En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

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lunes, 2 de enero de 2023

Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso – Miguel Delibes

 



El protagonista de esta historia –un viejo periodista retirado- tiene alguna cosa más en común con Miguel Delibes, además de la profesión: una edad similar y un profundo amor por la vida rural. Por lo demás, el protagonista, recién jubilado, es un solterón castellano algo maniático, poco o nada consciente de su falta de atractivo, que emprende una correspondencia de tono entre educado y pomposo con una viuda sevillana que en una revista había puesto un anuncio para conocer caballeros.

La correspondencia que se ofrece al lector es unidireccional: solo conocemos las cartas escritas por protagonista. Las respuestas de la viuda las conocemos por lo que el protagonista le responde. Y a través de esta breve correspondencia que dura alrededor de un año el lector averigua la vida, costumbres, manías, valores y aspiraciones del un jubilado presto a enamorarse que, al tiempo que cuenta su historia, reconoce pecados, pesares y aspiraciones insatisfechas. Pero, sobre todo, el lector espía cómodamente el desarrollo de una historia de amor que ve evolucionar desde el primer escarceo, a la vez osado y educado, pasando luego por la ilusión que, pronto transformada en audacia, comienza a dar forma al galanteo y a expresarse de modo cálido y entusiasta para ir a parar, después, a las primeras desavenencias y a un final a un tiempo sorprendente, divertido y doloroso. Un final con algo de tragicómico, por cuanto el protagonista, que siempre ha intentado llevar la batuta y tomarse a sí mismo como vara de medir, queda a merced de lo imprevisto e incontrolable.

Las cuarenta y dos cartas que componen esta obra llevan al lector a través de las aspiraciones, sueños, esperanzas y decepciones del protagonista, haciéndole compartir todos estos sentimientos, junto al temor por si las cosas acabarán siendo como parece o de otra manera. Las misivas son en general breves, y permiten construir en paralelo esas dos historias (la del protagonista y la de su historia de amor), con un elevado grado de detalle. Conviene, para valorar al personaje y disfrutarlo en su justo término, pensar que este recién jubilado tiene sus 65 años en 1983 (Delibes publicó la novela ese año con 63). Es, por tanto, una persona nacida aproximadamente en 1918, por lo que sus valores y modo de ser son los adecuados a un hombre de esa edad y en esa época; y si bien se advierten sus esfuerzos por modernizarse y establecer una relación en pie de igualdad con la viuda, su educación, su cultura y sus costumbres son una losa de la que no acierta a desprenderse; cuando lo hace, buena parte de las cesiones más parecen guiadas por el miedo a la soledad o a perder a ese repentino amor que por ningún otro motivo. Este galanteo epistolar en el que se ve un modo de ser que se va y se adivina un modo de pensar que aún no acaba de llegar es también muy interesante y definitorio de la época en la que transcurre la acción, los años 80 del siglo XX, avanzando ya en las libertades traídas por la Transición, lo cual, con el colofón del final, sitúa al protagonista en la exacta dimensión de lo que su modo de ser ha acabado haciendo de su vida.





lunes, 10 de enero de 2022

Mi idolatrado hijo Sisí – Miguel Delibes

 



Mira que es buena esta novela que Miguel Delibes publicó con 33 años, pero cuánto he tardado a decidirme a leerla entre otras cosas porque el título me resultaba poco atrayente. Sin embargo, una vez leída, reconozco que no puede se más adecuado, aunque el «mi» hace pensar en una narración en primera persona, cuando no es así.

La obra cuenta la historia, entre 1917 y 1938, de Cecilio Rubes, un muy acomodado empresario con un comercio de materiales de baño. Cuando la novela comienza Celicio Rubes (siempre se le denomina con nombre y apellido como para poner distancia entre el personaje y el lector) está en mitad de la treintena, casado con la «sosa» hija de un gris funcionario elevada, por obra y gracia del matrimonio, de estatus social hasta el que Cecilio Rubes cree tener, aunque en realidad tiene más dinero que méritos o renombre. Cecilio, aparte de una gran opinión sobre sí mismo, tiene también una joven amante de apenas veinte años y entonces llega también, aunque no lo esperaba, un hijo, también bautizado Cecilio pero al que llaman Sisí.

Frente a a la familia Rubes vive un matrimonio más o menos de su misma edad, cuyo primer hijo nace casi a la vez que Sisí. Luego vienen más. Una tropa frente a Sisí, hijo único.

