En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

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lunes, 14 de enero de 2019

Riña de gatos. Madrid 1936. – Eduardo Mendoza





                Riña de gatos todavía arrastra el sambenito de haber recibido el Premio Planeta, el cual, por ser un acto de promoción más que un premio propiamente dicho, es tan cuestionado como todos los demás «premios», de forma que, por desgracia, en ocasiones y de forma injusta lo que gana en ventas la novela ganadora lo pierde la reputación entre los puristas que equiparan necesariamente «premio» a «competición de mérito» y no conciben el premio-promoción; entre ellos, un escritor de prestigio que recibe el Planeta es algo así como un vendido al vil metal, y la novela queda reducida a la condición del «trabajo menor» del autor. Sin embargo, Riña de gatos es la prueba de su error: tiene mérito y calidad suficiente para engrandecer cualquier premio que se le otorgue.

                La consistencia y solidez del conjunto de la novela es grande, así como la calidad de la prosa de Mendoza, el cual, nuevamente, se esfuerza por evitar florituras lingüísticas en beneficio de una comunicación clara, sencilla y eficacaz con el lector, al que es capaz de transmitir un mundo entero sin utilizar recursos de otros mundos. Notable es también la complejidad de la trama que, sin embargo, se sigue bien porque a lo dicho sobre el lenguaje se une una casi impecable estructura narrativa. Una de las «novelas serias» de Mendoza, como dicen algunos, emparentada con La verdad sobre el caso Savolta y con La ciudad de los prodigios, aunque quizá varios puntos por debajo en cuanto a fuste, lo cual, a mi juicio, se debe a tres motivos:

                Primero, el paisaje del periodo de preguerra de marzo de 1936 no es tan omnicompresivo como el de esas otras dos novelas, en gran medida porque las vicisitudes del protagonista lo conducen a dar mucho más protagonismo a unas cosas (la Falange y su entorno) que a otras.

                Segundo, porque la muy atractiva frivolidad para el lector de transformar en personajes de la novela a personajes históricos, implica un coste de valoración, derivado de las necesarias exigencias de adaptación al guión.

                Tercero: porque sí hay cierto «pero» a la estructura, y es que durante casi el primer cuarto de la novela la acción transcurre tan lentamente y tan sin sorpresas que produce cierta sensación de aburrimiento, lo cual contrasta, por cierto, con los mecanismos que luego usa Mendoza al final de muchos capítulos –abrir fuertes incógnitas- para el que lector siga leyendo.

                ¿Y de qué trata Riña de gatos?

                Al Madrid casi ya primaveral de 1936 llega un inglés inocentón y bienintencionado, Anthony Whitelands, experto en pintura y en especial en Velázquez y el Siglo de Oro español. En Madrid debe realizar un trabajito: la tasación de ciertos cuatros de un noble madrileño que está pensando en hacer caja para salir pitando junto a su familia en vista de la que se avecina.

                Qué acabará tasando Whitelands y cambiando la perspectiva de su trabajo y hasta de su vida, lo sabrá el lector cuando lea la novela, pero resulta interesante y enriquecedor que Eduardo Mendoza haya recurrido al arte y a su explicación, breve, pero concisa, como estímulo literario. Otros problemas de Whitelands es que su carne es tan débil como la de cualquier hijo de vecino, y como el noble para el que el inglés va a trabajar tiene una hija que… Aunque, bueno, la muchacha tiene ya un amor. Aunque qué amor. La identidad de este caballero es una de las sopresas de la novela.

                Poco a poco todo se va mezclando y, de pronto, el anodino protagonista que ha vagado por las primeras páginas conociendo gente se ve en el centro de un conjunto de conspiraciones en las que está en juego el futuro de España. Un futuro, claro está, que el lector conoce. A partir de este momento la novela toma un nuevo rumbo, doblando su interés tanto por ver cómo sale parado el protagonista como por la imaginación que exhibe Mendoza para hacer no ya creíble, sino realista, el modo en que todos los caminos convergen en la Roma de Whitelands haciendo de él el centro de la diana de cuantos tiradores, y son muchos, pululan por las páginas y alrederores.

