En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

jueves, 6 de noviembre de 2025

El viaje - Luigi Pirandello

 


Esta obra es una maravilla. La demostración de que no son precisas muchas páginas para disfrutar de la más alta literatura. 

    Las que recogen esta obra se leen en media hora o menos, así que el libro es caro si nos atenemos al coste por hora, pero barato si atendemos a cómo conmociona el lector y, no tengo dudas, permanece en su memoria

    «El viaje» es un viaje a la vida con la excusa no de un viaje sino de «el» viaje que realiza la protagonista. Pirandello emplea las primeras páginas en ponernos en antecedentes. Lo que relata, la vida de las mujeres en la Sicilia de la época, sobre todo las que tenían cierta posición, es a un tiempo natural porque la exposición en sencilla, directa y no forzada y estremecedora por lo normalizado y asumido de la barbarie. Las mujeres eran, y estaba asumido, una especie de presidiarias que no saben que lo son. Pirandello lo expone sin aspavientos ni circunloquios, con lo que consigue centrar la atención en una sola cosa y crear sensaciones puras que, de puro ásperas, noquean al lector.

    ¿Cuál es el argumento? Adriana quedó viuda a los 22 años. Trece después sigue presa del pasado y eso que su cuñado, el hombre con mando en plaza, es bueno y atento. Tanto que, cuando inesperadamente llega un motivo para hacerlo, no duda en romper el encarcelamiento de Adriana. Ahí surge el viaje. O, mejor dicho, los viajes. Porque una cosa es desplazarse de un lugar a otros y algo muy distinto es dónde empieza y dónde termina el espíritu. Y es que los viajes del espíritu nunca son de ida y vuelta.


lunes, 3 de noviembre de 2025

El hombre de la rosa - Umberto Eco

 


Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus.


Sin saberlo, he vuelto a leer esta novela, muchos años después, para intentar, sin éxito, desmentir su final.

Umberto Eco (1932-2016), uno de los más lúcidos pensadores europeos del siglo XX y comienzos del XXI, publicó su primera novela en 1980. «El nombre de la rosa». Su mayúsculo éxito desató una enloquecida moda por la novela histórica que, con altibajos, aún dura, y de la que han comido a dos carrillos y siguen engordando autores que encontraron la celebridad en este género.

A mí, en cambio, «El nombre de la rosa» me alejó de la novela histórica como una buena coz en salva sea la parte, porque es una obra tan buena que las pocas que leí después me parecieron escritas por el más tonto y torpe del lugar. Me produjeron el efecto de engendros paridos a base unir retales deslavazados de conocimientos recolectados a la buena de Dios en libros apenas seleccionados. Monstruítos del doctor Frankenstein que, a pesar de ir dando tumbos por la historia, eran presentados sin rubor por autores y editoriales como guapetones mozos del panorama literario.

Es lo que tiene el éxito, que los imitadores son una plaga. Levantabas una piedra y salían veinte escritores de novela histórica, como más tarde ha sucedido con la negra.

    Y es que, aunque los imitadores tenían la ruta bien marcada fueron incapaces de estar a la altura del guía: «El nombre de la rosa» aunó desde el primer momento el triunfo comercial con el prestigio literario, porque cuando la poción mágica incluye conocimientos profundos, profundísimos, eruditos y capacidad de comunicación…

Los conocimientos de Eco, que espolvorea con generosidad en cada página, abruman a cualquier lector por su cantidad y por la naturalidad con que los trae a colación; pero no por su complejidad, porque ahí está la habilidad del autor para hacerlos entender sin que el lector se sienta un zoquete. Eco respeta al lector y es capaz de darle a entender sin explicarle. No informa al lector de tal o cual aspecto, como tantos malos escritores del género se empeñan en hacer; simplemente, le deja ver y escuchar a los personajes, consciente de que la inteligencia y curiosidad del lector le ayudan a saber y a comprender y, al hacerlo, a integrarse en la historia.

Toda novela histórica contiene una historia con trasfondo histórico. La progrullada viene a cuento porque Eco hizo algo más: logró enlazar esa pequeña historia de los personajes con el momento histórico y ambas cosas con la Historia. Y esta, como apuntaré, con el presente y con cualquier momento del pasado, y yo diría que hasta del futuro. 

Unamos a todo lo dicho buenas dosis de misterio (la biblioteca), los ganchos de la novela negra, de la novela de acción o aventuras, la presencia latente del sexo, incluido un tema, la homosexualidad, en 1980 más rompedor que ahora, y el siempre morboso mundillo de los lugares prohibidos, como los conventos, y el resultado es una novela que leí hace chorrocientos años y a la que varias décadas después he vuelto para disfrutarla aún más gracias a que durante este lapso he conseguido (por viejo, no por diablo) amueblar un pelín mejor la cocorota.

La trama superficial, vamos a llamarla así, es sobradamente conocida: a principios del siglo XIV un franciscano, Guillermo de Baskerville (apellido que hizo célebre Sherlock Holmes gracias a su sabueso, un tipo de chucho, como Guillermo, muy avispado a la hora de seguir rastros) llega a una impresionante abadía situada en lo alto de un monte. En realidad, el recinto incluye la abadía en sí misma, una imponente fortaleza, caballerizas, cochiqueras, huertos y todo lo necesario para que vivan y trabajen los monjes y el populacho a su servicio. Es una abadía de prestigio debido a la inmensidad de su célebre biblioteca, que es también misteriosa pues solo el bibliotecario y su ayudante pueden acceder a ella vaya usted a saber por qué. Bueno, sí, porque hay conocimientos peligrosos. Pero, ¿cuáles serán? Guillermo va a acompañado de un novicio benedictino: Adso de Melk, que es quien, ya anciano, cuenta la historia (la cual, a su vez, fue descubierta y ofrecida al lector por un narrador inicial que pronto desaparece, al estilo, más o menos, del Quijote). Aparentemente, es una «novela negra» en la que Guillermo y Adso acaban desentrañando qué hay detrás de la misteriosa muerte de varios monjes. Hasta aquí, la historia pequeña.

La historia del momento es agitada y se mezcla con la anterior: el Papa, Juan XXII, segundo papa de Avignon, está enfrentado al ganador de la disputa por el trono del Sacro Imperio Romano Germánico (Luis IV de Baviera). Ambos se cruzan acusaciones de herejía y Luis, además, ocupó Roma coronándose emperador en San Pedro, deponiendo al Papa (el cual a su vez excomulgó al pueblo romano) y nombrando un «antipapa» que en solo dos años se sometió a Juan XXII. Entretanto, Luis tuvo que salir pitando de Roma ante la sublevación del pueblo. Entre las tortas cruzadas figuran unas cuantas, abundantes, en el culo de los franciscanos, con la excusa de la polémica en torno a la pobreza de Jesucristo que los inspiraba y a ciertas derivas radicalizadas y consideradas heréticas surgidas en torno a ellos; además, las teorías franciscanas dejaban en mal lugar, por oposición, la acumulación de poder y riquezas del papado. En la novela, Guillermo de Baskerville, franciscano que por serlo es de plena confianza para los suyos y al que el papado da algún crédito porque ha sido inquisidor (inquisidor razonable, dicho sea de paso), acude a la abadía para intermediar/ayudar/averquépuedohacer en el encuentro entre representantes del Papa y de los franciscanos, que en ese contexto es casi tanto como decir del emperador, al que el Papa acusa de protegerlos aunque más bien lo que hace es utilizarlos. Otras figuras históricas como Guillermo de Ockham, Michelle de Cesena y algunos más pululan por las páginas, unos por su propio pie y otros por referencias.

¿Y cómo enlaza este fragmento de la historia con la Historia? A través del debate sobre la pobreza de Cristo, que es el debate universal e intemporal en torno al poder. A la diferencia entre tener y no tener. A cuáles son los valores que rigen la conducta humana por contraposición a cuáles la deberían regir. La Historia es la perpetua lucha entre quienes quieren ser poderosos a costa de quienes no tienen ninguna posibilidad de serlo. Y también la eterna lucha individual entre el ser animal y el ser espiritual. Esto entronca, como podrá comprobar cualquier lector, incluso con las disquisiciones teóricas actuales entre izquierda y derecha, sobre la legitimidad del poder, sobre la libertad, sobre la legitimidad de cada modo de enfrentarse al poder, sobre mil cosas. 

