En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

lunes, 27 de febrero de 2017

Confesiones: Mendoza, no. Cervantes, sí.



          Cuando un lector recomienda un libro y la obra o su autor no son conocidos, suele compararlos con otros famosos. Cuanto más renombrados, mejor, porque así tiene más probabilidades de lograr una comunicación eficaz. Es una forma de simplificar la explicación y de dotar a lo recomendado de un prestigio que la sola opinión de quien lo defiende quizá no otorga.

          Ajonio le debe casi todo al boca a boca. Por eso, como ni él ni yo somos famosos, las comparaciones han sido inevitables. La más frecuente, con Eduardo Mendoza. ¿Cuántas veces? He renunciado a contarlas.

          Es halagador, de agradecer y seguramente útil a los fines que persigue. Sin embargo, me hace pensar que Mendoza es mucho más leído que Cervantes; por tanto, más conocido y, en consecuencia, más utilizado para recomendar por comparación.
    
          Lo digo no solo porque la influencia de Mendoza sobre mí ha sido limitada (por más que lo admire, la mayor parte de sus novelas de humor las leí después de escribir la primera de las mías) sino porque para mí es evidente que tanto su personaje (y Horacio Dos y el marciano que buscaba a Gurb) como el mío, como infinitos otros dentro y fuera de España, beben de las fuentes del Quijote tanto en su ridícula prosopopeya como en su aspecto vulgar elevado a grotesco por las circunstancias y un deteriorado sentido de la realidad; y también lo hacen en su espíritu de perdedor ignorante de serlo o en la concepción del humor como un mecanismo de defensa ante la vida, tan opuesta a esa otra, más destructiva –que no más crítica-, de la que suele citarse a Quevedo como representante. Algo apunté aquí hace ya un lustro, cuando no imaginaba que Ajonio iba a llegar donde ha llegado. Más claro queda aún en la forma de titular los capítulos (¿por qué renunciar a los títulos para hacer literatura y divertir?), aparte de que el sentido de la justicia de Ajonio tiene, como el de don Quijote, torcido el punto de mira.
     
         Ahí terminan las comparaciones, si es que cabe alguna más allá de reconocer la influencia de Cervantes. Don Quijote lo es todo y Ajonio no es nada. Qué más quisiera él que la gloria de haberse atragantado respirando el polvo levantado por Rocinante.
     
          Dicho queda no para los lectores de Cervantes, que no lo necesitan y además –qué pena me da constatarlo así- son pocos, pero sí para los del gran Eduardo Mendoza, para los futuros míos y para aviso de desavisados. 




14 – Jean Echenoz



          Prosa elegante, se dice en algún lugar de la contraportada. Y así es. Y oficio, mucho, para dar en tan pocas páginas una visión tan amplia de la Primera Guerra Mundial. Una novela excelente pero, sin embargo, desagradable por el descarnado modo en que se expresa: sin pasión sin tomar partido –en el texto- ni siquiera a favor del ser humano; se describen los hechos sin hacer alusión a los sentimientos y las sensaciones; el sufrimiento, que lo ponga el lector. Y el lector lo pone porque resulta imposible leer según qué cosas sin intentar ponerse, siquiera remotamente, en el lugar de los personajes. Esta es la forma de tomar partido a favor del ser humano: forzando al lector a buscar el horror en sí mismo. 14 es, por tanto, una de esas novelas cuyo efecto no surge de las ideas que expresa, sino de los sentimientos que desata. Una gran y dura novela.

          Cuenta la historia de cuatro amigos franceses, de los cuales uno, Anthime, tiene más protagonismo. Un buen día el toque de rebato del campanario avisa de que van a ser movilizados. Ninguno sabe muy bien por qué ni para qué, y ni siquiera se lo preguntan. Todos tienen la confianza de que es un engorroso trámite y en quince días volverán a casa. Ni tan solo muestran preocupación. Ya en ese momento sabemos que Anthime mira con buenos ojos a Blanche, y que a ella él no le es indiferente, pero Blanche está con Charles, un tipo que va por la vida con aires de superioridad, que no encuentra ascua a la que no arrime su sardina y que con su actitud acompleja a Anthime, que es todo lo contrario a él.