La historia, magníficamente escrita, con una claridad expositiva y una eficacia en el uso del lenguaje admirable, puede tomarse como un análisis del papel del padre: Cecilio Rubes es un hombre permisivo porque es demasiado perezoso para ser otra cosa; de resultas, Sisí es pronto un muchacho consentido, mimado hasta desembocar en una personalidad despótica, caprichosa e irresponsable que al final de la novela acaba chocando con la realidad de la vida: la guerra y el frío que hace fuera de la familia. El padre, en gran medida responsable, por pereza y egoísmo, del devenir de su hijo, ni es consciente de la realidad ni tiene ganas de serlo: siempre encuentra justificación para todos y cada uno de los actos de su hijo, mientras la madre, ninguneada por el padre y afrentada constantemente por el hijo no sabe qué hacer más allá de romancear. Frente a ellos, el matrimonio Sendín, los vecinos parecen padres mucho más responsables, que crían a los hijos con mano firme y que, por comparación a la vista de los resultados, parecen mejores padres, aunque al final de la novela se comprueba que la firmeza a veces solo oculta ceguera, y que ésta, según cuál sea su origen, puede desembocar más que en la educación de los hijos en su doma para hacer de ellos fanáticos seguidores de cualquier cosa.

La novela, sumamente interesante por lo que cuenta, lo es también por el entorno: desde el principio, al final de la Primera Guerra Mundial, con la Revolución Rusa planeando sobre la política europea, a la crisis económica posterior y al inicio de la Guerra Civil. Publicar este libro en 1953, hablando de la guerra, no dejaba de ser arriesgado, y no solo porque la personalidad de Cecilio Rubes –un hombre que a fin de cuentas solo trata de disfrutar de la vida- nunca llega a entender la violencia, sino porque el final de la novela –que, aunque es conocido mejor no señalo por si alguien lo ignora- muestra la sinrazón de la violencia y ha justificado que Mi idolatrado hijo Sisí sea considerada un alegato antibélico. Esta osadía refuerza el valor de la novela y la figura de Miguel Delibes como un escritor comprometido con la dignidad del ser humano.

Por eso el final de la novela me ha traído a la cabeza otra, breve, muy posterior: Sabor a chocolate, de José Carlos Carmona, también un delicado pero contundente alegato antibélico. Aunque Mi idolatrado hijo Sisí es muy anterior a este ejemplo, seguramente Delibes no fue pionero en el modo en que tras una lectura dulce y apacible el lector queda conmocionado, pero lo que sí es cierto es que pocos habrán alcanzado su calidad.

Una lectura que te hace reflexionar sobre los propios errores, sobre las limitaciones, sobre el alcance de la propia responsabilidad como ciudadano y como padre y, también, sobre la conciencia de nuestra fragilidad. Una lectura que te hace ser mejor aunque deje un poso de tristeza. 


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sábado, 17 de octubre de 2020

El disputado voto del señor Cayo - Miguel Delibes

 

               

                Las elecciones de finales de los setenta en España tuvieron características únicas, tanto por su significación como hasta por el modo en que los partidos inundaron las calles de carteles y folletos que se acumulaban por las aceras. En ese entorno comienza la novela: en el «cuartel general» de un partido progresista en una pequeña capital castellana, andan a la caza y captura del voto, para lo que pretender visitar todos los pueblos para hablar con los lugareños y «vender el producto». Pocas son las localidades que les restan por visitar y, entre ellas, unas pocas en un extremo de la provincia, ya entre montañas. Para allá se van una tarde el candidato a diputado –Víctor, un hombre pausado y sensato-, un joven y entusiasta colaborador, y una guapa mujer: la joven y resuelta esposa (o todavía esposa, porque el matrimonio es ya solo una apariencia) de un candidato a senador que ha apostado por la publicidad «a la americana».

                Los tres personajes emprenden viaje, pero no pasan del primer pueblo. Allí se quedan, a iniciativa de Víctor, encandilado con el señor Cayo, el único morador del pueblo –de los tres que hay- al que han encontrado; posteriormente aparece su esposa muda, y el tercer vecino, con el que Cayo anda enfrentado, no llega a ser más que una borrosa presencia. Cayo es un octogenario que sobrevive en soledad, haciendo lo que los seres humanos han hecho durante siglos para vivir: conocer el entorno para encontrar y aprovechar lo que se necesita, y trabajar para obtenerlo. Contando cómo vive y contando la historia del pueblo, Cayo, sin darse cuenta, da una lección magistral de historia y, también, y en cierto modo, de justicia. El choque entre las «ofertas» de la política y de los políticos con la sincera y simple exposición del señor Cayo de cuáles son las necesidades humanas y de qué poco basta para satisfacerlas, es tan brutal que de los tres visitantes dos pronto sienten un profundo desdén basado en el sentimiento de superioridad que tantas veces genera la ignorancia, pero el tercero, Víctor, el candidato a diputado, queda maravillado, prendado de la lección moral del anciano, y sumido en una crisis en la que se pregunta si ellos, los que se presentan ante los demás como salvadores, no son en realidad los principales candidatos a ser salvados.

