El título, bien bonito, podría ser una declaración de amor de la autora o de uno de los personajes, Isabel, a Hélène Roger-Viollet, fundadora de la Agencia Roger-Viollet (creada en 1938 y aún en funcionamiento), en la que han puesto sus ojos una para dedicarle esta novela y la otra para algo parecido. Pero también podría ser una alusión al mundo entero, que está en los ojos de la protagonista a través del objetivo de su máquina fotográfica. Incluso podría pensarse, por alguna mención, que alude a una vetusta teoría según lo cual en los ojos de cada muerto queda grabado lo último que han visto. Y bien podría ser, porque el libro comienza por el final de Hélène Roger-Viollet.
Con esta novela Angélica Morales continua con la buena idea de inspirarse en mujeres reales, importantes en su ámbito pero desconocidas para la mayoría de los lectores. Una mezcla de reivindicación, historia y ficción que antes, mucho antes, solo había encontrado y por casualidad en Carmen Posadas («La bella Otero»). Con esto no quiero decir que no haya más novelas así, sino que no las conozco quizá porque, en general, no hayan alcanzado la difusión y el reconocimiento que merece el nivel de Angélica. Un nivel elevado, y que quizá podría serlo aún más, porque se nota su debate entre hacer una novela accesible al común de los mortales y dejarse llevar por la lírica contundente y hasta a veces violenta que salta a la vista en otras de sus obras. En cualquier caso, ha conseguido un equilibrio harmonioso inclinado hacia lo primero, con un deje que la distingue para bien de los simples redactores eficientes de historias.
La novela comienza (nada descubro porque ya lo avisa la sinopsis) en 1985 con la muerte de Hélène Roger, ya octogenaria, a manos de su marido y socio, Jean Fisher. En el escenario del crimen aparece Isabel Santolaria, una policía francesa de ascendencia española (originaria de Hecho, en el pirineo oscense) que mantiene una relación un tanto obsesiva con un colega que se cree su propietario. Los hombres, además, la han marcado para mal también a través de la figura del padre, logrando así, que no haya hombre que pueda cruzarse con ella que no le resulte digno de toda duda y sospecha.
La acción primero oscila entre ese presente de 1985 y la juventud de Hélène Roger-Viollet allá por los años 20 del pasado siglo (conocer a Jean, aventurarse en el mundo de la imagen, retratar su temperamento atrevido y determinado…) para, más tarde, dar un salto de 34 años en la vida Isabel, que de ser una joven policía es ya una sesentona dedicada a lo que sabrá quien lea la novela, y que acaba relacionado con una retrospectiva que no sé si está detrás de la inspiración de la autora, que tuvo lugar en 2021. Aquí tenéis un artículo de La Vanguardia sobre ella y otro de agencia.
Ambas vidas, la de Hélène Roger-Viollet y la de Isabel, tienen en común la presencia de hombres violentos e intimidatorios, que no aceptan vivir en pie de igualdad con las mujeres por las que se interesan, y, también, que estas mujeres son capaces de rodearse de otras para salir adelante entre todas. En el caso de Hélène Roger-Viollet, pese a su feroz individualismo se apoya en la mujer que acaba siendo su sucesora y años después reintroduce a Isabel en la historia; y, en el caso de ésta, encuentra apoyo y consuelo en la asendereada vecina, también de origen español, y en las mujeres de su propia familia. Por cierto, cualquiera que siga a Angélica Morales en las redes o haya leído según qué entrevistas suyas, se preguntará si, a través de alguno de esos personajes no homenajea a alguna persona de su propia familia y de su entorno.
La secuencia de saltos temporales y entre historias, los saltos espaciales que permiten la profesión de la protagonista (París, España, Argel, Cuba, Hecho…) y la dupla protagonista, así como la adecuada dimensión de los capítulos permiten una lectura ágil y el mantenimiento del interés. Esto último es importante destacarlo porque «Estás en mis ojos», aunque utiliza esta técnica tan frecuente, apuesta por la narrativa, por la literatura, por el placer de contar más que por intrigar al lector (exigencia siempre sospechada en las grandes editoriales, que viven de atrapar y enganchar porque están más preocupadas de lograr clientes que lectores). Aquí se adivina, o eso me parece a mí, que Angélica ha jugado con esa exigencia arrimando el ascua a su sardina, que es la sardina literaria: ha escrito una buena historia, no una historia con intriga artificial, aprovechando que las buenas historias se bastan y sobran, porque cualquier vida encierra suficiente inquietud sobre su propio futuro como para interesar a cualquiera si está bien contada. A fin de cuentas, por más normalicos que seamos, ¿hay historia que nos interese e intrigue más que qué va a ser de nosotros?
A esto juega Angélica Morales: a escribir sobre emociones, que es la parte más importante de la vida. Pero consigue más, claro: nos explica la diferencia entre ser hombre y mujer, diferencia que está detrás del cambio social más grande jamás conocido, y, sobre todo, nos saca un poco de la ignorancia dándonos a conocer la historia real de una mujer que fue singular y que, precisamente por haberlo sido, ahora ya no lo sería tanto. Ese es su logro y el de todas como ella.
Una novela de las que se recuerdan. Estás en mis ojos, «Estás en mis ojos».
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