          El relato es el de la suerte de los cuatro amigos perdidos en una guerra a caballo entre dos épocas. Una guerra a veces todavía convencional, de lucha cuerpo a cuerpo entre ejércitos, y que poco a poco va haciéndose novedosa: la aviación, las armas químicas...

          Ninguno de los cuatro opina o juzga. Solo, como animales domesticados, se dejan llevar sin otra esperanza que aguardar a que termine todo aquello, eludir la muerte y, mientras tanto, permanecer juntos para encontrar en esa pequeña unión el único rastro de afectividad disponible.

          Lo que ocurre es previsible: la guerra, las penurias, la desgracia, la desesperanza... El ser humano tratado como una escoria intercambiable, enviado a matadero como una res por quienes no piensan experimentar ellos mismos el horror. Gente luchando, sufriendo y muriendo por no saben qué, luchando no contra nadie sino por sobrevivir, muriendo por algo que no ha de cambiar su vida porque la vida de Anthiem, como vemos al principio, igual que la de todos, era trabajar, pasear, enamorarse...  Algo tan cotidiano y ajeno a la política y a las razones de los gobernantes que resulta insultantemente doloroso y contiene una enorme carga de denuncia. Pero al final, todo termina. Hasta lo malo, que solo permanece en el alma. Tras cualquier guerra, en realidad, nada ha cambiado. Solo hay más sufrimiento.


lunes, 20 de febrero de 2017

El campo del alfarero – Andrea Camilleri



El campo del alfarero (serie Montalbano, 17)

                No hace mucho un amigo me dijo que, tras leer libros profundos, nada como desengrasar con Salvo Montalbano. Y tenía razón. Hace dos años ya traté de reencontrarme con la lectura leyendo –en contra de mi religión- tres novelas seguidas de este mismo personaje. Fue en vano: siguió un larguísimo periodo de sequía lectora. Una vez olvidado y tras un libro tan bueno y denso como Tú no eres como otras madres, he vuelto a recaer en igual pecado: El campo del alfarero, La edad de la duda y La danza de la gaviota. Las reseñas de estas dos últimas, están ya programadas para los próximos días.

                A estas alturas, décimo quinta de la saga, no buscaba nada nuevo en las novelas de Montalbano. Y el comienzo del Campo del alfarero me pareció «más de lo mismo» (por utilizar una expresión hecha de las que tanto fastidian al protagonista) de forma casi abusiva: no pasa nada, aparte de la actuación y sobreactuación de los personajes para satisfacer a los incondicionales, al modo en que en las telecomedias norteamericanas ponen risas y aplausos enlatados con la primera aparición de cada actor. Sin embargo, la impresión es equivocada, porque el desarrollo posterior de la trama olvida la paja previa y tiene un nivel de complejidad y una claridad expositiva que dice mucho en favor de Camilleri.

                Dos tramas que en realidad acaban confluyendo en una, lo cual tampoco es nuevo en Camilleri ni en nadie, aunque en esta ocasión todo muy bien hilado. Por un lado, la aparición, en un terreno arcilloso, de un cadáver troceado siguiendo un ritual que parece vincular la muerte al mundo mafioso. Por otra, el comportamiento del subcomisario Augello, que apunta a un nuevo affaire –este ya, dentro del matrimonio- que lo tiene de los nervios. Y, como siempre, un protagonista que intenta alcanzar la verdad por el camino más directo, que no siempre es el más legal. Todos los elementos de las novelas de Montalbano convergen aquí.

                En la conversación que aludía al principio, otro amigo indicó que en los diálogos, magistrales, se nota que Camilleri ha sido guionista. También tiene razón. El pasado de guionista de Camilleri se advierte además en los recursos para implicar emocionalmente al lector, auténticos «clásicos televisivos»: en esta novela, meter en problemas graves y sembrar la duda en torno a uno de los «buenos» con los que el lector, tras catorce entregas de la serie, ya tiene una relación de afinidad; también, por ejemplo, el modo en que se dejan morir ciertas historias paralelas (el «tema Livia» parece agotado, por ejemplo), mientras otras vienen a sustituirlas para mantener la corriente de tensión afectiva hacia los personajes.