                La novela transcurre en un momento en el que el ruido de sables es ensordecedor, aunque no está claro quién los blande, porque por todas partes hay quien desea cambiar la deriva del país, pero cada uno a su manera, de modo que todos desconfían de todos y, a la vez, todos boicotean a todos. Las peripecias de Anthony Whitelands permiten conocer mejor una época muy concreta y, especialmente, inducen a la reflexión sobre el modo en que el carácter y la personalidad de personas concretas acaba influyendo en la historia, a pesar de lo cual, y precisamente porque la historia es conocida, el motor de la lectura termina siendo, como ya he dicho antes, la suerte del protagonista. 

          


               

lunes, 31 de marzo de 2014

La muchacha de las bragas de oro – Juan Marsé



La muchacha de las bragas de oro (1978) es una gran novela cuyo mérito el lector apreciará mejor si es capaz de situarse en el momento de su escritura y publicación.  Si en 1978 dos cosas impactaban en España, eran la política y el sexo. Ambas eran dos formas de alejarse del régimen franquista; la primera, la más obvia por los cambios institucionales en marcha; el segundo, por lo que tenía de oposición a la moral impuesta. De hecho, ya solo el título resultó escandaloso a mucha gente. Aunque esta novela es mucho más.

El protagonista, Luys Forest, es un falangista que en su día se dedicó a glosar las glorias del franquismo; luego se atrevió con algunos libros de éxito relativo, pero llegados los años 70 nadie se acuerda de él. En ese momento, ya sexagenario, se marcha a Calafell, el pueblo de Tarragona donde está situada una vieja casita familiar, un pueblo pequeño donde conviven los primeros turistas y los últimos pescadores. En él pretende escribir sus memorias.

Aunque ha ido buscando soledad, en la casa se aloja otra persona: su sobrina Mariana, la muchacha de las bragas de oro. Está allí para hacer una suerte de reportaje sobre su tío para la revista en la que trabaja su madre. Sin embargo, el encargo es una excusa. Mariana ha sido enviada allí para ver si, ayudando a su tío, sienta la cabeza.

Pronto ve el lector que durante ese verano Luys Forest no pretende en realidad escribir unas memorias fidelignas, sino maquillar su pasado para reconvertirse en un demócrata. Quien en su día buscó su propia gloria echándose entusiastamente en brazos del bando del ganador, trata de seguir manteniéndola haciéndose seguidor del nuevo poder. Se trata de una figura muy en boga en esa época, el “demócrata de toda la vida” que había prosperado en la dictadura “pese a la dictadura”, y que no quería perder su estatus en la democracia. El maquillaje implica, sin embargo, imaginación y falsedad. Y al mismo tiempo nos introduce de lleno en la miseria moral y la vanidad. El interés del protagonista en mostrar su vida como algo digno de ser respetado e incluso admirado en los tiempos venideros choca con su completa soledad, con el olvido en el que está sumergido. Aunque de cara a sí mismo se mantiene con cierta dignidad, pese a su porte podríamos decir que elegante y sereno, el espectáculo de un hombre que trata de engañar a todos y ni siquiera encuentra a nadie a quien engañar, es patético. 

Juan Marsé
Mariana, por su parte, juega un papel múltiple: con su osadía sexual (no hace ascos a la bisexualidad, ni a la promiscuidad, ni siquiera a la idea de seducir a su tío) es un formidable elemento de provocación para el lector de la época, poco habituado a tanta naturalidad frente al sexo como la de Mariana, pero sobre todo es una provocación para su tío. Pero si la provocación es dolorosa no es por ser una tentación, sino porque la facilidad con la que Luys la evita implica el reconocimiento de dos derrotas: la de la edad y la de su propio pasado, pues su moralidad, pese a ser un defensor de la moral oficial, no fue nunca la que cabría atribuir en un cronista y censor del franquismo; dicho de otro modo, la sexualidad de Mariana saca a relucir que la falta de compromiso con la verdad del viejo escritor respecto a sí mismo ya venía de antiguo.

Pero además Mariana juega otro papel más importante: el de enfrentar a Forest a sus propias mentiras. Porque Mariana es de la familia, y sabe unas cosas, ha oído hablar de otras, y por aquí o por allá siempre hubiera podido sacar los colores a su tío, si es que este se dignara en ruborizarse, porque ante el descubrimiento de la mentira reacciona con la misma falsedad con la que ha vivido: tratando de hacer ver que la mentira forma parte de la realidad y que, en consecuencia, tan realidad es la deformación de la mentira como la propia realidad.

Con lo cual entramos de lleno en un tema clásico de la literatura: hasta qué punto la ficción puede sustituir a al mundo real.

