En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

lunes, 30 de junio de 2014

La señorita Hargreaves – Frank Baker



            Escrita en 1939, La señorita Hargreaves cuenta la historia de Horman Huntley, veinteañero y aprendiz de organista en la catedral de la ficticia ciudad inglesa a orillas del Támesis donde transcurre la mayor parte de la acción.

            La novela comienza con un viaje de placer de Norman y su amigo Henry . Visitando una iglesia en un pueblo perdido en Irlanda, por gastar una broma a un pobre hombre se sacan de la manga a una tal señorita Hargreaves, octogenaria a la que atribuyen toda una serie de circunstancias y manías. Cuál no será la sorpresa de ambos cuando la señorita Hargreaves se materializa en sus vidas tal y como la han imaginado.

            Y a partir de aquí, la confusión entre la realidad y la ficción, y, si se quiere, la posibilidad de reflexionar sobre cómo nuestras propias creaciones se adueñan de nosotros e incluso, llegado el caso, pueden llegar a independizarse o a volverse en nuestra contra. En algún sitio he leído que es una reflexión sobre el proceso creativo, pero aunque puede interpretarse así y, sin duda, algo de eso hay al menos como inspiración, no es menos cierto que la literalidad del texto nos sumerge en una especie de “realidad mágica” en la que lo imposible toma cuerpo.

            La primera mitad de la novela se hace lenta, aunque no sé si esa lentitud es precisa para asentar a un personaje irreal entre los reales; luego, a medida que pasan las páginas las cosas van ganando vistosidad e interés, llegando a un final interesante, en el que –al margen de la solución que se da al problema- cabe plantearse la pregunta del papel de la destrucción en los procesos de creación, de hasta qué punto el creador es dueño de lo creado, y, por tanto, de si debe soportar o no todas las consecuencias de sus propios actos. El final en sí también permite pensar que lo creado ahí está, ahí queda para bien o para mal. Cervantes “mató” a Alonso Quijano, quien ya había repudiado a don Quijote, pero don Quijote sigue vivo, sigue siendo real. Como a lo largo de estas páginas es real la señorita Hargreaves, y por haber sido real una vez, lo sigue siendo después.

            Un último apunte: ojo al padre de Norman. Un personaje secundario a recordar. Un librero que va a la suya, que jamás contesta directamente a una pregunta (y pocas veces lo hace indirectamente), bajo cuya apariencia de hombre permanentemente abstraído se oculta una mente sagaz y, a la vez, vulnerable.




lunes, 23 de junio de 2014

Luna de papel – Andrea Camilleri



Luna de papel (Serie Montalbano, 13)

            Pese a que muchas de las cosas que ocurren en esta novela se ven venir, lo cierto es que se trata de una de las más entretenidas, y por momentos enrevesada, de Montalbano. Además, aunque estamos nada menos que ante la decimotercera de la serie no puede decirse (a diferencia de lo ocurrido en alguna de las precedentes) que resulte reiterativa.

            Una mujer de mirada inquietante requiere la ayuda del comisario. Su hermano no aparece y ella no se atreve a entrar en su casa por miedo a que le haya ocurrido algo. Y algo le ha sucedido, efectivamente. Que le han pegado un tiro. El asunto tiene toda la pinta de un crimen pasional, lo cual conduce a al comisario a repasar los amores del caballero, entre los que hay alguna damisela que a Montalbano le hace tilín y hasta tolón.

            Como para conocer al asesino a menudo es preciso conocer a la víctima, una de las vías que suele seguir este género es precisamente ese: reconstruir la vida del finado, la cual, para que sea novelesco, debe proporcionar una sorpresa detrás de otra.

            Y para sorprender, nada como partir de una víctima normalita, de clase media, un pringadillo sin demasiados amigos, ni enemigos conocidos. Un tipo de esos que vive y deja vivir. El muerto, en este caso, es un “visitador médico”. O sea, un comercial de laboratorios, que es una forma de ganarse la vida como cualquier otra. Que hay sorpresas, ya lo he dicho, pero me ahorraré cuáles para no chafar la lectura a nadie.

            Por lo demás, Mimí Augello tiene un trabajo extra: calmar al jefazo de Montelusa responsable del tráfico de drogas. El motivo: han muerto por sobredosis varias personas eminentes. La causa del óbito no se ha hecho pública (oficialmente los infartos y similares son muy socorridos para no manchar la reputación de nadie), con lo que se han guardado las formas, pero la policía cree que un camello bien relacionado está vendiendo mercancía defectuosa, y teme hasta dónde puede llegar el desaguisado. Una trama que corre paralela a la otra sin que el comisario se meta en ella, aunque es puntualmente informado.