                En definitiva, una muy buena novela de intriga en la que, por una vez, las historias de segundo plano quedan relegadas trasladando la tensión emocional al papel de Mimí Augello en los sucesos a investigar. Una factura de corte televisivo, sí, pero con mucho más: oficio, inteligencia, talento, huída de la comodidad y ganas de hacerlo bien.


martes, 14 de febrero de 2017

Trapos sucios – David Lodge



          Interesantísima novela, Trapos Sucios, para reflexionar sobre el ego, la esclavitud de ego, el modo en que renunciamos a vivir nuestra propia vida por miedo a admitir errores y debilidades, y para reflexionar también sobre la importancia real de las cosas.

          Adrian Ludlow es un novelista que no escribe desde hace siglos. En su día alcanzó lo más parecido a la "inmortalidad literaria": una de sus primeras obras es estudiada en los institutos. Lo cual, gloria aparte, le garantiza reediciones y derechos de autor.
David Lodge. Londres, 1935
          Adrian vive retirado junto a su esposa, Eleonor, en una casa de campo cercana al aeropuerto de Gatwick. La ubicación permite que Sam, un viejo amigo de ambos de los tiempos de la universidad, los visite justo antes de emprender un viaje a Estados Unidos para hacer un trabajo en Hollywood. Algo más tienen en común Sam y Adrian: los dos se dedicaron a las letras. Sam ha triunfado como guionista, si por triunfar se entiende tener audiencia, fama y dinero a raudales. El bestseller, representado por Sam, enfrentado a la alta literatura representada por Adrian.

          Una momentánea ausencia de Adrian permite al lector comprender que la amistad entre Eleanor y Sam es algo más que simple amistad. Pero lo importante de esa visita es que sabemos que Sam había accedido a hacer una entrevista con la periodista de moda, Fanny Tarrant, una profesional polémica por su carácter incisivo y provocador. La entrevista, que ha sido publicada esa misma mañana, es destructiva y reduce a Sam a la condición de pésimo escritor con ínfulas de grandeza. 

          Adrian confiesa entonces a su amigo que la periodista también quiso entrevistarlo a él para sacar información sobre Sam, pero que Adrian se negó. Sam idea entonces una venganza: ¿qué tal si Adrian accede ahora a ser entrevistado y, a raíz de esa entrevista, se anticipa a Fanny publicando sobre ella un artículo demoledor?

          Ahí queda la cosa, porque Sam se va a su viaje. Pero Adrian, tras rumiarlo, y en contra de la opinión de Eleanor, accede. ¿Por qué? No se dice, pero el lector avispado lo comprenderá más adelante.

          Fanny llega a casa de Adrian y la entrevista y contraentrevista, en la que se consume buena parte de esta breve novela, es un pasaje de extraordinario valor, en el que encontramos una Fanny más sensata de lo que pudiera  pensarse hasta el momento (lo cual no está reñido con su falta de escrúpulos) y a un Adrian activo, cuando hasta ese momento ha dado una imagen pasiva. Un diálogo prolongado, brillante e inteligente; sumamente inteligente, tras el cual al lector no le cabe duda: el libro merece la pena.

          El diálogo transcurre en medio de un inestable equilibrio emocional: Fanny intenta sacar trapos sucios de Sam; y el lector y Adrian saben que éste está intentando sacarlos de Fanny.

          ¿Y por qué la gente se aviene a contar sus miserias? En algunos casos, como parece el de Fanny, quizá por necesidad de comprensión, por la soledad a la que la aboca la forma en que ha decidido ejercer su profesión y vivir su vida; en otros, como el de Adrian, lo sabremos al final, aunque solo se haya avenido a hacerlo off the record. Lo cierto es que, en cualquier caso, el asunto se le va a Adrian de las manos cuando Eleonor, de modo que no viene al caso en esta reseña, siente traicionada su intimidad y, en un arrebato, cuenta un trapo sucio que es "el" trapo sucio que a toda costa Adrian quería evitar: el trapo sucio cuyo secreto justificaba airear todos los demás.