Esto lo hace el personaje rememorando y recomponiendo su propia vida y la de su entorno más próximo: su esposa, su cuñada y madre de Mariana (también llamada Mariana) y los dos hombres que pulularon alrededor, todo en un entorno de posguerra donde la afiliación al régimen y la participación activa en él otorgaban un protagonismo y un sentimiento de superioridad moral que, con los años, terminó por venirse abajo dejando a muchos completamente desorientados. 

     La novela se construye, por tanto, mirando al ayer hasta alcanzar el presente. En ese recorrido vemos las triquiñuelas del protagonista para inventar el pasado (es la presencia de Mariana, con su conocimiento y sus observaciones descaradas, lo que permite que Luys Forest no engañe al lector). El personaje aprovecha no solo para decir que hizo lo que hizo muy a su pesar (es decir, aprovecha para “democratizarse” un poco) sino para, ya puesto, incluir en su vida algunos episodios con los que siempre soñó, esos sueños que todo el mundo tiene y que nunca se hacen realidad.

      Y es así, conforme la presencia de los sueños va ganando peso, como se llega a un final sorprendente, genial incluso, en el que la ficción y la realidad se han mezclado de tal manera en la cabeza del protagonista que cuando tanto él como el lector llegan, súbitamente, a la verdadera realidad, todos, lector y personaje, quedan anonadados.

       Una novela excelente, comprometida con su tiempo y a la vez intemporal, con un dominio del lenguaje y la estructura que justifican que su autor, Juan Marsé, que la publicó con 45 años, sea considerado hoy uno de los grandes. Y una novela que también nos recuerda, permítase la anécdota, que los grandes premios literarios de la actualidad tuvieron épocas bastante mejores.


lunes, 24 de junio de 2013

La marca del meridiano – Lorenzo Silva



Hace ya mucho tiempo que leí la última novela de la pareja de la Guardia Civil formada por Bevilacqua y Chamorro, ya evolucionada a trío por la presencia del jovencillo Arnau. Aunque, en realidad, todas, al estar escritas en primera persona, son más bien las peripecias del primero. Y es una pena que las haya leído hace tanto tiempo, porque en La marca del meridiano aparecen personajes de, si no recuerdo mal, La reina sin espejo (aunque debería confirmarlo),  y si los hubiera tenido algo más frescos seguro que hubiera disfrutado más con algunos detalles.
Dos cosas quiero destacar de La marca del meridiano.
La primera, los “hechos”. La aparición en La Rioja del cadáver de un guardia civil jubilado, con evidencias de tortura, que además fue compañero y maestro del protagonista, evoluciona de forma lógica e interesante, hasta hacer desembocar la investigación en los mundos donde pueden ocurrir estas cosas, mundos lo bastante amplios como para que la figura de un culpable se difumine en un primer momento; aunque luego, y aquí la historia endereza el rumbo hacia el resultado final, navegando por ellos se concreta el quién y el porqué. La forma en que se avanza es sencilla: siguiendo pasos "de manual" en una investigación (aunque no todos), con lo cual enseguida se sabe por dónde van los tiros. Es un recurso ya utilizado en la novela precedente de la serie, La estrategia del agua, y que a mí, personalmente, me gusta porque le da verosimilitud, aunque conozco a quienes prefieren otro tipo de estructura. En resumen, una historia bien urdida, en la que el entorno basta para despertar la duda y el interés del lector por saber el desenlace sin necesidad de trucos, artificios, ni demasiadas de esas “casualidades” que solucionan tantas novelas.
Más dudas tengo respecto a los personajes. Lo que voy a decir no sé si es un elogio porque han sido dotados de una inconfundible personalidad, o una crítica: Bevilacqua es un pesado. Es un “anciano de cuarenta y muchos años” que se pasa la novela, como las anteriores, explicando sus razones para hacer cada cosa tanto en el ámbito profesional (lo cual es comprensible) como en el personal. Desde trabajar a tomarse un café, todo requiere explicación, todo es capricho, recompensa, necesidad o lo que sea; pero ha de explicarlo. Es un trauma andante. O un acomplejado que va con sus justificaciones por delante. La consecuencia buena es la que he apuntado al comienzo del párrafo; la mala es que a veces llega a resultar cargante. Como también lo resultan en ocasiones sus filosofías (demasiado solemnes para lo superficiales que son) y la reiterada exhibición de una escala de valores basada en la honradez, la profesionalidad y la victoria sobre la tentación (por más que en esa novela sepamos que el caballero tuvo, años ha, sus problemillas con la decencia). Y añadiría otra cosa: cierto “buenismo” que le hace equilibrar con sus palabras a cualesquiera otro personaje que exprese opiniones polémicas, de forma que todo lector, piense blanco o negro, encuentre en la novela un apoyo a sus argumentos.

