Opera
Magna, de Vicente Marco, es, sin duda, una de las mejores novelas de intriga y suspense que he
leído.
El
protagonista, Mando, es un escritor valenciano que se gana la vida con sus triunfos en concursos literarios aquí y allá. Es también un personaje cuya máxima
aspiración es que lo dejen en paz para poder hacer lo que le gusta y como le
gusta: escribir tranquilamente, en su casa, a su ritmo, dependiendo únicamente
de sí mismo. La historia comienza en el pueblo de Segovia al que, acompañado
por su esposa Aina, Mando ha acudido a recoger el último premio. Allí tiene la
difícil papeleta de conocer al segundo clasificado, respecto al que siempre
existe la duda de si no será también el primer enemigo. Diego Leonarte se llama
el caballero, un tipo alto y calvo que vive en Salamanca.
Los
tres acaban charlando. Y a partir de aquí, el desastre entra en la hasta
entonces apacible vida de Mando. ¿Por qué? Porque Diego, visto a través de los
ojos de la mujer, es un hombre solitario que si prodiga atenciones, si es generoso en demasía, se debe precisamente a la necesidad de escapar de la
soledad; pero visto desde la óptica de Mando, Diego Leonarte está tan
grillado que no advierte ser más pesado que el plomo, amén de que alguno de sus
“méritos” en el análisis de concursos literarios explicarían, a ojos de
muchos, que Diego fuera paciente
habitual de cualquier psiquiatra. Es más: de no ser porque tiene una
incuestionable coartada, Mando estaría convencido de que Diego no es
precisamente una palomita blanca.
Pero
Diego es también el típico
escritor aficionado que a pesar de ir de fracaso en fracaso se permite el lujo
de juzgar a todos los demás. Incluido a Mando, si bien con él hay una
diferencia: Mando sale bien parado del juicio. Diego dice admirarlo, querer
aprender de él, e incluso ayudarle a corregir sus defectos literarios. El
problema de Mando, aparte de que ni quiere ni necesita ayuda de nadie, es que Diego no está preparado para una negativa, no entra en
su cabeza que su ayuda pueda ser rechazada, aunque tampoco exija a cambio
agradecimiento; simplemente, a través del chantaje emocional impone su
generosidad incluso a quien la detesta. Y para ello cuenta con el apoyo
indirecto de Aina, la esposa de Mando, que no ve nada malo en la actitud de
Diego habida cuenta, como digo, de lo solitario de su existencia.
Además de que nada hay más odioso para un escritor que un colega dándole la vara para
“compartir experiencias”, aparte de que todos esos pesados siempre lo son con
quien tiene más fama que ellos para incrustarse así en ese nivel superior, la
actitud de Aina y Diego puede resultar equívoca, y si unas veces Mando no sabe
si estar celoso y otras lo está, en todas tiene un problema para poner punto
final a la situación: que su imposición puede ser entendida como un acto de
egoísmo ante un tipo tan solo e indefenso ante la vida como Diego, e incluso como un acto de
soberbia y desdén del buen escritor de éxito relativo sobre el mediocre
escritorzuelo de fracaso absoluto. Así que Mando, cuya paciencia en algunos
momentos saca de quicio al lector (el cual, además, inevitablemente odia a
Diego desde la primera página), acaba
cediendo una y otra vez para no complicar su matrimonio.
Y es
así, entre una vida ocupada al asalto y las sospechas sobre las tropelías que
Diego puede haber ido cometiendo por el mundo, como se va complicando la cosa.
Porque Diego es raro y pesado, muy raro y muy pesado, pero también inteligente
y perspicaz, y sabe cómo manipular. Son magistrales las frases con que zanja
las tímidas reivindicaciones de Mando, situándolo ante dilemas morales de los
que no puede salir airoso si no es cediendo. No es lo único: Mando es un personaje muy bueno y acabado, sobre el que llueven las desdichas y con el que resulta tan fácil identificarse como solidarizarse, pero Diego es antológico de tan inquietante como resulta. Quien lea Opera Magna, no lo olvidará jamás.
Así,
conforme pasan las páginas Diego va pasando de ser un grano en la vida del
protagonista a ser un cáncer. Pasa de “estar con” a “estar mezclado”, del “tú y
yo” al “nosotros” e incluso, casi, a la confusión del tú y del yo. Hasta tal
punto llega a interferir en la vida de Mando que no puedo contar más sin
desentrañar demasiado. Solo diré que si por una parte la evolución psicológica
es en algunos puntos previsible, no lo es ni la acción ni el desenlace, con lo
que el libro se lee a medio camino entre la expectación y el entusiasmo, porque si por una parte la lógica
te lleva como por raíles, por otra la sorpresa no deja de arrastrarte. Y cuando
hablo de sorpresa me refiero a recursos que destacan por su inteligencia, y que
en ningún momento –a diferencia de tantas novelas- son forzados. Por último, la
lógica psicológica tampoco es inocente: Mando, empujado por Diego, se pasa casi
toda la obra al borde del precipicio moral. Leer Opera Magna es como ir siguiendo los pasos de un tipo que camina
sobre la cuerda floja. Unamos a eso que la acción no deja de tomar
giros inesperados, y el resultado es, como digo, excelente.
Termino
esta larga referencia al argumento con la idea de que son dos las cuestiones
que corren en paralelo: qué es lo que pretende Diego y cómo evoluciona el
matrimonio de Mando y Aina. Lo digo porque la novela está tan bien escrita que
cuando se lee es imposible diferenciar; es preciso pararse a pensar para darse
cuenta de que cuando no es una cosa, es otra la que anima al lector a seguir
leyendo.
Escrita
con frases breves y claras, con diálogos cortos y siempre significativos, Opera Magna va siempre al grano, no se
pierde en florituras, no hay paja.
Y una
última cosa: hace más o menos un año leí otra novela de Vicente Marco, Ya no somos niñas. También muy buena, pero en un registro completamente diferente.
Desenvolverse con tanta solvencia en fórmulas tan dispares es mérito al
alcance de pocos.
Un autor al que hay que leer.
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