Pero aún hay más: las reflexiones en torno al humor, a la risa, que acaban siendo un elemento crucial en la novela entronca «El nombre de la rosa» con la concepción cervantina del humor. El humor como mecanismo de defensa que nos permite, si somos capaces de mantenerlo, capear el miedo. Y, sin miedo, nos sentimos libres. Sin miedo, hasta no nos importa no ser eternos. Sobre este tema he publicado varios artículos en este blog y he filosofado en algunas entrevistas. El humor es una filosofía de vida… muy complicada de aplicar en los momentos más difíciles. También de esto trata la novela. De cómo ser y sentirnos libres en medio de tanta cadena.

En resumen, el lector más superficial se encuentra con una interesantísima historia de intriga; el más apegado a la historia puede añadir un buen repaso a un periodo convulso allá por el año 1327; al más abierto toda esta obra le servirá también para mirar con ojos lúcidos el presente; aún habrá quien, dando un paso más allá, disfrute como un gorrinillo en una charca con la erudición y los latinajos que espolvorean el libro, de los cuales, por cierto, esta edición no ofrece traducción, lo cual me parece bastante mal; y todavía habrá quien sea capaz de encontrar una filosofía de vida.

El final de la novela es excelente en el cierre de todos los frentes abiertos, aunque, por desgracia por la confusión que en la memoria produce el paso de tiempo, fue corrompido por la versión cinematográfica, también de mucho éxito. En la película puede interpretarse que la frase final recuerda el amor del ya anciano Adso de Melk. El amor que pudo ser y no fue. O, mejor aún, que la frase es un canto al amor de alguien enamorado del amor. Pero no. Nada que ver. Eso fue una concesión mercantil al final feliz. En el libro, aunque sin decir que cambiaba «Roma» por «rosa», Umberto Eco, para terminar este mayúsculo novelón, hizo a Adso parafrasear un verso de Bernando Morliacense, monje benedictino del siglo XII. La conclusión del anciano Adso, tras todo lo que primero ha ocurrido y narrado y ahora está ya disuelto en el pasado, bien puede suscribirla cualquier historiador, como también lo fue Eco: «Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus».

Tiene razón. Pero yo, por intentar quitársela, me he reencontrado con la rosa muchos años más tarde, aunque ahora, cuando de nuevo ya no la tengo entre las manos, solo me quede, de nuevo, su recuerdo. ¿Y qué es un recuerdo más que una sensación a la que evocamos con un nombre? El nombre de esta rosa es «El nombre de la rosa».


jueves, 30 de octubre de 2025

Cuando fui mortal – Javier Marías

 


Que Javier Marías era un magnífico escritor lo escuchaba continuamente en boca de amigos que son también grandes lectores. Las tres obras suyas que he leído me permiten sumarme a su opinión y tener la voluntad de leer el resto. Pero si en algo me parece un maestro es en poner título a sus obras.

«Cuando fui mortal»

Qué evocador, ¿eh?

Luego, uno lee el relato que da título a esta recopilación y piensa que muchos lo hubieran titulado algo así como «Memorias de un fantasma» o «Ser y no ser, esta es la cuestión», que lo mismo anuncian un drama que un chiste.

Ni lo uno ni lo otro. Los doce relatos que componen este volumen se mueven en escenarios sosegados y escorados al vacío, a la decepción, a la impotencia ante la ignorancia última del ser humano y a la triste resignación ante lo inevitable, que es mucho más de lo que suponemos, porque los pequeños detalles son reveladores y, si nos fijamos en ellos, tienen la crueldad de explicarnos aspectos definitivos.

Esto, en cuanto al ambiente mental de los relatos, si puede decirse así.

El social (que sospecho similar al de otras obras de Marías y remedo de aquel en el que él mismo se movía) es distinguido y sin estridencias. Lo primero porque todo ocurre siempre en ciudades literarias, en buenas viviendas de buenos barrios, donde los personajes se codean con personas maduras, pero aun jóvenes, cultas, cosmopolitas y con cierto mundo a sus espaldas. Y sin estridencias, porque a nadie le falta dinero para vivir bien y con cierto lujo (o la ocasión de vivir así como si lo tuviera) pero ninguno es rico.

El libro comienza con un prólogo del autor en el que cuenta, explicatio non petita, accusatio manfesta, que los relatos son dignos pese a ser mercenarios. Esto es, escritos por encargo. Así, los que no tenían un límite por razón de la temática o de los lugares que debían salir, lo tenían por la extensión o por cualquier otro motivo. Alguno, eso sí, fue ampliado para su inclusión en este volumen. Queda claro que el encargo no era para Marías el modo de hacer óptimo. No estoy muy de acuerdo con él: el reto de adaptarte a lo que quiera que haya pasado por una mollera ajena es mucho mayor que hacer lo que te da la gana y, además, te da una razón par dejar de rascarte la panza y ponerte a trabajar. Las obras por encargo no son necesariamente mejores o peores que las libres, pero sí permiten, seguro, explorar facultades que de otro modo quedarían en barbecho.

Escritos entre 1991 y 1995, las extensiones varían desde las cinco o seis páginas a las alrededor de sesenta de «Sangre de lanza», una pequeña novela negra más original que realista y de complicada verosimilitud. Casi todos giran en torno a temores apuntados o misterios desvelados por caprichos del destino.

Un libro bien escrito, interesante, pero algo irregular, con relatos que merece la pena leer y otros prescindibles. La fecha de publicación, 1996, hace pensar que la razón de este volumen bien pudo ser pasar por caja, aprovechar el despegue de Marías hacia estrellato tras haber publicado los que han acabado siendo sus mejores títulos en los cuatro o cinco años inmediatamente anteriores. Es solo una elucubración, porque sobre este asunto en el prólogo no hay ni confesión ni asomo de excusatio non petita.


jueves, 23 de octubre de 2025

Play back - Didier Daeninckx

 


Francia. Años 80.

Un caballero que vive con su hija pequeña y mantiene una relación con una mujer aspira a ser escritor, pero las cosas no le van bien. O, mejor dicho, ni siquiera le van mal. Jamás ha publicado una línea. Un buen día se topa con un antiguo amigo, el cual, en nombre de un grupo empresarial con no demasiados escrúpulos, le propone hacer de «negro». Es decir, escribir una historia que firmará otra persona. ¿Quién? Una joven estrella de la canción. Van a lanzar su, ejem, autobiografía junto con su siguiente disco. Como la cosa saldrá de rechupete, además de ganar un dinerillo el hombre probablemente se abra la puerta del mundo editorial.

El buen señor acepta, pero como no tiene ni idea de quién es la cantante ni sabe nada de ella, se marcha en pleno invierno a no sé qué localidad en decadencia donde la muchacha vive. Y es que, es curioso, a pesar de haber ganado fama y dinero la cantante sigue viviendo en su ciudad natal, casi desmantelada como consecuencia de la crisis industrial. Un lugar gris donde no hay más que fábricas cerradas, viviendas vacías, comercios abandonados y los restos de años de humo y más humo.

Allí intenta contactar con la artista, que está sobre aviso. Pero hasta que lo consigue tiene ocasión de empezar a cotillear gracias a que todo bicho viviente conoce a la vecina más notoria, lo cual le permite detectar incongruencias entre las distintas fuentes y husmear, también, en la vida, obra y milagros de cada una de esas fuentes.

La cosa se complica cuando, además, aparece una persona muerta. ¿Por accidente o asesinada?

Didier Daeninckx no necesita muchas páginas para trazar un argumento complejo por la confusión en la información y la posición y papel de los personajes, ni tampoco para llegar a un desenlace tan brillante como inteligente (combinación, por cierto, poco frecuente), que va más allá de la maraña de intereses personajes e incluye los… Bueno, ahí lo dejo. 

El protagonista y narrador tiene la «culpa» de este hacer, porque habla en primera persona y es un hombre escueto, que va al grano, lo cual se agradece y no impide algo también muy meritorio: recrear el ambiente social del lugar e incluso la climatología.