                El principio se me ha hecho raro, como si Delibes narrando en un entorno urbano tuviera algo de pez fuera del agua. Quizá sean impresiones mías, pero los dos fragmentos «urbanos» de la novela (el inicial y el final) me han parecido algo encorsetados frente a la maravilla de la parte rural, cuya riqueza de vocabulario y naturalidad es superlativa), puro Delibes

                El disputado voto del señor Cayo no es una novela para echar la vista atrás hacia una situación histórica única, sino que invita, en cualquier momento, a una profunda reflexión acerca de la sociedad moderna, de la inutilidad de consagrar la existencia a unos valores que tienen mucho más de mercantiles que de humanos, y de las razones para reencontrarnos con nosotros mismos en el mundo del que realmente hemos salido y al que, nos guste o no, no podemos arruinar sin arruinarnos moralmente, porque ese mundo es el que contiene la esencia del ser humano. El ser humano, renunciando a la naturaleza, se ha situado extramuros de sí mismo.


jueves, 11 de junio de 2020

Las guerras de nuestros antepasados – Miguel Delibes







                La guerra de nuestros antepasados (publicada en 1975, cuando Delibes tenía 55 años), es una novela completamente dialogada entre dos personajes: Pacífico Pérez, un preso de origen rural, y el doctor Burgueño, que a lo largo de varias sesiones (tantas como capítulos) lo interroga para conocer la vida de Pacífico y averiguar las razones de muchas cosas que el doctor ya sabe y que el lector conoce a medida que avanza la novela. Es decir, a medida que la vida de Pacífico Pérez va surgiendo entre sus páginas y, con ella, la explicación de ese diálogo.

                Dice Delibes, en el prólogo de la edición que he leído, redactado en 2008, que quizá sea esta su novela más dinámica, cuando al proyectarla pensó que sería exactamente lo contrario.

                La guerra de nuestros antepasados tiene una doble estructura fabulosa: por una parte, la construcción de los diálogos, en los que el doctor es más un hábil interrogador que un conversador, lo cual permite a Delibes hacer fluir la acción a un ritmo constante, suave, sin emociones fuertes ni pérdidas de tiempo, dirigiendo la atención a aquello que la tiene y a nada más; esta primera estructura, que se repite en cada diálogo, se asienta en otra superior: el modo en que el discurrir de la vida de Pacífico organiza la novela de forma equilibrada pero también de modo que la acción acelera poco a poco hasta alcanzar unas páginas finales de enorme intensidad. Tanta, que el interrogador deja de serlo en los momentos postreros, en los que comprendemos, aunque lo adivinábamos, por qué está allí.

               También llama la atención esta novela -marca Delibes- por la maestría en el uso de un lenguaje ya perdido: el utilizado en pueblos que durante siglos habían vivido casi aislados y que ahora que ya han dejado de ser lo que eran han perdido hasta su vocabulario, empobreciéndonos a todos.

                La guerra de nuestros antepasados es, en el fondo, un alegato contra la sinrazón de la violencia que Delibes realiza a través de un truco a menudo humorístico: mostrando, sin más, el modo natural en que la violencia se expresa sin que el ser humano sepa muy bien cómo porque responde a sus instintos más primarios, ajenos, a menudo, a los conceptos del bien y del mal, conceptos morales que precisamente por serlo exigen un grado de desarrollo más elevado que el necesario para la simple supervivencia en la que tantas personas se mueven.

                La vida de Pacífico, que transcurre a mediados del siglo XX, no es sencilla: el hombre es poca cosa en lo físico y lo mental, y convive con tres generaciones de hombres: el Bisa (su bisabuelo), el Abue (el abuelo) y el Padre. Cada uno de ellos vivió una guerra: la carlista, la del Rif y la civil. Cada uno vivió «su» guerra de un modo y se «especializó» en determinado tipo de violencia del que se sienten orgullos posiblemente porque les permitió sobrevivir y obtener un reconocimiento interior. ¿Cuál? ¿Por qué? Es algo tan simple como que, en el combate, quien mata puede creerse más listo que el muerto; presunción de inteligencia que se ve corroborada con una recompensa: la vida.