          ¿Y qué ocurre cuando todos los trapos sucios ondean al viento? Que nadie es como ha hecho creer a los demás. Que las relaciones se enfrían. Que hay que afrontar la realidad. Que hay tomar decisiones.

          Entonces es cuando Lodge resuelve el lío con un golpe de efecto magistral, a través de un suceso que súbitamente reduce el ego de todos, ante sus propios ojos, a su verdadera dimensión: la del ombligo de cada uno.

           Una maravillosa y breve novela para reflexionar sobre la autoestima, el egoísmo, el egocentrismo, la vanidad del escritor o de cualquier creador, el miedo, las dudas, la culpa, los errores, el temor a enfrentarse a cómo somos realmente, con todas nuestras miserias a cuestas, y sobre la forma en que ese miedo nos hace vivir una vida que no es la nuestra.

jueves, 9 de febrero de 2017

La pista de arena – Andrea Camilleri



La pista de arena (Serie Montalbano, 16)

          Historia inspirada, como es habitual en Camilleri, en noticias periodísticas. Pero la musa no garantiza el resultado. O al menos La pista de arena es la novela que menos me ha gustado de todas la de Montalbano. ¿Las razones? La trama parece solo una excusa para desarrollar una serie de clichés televisivos con los que rellenar papel; y todos forzados, a diferencia de lo que ocurre en otras novelas de la serie. Por citar varios:

     Nuevamente  -y ya van n veces- al comisario le da por tener sueños más o menos premonitorios, lo cual no deja de ser una forma facilona prometer emociones fuertes al lector: una especie de publicidad de la obra al comienzo de la propia obra.

          Otra vez aparece una mujer que, cómo no, deja oscuras a las más despampanantes. Y además, millonaria perdida. Camilleri nunca olvida cubrir el papel de guapa de la película.

          Añadamos que tan distinguida dama no es muy pacata y encima tiene a bien encapricharse de forma instantánea del comisario. Dado que las millonarias tan saladas no tienen por costumbre (o será que como hay muy pocas me resulta difícil investigar en el sector) dispensar tanta atención a los sufridos funcionarios de provincias cincuentones y dado, también, que no hay damisela que no mire con buenos ojos a Montalbano, la cosa también cansa un poco.

          Al modo en que el cine plantó a Tarzán en Nueva York, Montalbano se ve «obligado» -la trama no lo requiere- a asistir a un fiestón de postín plagado de millonarios, para que sus incondicionales rían las gracias de verlo sufrir con traje y corbata, disfruten viendo lo patoso que resulta en esos ambientes, se admiren de su llana ignorancia sobre cualquier cosa remotamente vinculada al protocolo del dinero, se rían del amaneramiento y la banalidad de aquellos a quienes la riqueza transforma en papanatas con ínfulas (el comisario, con su desprecio hacia ellos, hace  así justicia en nombre del lector plebeyo, que se siente representado por él) y se diviertan viéndolo agónico ante una pitanza distinta del pescado más fresco.

          No olvidemos el envejecimiento que acompleja a Montalbano, y que da lugar a numerosas alusiones a su pérdida de visión que, por cierto, no tienen continuación al menos en las tres novelas posteriores. Y añadamos un superficial sentimiento de culpa por sus devaneos, no motivados por ser un poco calavera, pobrecico, sino por estar en la edad en la que su autoestima lo impulsa a hacer cosas que le permitan asegurarse de que sigue siendo un hombre joven y todavía no un viejo.

          Y, por último, por fin la vulnerable vivienda del comisario recibe el trato que bien podrían haberle dispensado muchos de los «clientes» de novelas anteriores, y con más motivo que en esta, lo cual trata de crear un ambiente de angustia en el lector dado que su héroe ha pasado a ser objetivo de los criminales. Pero, por desgracia para este fin del autor, la sobreactuación del personaje resta toda credibilidad al asunto, porque el tío no pierde el sueño, ni la tranquilidad, ni tiene la más mínima duda de nada, ni muestra la más mínima inquietud ni siquiera inmediatamente después de que unos desconocidos traten de quemarle la casa. El realismo, como digo, se va a hacer puñetas.