Un gran libro, como todos los que he leído publicados por Júcar, la editorial que dirigió, está claro que con tino, Caballero Bonald.


lunes, 20 de octubre de 2025

Diario de Cinecittà - Fernando Fernán Gómez

 


Fernando Fernán Gómez (1921-2007) es tenido por uno de los mejores actores españoles del siglo XX y son muchos (yo entre ellos, aunque nada sé de cine) los que piensan que es también uno de los más desaprovechados, por el tipo de cine permitido en España en los años cincuenta y sesenta. Pero Fernán Gómez fue, también, un excelente escritor. Magnífico. Es una pena que no sea más conocido y reconocido como tal. 

Cinecittà es un complejo cinematográfico al este de Roma. Fue impulsado en los años 30 para competir con Hollywood, ante la importancia creciente del cine como medio de influencia y propaganda. Alrededor de 600.000 metros cuadrados de instalaciones en las que se han rodado más de tres millares de películas que han ganado casi medio centenar de premios Oscar. Allí han trabajado famosísimos directores, han actuado los mejores intérpretes y se han rodado películas como Quo Vadis o Ben Hur. En 1952, era, junto a Hollywood, el gran santuario del cine.

Y allá se fue Fernando Fernán Gómez, a participar con un papelito en una película del director austriaco Georg Wilhelm Pabst (1985-1967). 

La película, que tuvo dos títulos («Tres días son pocos» y «La voz del silencio») se estrenó en España como «La conciencia acusa». Según termina diciendo Fernán Gómez, el film no supuso nada en su carrera, pero, en cambio, inició el declive de la de Pabst, que hasta entonces había rodado 22 películas y después firmó solo dos más.

Pero lo importante para los lectores es que a Roma se había ido Fernando Fernán Gómez, en la primavera de 1952, a participar en esa película que se rodaba en Cinecittà. Y se fue con el encargo de una revista de escribir un pequeño diario sobre su experiencia. Fue publicado en dos entregas. La tercera no llegó a salir. Este breve libro incluye las tres.

El diario es precisamente eso, un diario, un conjunto de notas autobiográficas por orden cronológico que narra hechos e impresiones. Pero, ojo, ¡menudo diario! Tiene una solvencia literaria mayúscula, porque comunica mucho y claro con muy pocas palabras y con un estilo propio que parece surgido del deseo de ser sincero, racional y respetuoso consigo mismo más aún que con los lectores.

Al final hay también un breve añadido de poemas, titulado «A Roma por algo». Algunos se inspiran en Roma. Son irregulares, pero hay un par que me han emocionado: el titulado «El Milagro» y el que habla de las marquesitas. A destacar, también, el corto epílogo de Alberto San Juan, que en solo tres páginas consigue ser notoriamente irregular y pasar de la brillantez y emotividad de los primeros párrafos a un final un poco atolondrado.

Volviendo al meollo, al diario, las escasas pinceladas que suponen estas pocas notas conforman, vaya contraste, un cuadro enorme en el que pueden observarse mil curiosidades: desde el modo de funcionar del cine en lo organizativo y en lo operativo, a la escuálida visión que los actores tienen de la obra en la que participan, pasando, sobre todo, por sus miedos, aspiraciones, dudas, temores, alegrías y miserias y el modo en que se perciben y expresan. Los ignorantes nos sorprendemos además con lo caótico de la organización, con las pérdidas de fuerzas y de tiempo, con el orden de rodaje, con los criterios de priorización, con la desvergüenza con que se abusa del tiempo de los pelagatos, con la soledad de los actores, y aprendemos también truquillos y la importancia que cada intérprete da a lo mucho o poco que hace, importancia en relación a la película y, sobre todo, a sí mismos. Y vemos también la abisal diferencia de ambientes entre Roma y Madrid (que sale muy mal parado), entre el modo de trabajar de unos y de otros, en la forma en que cada actor aborda su profesión, y en lo que cada cual admira del resto según sus circunstancias e inseguridades. Una visión amplísima, a la vez sucinta y profunda (¡qué merito tiene eso!) con el interés añadido del inevitable chismorreo.

Porque... ¡Qué chismorreo!

        A través de los lúcidos ojos de Fernando Fernán Gómez llegamos a compartir los primeros pasos de jóvenes que aún no sabían que iban a ser mitos. El número de futuras leyendas que pululaban por Cinecittà y Roma era enorme, y, por supuesto, compartían espacio con artistas ya célebres, como Gregory Peck. Para explicar mejor a qué me refiero, terminaré con una referencia sutil pero soberbia que Fernando Fernán Gómez hizo a una chica de aún 17 años, a solo un mes de cumplir 18. Se cruzó con ella. Y gracias a eso, en la página final de estos diarios, tras explicar por qué tuvo que decir que no a trabajar con un entonces desconocido Federico Fellini, Fernando Fernán Gómez, rememorando primero el ambiente con el que se topaba él, pobre actor desconocido, al vagabundear por la vía Veneto y demás alrededores de Villa Borghese, en cuyos bares se perdían las celebridades, escribe: «…y Anna Magnani y Orson Welles, que estaban hasta altas horas de la noche en la terraza del Strega…», y luego, evocando lo visto en la propia Cinecittà, aquella catedral del cine, termina diciendo: «…y cuando al entrar en la oficina de una productora salía, acompañada de su madre, una chica de inconcebible belleza que se llamaba Sophia Loren».


jueves, 16 de octubre de 2025

Polifemo – Ignasi Ribó

 


Durante un viaje a Madrid, hace ya bastantes años, pasé por una librería de la que no recuerdo ni el nombre ni la ubicación. En ella me topé con una oferta de libros de Edhasa de la que «Polifemo» formaba parte. Tres libros, diez euros. Una liquidación. Todos uniforme y magníficamente editados en la colección «Edhasa literaria». No obstante, los mejores títulos o no habían llegado a estar de oferta o habían volado. Solo quedaban varios para mí tan desconocidos como sus autores.

Hasta aquel día no sabía que existía Ignasi Ribó, ni tampoco «Polifemo». Después no he oído hablar de ninguno de los dos. Creo que compré el libro atraído por el bajo precio, lo cuidado de la edición y porque me dejé llevar (mea culpa)) por la faja que podéis ver en la foto, sin reparar en que los pasos de Miller o Cèline se pueden seguir a poca o mucha distancia y que, en cualquier caso, entre seguir los pasos de alguien y alcanzarle hay una enorme diferencia. Tampoco llamó entonces mi atención el «o», que no tiene por qué ser lo mismo que una «y». Miller «o» Cèline.  ¿Habría disparado al azar, sin apenas mirar el libro, el anónimo crítico de La Vanguardia en favor de sus casi vecinos de la calle de la Diputación? ¿O había hecho una crítica sibilina disfrazada de elogio?

Estas observaciones me las he hecho ahora, varios años después, tras leer por fin el libro.

¿Qué puedo decir de él?

Que Ignasi Ribó escribe bastante bien, que tiene destreza y habilidad, pero que en esta ocasión no tenía mucho que contar al común de los mortales.

En un tono que al principio parece serio y pronto enlaza con la parodia, el protagonista, un joven becado que no pega un palo al agua y vive en París, se pasa la vida deambulando por los jardines de Luxemburgo, de los que el libro ofrece un montón de fotografías en blanco y negro que no acaban de verse bien, a pesar de lo cuidado de la edición. En ellos está enclavado el Senado y, cruzando la calle, el teatro Odéon. En este entorno va y viene el caballero porque una vez se topó, junto a las estatuas, con una mujer hermosísima, que supone nórdica aunque no llegó a intercambiar una palabra con ella, de la que se enamoró como un imbécil al instante y de la que nada sabe desde ese mismo momento. Piensa que alguna vez ella volverá, y ahí estará él para aprovechar la ocasión, esta vez sí, en lugar de quedarse callado como un memo. El obseso protagonista, que se dirige al lector en primera persona, fantasea con explicaciones y futuribles. Aunque supuestamente se está especializando en novela romántica, nada de romántico hay en él. No es que remede un escritor maldito, es que ni siquiera se tiene a sí mismo por un maldito escritor. Sus disparatadas fantasías serían más que repugnantes si él mismo no admitiera su evidente cobardía para llevarlas a término; aunque puede interpretarse que su impotencia alienta su truculencia. Y como no solo las tiene, sino que además desea llevarlas a cabo, nada impide afirmar que está como una regadera. No obstante, sí es capaz de ejercer una gratuita crueldad con los débiles. La mezcla de ambas cosas alumbra un personaje al que no se le acaba de coger el pulso y, como tampoco hace nada distinto a lo que acabo de contar, el lector no tiene claro de ni donde viene ni dónde va el protagonista. Ni su historia. 