                Pacífico no encuentra una guerra, ni ganas tiene pese a las presiones de las anteriores generaciones; lo más parecido es la rivalidad pueblerina entre los dos núcleos de población que forman el municipio. A lo largo de su vida Pacífico conoce esa rivalidad, muestra su extrema sensibilidad para algunas cosas y sorprendentes habilidades para otras, y también conoce el trabajo (más o menos) y el amor (menos o más). Pero la violencia, que muchas veces aparece en la vida sin que ni quien la ejerce la prevea, es lo bastante poderosa para torcer, de un empellón aislado, el rumbo de muchas vidas. La de Pacífico, por ejemplo, cuya historia nos permite reflexionar sobre los conceptos del bien y del mal y sobre hasta qué punto la violencia responde necesariamente o no a ellos. Como necesario colofón, la novela obliga a pensar sobre la idea de justicia y la necesidad de eliminar el medieval concepto de justicia objetiva, o por el resultado, del que hablan los penalistas cuando explican la evolución del derecho, para acercarse a un concepto moderno en el que se debe diferenciar el daño de la responsabilidad.





Puedes comprar este Las guerras de nuestros antepasados desde el siguiente enlace

lunes, 13 de enero de 2020

El hereje – Miguel Delibes


El Hereje, de Miguel Delibes. Una edición por 4,95 euros.
¡Qué caro es leer!

              
              Lo menos que se puede decir de El hereje es que el Ministerio de Cultura le concedió el Premio Nacional de Narrativa en 1999.

              Esta «novela histórica» no es tal. O, mejor dicho, es mucho más. Quiero decir que la mayoría de lo que se clasifica como «novela histórica» está más cerca de las historias de aventuras y acción, e incluso de intriga, que de la literatura en el sentido profundo de la palabra. Y esa literatura, la Literatura, se construye con novelas como esta, que transcurre en el siglo XVI solo porque es el escenario más adecuado para una intensa reflexión sobre la libertad de conciencia, que es de lo que trata el libro, y no sobre historia alguna ni del siglo tal ni del cual pese al magnífico retrato de la época que Delibes consigue hacer.

              El protagonista, Cipriano Salcedo, es el hijo único de uno de los primeros burgueses de Valladolid. El negocio de su padre, como el de toda Castilla en la época, estaba relacionado con el comercio de lana. Para quien no lo sepa, durante siglos el comercio español fue un desastre que se dedicaba a exportar lana procedente los rebaños de la meseta y a importar productos textiles manufacturados. El productor de lana se enriquecía (pero solo más o menos, pues estaba a expensas de los monopolios de demanda derivados de la dificultad de enviar las expediciones de productos) y el resto de mortales pagaban las importaciones de sus atuendos. El abultado saldo final se marchaba fuera de nuestras fronteras.

              No lo cuento por contar. Para significar que el protagonista es un hombre reflexivo Delibes hace de él un avanzado a su tiempo, un hombre que ve más allá que su padre y se lanza a hacer algo tan distinto como pensar que en lugar de exportar tanta lana puede quedársela y, con ella, fabricar ropa y venderla haciéndola atractiva. Una concepción de la actividad económica revolucionaria en la época. De ser un simple comerciante más, a ser uno de los primeros industriales.

              Pero no corramos. Cipriano, un chico fuerte pero esmirriado, fue un hijo cuya llegada se hizo esperar y se llevó por delante a su madre, quedando al cuidado de una nodriza y enfrentado, sin que él llegara nunca a explicarse muy bien las razones, a su padre. Es un hombre disciplinado, honesto consigo mismo y relativamente culto, lo cual le lleva a tener inquietudes emocionales y espirituales.

