esperen ustedes un colegio privado en ningún pueblito de la España vacía, pero ¿a que no les sorprende ver colegios públicos? La universalidad incrementa los costes medios y falsea toda comparación. Sabe que, segundo, contrariamente al axioma las empresas manejan principalmente dinero ajeno. Aparte de que hace siglos que se inventó la limitación de responsabilidad (¡esta es la verdadera forma en que uno cuida sus perricas!), todas, desde la más grande a la más pequeña, funcionan gracias al dinero de proveedores, acreedores y trabajadores que cobran a mes vencido. Por eso no hay concurso de acreedores que no devenga en metástasis. Crisis ha habido para comprobarlo y las habrá. Siguiendo con el tema, en las grandes empresas la dilución de la propiedad propicia abusos notorios (como que amplias cúpulas directivas se adjudiquen a si mismas retribuciones astronómicas) amén de falta de control que a veces deviene en saqueos organizados y tratos preferentes a accionistas clave y/o directivos, bajo la apariencia de operaciones mercantiles con terceros que son ellos mismos. Sabe que, en tercer lugar, frente a los riesgos de manejar dineros ajenos el sector público hace siglos que tomó cautelas: la radical separación entre gestión económica y funcional hace imposible para el director de un hospital público o para un Ministro pedir prestado para acometer las inversiones o gastos que le dé la gana, lo que limita drásticamente su capacidad para causar estropicios; y también es preciso atenerse a un presupuesto que no solo opera como un limitador de desaguisados, sino que su incumplimiento genera responsabilidades jurídicas y es un instrumento que exige supervisión anual y aprobación por un ente exterior de control; además, el sector público ha desarrollado técnicas, como el presupuesto cero o el presupuesto por programas, o la creación de órganos de control (intervención, tribunales de cuentas…) para combatir las inercias indeseadas. Pocas empresas, salvo las más grandes, adoptan cautelas así, y aun en esos casos al final siempre hay un máximo dirigente que se las puede saltar, salvo que vengan impuestas por ley. Hemos tenido infinidad de ejemplos de nefasta gestión privada en la última crisis financiera y también en los años 90: empresas con trabajadores probos llevadas a la ruina por directivos un pelín en exceso ocupados en megalomanías y en favorecer los bolsillos incorrectos que abusan de una libertad que lo público no tiene por mor del principio de legalidad. Por último, y en cuarto lugar, también sabe que el día a día de la administración está dirigido por funcionarios que superan procesos selectivos en ocasiones extremadamente duros tanto por los conocimientos exigidos como por el temple necesario; cierto que son mejorables, que se cuelan incompetentes y que el competente puede devenir inútil, pero también lo es que para montar una empresa no se exige superar filtro alguno: el más obtuso puede crear un negocio, ¡y ay de sus proveedores, acreedores y trabajadores, que se irán a pique con él! Es inevitable, porque los obtusos existen, están ahí, y también tienen sus ambiciones que persiguen sin filtros. De hecho, la empresa más habitual, la familiar, tiene tantos problemas porque, antes o después, su gestión cae en manos de personas que unas veces carecen de capacidad para gestionarlas y otras hasta del deseo de hacerlo.

No es solo teoría. Doy fe. Después de haber conocido múltiples organismos y un sinfín de empresas me siento en condiciones de afirmar que, como profetizó alguien con más tino que Adam Smith, pero anónimo, en todas partes cuecen habas.

Por lo que a mí respecta, aunque la administración me ha deparado trámites engorrosos y a veces absurdos y a pesar de que como contribuyente financio sus excesos, nadie me ha metido en más y mayúsculos problemas que algunas empresas que, siendo yo su cliente, iban a la suya y no, como afirma su publicidad, a la mía. También, vía precio, he financiado todas sus locuras y excesos. Entre ellos épicos latrocinios y colosales irresponsabilidades que constituyen los mayores pufos de la historia económica española y que dejan en birria los mayores desastres públicos conocidos. Y en materia de cumplimiento de las normas, mejor me callo.

Cuento todo esto porque si Oposición, de Sara Mesa, tiene el éxito que merece, si algo va a conseguir es apuntalar los abundantes prejuicios contra los funcionarios y la administración, cuando lo que cuenta puede predicarse de multitud de organizaciones.

Y es que en todo ámbito donde trabajan un número de personas suficientemente amplio convergen tres cuestiones: la complejidad de la organización, la vanidad de algunos y la pereza de algunos otros.

La complejidad hace que quien está abajo o en un lado solo controle lo suyo y vislumbre borroso cuanto hay más allá, y que quien está arriba y en el centro use más el telescopio que el microscopio. De ahí que muchos detalles no esenciales acaben escapando a todo control mientras no produzcan daños evidentes, y también que las ideas vacías tengan un amplio mercado aprovechando los nichos de ignorancia. Quienes venden humo son los trepas más incompetentes o impacientes, siempre presentes, siempre vanidosos. Por último, la pereza hace que el vago encuentre en esos nichos un refugio donde amodorrarse. 

    Todo esto provoca, ya acercándonos al libro de Sara Mesa, que cuando un recién llegado cae en un lugar donde, como es el caso de Oposición, se dan algunas de las situaciones que he apuntado, las pase canutas.

La experiencia que cuenta Sara, la protagonista, al principio me pareció exagerada, deforme, contrahecha. Y más si, como apunta la publicidad, se basa en la experiencia personal de su autora. Me parecía increíble. Caricaturesco. Aunque luego, según Sara se integra en el ambiente del megacentro de trabajo donde, en diferentes ecosistemas, convive fauna de todo tipo y pelaje, esa sensación se dulcifica y la historia gana realismo. De hecho, esta lectura me ha llevado a reflexionar sobre mi propia experiencia laboral, y lo cierto es que he sufrido algunas experiencias surrealistas y he presenciado o conocido algunas igualmente estrambóticas. Las pérdidas de tiempo y esfuerzo debidas a los vendedores de humo poco tienen que envidiar a las debidas a los vagos con caradura, y no olvidemos los desajustes que a larga causan esos nichos de ignorancia en los que nadie piensa. En todas partes existen las tres cosas.

