En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

jueves, 13 de febrero de 2025

La dictadura de la minoría – Steven Levitsky y Daniel Ziblatt

 


    Fantástico libro, por lo profundo, inteligente, lúcido, documentado y claro que firman estos dos profesores de la Universidad de Harvard. Un libro que, por todo lo que me ha enseñado, aclarado y confirmado, pasa a estar entre los que más me han influido. Por cierto, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, que ya eran famosos por su anterior obra, Cómo mueren las democracias, bien podrían serlo solo por esta. 

    La dictadura de la minoría, publicado en 2024, antes del segundo triunfo de Donald Trump, intenta explicar por qué Estados Unidos, específicamente, pero la mayoría de los países desarrollados también, pueden acabar en manos de dictaduras de extrema derecha. 

    Intentaré explicarlo resumido en varios apartados que den respuesta a otras tantas preguntas. Y, por favor, leed sobre todo la penúltima, que nos apela a todos.

¿Por qué de ultraderecha?

El libro lo da por hecho, aunque no entra apenas en ello porque le parecen mal todas las dictaduras, sea cual sea su orientación. Que en el caso de los países occidentales el peligro viene de la ultraderecha se debe a factores socioeconómicos y socioculturales.

En los países desarrollados la clase mayoritaria, con enorme diferencia, es la clase media. Esto explica que la extrema izquierda sea, en general, extraparlamentaria, ya que se autodefine por factores socioeconómicos. Así, en casi ningún parlamento de estos países hay representantes partidarios de abolir la propiedad privada, colectivizar la tierra, expropiar todas las empresas para nacionalizarlas o recurrir a la planificación central. La desigualdad existente en occidente no es tanta que permita que un discurso tan radical cale; ni siquiera hay caldo de cultivo suficiente para permitir que esas ideas tengan una exigua representación parlamentaria. En cambio, en estos países, y debido precisamente a su relativo bienestar, sí hay presencia importante de la extrema derecha, porque la ultraderecha no se define por factores socioeconómicos sino socioculturales y, en particular, identitarios; es decir, nacionalistas. Con la excusa de preservar el bienestar económico y social existente y de recuperar añorados bienestares reales o supuestos, cuestionan las instituciones internacionales con la excusa de proteger una supuesta soberanía que, en realidad, no existe en un mundo interdependiente; además, rechazan cuanto pueda «contaminar» o modificar el status quo social, lo que conduce a posicionamientos contra la igualdad y, principalmente, contra la inmigración por los cambios étnicos, demográficos y culturales que acarrea, hasta el punto de poner en cuestión los derechos humanos de los migrantes, que llegan a ser tratados como enemigos; por idénticos motivos el mismo tratamiento pueden recibir algunas minorías, como las religiosas. Se explota el miedo al cambio, y como en el contexto actual el cambio es cada vez más frenético, cada vez hay más miedo e incertidumbre. Es decir, más combustible para estas ideologías.


¿Cuáles son los comportamientos que preservan la democracia?

    Son tres.

    El primero, aceptar las derrotas. Es decir, el perdedor no debe cuestionar su posición. El perdedor, durante décadas, aceptaba la derrota y, desde la oposición, intentaba modificar sus planteamientos para resultar más atractivo a los votantes y recuperar así electorado. Sin embargo, a medida que hemos ido avanzando en el siglo XXI hemos visto cuestionamientos de los resultados sin que mediaran cambios en los sistemas electorales que los justificaran. En otras palabras, el perdedor, en lugar de cambiar él, intenta cambiar el sistema. Lo sucedido con Trump en 2020 es el mayor ejemplo. En España también hemos vivido cuestionamientos del papel de Correos o Indra que «olvidaban» el modo en que se realiza el recuento, las garantías del mismo y que no había habido cambio alguno en la normativa electoral.

    Segundo, no amparar o tolerar la violencia. En democracia se considera adversario a quien tiene otra ideología o defiende otros intereses, pero no enemigo. ¿Por qué? Porque con el adversario se convive, pero con el enemigo hay que acabar. La democracia sirve para convivir entre opuestos preservando los derechos esenciales de todos. Por eso ningún tipo de violencia puede tener cabida en ella. Ni física, ni verbal. La violencia es el tratamiento dispensado a los enemigos. De ahí que impida la convivencia. La violencia verbal incluye lo que eufemísticamente llamamos «bulos», pero la falsedad consciente siempre ha recibido el nombre de infamias y calumnias. Siempre, en cualquier contexto y cultura, ambas han sido consideradas agresiones. Como los insultos, que son atentados a la dignidad. En las sociedades modernas la desinformación intencionada está en máximos inimaginables hasta hace pocas décadas. La violencia verbal, además, siempre antecede a la física.