              Las emocionales, mal que bien, las va satisfaciendo tras una educación despiadada y dura en una especie de orfanato que, pese a sus rigores, se transforma para él en el hogar que su padre, adinerado como es, no le da. Y es su hogar no por encontrar en él cariño o afecto, sino conocimiento y cultura. Es decir, a sí mismo. Además, en el hecho de satisfacer sus necesidades emocionales ya encuentra Cripriano muchos motivos para la reflexión, porque el instinto le enfrenta a la moral, y cuando esta no se impone la honestidad de Cipriano le hace intentar racionalizar su conducta. Es lo que sucede en su relación con su nodriza y casi madre, Minervina, un personaje maravilloso, pero también cuando cree sentir la llamada del amor hacia la mujerona grandota, poco agraciada y de temperamento difícil que terminará siendo su esposa, y no hablemos ya de la relación o no relación final con Ana Enríquez. Todo lo pasa Cipriano por el tamiz de una moral reflexiva, e intenta actuar en consecuencia: haciendo lo que cree que debe y, cuando no es capaz, asumiendo las consecuencias de sus actos y, lo que es más importante, haciendo lo posible por compensar los daños causados.

              Cipriano es un hombre que no quiere hacer daño a nadie. Al contrario. Es un hombre bondadoso y, a menudo, tan poco aferrado a lo material que lo que algunos considerarían generosidad para él no es más que un acto de justicia. Y cuando tiene dudas, acude a su tío, un hombre culto, ponderado y comprensivo, abierto de mente pero, paradójicamente, solo hacia su propio interior, pues es consciente del problema de pensar en una sociedad donde lo distinto se niega. Recalco la bondad de Cipriano porque es clave en la novela: si él hubiera pretendido imponerse a alguien o a algo, hubiera sido lógico que encontrara oponentes, pero él se limita a intentar ser consecuente con sus propios pensamientos sin causar ningún daño a nadie. O, dicho de otro modo, nada de lo que pasa por su cabeza tiene una aplicación práctica más allá de constituir sus propios pensamientos y creencias.

              Y en cuanto a las inquietudes espirituales, ¿dónde es posible satisfacerlas?

              Siempre en el mismo sitio: allí donde se cuestiona el orden establecido, legal o moral, pues no es posible ni razonar ni argumentar donde no se duda de nada, sea religión, como es el caso, o política. En la novela, la fortaleza de la Inquisición, obtenida por el ejercicio impune de la violencia, ha hecho que el común de los mortales prefiera no pensar. Sin embargo, algunas escasas mentes inquietas –y alguna ingenua e irreflexiva- han sido receptivas a las doctrinas de Lutero y, en particular, aceptan la conclusión de que no existe el purgatorio y de que el sacrificio de Cristo hace innecesario –otra cosa sería ningunear la acción del Salvador- la acción individual. Parece poco, pero es más que suficiente para ser exterminado por la Inquisición.

              He aquí también otro elemento para la reflexión: ¿por qué unos personajes cercanos a la doctrina luterana actúan con toda prudencia, sabiendo lo que arriesgan, y para otros en cambio es casi un juego? La respuesta está en lo que antes he dicho: como nada de lo que hacen o dicen implica un mal inmediato para nadie, a algunos les resulta imposible ser conscientes de estar haciendo algo mal, lo que sitúa la novela, por otra vía, en su objetivo: la libertad de pensamiento. Cuando el pensamiento en nada afecta a la vida cotidiana de quienes nos rodean, la única posibilidad de conflicto no deriva de la confrontación de intereses, sino de la tolerancia o intolerancia a las ideas. Un tema que sigue vigente.

              También induce a reflexión la distinta actitud de los herejes. Dejando a un lado a Cipriano, cuyas motivaciones conocemos, se intuye que no todos tienen las mismas. Como siempre que hay un cambio, siquiera sea leve, aparecen advenedizos que ven en el cambio la ocasión de ganar prestigio o influencia, de convertirse en pequeños líderes sometidos en realidad a su propia vanidad. Otros participan en los cambios por simple curiosidad o por el deseo de dejar atrás una realidad que se les queda pequeña. Alguno, también, se deja arrastrar por inconsciencia o debilidad.

              El hereje es la historia de Cipriano, un hombre enfrentado a un modo de vida cuyo rigor histórico –algún anacronismo aparte- no impide, como en todo buen libro, que lo que se muestra sea un trasunto de infinidad de situaciones que siguen dándose, aunque con condenas menos virulentas, pero bastante efectivas. ¿Alguien puede negar que pensar y tener opinión propia no es un vicio mal visto en una sociedad que tiende a clasificar a todo el mundo a partir del más pequeño signo? ¿Creemos que los grupos ideológicos a los que pertenecemos o en los que se nos clasifica nos van a perdonar no seguir sus doctrinas oficiales? ¿Creemos acaso que la tiranía de lo «políticamente correcto» o del «pensamiento único» son algo diametralmente distinto a aquello de lo que nos habla Delibes? Por supuesto que no. El hereje es un canto a la libertad de pensamiento, una reivindicación del individuo frente a la masa, y su trágico y durísimo final es el único posible para que ese canto llegue a oídos del lector.