            Ojo con los detalles. De todas las que he leído de Camilleri, esta es una de las que más detalles significativos tiene; y como es fácil que el lector los pase por alto, más vale que la lectura no se prolongue más allá de dos o tres días.

         Luna de papel confirma también uno de los sellos típicos de Camilleri: junto al extraordinario realismo de alguno de los detalles personales del comisario conviven rasgos propios del personaje osado, un tanto heroico y alocado, amén de unas tramas que, como el personaje, saltan continuamente desde el realismo a las situaciones, complicaciones e incómodas casualidades propias de las novelas de aventuras.

            Y termino como casi siempre, con una referencia al humor, que cada vez se fundamenta más en tres recursos: el voluble temperamento del comisario, la pasión que pone en todo sin que pase por su cabeza el concepto de “riesgo”, un Catarella especializado en destrozar el lenguaje y en idolatrar al comisario hasta desembocar en la caricatura, y el recurso a la reiteración. A la reiteración de costumbres peculiares que se repiten de una novela a otra, y a la reiteración de situaciones dentro de una misma novela, como en este caso es la cita con el jefe superior. El efecto: el humor aligera la lectura y es imposible leer estas novelas sin terminar de buen humor, cuenten lo que cuenten y haya los muertos que haya.

            

lunes, 16 de junio de 2014

Asesinos sin rostro – Henning Mankell



Serie Kurt Wallander, 1

Comienzos de 1990. Sur de Suecia, Ystad, una localidad de unos 17.000 habitantes frente a las costa alemana y polaca, cerca de Malmö (que tiene alrededor de 300.000). Kurt Wallander, cuarentón, trabaja allí de policía. Su jefe está de vacaciones en España; él ha quedado al frente de la policía justo en el momento en que se comete un doble crimen: el de una pareja de ancianos que vivía en una apartada granja. El hombre ha sido brutalmente asesinado. Ella, que ha sido sometida a torturas, muere poco después sin alcanzar a pronunciar más que una única palabra (un recurso algo peliculero, dicho sea de paso). Solo hay otras dos pistas: el extraño nudo con el que la anciana ha sido casi asfixiada, y que alguien ha echado de comer al caballo a las tantas de la madrugada, que ya son ganas. La cosa se complica cuando, debido a la hostilidad reinante hacia los extranjeros, que los hace ser de inmediato sospechosos, el mismo Wallander recibe un par de llamadas amenazando con represalias contra ellos.


Ystad. A 60 kms. de Malmö, a 323 de Goteborg y a 667 de Estocolmo.

Asesinos sin rostro fue publicada en 1991. Veinte años después su protagonista es ya un clásico de la novela negra. Al menos lo bastante como para que más de uno me haya reprochado no haber leído nada de esta serie (aunque sí había leído un par de libros de Mankell). Bueno, pues ya he leído el primero de Wallander. Y no me queda más remedio que darle la razón a un amigo que sabe infinitamente más que yo sobre este género; al decirle que estaba leyendo Asesinos sin rostro me contestó algo así como “Las novelas de Wallander están bien. La intriga no suele ser gran cosa ni está muy elaborada, pero el personaje cae bien”. 

Así es la novela: no hay una investigación brillante, sino interrogatorios no muy elaborados, y no se buscan ni se encuentran otros datos que los lógicos, sin sitio para las extravagancias; tampoco estamos ante esos “héroes” que viven por y para su trabajo. Wallander y sus chicos trabajan pensando que acumulan horas extras con las que se pegarán unas buenas vacaciones, y son perfectamente capaces de olvidar por completo una investigación para atender a otra, amén de para dedicarse a sus cosillas.

Y cosillas, Kurt Wallander tiene muchas. La primera, un padre ya anciano que lleva toda la vida pintando el mismo cuadro, y sobre el que existen serias dudas de que pueda seguir viviendo solo; la segunda, un reciente divorcio que tiene al hombre traumatizado porque todavía no ha sido capaz de asimilarlo; la tercera, una hija rarita que no se deja ver el pelo; la cuarta, la soledad; la quinta, una fiscal recién llegada a la que el policía no ve con malos ojos; y la sexta, cierta apetencia por ahogar las penas en alcohol.