    Tercero, impedir la banalización del extremismo. Es decir, antes hay que renunciar al poder que aliarse, para conseguirlo, con un partido extremista. Es lo que ha ocurrido en algunos países europeos en las últimas décadas, como Alemania y Francia. Es decir, todo demócrata auténtico debe tener claro el concepto de mal menor y optar por él cuando no queda otra. Esto implica dar por supuesto que el objetivo primordial es preservar la democracia. Entonces está claro que el mal mayor es su pérdida o cuestionamiento. Esto, que es deseable para evitar que el extremismo pueda hacerse con parcelas de poder y desde ellas comenzar a caminar hacia una dictadura, no es sostenible a largo plazo sin que algunos de los miembros de la coalición por la democracia se difumine por falta de alternativas al poder, por lo que urge tener normas que garanticen la democracia.


¿Cómo funciona una democracia ideal?

    La regla de la mayoría es sagrada. Ninguna decisión o nombramiento debe hacerse si no es por mayoría. Ahora bien, cuando hablamos de mayoría en este libro, hablamos mayoría de ciudadanos que votan, no de mayoría de sus representantes. Esto es, la mayoría de representantes (diputados, senadores, concejales, colegios electorales…) que sacan adelante una medida o un nombramiento deben representar a una mayoría de votantes

    Sin embargo, como la esencia de la democracia es la convivencia en igualdad y libertad, para evitar que la mitad más uno de los votantes pueda excluir de la vida política, mediante el abuso de su posición dominante, a la mitad menos uno, hay aspectos que no pueden ser regulados por la simple regla de la mayoría. ¿Cuáles? Los precisos para garantizar esa igualdad y libertad: el derecho de participación política, la libertad de expresión, de reunión… Las normas de elección y votación que garantizan estos derechos de las minorías frente a las mayorías se llaman normas contramayoritarias y, habitualmente, consisten en exigir una mayoría cualificada (normalmente, dos tercios), para sacar adelante normas y nombramientos, lo que, de facto, otorga derecho de veto a la minoría.


¿Las reglas que regulan los órganos clave de los estados y los procesos electorales existentes reproducen las normas ideales anteriormente descritas?

    No.


¿Por qué motivos?

    En su origen, la mayoría de las constituciones han incluido normas contramayoritarias cuyo objetivo no fue preservar derechos, sino privilegios. Las constituciones, cuya negociación siempre se da en momentos críticos para las naciones, consienten fallos por razones pragmáticas de elección del mal menor, pero el rango constitucional de estas cesiones no hace de ellas buenas normas democráticas. Estas normas permanecen vigentes décadas e incluso siglos (como en el caso de Estados Unidos) a pesar de desaparecer las causas que las originaron. Para colmo, el mantenimiento de estas vetustas normas en una sociedad radicalmente distinta en lo social y demográfico origina, a su vez, resultados que nada tienen que ver con la democracia.

    De igual modo, algunas normas contramayoritarias que en su momento sí garantizaron derechos de minorías han devenido, por los cambios sociales y demográficos producidos, en especial en el siglo XXI, en normas sin sentido o con un sentido contrario al original. Estas normas y las que he señalado en el párrafo anterior son explotadas por las minorías beneficiadas.

    Algunas de esas normas derivan de la anomalía de reconocer derechos no a las personas, sino a los territorios, como si fueran algo distinto a las personas que en ellos viven, lo que produce una sobrerrepresención de los habitantes de los territorios poco poblados, que tienen un perfil sociocultural muy concreto, más conservador que la media. Este perfil claramente escorado hacia una ideología no existía o no era tan acusado cuando la mayoría de estas normas se aprobaron. Su efecto actual, décadas y décadas después, nada tiene que ver con el que se pretendía al establecerlas

    Los partidos beneficiados por las normas contramayoritarias han pasado de no abusar de ellas al comienzo de las constituciones a ir abusando cada vez más, hasta haber llegado a un punto, en la actualidad, en que el abuso es la norma.

    Los partidos beneficiados por las normas contramayoritarias han elaborado toda una técnica de adaptación del electorado a sus necesidades (¡y no al revés!) modificando circunscripciones electorales, requisitos de votación y hasta medios y lugares de votación (mucho más en Estados Unidos que en Europa). ¿Ejemplos? El constante rediseño de las circunscripciones, especialmente cuando el ganador en ella, aunque sea por un solo voto, se lleva todos los representantes; o algo tan «tonto» como que en un colegio electoral haya el doble de votantes que otros desincentiva el voto donde haya que hacer colas el día de la votación, lo que permite hacer «ingeniería» por barrios en función del voto esperado en cada uno de ellos.

    El resultado es que pueden aprobarse normas y nombramientos por mayorías de representantes que no representan a una mayoría de votantes. Lo mismo ocurre con los vetos de normas o nombramientos que nada tienen que ver con preservar la esencia de la democracia. Es decir, se subvierte la regla de la mayoría, lo cual crea una amplia desafección en el electorado; desafección que, obviamente, se da mucho más entre la mayoría de votantes perjudicada que entre la minoría beneficiada.