              De ahí que, por ser este el objetivo de la novela, Delibes se demore intencionadamente en los pormenores de multitud de situaciones. Porque lo importante en El hereje, y vuelvo al principio, no es buscar una «acción que atrape al lector». Al lector no ha de atraparlo la acción descrita, sino su propio pensamiento, sus reflexiones. Y ellas crecen en paralelo a los procesos mentales de Cipriano, que, como los de cualquier ser humano, se desarrollan condicionados por infinidad de detalles. Esto explica la necesaria lentitud de la novela, que no es tal, pues al terminarla uno se da cuenta de que con este libro ha recorrido más distancia intelectual que «devorando», como suele decirse, centenares de novelas de esas que «enganchan». Que enganchan tu tiempo, pero no tu inteligencia.




jueves, 17 de octubre de 2013

La hoja roja – Miguel Delibes


Los librillos de papel de fumar contienen una hoja roja que indica que solo quedan cinco hojas más. A Eloy, el funcionario municipal protagonista de esta novela, le ha salido la hoja roja en la vida: se ha jubilado y, según decía un amigo suyo ya fallecido, la jubilación es la antesala de la muerte.
Estamos en la España de los años cincuenta, donde la mayoría de la gente se jubilaba a los 70 años (como Eloy) y había una esperanza de vida de cuatro o cinco años  más.
¿Y qué ocurre cuando uno muere? Que la vida lo ha dejado atrás. Pero es que la vida nos está dejando atrás desde el mismo momento en que nacemos, lo cual queda tristemente de manifiesto en la jubilación de Eloy: lo que para él es un acto emotivo, de reconocimiento a medio siglo de trabajo concienzudo, para los demás es un trámite, una formalidad, una anécdota inmediatamente olvidable en medio de un día a día que no se detiene. Una palmada en la espalda al jubilado y a otra cosa. Cincuenta años de trabajo y al día siguiente apenas queda rastro el paso de Eloy por la oficina, como si el paso de los hombres fuera barrido por el tiempo tan pronto como desaparecen de la escena. 
Eloy está viudo. Tiene un hijo notario en Madrid y otro que murió a los 22 años. Cuida de Eloy una muchacha recién venida del pueblo, Desi. Buena persona y más bien feúcha, que aspira a casarse con el Picaza, un muchacho del pueblo también poco agraciado, buen cantante y con un carácter bastante impulsivo.
Miguel Delibes. 1920-2010
De los amigos de Eloy ya solo queda uno, Isaías. Juntos pasean a diario. Eloy vive en sus recuerdos, pocos y repetitivos, como reiterados son los temas de conversación entre los amigos, los argumentos que utilizan, e incluso las frases con que los expresan. El proceso de envejecimiento es relatado por Delibes con maestría, y corre parejo a la forma en que la soledad aumenta: la soledad del ser humano a la hora de enfrentarse a la muerte y la soledad a que se ve abocado porque sus amigos han desaparecido y los más jóvenes tienen demasiada prisa por vivir su propia vida como para fijarse en los abuelos que andan “con sus cosas”. Aunque, como he dicho antes, ese proceso comienza el mismo día en que nacemos: de hecho Eloy, cuando se jubila ya ha dejado atrás lo más importante: a su mujer fallecida, a su hijo fallecido, a su otro hijo que lleva su vida en Madrid, a una buena parte de sus amigos... La jubilación es solo el último nexo, o casi, que lo separa de la soledad completa, que es la que se siente al mirar cara a cara a la muerte. La jubilación, para Eloy, repito, es hoja roja del librillo de la vida.
Pero paralelamente al discurrir de esos tristes días en los que Eloy ve acercarse el final, Desi vive su vida y sus ilusiones, pese a las colegas que bajo la cobertura de una supuesta amistad tratan de menguar la felicidad ajena para no sentirse más desgraciadas que el resto. Desi vive razonablemente contenta y esperanzada, y más el día en que el Picaza llega del pueblo para hacer la mili en la ciudad.
Uno y otra, Eloy y Desi, afrontan cada uno a su manera el miedo a la soledad (que en el viejo podría desembocar en el terror y en la muchacha en la sensación de fracaso) aunque son las circunstancias, y no la propia voluntad, las que conducen a cada uno a una situación. El final, emotivo, lo sabrá quien lea esta magnífica historia.
Y termino diciendo algo que creo haber señalado ya en alguna otra ocasión en este blog: Delibes no solo tiene obras inolvidables, sino que a lo largo de su trayectoria  –al menos en lo que he leído- siempre mantuvo altísimo el listón. Y sin alardes ni florituras. Uno de los mejores. Un lujo.

lunes, 15 de abril de 2013

Diario de un jubilado - Miguel Delibes



En octubre leí las primeras andanzas de Lorenzo, Diario de un cazador. En ese libro el protagonista, obsesionado por la caza, se iniciaba sin darse cuenta en el mundo afectivo y laboral. En noviembre leí el siguiente, Diario de un emigrante, donde se narraban sus peripecias para ganarse la vida. Entre ambas lecturas solo transcurrió un mes, como en la vida de Lorenzo solo habían transcurrido unos pocos meses, o a lo sumo unos pocos años entre una historia y otra. Cuatro meses después, en marzo, he leído la última novela de la serie, Diario de un jubilado; un intervalo que guarda cierta proporcionalidad con el anterior y con el lapso de tiempo en que se desenvuelve el personaje. No ha sido algo voluntario, ha salido así, pero me alegro, porque leer las tres historias una detrás de otra seguramente hace perder perspectiva, y haber tardado más hubiera provocado olvido.
Y es que primera impresión al leer la novela es que el tiempo pasa demasiado rápido. Que al mirar atrás los años parecen segundos, que la vida del personaje ha transcurrido, se le ha escapado, de la misma forma que se nos escapa a los lectores; antes de darnos cuenta dejamos de ser niños para ser gente hecha y derecha, y antes de que volvamos a darnos cuenta estaremos en la tumba. Esa sensación es bastante fuerte a lo largo de todo el libro, y la ratifica la “normal” desaparición de una serie de personajes que obliga a reflexionar sobre la forma tan “normal” en que han desaparecido tantas personas que se cruzaron en la vida del lector.
La segunda impresión relevante afecta a cómo evolucionan las personas. De las aspiraciones de los veinteañeros, de su confianza en sí mismos, a su comportamiento unas pocas décadas después, media un deprimente abismo. El común de los mortales se vuelve comodón, indolente, y sus aspiraciones más tienen que ver con evitar ciertos sinsabores (vinculados a menudo a los dolores de cabeza causados por los hijos) que con construir nada nuevo. Así ocurre que el Lorenzo que disfrutaba cazando como si le fuera la vida en ello, o el que estaba dispuesto a cruzar el océano en busca de la prosperidad, se ha convertido en un sesentón adicto a los culebrones y sin otro pensamiento en la vida que ganar algún que otro puñado de pesetejas sin esfuerzo. Es decir, se ha convertido en alguien que se recrea en su mediocridad, como le ocurre a casi todo el mundo. Nada muy diferente puede decirse de su esposa, que en este tercer libro tiene un papel menos relevante, hasta el punto de ser más una presencia que un personaje.
Delibes, sin embargo, es capaz de construir una historia entretenida pese a la falta de ambición de Lorenzo. Le basta con concederle dos pequeños caprichos. El primero, sacarse un dinerillo fácil, como acompañante de un viejo poeta que vive con sus hermanas, y que tiene problemas de movilidad. El poeta es una pieza esencial en esta novela. Por una parte, sirve para que Lorenzo muestre sus valores y, al mismo tiempo, su orgullo; y también sus prejuicios y cómo estos ceden ante el interés, porque poco a poco Lorenzo va comprendiendo que el poeta es homosexual, y que no le hace demasiados ascos a los mozalbetes más jóvenes, pero pese a su desdeñosa opinión sobre los homosexuales, aguanta imperturbable mientras el dinero siga cayendo. El poeta sirve a también Delibes para dejar sitio en la novela a una burla de tantos y tantos escritores que viven pendientes de sí mismos, víctimas de su vanidad, tan ansiosos por aceptar cumplidos como furiosos ante la crítica. Aunque lo mismo que es un escritor, podría ser cualquier fulanillo con ínfulas dedicado a cualquier cosa. La mediocridad genuina de Lorenzo va así de la mano con la mediocridad de la mayoría de los que se creen por encima del resto, haciendo confluir el destino y caracteres de quienes a lo largo de su vida se creyeron en mundos diferentes.
El segundo capricho al que me refería es que Lorenzo, confortablemente instalado en la vida y sin otra aspiración que acumular unas pesetillas mientras come unas lentejas ya aseguradas, acaba por echar una cana al aire, lo cual tiene unas consecuencias que el buen hombre no acertaba a imaginar.
Entre medio, numerosos episodios aislados muestran los cambios producidos en España en la segunda mitad del siglo XX. Cambios que no necesariamente son positivos. Así vemos como los avances tecnológicos han tenido consecuencias deprimentes: el televisor ha embrutecido y aislado a las personas, que antes se veían y conversaban entre ellas; el amor al dinero fácil ha situado al matrimonio al borde de la ludopatía, porque el juego se ha transformado en un entretenimiento exaltado. Incluso el concepto de bienestar ha cambiado, y quien de joven necesitaba del monte abierto para sentirse vivo ahora vincula el bienestar a la posesión de un pequeño terrenito donde construir lo que más es chabola que chalet. También ha desaparecido el entorno rural, y de esta forma Diario de un jubilado pierde buena parte del rico vocabulario que Delibes usó en los otros dos Diarios.
Y así, entre el viejo poeta vanidoso y homosexual y el entorno de una pelandusca, la historia va saliendo poco a poco adelante, de forma muy amena, hasta un final que solo lo es porque Delibes no siguió. Una pena. Hubiera sido interesantísimo conocer los avatares de un Lorenzo octogenario. A cambio, Delibes nos dejó la libertad de imaginar como queramos la última fase de la vida de un personaje que, de puro mediocre, es imprescindible.