Así es como la historia se transforma de una novela policial en una novela sobre el protagonista (lo cual es compatible con lo que he leído hace poco del ego del autor, del cual Wallander, al parecer es un alter ego). El detalle de cómo está el protagonista y de lo poco que hace por estar de otra forma se combina con la investigación, algo torpe, de los crímenes. Y hablo en plural. La variedad de casos permite una alternancia oxigenante, facilita la escritura, y hace que el centro de la historia se desplace del "caso” (por ser varios no hay tal) al protagonista. Seguramente es lo que pretendía el autor, porque las entregas siguientes de la serie salen a una por año hasta 1999, así que la intención de crear una serie está clara y precisaba un personaje potente; una de las formas de lograrlo era evitar, en esta primera novela, que el misterio quedara por encima del protagonista (aunque sea discutible si no es mejor lo contrario). Una última ayudita recibe Wallander de su autor: los secundarios, en especial el resto de policías, le ayudan a resaltar porque son personajes grises, sin apenas personalidad, excepto el más estrecho colaborador de Wallander (lo cual me hace preguntarme si el final que se le reserva es inocente).

Por lo demás, Kurt Wallander tiene muchos elementos típicos del personaje policíaco de éxito comercial: resulta cercano porque no desempeña ningún puesto de relumbrón (¿cómo, en una localidad tan pequeña como Ystad?), está en un lugar poco dado a la gloria porque nunca pasa nada (vamos, que Ystad no es el Chicago de los años 20), tiene un jefe que ve las cosas de otra manera pero al que siempre es un alivio poder echar encima la responsabilidad de los casos, una relación amistosamente tensa con la prensa (una prensa, también es típico, mucho más curiosa que la real), “disfruta” de problemas familiares que le acarrean ciertos complejos, y, como era de esperar, tampoco anda sobrado de dinero. En resumen, no falta nada del estereotipo novelesco.


Vista de la calle de Mariagatan, en Ystad. Aquí sitúa Mankell la vivienda de Wallander
 
     Es una novela entretenida (aunque en algunos momentos me he cansado de la continua referencia al protagonista por su nombre y apellidos, tan intensa que llega a perder todo el significado que pudiera tener al principio), con unos recursos lingüísticos al alcance de cualquiera, con una claridad expositiva y un orden notables (es lo mejor, y lo que hace sencilla la lectura), con un personaje que como he apuntado antes cae bien; con unos métodos de investigación rudimentarios -apoyados en la constancia más que en el genio- que humanizan la situación y dejan como único factor de intriga la incógnita sobre la identidad de los malos; una novela donde la acción no está apenas presente. Una obra de género que sigue la tradición de otras muchas, sin innovar en casi nada.

Quizá, lo reconozco, esperaba algo más. O al menos algo distinto. Pero en cualquier caso la novela se deja leer, consigue captar el interés del lector y entretiene, que no es poco.




lunes, 9 de junio de 2014

María bonita – Ignacio Martínez de Pisón




Obra breve, intensa, tierna y algo dura a la vez, una novela que si se lee con facilidad es por el dominio que el autor muestra del idioma y, sobre todo, del orden expositivo y de los hechos significativos, porque le basta muy poco para crear un mundo completo.

La historia comienza en los años sesenta. María es la hija de una madre amargada que escamotea cualquier muestra de afecto y que “se tuvo que casar” para tener a su primer hijo, y de un padre obrero. Su mundo es el de la fábrica, porque viven en la colonia que el industrial, de origen catalán, fundó alrededor de la factoría, con sus viviendas, su iglesia, su cantina e incluso su economato. Un entorno que los aísla del mundo y los aleja de la pobreza en la que terminan cayendo cuando la empresa cierra y deben marcharse de allí.

María, cuyo hermano mayor apenas le hace caso y cuyo padre solo se preocupa por ella muy tangencialmente, al estilo de la época, vive enfrentándose poco a poco a su madre, hasta que con el paso de los años el amor se transforma en algo parecido al resentimiento. O, a veces, al odio.

En el deambular de la familia desde la colonia a un pisito en el extrarradio de Madrid interfieren dos cosas: el activismo sindical del padre, hecho con una buena fe y una ingenuidad que hacen de él más un pobre hombre que un luchador; y, por otra parte, está la tía Amalia, la hermanastra de la madre que, además, es todo lo contrario a ella: tiene dinero, es hermosa, tiene buen humor y prodiga su afecto a María.