    El libro está centrado en Estados Unidos, pero no hace falta pensar mucho para ver que también en España pueden darse situaciones como las que describe. 


¿Un ejemplo?

    En el Senado de España, actualmente, el partido que más porcentaje de voto sacó obtuvo el 34,73% de los votos, lo que le reportó el 57,7% de los escaños en juego. Con esa mayoría de escaños que no representa una mayoría de votantes se es clave para elegir el 50% del Consejo General del Poder Judicial y también cuatro de los doce magistrados del Tribunal Constitucional. A su vez, el Consejo General del Poder Judicial nombra a otros dos. Es decir, hasta el 50% del Tribunal Constitucional, por centrar el ejemplo en este órgano, puede estar nombrado directa o indirectamente por el Senado.

    En la hipótesis de que esa minoría de representantes que no representa a una mayoría de votantes ejerciera su poder para controlar el Tribunal Constitucional, y de que el Tribunal Constitucional así elegido actuara en connivencia para preservar ese poder, podría haber prosperado la pretensión, planteada hace unos meses, de que el Senado pudiera vetar de facto las leyes con la argucia de negarse a tramitarlas. Esto hubiera determinado que los representantes del 34,73% del electorado hubieran podido impedir que saliera adelante cualquier tipo de norma, sobre cualquier materia, aunque contara con el apoyo del 51% de los votantes o incluso mucho más. Esta distorsión de la democracia está tan asumida que ayer leí que un catedrático se había jactado, en una reunión auspiciada por el partido beneficiado, de que en la próxima renovación de un tercio del Tribunal Constitucional, que corresponderá al Senado, algo podrá hacer esa mayoría de representantes que no representan a una mayoría de votantes para tener mayoría de representantes en el Tribunal Constitucional. Es decir, se felicitaba porque esa elección de miembros del Constitucional puede no representar a la mayoría del electorado. Algo así, pero aún más acusado, es lo que está sucediendo con el Senado de los Estados Unidos y en las instituciones por él influidas, especialmente el Tribunal Supremo norteamericano, que a pesar de su supuesta y deseada relación indirecta con el electorado en nada refleja la su diversidad.

    Al final, las reglas que obstaculizan la aplicación de la regla de la mayoría son utilizadas por las minorías beneficiadas para hacerse con un poder que en puridad democrática no les corresponde, porque les permite eludir la regla de la mayoría para, así, allanarse poco a poco el camino, singularmente a través del control de nombramientos en instituciones clave hasta hacerlas perder toda representatividad social.


¿Quiénes son las personas más peligrosas?

    Por supuesto, los extremistas.

    Pero los autores alertan del determinante peligro de las personas a las que llaman «semileales». Se trata de quienes justifican su carácter demócrata en el cumplimiento estricto de las normas sin tener en cuenta si esas normas son o no las adecuadas para preservar la democracia. Lo hacen porque su voluntaria miopía les beneficia. No critican el sistema ni promueven su cambio. Simplemente argumentan, encogiéndose de hombros, que «estas son las normas».

    Ocurre, sin embargo, que la democracia no se preserva solo reclamando el cumplimiento de las normas, sino sobre todo reclamando normas que preserven la democracia.

    Echad un vistazo a lo dicho sobre los comportamientos que preservan la democracia. Los semileales son todas las personas que incumplen cualquiera de esas tres reglas.

    Y, no sé vosotros, pero yo conozco a pocos radicales pero a infinidad de semileales.


¿Hay soluciones?

    Sí, pero son muy difíciles de articular. El cambio de normas contramayoritarias (que a menudo incluyen las constitucionales) requiere, precisamente, de la colaboración de sus beneficiarios, que deben renunciar a sus injustificadas cuotas de poder. No obstante, los autores ponen los ejemplos de cambios por lo que se ha luchado durante décadas, que parecían imposibles, y que, finalmente, han salido adelante. Son conscientes de que nada se podrá hacer a corto y medio plazo, pero arguyen con razón que tampoco se podrá hacer nada a largo plazo si estos temas no comienzan a estar en el debate político.

    La receta que dan los autores de este libro y que el lector no dudará de que es la correcta es que la democracia solo se fortalece con más democracia. Todo lo demás la debilita y hasta puede matarla. Y hay más democracia cuando priman las decisiones de las mayorías de votantes, para conseguir lo cual debe garantizarse que las mayorías de representantes representen a una mayoría de votantes. Ninguna mayoría de representantes que no represente a una mayoría de votantes mejorará la democracia. Y ninguna involución mejorará la convivencia.

    Una democracia, es decir, una convivencia, que por todo lo que he dicho está en peligro.

    Leed este libro. Es buenísimo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario