A
quien, como yo, no ande muy ducho en materia de licantropía, le cuenta Fred Vargas que en las montañas alpinas
donde se desarrolla casi toda la novela se dice que los hombres lobos son
lampiños, que no tienen otro pelo en el cuerpo que el de la cabeza, porque el
resto lo llevan hacia dentro, y que para transformarse en lobos se vuelven del revés.
El
comisario Adamsberg está en París,
dedicado a lo de siempre (ver pasar la vida ante sus narices) y a algo más:
evitar que una zumbada se lo lleve por delante en venganza por haber matado a
no sé quién en una operación policial. Estando de lleno metido en la primera
actividad, ante sus narices pasa una noticia pintoresca: un lobo, al parecer de
tamaño descomunal, anda asolando el ganado en los alrededores del parque alpino
del Mercantour. Al ver la noticia en televisión divisa en la plaza del pueblo la
silueta de una mujer que le recuerda a Camille, su fugaz y complicado amor.
Y se la
recuerda con motivo, porque es Camille la mujer que Adamsber ha visto. Camille
anda por esos andurriales -dedicando su tiempo a componer la banda sonora de
una serie horrorosa- porque se ha liado con un canadiense especialista en osos
(hay gente para todo) que ahora está estudiando los lobos de la zona, a los
que conoce hasta por el nombre. El canadiense, Lawrence, sospecha que el “lobo
asesino” es uno del que perdió la pista hace tiempo.
La cosa
se complica cuando el lobo se carga a una ganadera de la zona, una mujer fea,
maleducada y expeditiva, pero de buen corazón, que en su día adoptó de forma
sui géneris a Soliman, un bebé africano abandonado al que crió en el estudio de
África. Para la ganadera también trabaja un pastor: un hombre duro, noble y de
pocas palabras apodado el Veloso.
En
medio de la conmoción, alguien tiene la idea de que las fechorías las ha hecho
un hombre lobo, y eligen el sospechoso de serlo. Ni Camille ni Lawrence dan
crédito al asunto, pero sí a un hecho: hay indicios suficientes para creer que
el sospechoso, más como hombre que como lobo, puede estar detrás de algunas
cosas. A partir de aquí Soliman y el Veloso emprenden la búsqueda del caballero
para vengar la muerte de la mujer, pero como lo hacen en un camión de ganado transformado
en vivienda sobre la marcha y ninguno conduce, necesitan conductor. ¿Quién?
Camille.
Con
este planteamiento se desarrolla la segunda novela de la “serie Adamsberg”,
mucho mejor que la primera, El hombre de
los círculos azules. El hombre del
revés es una “roudmuvi” (como dice el Veloso) a la altura del vehículo.
Pero es precisamente esa investigación tan ingenua y salchichera lo que da
encanto a una historia que, pese a estar muy bien trazada, pese a interesar en
todo momento y a tener un final muy bueno, no es del todo original, ni por la
forma en la que se resuelve ni por ciertos recursos evocadores, como el de la
licantropía o el de los animales descomunales, que enlazan con la mejor
tradición del misterio comenzando por El
sabueso de los Baskerville. Claro que la originalidad no es un valor per
sé. El verdadero valor es hacer bien las cosas, y en esta ocasión Fred Vargas juega tan bien sus cartas
que la falta de originalidad se vive como originalidad, ya que consigue dar la
sorpresas que se propone y el lector solo aprecia el “truco” al final de la
novela, aunque poco le importa porque para entonces ya ha disfrutado.
Ni que
decir tiene que la recua del camión es, durante buena parte de la obra, mucho
más protagonista que Adamsberg, quien sin embargo tiene un papel decisivo.
Cuando Adambserg aparece la intriga queda inevitablemente mezclada con la
historia sentimental del policía, y nos topamos con algunas escenas de corte
cinematográfico, como la de la orilla del río (que conocerá quien lea el
libro), pero que no interfieren en la dinámica de la novela, sino al revés:
suponen un soplo de aire fresco en una trama que de otra manera se volvería
repetitiva.
Si al leer El hombre de los círculos azules pensé que Fred Vargas estaba sobrevalorada, al leer El hombre del revés he de rectificar: como ya he dicho, esta la
segunda novela es mucho más interesante que la primera, y no es de extrañar que
muchos lectores la hayan devorado como lobos.
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