El hombre que mira, ve. Y el hombre que ve, piensa. Pero el hombre que piensa no siempre actúa, y entonces queda prisionero de sus propios pensamientos. Es decir, queda preso de lo que ve, de lo que mira. El hombre que mira, que solo mira, tiene una visión completa y compleja de su propia vida, pero es incapaz de orientarla y queda a merced de los acontecimientos. Esto es lo que le sucede al protagonista de esta novela: un joven profesor universitario perfectamente normal que, como tanta gente, se siente presa de sus miedos y su pasado.
Dice Ana María Moix en el prólogo que la regla confesa de Moravia, a la hora de escribir, era la de “máxima complejidad, máxima claridad”, y en esta novela lo aplica al pie de la letra y de tal manera que el resultado es brillante. Una joya literaria.
El protagonista, un profesor universitario en mitad de la treintena, arrastrado por los aires del 68 renunció a la herencia materna: un piso. Fue un acto de rebeldía frente a su padre, también profesor universitario, que encarnaba, a juicio del protagonista, los valores a los que se enfrentó el 68. Entre ellos, el tema nuclear, que de alguna manera le obsesiona. Además, a lo largo del tiempo ha ido considerando a su padre como una especie de “rival”. Las relaciones entre ellos, formalmente cordiales, en realidad más que frías son heladas.
Como resultado de la renuncia, el protagonista vive en dos habitaciones, al final de un largo pasillo... en casa de su padre. Allí se quedó cuando se casó.
En el momento en que la historia transcurre, dos hechos han alterado la rutina: Silvia, la esposa, se ha marchado de casa porque necesita reflexionar, y el padre permanece inmovilizado en su habitación tras haberse roto el fémur.
El hombre que mira a su padre, a su esposa, a la enfermera del padre, a la mujer a la que conoce durante un paseo... comienza a ver cosas, cosas que le hacen pensar y llegar a conclusiones que en realidad no desea conocer, por lo que el hombre que piensa llega a pensar, movido por el miedo, que mejor mirar sin ver. ¿Pero se puede dejar de mirar? ¿Se puede dejar de ver? ¿Se puede ver sin pensar?
Una interesantísima novela donde la “máxima complejidad” (la maraña de los sentimientos humanos y sus causas) se expone con la “máxima claridad”, e incluso con la “máxima intensidad”, permitiendo que la lectura, aunque necesariamente deba ser atenta, discurra con fluidez. Uno de esos libros que uno cierra con la certeza de no haber perdido el tiempo, un libro que es de todo menos intrascendente.
Alberto Moravia, pseudónimo de Alberto Pincherle (1907-1990) |
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