Y es que no va a ningún lado. Se queda dando vueltas en los jardines de Luxemburgo.

El título es, sin duda, lo más paródico. El brutal cíclope se enamoró de Galatea, que no le hizo caso. El Polifemo de Ribó es también brutal, y hasta está dispuesto, en teoría, a matar al pastor Acis, pero su Galatea ni siquiera llega a saber que existe. Y aún hay otro paralelismo: Polifemo tenía un único ojo, y el protagonista de esta historia también parece hacer todo con solo uno. Dado que va por el mundo sin mirar ni ver, adivinad a cuál me refiero.


lunes, 13 de octubre de 2025

Moncayo estrés – Miguel Mena

 


No está en el blog, porque la leí antes de crearlo, «Alcohol de quemar», una obra que me dio el convencimiento de que Miguel Mena es un grandísimo escritor. Sí que está «Bendita calamidad», publicada en 1994 y aún reeditada (al menos lleva ya quince ediciones). Una obra bien escrita y sumamente divertida.

«Moncayo estrés» no supera a ninguna de las dos. Es una novela correcta, entretenida, divertida, pero le falta un punto de genio, de osadía en el tono. Quizá sea porque al basarse en un hecho real el margen de libertad sentido por el autor haya sido menor. O quizá sea, simplemente, que a pesar de que todas sus páginas captaron mi atención y disfruté con ellas, las leí mientras viajaba y eso, quieras que no, afecta.

«Moncayo estrés» reproduce la fórmula de «Bendita calamidad»: una mezcla de costumbrismo y peripecia singular, estrafalaria, vista con desenfado hasta en lo problemático. Costumbrismo aragonés y, más en concreto en ambos casos, de la zona del Moncayo, que es hacia donde tira Mena, madrileño afincado en Zaragoza.

La historia está inspirada en un suceso real: el secuestro del doctor Iglesias Puga, padre del cantante Julio Iglesias. El hombre, de 65 años, fue secuestrado el 29 de diciembre de 1981 por ETA político-militar y liberado el 18 de enero de 1982 (o el 17 o el 19, según la fuente) por un amplio dispositivo de los GEO, a los que saludó diciendo «¡Joder, lo que habéis tardado!». Sus captores lo ocultaron en Trasmoz, un pueblo del Moncayo, que actualmente tiene 83 habitantes censados y que se encuentra en una carretera poco transitada.

Tres son los protagonistas del relato: el propio secuestrado, cuyo papel es forzosamente limitado y cuya retranca no sé hasta qué punto se inspira en la información de la época o se la ha atribuido Mena por lo bien que casa con la imagen del personaje. El segundo es el lugareño que, ¡ay, el amor!, sin comerlo ni beberlo se ve con una participación esencial en un secuestro. Y el tercero, por supuesto, es Trasmoz, el único pueblo español aún oficialmente excomulgado (lo fue por temas de brujería), con un majestuoso castillo al fondo -el de la portada- que en días de tormenta le da aires góticos (en aquel momento propiedad de un «inventor» retratado en la novela como un simpático rara avis); un pueblo que lleva a gala su relación con Gustavo Adolfo Bécquer, que, dicen, pasó por allí e inspiró alguno de los relatos de «Desde mi celda» en la historia que le contó una tal tía Casca, la cual, al parecer, murió asesinada (impunemente) por los vecinos, que la tenían por bruja.

Siendo una historia tragicómica, lo cómico vence a lo trágico por aplastamiento. Es inevitable porque el final feliz del secuestro es del dominio público, de modo que el lector nada teme por la suerte del entonces «anciano de 65 años». El lector, además, apoyado en la falta de miedo y de dramatismo con el que secuestrado afronta su destino, disfruta desde la primera letra de cómo lo doméstico, las humanas miserias cotidianas y los momentos de desenfado se mezclan e interfieren con lo truculento, que se sabe inofensivo.

Termino refiriéndome a la figura del lugareño. Un albañil. Es parte central de la novela, pero no sabemos muy bien por qué se ha metido en un fregado del que solo puede sacar media vida en la cárcel. O, mejor dicho, ni él conoce el proceso mental que le llevó a esa situación, aunque la causa está clara: una vasca le hizo tilín (o tolón, visto el resultado) y ahí está él, uno más en la familia, con sus suegros, prestándose a lo que le digan: arreglar un «localito» para el secuestrado, vigilarlo o lo que haga falta. Es así como sabemos que los malos, por más malos que sean, también comen, establecen prioridades entre macarrones y coliflor, les gusta ver fútbol y beber cerveza, tienen sueño y ningún amor por recoger cubos llenos de heces y orines.

Un libro relativamente breve, entretenido, escrito con solvencia, en cuyas páginas cualquiera se sentirá a gusto, y todavía más quienes, como yo, tengan un recuerdo, siquiera sea vago o prestado, de aquel secuestro. El primero de ETA con motivación exclusivamente financiera.

Y, ya que estamos, quien quiera contextualizar mejor esta novela, que disfrute leyendo antes «El español que enamoró al mundo», de Ignacio Peyró, también reseñado aquí.


jueves, 9 de octubre de 2025

¿Qué pasa con Baum? – Woody Allen

 


El próximo 30 de noviembre Woody Allen cumple 90 años. Que a estas alturas la sesera y el ánimo le hayan permitido escribir una novela como «¿Qué pasa con Baum?» es impresionante. Ahora bien, sería ingenuo pensar que en ella pueda contar algo que no haya dicho ya en sus alrededor de setenta años de cara al público, o que haya esperado tanto para alumbrar algo especialmente brillante. El mejor de los seis libros suyos que he leído sigue siendo, con enorme diferencia, su autobiografía

Entonces, ¿qué pasa con Allen para haber escrito «¿Qué pasa con Baum?»?  La hipótesis más razonable es que, siendo Woody Allen, como dicen por aquí, un culo de mal asiento, a su edad la literatura es la mejor forma (o quizá la única) de seguir creando.

El humor de Allen está presente de varias maneras en estas páginas. Por fortuna, las comparaciones absurdas que otras veces resultan cargantes de tan frecuentes aquí casi ni se notan y el humor procede, en cambio, del liviano modo en que el protagonista se toma a sí mismo. Incluso tan angustiado como está es capaz de poner la distancia suficiente para verse, a la hora de escribir, con una objetividad de la que carece a la hora de vivir.

Narrada al alimón en tercera persona por un narrador anónimo y en primera por el propio protagonista, Asher BaumBaum es, qué increíble y original casualidad en la obra de Allen, ejem, un judío neoyorkino talludito que anda por el mundo sin comprender nada de él, con sensación de fracaso y bastante preocupado por el amor y el sexo. Una parte considerable de lo que cuenta lo hace a través de diálogos en voz alta consigo mismo, o más bien con su conciencia.

Las tres cuartas partes de la novela justifican el título y suplican cierta paciencia al lector. Son mero planteamiento. Si ya de entrada se informa de cómo es la vida de Baum y cómo ha llegado a ella, todas esas páginas no hacen sino detallar un proceso no particularmente interesante. Resumen: Baum es un escritor fracasado. Fracasado por cuatro motivos: porque apuntaba maneras de gran escritor, porque aspiraba a codearse con Kafka y Dostoievsky, porque escribe ladrillos pretenciosos y, en fin, porque el paso de los años ha demostrado que es un mediocre. En lo personal nunca ha acabado de superar que Tyler, su segunda esposa, le abandonara, pero hace años que está casado con Connie, una mujer rica y bella que se enamoró no de él sino de lo que parecía que Baum iba a ser: un escritor célebre. El matrimonio no está en su mejor momento. A iniciativa de ella viven en una mansioncilla en Connecticut, a un par de horas de Nueva York, donde Baum aún mantiene su apartamento. Connie tiene un hijo veinteañero, Thane, a quien todo el mundo considera un prodigio de belleza, inteligencia y talento. Tanto donaire tiene Thane que ha alcanzado lo que nunca ha logrado su padrastro: el éxito literario. Ha escrito un best seller que además es reconocido por su calidad literaria. ¡Toma ya! ¡El público y la crítica más sesuda rendidos a sus pies! Lo que no ha conseguido Baum lo ha logrado el niñato que nunca lo miró con buenos ojos. Para colmo, basta que Connie, tan decepcionada con Baum, mire a su hijo para hacer patente, por contraste, el fracaso del marido. Aunque el mayor problema familiar es que Baum no reconoce a Thane los méritos que los demás le atribuyen. ¿Celos? ¿La envidia del mediocre? Nada que mejore el ambiente.