En cuanto al humor, hace tanto que leí las primeras novelas que lo que voy a decir no es más que una impresión: no hay ya el mismo humor o, mejor dicho, ha desaparecido el filtro humorístico con que el entonces sargento Bevilacqua afrontaba las cosas. Esto no es ni bueno ni malo, pero sí es interesante, porque de aquellas novelas a esta el personaje ha envejecido, y, en consecuencia, ha cambiado. Esa evolución, desde el humor del jovenzuelo que ve las cosas con cierta superioridad, hasta la ironía o a veces la desgana de quien está a punto de dejar de ser cuarentón, me parece meritoria y bastante equilibrada a lo largo de las novelas.
Y termino con otra reflexión en torno a los personajes:  que Bevilacqua hable en primera persona, dirija la investigación y tome las decisiones, da a todas las novelas de la pareja, y esta no es la excepción, una visión parcial y entrecortada del resto de personajes, en especial de Virginia Chamorro. La consecuencia... Si Bevilacqua se tiene por un pobre diablo que ahí se ha quedado, en su puestecillo, para los restos... ¿no cabrá decir lo mismo de Chamorro, para quien también pasan los años y ahí sigue, en el mismo sitio, y a las órdenes del mismo individuo que dice de sí mismo que no es nadie? Si él es un pobre hombre con una vida personal echada a perder por el trabajo absorbente y un matrimonio fallido, ¿qué es Chamorro, con un trabajo igual de absorbente y más sola que la una sin que se llegue a saber nunca si es por decisión propia, porque el trabajo no le deja otra opción, o por incapacidad afectiva? Para colmo, como el propio Bevilacqua llega a decir, a Chamorro se le está pasando el arroz. A la vista de estas consideraciones podría decirse que la ahora sargento es más o menos lo mismo que el ahora brigada. Pero no. Son personajes con un perfil muy diferente, aunque, como digo, con el problema de que el de la sargento queda diluido en la omnipresencia del brigada. Digamos que a Chamorro le es aplicable el “no quisieron andar otro camino, no quisieron vivir de otra manera” del homenaje a los caídos de la Guardia Civil, mientras que a Bevilacqua le encajaría mejor un homenaje del tipo “no supieron andar otro camino, no supieron vivir de otra manera”.


lunes, 13 de agosto de 2012

Crónica sentimental en rojo - Francisco González Ledesma



   La pena de este libro es que con él me despido del inspector Méndez, porque ya he leído todos los que lo tienen por protagonista. Aunque, a diferencia de lo que procuro hacer en otros casos similares, no lo he hecho por orden.
   Poco puedo decir de Crónica sentimental en rojo que no haya dicho ya en los comentarios a otras novelas de la serie, excepto que esta, Premio Planeta en 1984, es la de trama más artificiosa, más “peliculera”, más de malos pérfidos y tramas insólitas que deben sorprender por lo intrincado más que por lo emotivo.
   La cosa comienza con un asesinato en Calafell, un pueblo costero donde Méndez ha sido destinado a hacer trabajo “de verano”, y donde está una juez en cuya mesa alguien deja un macabro presente: el pecho seccionado de la muchacha asesinada. Aunque con semejante aperitivo todo parece prometer una banquete de truculencias, no es así, lo cual no deja de desconcertar. Como desconcierta, y mucho, la pachorra con que se toman el asunto tanto Méndez como la juez.
    Como otras veces, el autor intenta mantener un equilibrio entre los bajos fondos de Barcelona, donde el protagonista se mueve como pez en el agua turbia, y personajes de más o menos alto copete; como siempre, Mendez se las apaña para investigar más o menos al margen de su competencia. Y, también como siempre, al pobre Amores le sucede de todo y en un momento dado desaparece y aquí paz y después gloria. Y así, entre pistas y despistes que no voy a revelar, se va avanzando en una novela que no es la mejor de Méndez, y de la que lo que menos me ha gustado es, por lo peliculero, la escenita donde todo el mundo revela sus cartas, así como la existencia de personajes bastante cojos: la juez y, aunque no lo parece, Ricardo, personaje muy útil para la trama, pero que deambula por ella más como un objeto útil que como una personaje con papel a desarrollar.



lunes, 19 de septiembre de 2011

La importancia de empezar bien


Mi amiga Marta Querol acaba de poner a la venta en Amazon, en formato ebook, su estupenda novela El final del Ave Fénix (en papel, editada por Aladena), finalista del Premio Planeta hace unos años, a un precio muy competitivo comparado con los libros en papel.