    Sin embargo, para que no todo parezca negativo, conviene afirmar que, con todos estos defectos, los sistemas públicos y empresariales funcionan. Por eso nunca como ahora ha habido tantos servicios, públicos y privados, de tanta calidad. Sin renunciar a la crítica, valoremos lo que tenemos. 

    El centro donde transcurre toda la novela no se identifica. Ni siquiera la ciudad o administración, aunque todo apunta a que se trata de la administración autonómica, donde proliferan los interinos, como lo es la protagonista, donde abundan los órganos directivos y donde, por razones de cercanía de una política con capacidad legislativa y notable autonomía financiera, mayores riesgos de sobredimensionamiento hay.

Sara es una interina que llega a trabajar a un lugar donde solo una persona es capaz de decirle qué debe hacer, pero no tiene tiempo para explicárselo y formarla. Queda desamparada. Además, la tarea que le asignan es el humo que alguien en las alturas compró a quien se lo vendió, de tal manera que Sara, cuando se pone manos a la obra, no tiene obra que hacer. Más tarde, explorando la jungla del edificio se topa con parte de los distintos especímenes que he señalado, y lo que le llama la atención y lleva a las páginas es lo mejorcito de cada casa. Su sentido moral y su raciocinio le hacen sentirse incómoda. Quiere cobrar, sí, pero a cambio de su trabajo. Y de un trabajo que sirva para algo. Y, además, realizándolo en una institución que se respete a sí misma. Un buen ejemplo de venta de humo es la rueda de prensa con figurantes, un remedo de los infinitos actos, reuniones, charlas y conferencias que, para justificar su existencia, organizan todo tipo de instituciones públicas y privadas sin otro público que el cautivo.

    Es así como Sara llega a ser una especie de Bartleby a la inversa. Si el personaje de Melville prefería no hacer nada de lo que se le pedía, la Sada de Sara Mesa intenta hacer aunque no haya nada que hacer. Es más lógico, claro, porque hacer algo útil para alguien es lo que da sentido a un empleo. Por eso, también, hacer por hacer puede llevarte al manicomio, que es un poco lo que le sucede al personaje: que se desnorta. Este punto es el más humorístico del libro: por lo que Sara llega a hacer, por el contenido de su tropelía y por lo que en el fondo significa la solemnidad con que es atacado su ataque a lo inútil. También es un elemento clave y hábilmente jugado en el devenir de la historia. 

La Sada de Sara Mesa comienza siendo una administrada devenida administradora, alguien que entra en la administración con ojos de ciudadano y termina siendo una administradora que no tiene nada que administrar. Más o menos como quienes la rodean, que parecen haber cambiado el no hacer nada por hacer frenéticamente cosas inútiles como modo de justificarse a sí mismos. Quienes hacen algo que sirve a los ciudadanos no tienen cabida en este libro, de ahí que el ambiente oscile entre lo claustrofóbico, lo indignante y lo grotesco.

Está muy bien escrito y estructurado. Con un lenguaje claro que además denuncia sin cesar la lejanía entre el lenguaje administrativo y el coloquial. Denuncia en la que tiene toda la razón, aunque el lenguaje-muralla no es exclusivo de la administración: a ver quién es el guapo que descifra lo que le cubre o no el seguro, lo que significa la factura de la luz o hasta dónde alcanza la garantía del coche. Si el lenguaje administrativo sirve para proteger al funcionario, el privado se usa además para confundir y exprimir al cliente. En noviembre asistí a una conferencia de dos filólogos contratados por una administración para hacer accesible el lenguaje admministrativo (¡alguien se mueve en ese sentido!) y el análisis que hicieron (divertido, pero sin piedad) de uno de los documentos a mejorar movía a la risa floja y causaba sudores fríos. Bajo la excusa cierta de que alejarse de los términos estrictamente legales hace que los tribunales se pongan tontos y acaben dando la razón a recurrentes que debaten sobre todo menos sobre lo que han hecho, los lenguajes administrativo, judicial y mercantil son fortificaciones tras las que, quienes los usan, se sienten seguros. La consecuencia es que la mayoría de los mortales, antes o después, acabamos enfrentándonos a documentos casi ininteligibles, aunque, de entenderlos sin dudas, no los cuestionaríamos. 

Tras haber leído hace ya cuatro años Silencio administrativo, diría que Sara Mesa, que en algún momento fue funcionaria no he podido averiguar dónde, tiene algo contra la administración. Es probable. Pero su crítica tiene fundamento. Por lo que respecta a esta obra, que existen ineficacias y órganos sobrantes, por no llamarlos inútiles, no es nada nuevo. Una batalla ya documentada desde los orígenes de la historia y, me temo, eterna por lo que antes he dicho sobre lo que sucede allá donde confluyen cierto número de personas.

Un muy buen libro para reflexionar sobre las enfermedades de las organizaciones y sobre cómo influye en ellas la debilidad de las personas. Porque de eso se trata.

El arrojo final de la protagonista se intuye que tiene recompensa (a fin de cuentas, nos está narrando su peripecia de modo retrospectivo), pero «arrojo» viene de «arrojar» y es comprensible que quien más y quien menos tenga mucho cuidado con dónde se arroja a sí mismo. ¿Resultado? Lo que denuncia Oposición seguirá teniendo sentido per saecula saeculorum, quod erat demostrandum.