Todo esto lo sabe el lector en la sinopsis y en las dos o tres primeras páginas. Luego, como ya he dicho, unas veces Baum hablando consigo mismo y otras un narrador tercero nos cuentan cómo sucedió todo. Un poco rollo, la verdad. Allen aprovecha la perorata para colar referencias culturales unas y «culturales» otras, aclaradas todas por el traductor en un anexo final de tres páginas. También deja caer alguna crítica sobre el mundillo literario que igual pasa desapercibida para algunos lectores, y no me refiero a lo inexplicable de que Baum pueda ganarse la vida escribiendo cuando apenas vende nada, sino a todo lo contrario: que la celebridad y la opulencia se alcancen con poco más de treinta mil ejemplares vendidos lo mismo puede ridiculizar la vanidad de los escritores que censurar lo poco que se lee a juicio de Allen o denunciar lo paupérrimo de un mundillo que siempre ha tenido más ínfulas y afectación que humildad y franqueza.

La última parte de la novela es la más animada y, por contraste con la anterior, es decir, en términos relativos, brillante. Brillante porque de pronto el lector se implica en la trama a través de un truco mucho más viejo que el propio Allen: un dilema. El que debe afrontar Baum. La resolución que adopte determinará el desenlace de su vida (es decir, de la novela) pero hasta ese momento las preferencias de cada lector vagan libremente impulsadas por el modo en que haya visto a cada personaje y, también, por su propia forma de ser, de sus valores.

¿Cuál es ese dilema? El que tiene todo el mundo que, sin comerlo ni beberlo, descubre una «verdad incómoda», eufemismo que vale para todo, porque las «verdades incómodas» lo son por tener varias caras, según quien las mire. Según el ojo, la «incomodidad» puede ser escándalo, satisfacción, oportunidad, justicia, injusticia, dolor, humillación, ofensa... 

Para no reventar nada no voy a comentar qué verdad es esa, pero no hace falta ser muy avispado para intuir que, si Baum se enfrenta a un dilema, es que algo tiene que ganar y que perder con ella. Tampoco es preciso ser una lumbrera para saber que no hay verdad que transforme en genio al mediocre, aunque el efecto inverso sí puede provocarlo. 

El interés de la novela, llegado este espléndido final que justifica la travesía previa del desierto, más que en el desenlace está en las reflexiones que haga el lector. En concreto: ¿Qué pros y contras ofrece a Baum hablar o callar? ¿Por qué elige lo que elige? ¿Qué opciones tenía? Hablar o callar, sí, pero, en el primer caso, ¿hablar a quién o a quiénes? ¿A todos o de modo selectivo? ¿Y cuándo? Y, lo más importante de todo, ¿en su lugar qué hubiera hecho el lector?

La respuesta a esta última pregunta aclarará muchas cosas al lector sobre sí mismo. El mérito de Allen es conducirlo a esa situación en la que el lector, como Baum, acabará hablando con su conciencia para intentar conocerse.

    Si se atreve, claro.


lunes, 6 de octubre de 2025

Nuestros muertos – Rosa Ribas

 


«Nuestros muertos» lo mismo puede hacer referencia a los familiares y seres queridos difuntos que a los líos y follones que se acumulan y amenazan nuestra tranquilidad.

La primera acepción es la que viene a la cabeza de quien haya leído la anterior novela de esta brillante saga (recomiendo leerlas por orden), pero la otra también tiene su razón de ser, habida cuenta de los secretos de la familia Hernández (el peor de los cuales, por cierto, procede de la anterior entrega y tiene su influencia en esta) y de los asuntillos en los que cada uno de sus componentes se acaba metiendo en estas páginas.

Ha pasado tiempo desde el fin de la anterior novela, y la agencia de detectives está desmantelada. Mateo es detective asalariado, la hija mayor se ha buscado la vida en otras actividades y la pequeña y su pareja, un tipo duro antiguo colaborador de la agencia, han montado su propio negocio de investigación y derivados.

Mateo, tan profesional unas veces como chapucero y liante otras, se topa, de estrangis, con un caso peculiar: la desaparición de un joven hombre de negocios, hijo del barrio (esa parte de Barcelona, desconocida para el turista, que es también protagonista de la saga), que lleva entre manos un proyecto impactante. El caso para otros miembros de la familia es distinto: averiguar qué c… está haciendo el patriarca. Y en interrelación de ambos casos averiguamos que hay un policía, un mozo de escuadra, obsesionado con lo que sucedió en la novela anterior y, por tanto, peligrosillo. El caballero, además, estaría más guapo con más escrúpulos. Obviamente, todo esto interfiere en las relaciones familiares y en las laborales de Mateo, por lo que junto a las intrigas propias de lo investigado están las incertidumbres sobre lo que se le viene encima a cada miembro de clan.

Con estos numerosos y alambicados mimbres Rosa Ribas elabora una historia buenísima, de calidad, con un ritmo allegro ma non troppo, sostenido y consistente. Narra con una claridad meridiana, pero no de modo simplista, sino con la lucidez del buen hacer, de quien sabe ir a un destino complicado sin perderse en rodeos argumentales o lingüísticos.

Lo normal, hablando de series de novelas, es que a una primera de éxito sucedan unas cuantas que lo explotan, y que suelen ir a la baja porque el producto se exprime y pronto todo es repetir y sostener el invento con argumentos artificiosos. Bueno, pues aquí ocurre lo contrario: cada una de las novelas de los Hernández me ha gustado más que la anterior. Cada una me parece mejor, más sólida y mejor acabada. Por eso, tras leer la primera «Un asunto demasiado familiar» (sobre la que había recibido información errónea), tardé algo en leer la segunda. Pero tras leer «Los buenos hijos» corrí a comprar esta. Y cuando he terminado «Nuestros muertos» me he apresurado a comprar «Los viejos amores», que ya me espera en la estantería. 

Rosa Ribas es una gran, gran escritora que para colmo, y a diferencia de la mayoría, mejora libro a libro.


jueves, 2 de octubre de 2025

Un futuro prometedor – Pierre Lemaitre

 


No sé si habéis leído la trilogía Los hijos del desastre, también de Pierre Lemaitre, cuyas reseñas podéis consultar en este enlace. Merece la pena. Son brillantes. Habla de personas cuya vida fue marcada por las dos guerras mundiales, como si una no fuera bastante. En cada nueva novela toman el relevo del protagonismo personajes que en las anteriores fueron secundarios o incluso menos que eso.

Por su parte, la trilogía (que al parecer va a ser tetralogía) de Los años gloriosos, culminada (o no) por Un futuro prometedor, habla de los años de posguerra, que no para todos los franceses fueron de paz, pues Argelia estaba ahí. Esta también fantástica trilogía, probablemente tetralogía, la protagoniza la familia Pelletier.

Cuento todo esto porque, aunque no influye en la novela, Lemaitre hace un guiño en un momento de este tercer libro: ¿serán Louis Pelletier y su esposa, Angelé, a quienes conocimos en «El ancho mundo», primera novela de esta saga, como propietarios de una boyante empresa de jabones en Beirut, el pobre soldado Albert Maillard y su amada, a quienes vimos pasarlas canutas en «Nos vemos allá arriba»¸ primera novela de la trilogía «Los hijos del desastre»?

Creo que sí. Y es una maravillosa forma de unir seis novelas. Quizá siete. De demostrar que, más allá de lo que tenemos ante las narices, las vidas con las que nos cruzamos fugazmente germinan con la misma fuerza que la nuestra sin necesidad de que sepamos de ellas.

Pero vayamos con Un futuro prometedor, un título más relacionado con la época de bonanza en la que se desarrolla la trama en Francia que con los augurios que cabe hacer sobre los personajes.