Pese a lo mucho que se habla del tema, el ebook todavía está naciendo, y le falta bastante para poder hacer sombra al libro tradicional. El cambio llevará mucho más tiempo que, por ejemplo, el producido en la música, pero es inevitable. Todos, unos años antes o después, haremos el cambio. La forma y el plazo en que cada uno lo hará dependerá, en gran medida, de sus primeras experiencias. Y es que hacer las cosas bien desde el comienzo influye en la suerte de casi todo lo que hacemos. Si el primer ebook que uno lee es una patada al intelecto, sentirá las mismas ganas de leer ebooks que de comprarse tal o cual equipo de música si lo primero que le hacen escuchar en él es a Leonardo Dantés. En cambio, si se estrena con un buen libro, es fácil que se aficione al instante al ebook, como uno vuelve al restaurante donde la primera vez le pusieron un plato exquisito en lugar de un emplasto churruscado. Quizá el restaurante tenga platos buenos y malos, pero si la primera vez nos ha ido bien, volveremos.

Así que dos son las decisiones a tomar por quienes se inicien en la lectura de libros electrónicos: la primera, elegir el aparatito. La segunda, que sus primeras lecturas sean lo bastante buenas como para seguir deseando usarlo. Cuando me compre un artilugio de esos, una de las primeras cosas que haré será leer un buen libro. Un libro bueno de verdad. Por eso, para andar sobre seguro, es fácil que me dé por releer algo. Quizá sea El final del Ave Fénix, que me ha traído a la cabeza esta reflexión. O quizá “el honor” corresponda a otro. Da igual: la cuestión será elegir un buen libro no solo para disfrutar, sino para no acabar olvidando el e-reader en el primer cajón que encuentre a mano.



lunes, 23 de mayo de 2011

Pequeñas infamias - Carmen Posadas




Un matrimonio de clase alta contrata a una empresa de restauración para organizar una celebración en su mansión en el campo. Al frente resulta estar un cocinero que, con el correr de los años, ha tenido ocasión de conocer los secretos más inconfesables de los anfitriones y de algunos invitados. Sin embargo él nada le importa qué haya hecho cada cual, pues su vida son sus fogones, y vive ajeno al miedo y odio que su presencia despierta, pensando solo en el éxito de tal plato o tal postre. Sin embargo todos, al reconocerlo, temen su indiscreción e, íntimamente, desean la solución más drástica para sus miedos: la muerte del pobre chef.

Sobre esta base Carmen Posadas construye una historia sobre las debilidades, el sentimiento de culpa y la forma en que las personas hacen o no frente a cuanto de vergonzoso o reprobable tienen en su pasado. Todo, además, envuelto en un aura determinista merced a los presagios de una adivina.

Es un libro de factura regular, sin altibajos, que se lee bien y es entretenido, y donde pueden reconocerse algunos de los elementos más recurrentes de Carmen Posadas: el primero, que buena parte de los personajes pertenecen a la clase social “alta”; son personas adineradas, algunas desengañadas (hace tiempo que han comprendido que el dinero no lo es todo o están en trance de comprenderlo), y otras son ególatras irremediables viviendo el sueño de creerse pequeños dioses; otros solo son, a causa de su trabajo, “respetables”, aunque sus miserias y mezquindades les hacen sentirse o parecer tramposos ante sí mismos; y el resto, los más “despreocupados”, son gente “normal”, con algún ramalazo de locura en casos concretos. En todo lo cual se reconoce la falsedad de las apariencias y la importancia que a ellas se da en las “altas esferas”, haciendo de sus vidas una farsa interpretada por pobres diablos que apenas llegan a ser consientes de su verdadera realidad. Por último, el libro está escrito en el habitual tono de Posadas, entre irónico y condescendiente, que sitúa al autor y al lector por encima de los personajes, como si estos fueran insectos que se afanan en sobrevivir e imponerse unos a otros o al destino, ante la divertida mirada del niño que los observa y que dentro de un minuto los habrá olvidado.