Amalia ofrece el contraste las penurias del matrimonio, pero también la esperanza de que esa niña que es María, que con el paso de las páginas llega casi a la adolescencia, vea en su vida algo más que miseria y amargura. Maria bonita se convierte así en una novela en la que el contraste y la esperanza son la fuerza motriz, aunque cuando Amalia se lleva a su sobrina de vacaciones a Estoril aparece también la incertidumbre, pues llegamos a saber cómo es que Amalia vive tan bien.

Todos los personajes son profundamente humanos: la madre, que ha visto arruinada su vida viéndose condenada a vivir aislada en una colonia, a fregar suelos, a deshacerse los huesos por un “error de juventud”; el padre, una buena persona con afán de justicia pero cuyas evidentes limitaciones para comprender la complejidad de la vida le hacen ir de ingenuidad en ingenuidad; María, a quien la infancia se le hace cuesta arriba en ese ambiente y trata de salir a flote asiéndose a su tía Amalia, quien siendo un dechado de bondad y cariño, no puede evitar ser víctima de sus errores, de su pasado, y de una ambición con la que satisface su egoísmo y dulcifica la existencia de aquellos a quienes quiere. Seguramente es Amalia el personaje más impactante, el que mejor refleja las contradicciones humanas, aunque para confirmarlo debamos esperar al final, donde vemos que no es más que una víctima de sí misma.

Una buena novela que nadie se arrepentirá de leer: Maria bonita.



lunes, 2 de junio de 2014

La muerte del Decano – Gonzalo Torrente Ballester



La muerte del Decano se publicó en 1992, cuando Torrente Ballester tenía ya 82 años. La acción se sitúa en algún lugar de Galicia, en algún momento no muy lejano a los años cuarenta o cincuenta del siglo XX, según se deduce de las referencias a la guerra y a la edad del Decano.

El Decano, experto y prestigioso historiador, comienza la novela haciendo una confidencia a un fraile amigo suyo: esa noche va a ser asesinado, pero él ha tomado una cautela: enviar a la Academia de la Historia un sobre cerrado que debe ser abierto dentro de veinte años; entonces pondrá de manifiesto un enorme plagio. Después queda para cenar con su ayudante, Enrique, un hombre cultísimo que adora intelectualmente al Decano, de quien es íntimo colaborador, y con quien está escribiendo a dúo un libro que el Decano se niega a firmar, aunque está dispuesto a hacer el prólogo. En la cena el Decano se pone las botas; luego acude al colegio donde vive, se toma una copita con Enrique y este se va a su casa, no sin que antes el Decano le dé una caja de bombones para su esposa. Poco después, el Decano aparece muerto.

Qué ha ocurrido, no es fácil saberlo. El Decano puede haberse suicidado, como piensan unos, o puede haber sido asesinado, como piensan otros entre los cuales se encuentra el comisario.

A través de los claros y elevados diálogos entre el comisario, el fraile, Francisca (la esposa de Enrique), el juez de instrucción, el fiscal y el abogado defensor, el lector intenta salir de la duda sobre qué es lo que ocurrió, para llegar a la conclusión de que la realidad que aceptamos depende, en última instancia, de la aceptación de una palabra o su contraria, aunque, objetivamente, ninguna de ellas merezca más confianza que la otra.

Durante toda la novela sobrevuelan varias sospechas, que son las que animan al lector a seguir leyendo: ¿Mató Enrique al Decano? Y si es así, ¿por rivalidad académica o por celos? ¿O se suicidó el Decano? Y si lo hizo, ¿fue por verse superado académicamente por un discípulo cuyo prestigio está dispuesto a destruir desde la tumba, o por despecho amoroso? Dos posibles “criminales” y para cada uno de ellos dos posibles causas. La solución, leyendo La muerte del Decano, que es una novela bien breve.

Esa brevedad es, junto con la claridad y nivel intelectual de los diálogos, lo mejor de una novela que no está entre lo mejor de Torrente Ballester –aunque sí sea mejor que la mayoría de best sellers, dicho sea de paso-. Entre lo malo, demasiadas reiteraciones de información ya sabida (claro que al fin y al cabo los personajes no dejan de rumiar una y otra vez sobre los mismos datos), y la falta de algo de chispa, debida probablemente al fatalismo y sangre fría con que todos los personajes asumen su destino. Lo que más se echa de menos, el peculiar humor de Torrente Ballester, del cual prescinde por completo en La muerte del Decano.