Louis Pelletier y señora han decidido regresar a Francia. Con ellos regresa su nieta, Colette y con ella una fuente de problemas e inquietudes que arrastran al lector desde el comienzo, pues sabido es que la pobre niña tiene en París una madre arrogante, caprichosa, cruel y chiflada: Geneviève. Jean, padre de la niña e hijo mayor de Pelletier, es un calzonazos con un secreto inquietante. El siguiente hijo, François, periodista, está triunfando en la incipiente televisión; más bien, está creando el reportaje televisivo. Y la hija, Hélene, ahí anda. El lector de la saga ya sabe qué sucedió con el cuarto hijo.

En cualquier caso, el tiempo ha pasado. Louis Pelletier y su esposa empiezan a ser mayores; sus hijos están en plena madurez y hasta la nieta ha alcanzado ya la pubertad. Con esta abundancia de personajes Lemaitre hace una triple historia que en realidad es una porque es la historia de la familia. Por una parte, el inquietante destino de Colette al volver a quedar bajo la influente de su enloquecida madre; por otra, el tira y afloja entre los padres de la niña por la ambición y locura de una y el apocamiento, resentimientos y secretos del otro; y, por fin, la historia principal de este libro que en parte es un homenaje a las novelas de espías que proliferaron al calor de la Guerra Fría: la misión, por llamarla de alguna manera, que uno de los hijos de Louise Pelletier va a realizar al otro lado del Telón de Acero, en Praga, lo que, de paso, permite al autor mostrar dos mundos opuestos, pero uno al lado del otro. Así fue de enloquecida fue la historia de Europa en esa la época.

No voy a decir nada sobre el modo de escribir, porque Un futuro prometedor es, en todo, heredero de los anteriores libros de esta trilogía y también de la anterior. Claridad pese a la complejidad; ritmo atinado, vivo pero sin urgencias; y un modo de narrar a la vez distante y cariñoso hacia los personajes, que permite crear cierto humor de fondo; el de quien comprende que todos, sus personajes y él mismo, somos pelagatos que nos creemos importantes porque no concebimos la existencia sin nosotros, lo que provoca una actitud ante la vida y las personas cariñosa, ligeramente triste y algo condescendiente.

Una novela magnífica, que, para los fieles, al principio puede hacerse un tanto agria por el temor que inspira la suerte de Colette, pero que retoma el rumbo de todas, incluso en el tratamiento de las dificultades, conforme avanzan las páginas.

La compré el día del libro, pero no la he leído hasta las vacaciones de verano. Quería poder disfrutar tranquilamente de la lectura. Acerté. Me lo he pasado en grande. Lo malo es que a pesar de sus más de quinientas páginas me duró solo tres o cuatro días.

Que todos los males sean así, claro.


lunes, 29 de septiembre de 2025

Tombuctú – Paul Auster

 


A Tombuctú, 55000 habitantes, en Mali (puesto 186 de 191 en el Índice de Desarrollo Humano del Banco Mundial), situada siete kilómetros al norte del río Níger, solo llega una carretera, la que sigue el curso del río. Más allá de Tombuctú, al norte, no hay nada. Literalmente. Millares de kilómetros de desierto, como podéis ver. Tombuctú hace frontera con la nada. Vista desde el aire apenas parece una filigrana en la arena debido a que las calles sin asfaltar y las casas de adobe tienen el color del desierto. 



Por eso William Gurevitch, el mendigo autodenominado Willy Christmas desde que Papá Noel, ejem, tuvo a bien cambiar su vida hablándole desde la tele, por eso, digo, William utiliza la expresión «ir a Tombuctú» como sinónimo de morirse. Porque después de la muerte, como después de Tombuctú, no hay nada.

William, que algún trastorno psiquiátrico padece, ha pasado la vida como vagabundo por medio país, recalando los inviernos en la casa materna en Brooklyn. Hasta que murió su madre. Escribe poesía. Desde hace unos años comparte su vida con un perro de raza indefinida, Míster Bones, al que acogió de cachorro, el verdadero protagonista de la novela.

Las obras completas de William yacen en la taquilla de una estación, de donde antes o después serán desalojadas para ir a la basura si nadie acude a rescatarlas. De ocurrir, se perderá lo único que, junto a Míster Bones, ha dado sentido a su vida. Complicada está la cosa, porque desde hace unos meses en Willy se ha manifestado un cáncer de pulmón o algo similar. La novela comienza en el punto en el que el vagabundo ha comprendido que, tras deambular tantos años por Estados Unidos, su siguiente destino es ya Tombuctú.

Por eso al comienzo de la novela Willy acaba de llegar a Baltimore, porque allí se fue a vivir, hace una eternidad, una mujer, una profesora, la única persona que creyó en él. En sus capacidades. En concreto, en él como escritor. Ella, que si está viva será ya una anciana muy anciana, cuidará de Míster Bones y se hará cargo de la obra literaria de Willy. La anciana podrá publicarla. Ella creía en Willy y para él, probablemente, el mínimo reconocimiento que implica toda publicación por un tercero sea la única posibilidad de justificar, de reivindicar su existencia, de sentirse alguien, de dejar constancia de que ha habido una razón para que él estuviera en este mundo. Es un último grito reclamando la dignidad que la sociedad le ha negado.

Pero la verdad es que el pobre hombre, a la vez insociable, gruñón y pragmático, está en las últimas y cada vez que se sienta o se tumba a reponer fuerzas en cualquier sitio todo hace pensar que no va a volver a levantarse.

El interés en este punto de la novela es ver cómo afronta el personaje, consciente de su situación, la cercanía de Tombuctú; cómo influye eso en sus prioridades. Y enseguida vemos que los afectos se imponen a la vanidad. Al menos en este caso, claro, que ya sabemos que hay seres humanos egoístas hasta más allá de la muerte, pero no es el caso de Willy, y eso que él solo tiene a Míster Bones como depositario de sus sentimientos. De su amor, por decirlo claramente.

El chucho es, ejem, una buena persona. Y, además, sensato. Paul Auster lo humaniza trasladando al lector los complejos pensamientos del animal, que, además, entiende cuanto le dice su amo. El pobre perro, que comprende que a Tombuctú no va uno cuando quiere ni tampoco es admitido allí como acompañante, sufre anticipando lo inconcebible: la vida en soledad. ¿Qué será de él? Willy quiere dejarlo al cuidado de la anciana, si es que vive, porque la alternativa es que Míster Bones acabe preso en una perrera desde la que, entonces sí, lo despacharán cruelmente a Tombuctú.

En estas transcurre media novela. En la otra media, en la que Auster nos deposita suavemente evitando al lector todo trauma (detalle que para mí tiene una importancia capital para la continuidad emocional de la obra, en la que lo que más destaca es precisamente el delicado juego de equilibrios emocionales) conocemos la peripecia de Míster Bones. Cómo se busca la vida, cómo es capaz de adaptarse a las circunstancias y, sobre todo, a los humanos. Es un tipo bueno y listo, que sabe hacerse querer. Sin embargo, junto al miedo a la soledad ahora tiene la certeza de que en la vida no hay certezas. Y eso es insoportable. Supone vivir en un miedo permanente. Su única certeza había sido Willy, y así lo sigue sintiendo. La aventura, de tintes tragicómicos, juega con el corazoncito del perro y, de paso, con el del lector, que se alegra con la suerte del animal y se angustia con sus miedos e incertidumbres.

Son estos últimos los que provocan en el desventurado chucho, al que el lector ya se ha rendido hace rato, una reacción que no tendría de conocer la realidad, y que lo ponen en la tesitura, a un tiempo triste y emotiva, de reencontrarse con Willy. En Tombuctú.

Y así es como Auster cierra la novela con la lúcida idea de que, más allá de todo miedo y dolor, está la alegría de la esperanza.


jueves, 25 de septiembre de 2025

Historias de Vigàta, 3 – Andrea Camilleri

 


Aunque Andrea Camilleri comenzó a escribir y publicar en torno a los 69 años, que no parece una edad sexualmente tan agitada como los 23, el sexo está tan presente en toda su obra que puede afirmarse que jamás se lo quitó de la mente, y eso que escribió hasta su muerte a los 93 años.

Que esté presente no significa que sea explícito, pero está. Su potencia movilizadora es enorme en determinados momentos de la vida para todo el mundo; para algunas personas es una obsesión perpetua; para muchísimos es algo ambivalente –para bien o para mal- por navegar a la vez en las aguas de la biología y en las de la moral (un pie en el séptimo cielo y otro en las puertas del infierno); para muchas otras el sexo  es el más entretenido pasatiempo; y para todos los donjuanitos de ambos sexos de todas las épocas la «caza» es una forma de reafirmarse, de seguir sintiéndose jóvenes, o atractivos, o… El sexo incluso puede ser un modo de ascenso social o el camino más recto para la consecución de favores u objetivos.