          Entre medio de todo este repertorio de virtudes y defectos del caballero, la trama: el comisario encuentra junto a su casa un caballo muerto, matado a golpes, y le da por investigar dedicando al asunto un interés y unos recursos notables, y más si se tiene en cuenta que ni llega a haber denuncia ni el caso es de su competencia. Aunque todo se rodea de misterio, las preguntas que mueven la acción son obvias: ¿quién necesita hacer algo así? ¿Y para qué? Y, dado que no sabemos exactamente qué ha ocurrido, ¿qué es lo que ha ocurrido? Pronto descubre que un caballo de carreras ha sido robado cuando iba a participar en el fiestoncio de ricachos que antes he citado. Pero a saber si ese es el jamelgo finiquitado, porque el cadáver ha desaparecido en apenas unos minutos (otra cosa poco realista, como si recoger la casi media tonelada que puede llegar a pesar el cadáver de un caballo pudiera improvisarse).  Y, de paso, al comisario le cuenta Fazio que cada dos por tres hay carreras clandestinas donde se mueve mucho dinero, como si la policía no debiera andar encima de un asunto de ese tipo desde hace tiempo. A partir de aquí, cierto barullo en torno al caballo donde las cuestiones personales de los implicados se mezclan  –y no descubro nada porque también es frecuente en Camilleri- con la presencia de la mafia local. Por lo demás, una investigación tonta, en la que más vale la pena no pensar mucho para no llegar a la conclusión de que lo que acaba siendo determinante (las razones por las que los «malos» van a por el protagonista) en realidad importa un pito y ningún delincuente en su sano juicio se hubiera molestado en mover un dedo.

          Vuelvo al principio: la novela de Montalbano que menos me ha gustado. Menos mal que las tres siguientes, que ya he leído cuando escribo esto, mejoran. 


lunes, 6 de febrero de 2017

Las alas de la esfinge – Andrea Camilleri




Las alas de la esfinge (Serie Montalbano, 15)

                En un vertedero en las cercanías de Vigàta aparece el cadáver desnudo de una joven. Tiene el rostro desfigurado y, en la espalda, un pequeño tatuaje.

                El comisario Montalbano debe hacer frente al caso a la vez que al inminente naufragio de su relación con Livia. Tras años de ser pareja a distancia viéndose cuando pueden, la situación está al borde de una gélida ruptura. ¿Cómo pueden apenas dirigirse la palabra dos personas que se han querido y lo han compartido todo?

                Entre esos dos problemas debe lidiar el protagonista, y lo hace a través de sus debates internos, siempre escenificados como diálogos consigo mismo, con el efecto clarificador y gracioso que tiene ese recurso, y en un entorno más gris que en otras entregas de la serie, ya que sus ayudantes son meros comodines de la trama y solo Cataré y sus recurrentes errores aportan un tono de humor, ya conocido, aparte del histrionismo del comisario (como cuando se transforma en un actor, literalmente, durante un interrogatorio) y del desenfadado trato que dispensa a todos desde la posición de peculiar posición de superioridad moral que ampara en su particular idea del deber.

                Una novela más facilona que otras del mismo autor, en el que hay ciertos personajes y situaciones  tópicos y, por tanto, previsibles, como el responsable de La Buena Voluntad –una organización paraeclesial dedicada a la rehabilitación de prostitutas, puesto que el comisario cree que la muerta pasó por ella) y las indignadas protestas de la «gente de orden» ante toda autoridad viviente cuando se sienten bajo sospecha.


                Una trama bien llevada, pero sin la fuerza de otras, hasta tal punto que, al final de la novela al lector, al autor y hasta a Montalbano les importa un pimiento el desenlace –que se resuelve de forma casi precipitada-, porque lo importante entonces, para todos, es lo que va a ocurrir entre Montalbano y Livia. Y ocurre, vaya si ocurre, y con esas geniales notas de humor que deja caer el autor de cuando en cuando, aunque como la parte afectiva es uno de los hilos conductores de la serie la interpretación del lector ofrece un margen a la duda, lo cual no es inocente, pues La pista de arena está ya esperando en la estantería de casi todos.