Para cada uno de los personajes de Camilleri la motivación puede ser una u otra, o varias al mismo tiempo. Lo cierto es que siendo tan potente el motor no es de extrañar que en una sociedad oficialmente mojigata la lujuria corra alegremente entre bambalinas. Incluso llega a chorrear. Así es como los genuinos meapilas conviven sin saberlo con quienes, vamos a decirlo así, tienen una notable apertura de miras (algunos de los cuales, es justo decirlo, también son meapilas, aunque no genuinos). Y dado que desde el beso a otras cosillas la boca es uno de los principales órganos sexuales, en este libro no se distingue la lujuria de la gula. Todos son apetitos, y todo nutre: lo que no el cuerpo, sí el espíritu.

Cuento esto porque los ocho relatos que componen este tercer volumen de «Historias de Vigàta» dan al sexo un papel central. Casi todo lo que sucede tiene al sexo por causa o consecuencia. 

Algo más tienen en común: unos personajes masculinos sumamente impresionables (vamos a decirlo así) ante los encantos femeninos y mujeres que cuando son bellas son además lanzadas y poco dadas a hacer ascos a los guapetones. Y no hay historia de Camilleri sin una mujer de belleza hipnótica.

En resumen, que estos ocho relatos son una especie de erotismo de baja intensidad por carencia de escenas explícitas, o de alta si se tiene en cuenta su valor motivador de los argumentos. Algo así, pero más mitigado, sucedía en los dos anteriores volúmenes, aunque en ellos algunos relatos hacían concesiones a otros temas, si no recuerdo mal.

El tono es el habitual en Camilleri, ágil, directo, sin apenas digresiones o descripciones, solo hechos, con un punto de humor y ternura, de comprensión ante las debilidades de las que cada uno es su propia víctima, de rechifla ante los defectos que se intentan imponer a los demás, de complicidad con el pícaro pobre y desdén hacia el manipulador poderoso. El lugar y época también acompañan: la antigua Vigàta, esa localidad, remedo de Porto Empedocle, donde nació Camilleri, y donde tan bien se mueve en las historias que sitúa entre mediados del siglo XIX y mediados del XX.

Un libro, también, que en parte leí en Sicilia porque no podía estar allí sin leer algo de Camilleri, y este libro fue el elegido, junto a Gotas de Sicilia.




lunes, 22 de septiembre de 2025

Gotas de Sicilia – Andrea Camilleri

 

Tantos libros he  leído de autores sicilianos (además de unos setenta de Andrea Camilleri, bastantes de Leonardo Sciascia, de Cristina Cassar Scalia, de Vincenzo Consolo, de Calaciura, además de, por supuesto, «El Gatopardo», de Lampedusa...), tantos libros de autores sicilianos he leído, digo, pero sobre todo tantos de Andrea Camilleri, que a la hora de poner los pies en Sicilia me dije que no estaría mal que me pillara leyendo alguno. Los elegidos fueron este, brevísimo y de título tan adecuado al momento y, también, el tercer volumen de «Historias de Vigàta».

Gotas de Sicilia hace honor al título. Los textos, independientes, son gotas que no llegan a formar lluvia ni tormenta, de cortos que son. Ni charcos. Pero merecen la pena. Aquí os dejo el índice, por si aclara algo.


He disfrutado especialmente el primero: la rememoración por parte de Camilleri del monólogo de un viejo mafioso, el tío Cola, que fue a verle en su juventud, cuando ya trabajaba en Roma. No es solo lo que cuenta, es el lenguaje que –gracias a lo que parece un buen trabajo de traducción- logra trasladar al lector el peculiar modo de hablar de quien seguramente mezclaba el italiano y el dialecto siciliano. El modo de expresión es tan singular como las vivencias y valores del personaje, y hace pensar que fenómenos como la mafia, tan longevos y arraigados, tienen una explicación muy compleja de la que forman parte los mundos cerrados, por una parte, y, por otra, la resistencia de toda sociedad a los cambios impuestos desde fuera, como muchos sintieron que fue la unificación italiana o el papel jugado por Estados Unidos a partir de 1943.

También he disfrutado mucho la explicación del argumento de «La desaparición de Patò». Se trata de un buen libro, bastante divertido; incluso muy divertido, y que tengo algo mitificado porque logré leerlo de chiripa cuando me prestaron un ejemplar largo tiempo perdido de la edición de Destino. Era una novela devenida joya porque se trataba de un libro imposible de encontrar en ningún sitio ni en ningún formato. Además, un conocido que lo había leído cuando salió hablaba maravillas de él. Por fortuna, ha sido reeditado hace poco. Esa especial vinculación me ha hecho leer con la sensación de «vuelta a casa». 

El resto de escritos son igual de variados y lo bastante entrañables para que estas Gotas de Sicilia se parezcan más a las del rocío que a las de un chaparrón: desde los recuerdos del generoso y peculiar tío abuelo del autor, zz´Arfredu, a las singulares procesiones de San Caló, los recuerdos de las primeras elecciones libres, en 1947, en Porto Empedocle, y otros dos escritos que son los más breves, uno de ellos de solo dos páginas.

Un libro cortito, de un centenar de pequeñas páginas, ideal para aprovechar los tiempos muertos en los viajes o en cualquier ocasión.

        Y, por supuesto, para acompañar con cannoli, un dulce típico en Sicilia con el que el comisario Salvo Montalbano se ponía las botas y utilizaba, también, para lubricar su relación con el forense cascarrabias.





sábado, 20 de septiembre de 2025

Charla con Ajonio Trepileto acerca de la libertad de expresión y de las viejas glorias gruñonas

 


El otro día me enteré de que un músico había dicho, en un programa televisivo de máxima audiencia en prime time, que no había libertad de expresión.

Sin otro ánimo que el de pasar el rato comenté esta noticia con Ajonio Trepileto, quien, asombrado, me preguntó si la libertad de expresión no era un derecho exigido por los teóricos de la democracia de finales del XIX y principios del XX no para poder cotillear sin riesgo sobre las aventuras de los insignes o la pelambrera o cretinismo del vecino, sino como condición necesaria para denunciar los abusos del poder; esto es, para pedir cuentas al poder cuando no defiende el interés del pueblo que lo ha elegido. Si esta denuncia no puede hacerse, me explicó Ajonio con gesto grave mientras lamía un Chupa-chups, la democracia se va a hacer espárragos o a freír gárgaras, pues a ver qué guapo puede presentarse como alternativa a quien no puede criticar.

Me mostré de acuerdo, pero le pregunté por la razón de su pasmo ante las declaraciones del músico, pues aún nada me había aclarado al respecto.

Me respondió que no entendía al caballero, porque la libertad de expresión es ahora tanta que la gente no solo la usa, sino que hasta abusa de ella, y la prueba, argumentó, es que no hay político, por poderoso que sea, que no sea víctima a diario de insultos, difamaciones, injurias y calumnias, aunque ahora algunas de estas cosillas se denominan «bulos», lo cual minimiza su importancia porque con esa terminología no están tipificadas en el Código Penal. Y si eso es así, con mayor facilidad se pueden hacer las críticas no hirientes, aunque estas tienen menos público por razón del cariño del pueblo a lo morboso, que ya en tiempos de los romanos el personal prefería ver a un león zampándose a alguien que a ese alguien argumentando sobre su inocencia. En definitiva, en nuestra sociedad hasta el más tonto puede soltar sapos y culebras sobre cualquier poderoso, y altavoces no le faltan gracias a las redes sociales. No obstante, matizó Ajonio que todavía no tiene noticia de que ningún político español haya sido acusado de estar endemoniado, pero lo atribuyó a la falta de imaginación del populacho y de sus oponentes más que a cualquier restricción sobre su libertad de expresión. Manifestó, además, su convencimiento de que, de darse el caso, el acusador no le desearía al acusado un buen exorcismo, sino una afilada estaca en el corazón, habida cuenta de que ya hay quien pide, alegre e impunemente, cárcel y apaleamiento para todo tipo de cargos de diferentes partidos simplemente por ser quien son.

Hay pues, libertad de expresión, sentencio Ajonio, pero también abuso. Y el riesgo es él, pues utilizar la libertad de expresión para reclamar el descalabro del personal puede eliminar dicha libertad no por la vía de la supresión del derecho, sino por la mucho peor de la supresión de su ejerciente.

Tras propinar un tremendo lamentón al Chupa-chups, dijo Ajonio que la falta de libertad de expresión, cuando de verdad se produce, se nota hasta en los pelos. Recordó varios países en los que, como el líder supremo llevaba bigote, todo el mundo se lo había dejado (con lo que eso había supuesto, añadió indignado, de preterición de las féminas). En esos países, advirtió, afeitarse el mostacho podía ser tomado por signo de desafección y labrar la ruina del rapado, que sin pelos sobre la lengua adquiría la condición de sospechoso. Desde ella era sencillo alcanzar la de represaliado; bastaba con que algún compadre lo sugiriera para evitar ser metido en el mismo saco de sospechas. A partir de este momento, si se te ocurría protestar por la injusticia podías alcanzar rápidamente las más altas cotas del martirio: de la trena al cadalso. ¡Y todo porque te picaba debajo de la nariz! Por supuesto, aclaró innecesariamente Ajonio, en estos países proclamar que el líder supremo no es el más inteligente, capaz, garboso, guapo, simpático, laborioso, proverbial, amable y sensible de los seres humanos tiene consecuencias letales.

Acto seguido, para demostrar que no vivimos en un país así, Ajonio se asomó a la ventana y, a voz en grito, profirió horrendos exabruptos contra cierto importante político. Tras unos segundos de silencio, en el edificio de enfrente se oyeron unos aplausos y, en el del al lado, abucheos y un «¡Gilipollas!». Acto seguido, impostando otra voz, berreó otra tanda de improperios, esta vez dirigidos a un político relevante de tendencia opuesta al primero. Los abucheos del edificio de enfrente se solaparon con los aplausos y un «¡Olé tus huevos!» procedentes del colindante. La pareja de guardias que patrullaba por la calle siguió su camino como si tal cosa entre quienes paseaban perros o iban a hacer la compra con la vista perdida en el móvil.

Comentamos entonces por qué, si esto era así, el músico en cuestión se había expresado en televisión del modo en que lo había hecho. Es más, nos vino a la cabeza que unos pocos cantantes se habían pronunciado en similares términos en algún momento de los últimos años.

Sin ánimo exhaustivo ni mucho menos científico, intentamos hacer memoria de quiénes habían opinado algo así y no logramos recordar más que a tres o cuatro, todos por encima de los sesenta y algunos años. Compartían otro rasgo: la totalidad habían vivido su apogeo profesional en los años 80. Es decir, unos cuarenta años atrás. En aquellos momentos toda fama pasaba por Televisiòn Española. No había más canales, ni internet, ni series, ni televisión a la carta, ni nada. Ni tantos restaurantes, que, además, para las posibilidades ochenteras costaban un pico. Por eso la gente solo tenía dos entretenimientos siempre a mano: el sexo y la tele, afirmó Ajonio, omitiendo la lectura, de lo cual tomé nota mental. Pero como uno no puede estar todo día dale que te pego, aseguró, la plebe veía tele muchas, muchas horas cada día. Por eso, para alcanzar una tremebunda fama bastaba con anunciar unos «minutos musicales». Por eso cualquier programilla de TVE llegaba a una proporción de población que triplicaba la que ahora alcanzan los de mayor audiencia. En aquellos programas los invitados demostraban sus habilidades: cantaban, tocaban instrumentos, hacían malabares, se sostenían haciendo el pino sobre un palito… Los presentadores los anunciaban como el no va más. Eran la pera. La repera. Los mejores. Los triunfadores. ¡Un fuerte aplauso para ellos! Los cantantes salían con gesto trascendente y ropa que parecía birlada a un payaso, y entonaban canciones de letras unas veces profundas, otras superficiales y otras que hablaban de polvos pica pica. Pero, por un motivo u otro, quizá solo porque estaban allí, eran los triunfadores. El triunfo es lo único que cuenta en la modernidad, que a menudo lo equipara a la fama, y, añadió Ajonio, quizá sea más complicado alcanzarlo hablando de que Manuel se llenará de cal si se arrima a la pared que filosofando sobre la vida y la muerte. El entusiasmado público aplaudía en directo o enlatado. Eran días de vino y rosas. Todo eran flores, las que difundía la televisión que, como exige la lógica y la educación, trataba exquisitamente a sus invitados, e inmediatamente después, las de los siempre cercanos aduladores, perpetua maldición aneja al triunfo. Los detractores, de haberlos, no tenían cómo manifestarse. A lo sumo algún crítico publicaba un artículo periodístico diciendo que tal cantante no era para tanto, o era un poco feo, o algo tonto, o bastante ridículo, lo cual afectaba mucho al artista señalado, que no tenía otro remedio que incluir al crítico en una lista de individuos a los que no conceder entrevistas, gesto de pacifismo que a veces extendía al medio de comunicación que pagaba las lentejas al inmundo detractor.

Cuarenta años después ocurre que muchos de los espectadores de aquella época reposan en paz (la cantidad aumenta a razón de algo más de 400.000 al año, más o menos, según el INE), y también hay mucha gente que, por el hecho de no haber nacido o de ser muy joven entonces, no recuerda nada de aquellos caballeros. Cuando aquellas viejas glorias salen ahora en televisión casi nadie de menos de cincuenta años recuerda haberlos visto en aquellos lejanos momentos de apoteosis. Muchos, incluso, no los tienen por artistas, sino por concursantes de Master Chef.

La razón es que, a diferencia de entonces, en el presente esta gente ya no sale en televisión cantando, tocando la bandurria o haciendo el pino sobre el palito, sino, como los tertulianos desmadrados, pontificando sobre todo. Solo se diferencian de ellos en que su relación con el presentador es bis a bis, detalló Ajonio. Si los invitados a un programa en lugar de mostrar sus habilidades, como antaño, se limitan a opinar sobre cualquier asunto aunque no tengan ni repajolera idea del mismo, ¿cómo distinguir a un cantante de un futbolista retirado, o de un político abandonado por la política, o de los participantes en los programas de un tal Jorge Javier? La patulea de público nuevo jamás llega a ver en pantalla los méritos que, cuarenta años atrás, el interesado sí mostró ante las cámaras para recreo de tanto público ya difunto o pensionista.

Ocurre, por último, que cuatro décadas atrás quien tenía algo en contra de aquellas estrellas entonces refulgentes, lo comentaba con su familia y amigos, y de ahí no podía pasar. El criticado ni se enteraba. Pero el mundo cambió radicalmente hace unos quince años. Gracias a las redes (y a la libertad de expresión que permiten, puntualizó Ajonio) son miles los que aprovechan la aparición de una persona en televisión para echarle flores en público, pero también para decir que no parece muy espabilado, o que podría haber elegido mejor cirujano plástico, o que es más tonto que un yunque, un estómago agradecido o, simplemente, que es un lamentable mamarracho. Antes, apenas se apagaban los focos solo llegaban los aduladores del entorno. En cambio, ahora llega también un tren flores y otro de improperios. Pero, ¡ay, el ser humano, tan vanidoso que por un solo agravio es capaz de cargarse años de amistad, generosidad y entrega! ¿De qué le sirve al vanidoso un tren de flores frente a otro de ultrajes? Si hace cuarenta años esta pobre gente llevaba tan mal una sola crítica en un periódico, tres mil en cinco minutos les sientan como el cianuro.

Terminó Ajonio diciendo que quien recuerde el esplendor de esos tipos probablemente también recuerde al abuelo Cebolleta, que, como ellos ahora, se pasaba el día contando batallitas de cuando era joven, aunque no lo hacía de plató en plató sino desde las páginas de un tebeo.

Tras tanto ir y venir entre pasado y presente la mención de los tebeos me produjo nostalgia. Y ella me dejó sin fuerzas para continuar la hasta ese instante amena conversación. Así se lo dije a Ajonio.

Concluimos analizando la relación de todo esto con la veracidad o no de esta famosa sentencia: «Todo tiempo pasado fue mejor». Pronto alcanzamos la convicción de que lo importante, lo mejor o lo peor, no es la foto del presente o del pasado, sino la tendencia.