lunes, 26 de noviembre de 2012

Diario de un emigrante – Miguel Delibes


              Cada vez me salto con más frecuencia mi costumbre de no leer muy seguidos dos libros del mismo autor, pero en esta ocasión tengo excusa: el Diario de un emigrante es continuación del muy buen Diario de un cazador, hasta el punto de que no solo aparecen los mismos personajes, sino que la primera historia conforma los recuerdos que se rememoran en la otra, y las dos forman parte de una misma secuencia temporal. Pendiente me queda el Diario de un jubilado.
                Si digo que Diario de un emigrante me ha gustado menos que el Diario de un cazador quizá dé la impresión de que no merece la pena leerlo. Nada más lejos de la realidad. Es una magnífica obra, muy buena y con la que me lo he pasado muy bien, aunque, me temo, tiene un poco menos de interés, o al menos cuesta un poco más interesarse por la historia. O a mí me a costado.
                Lorenzo se ha casado y va a ser padre. No vive mal en su tierra, donde es feliz cazando, pero la tentación de mejorar le impulsa a emigrar a Chile, con la ayuda de unos tíos de su esposa, asentados allí, que les envían dos pasajes. La historia de la novela es la de ese viaje y los meses siguientes.
                Así vemos como, primero, Lorenzo, que mucho mundo no tiene, queda impresionado por cuanto ve en el barco, por la forma en que se vive a bordo, y acaba gastándose más de lo que debería víctima de todo tipo de tentaciones. Pero que no tenga mundo no impide que se crea en posesión de un buen número de verdades, y aquí radica la principal fuente de humor en esta novela.
                Una vez en Chile, su peripecia principia y termina en la capital. Allí se alojan primero en casa de los tíos. El tío es un hombre agarrado, partidario del trabajo de sol a sol y de una austeridad franciscana, lo que no tarda en chocar con el protagonista, amigo de salir a cazar, de conversar en el bar con los amigos o de marcarse un buen baile. Junto al tío está la tía, más joven, que no duda en echar los tejos a Lorenzo, el cual se debate entre su orgullosa moral a prueba de bomba y el “uno no es de piedra”, con lo cual aprovecho para remarcar otra de las fuentes de humor de la novela: las contradicciones del personaje, causadas, siempre, por el deseo de ofrecer la mejor imagen posible de sí mismo, y que se manifiesta en la forma en que acaba adaptándose, muy a su pesar, a cada realidad.
                Cuando la situación se hace insostenible, Lorenzo, con una ingenuidad que ya para entonces es más que conocida, decide establecer su propio negocio con más voluntad que talento. Y a partir de aquí lo que ocurre lo sabrá quien lea la novela, porque si lo cuento perderá la gracia.
                Aunque se me ha hecho un pelín largo el primer tercio, es un libro que se lee muy bien, y en el que llama la atención la abundancia de lenguaje, así como los giros y expresiones hechas que a cada momento repite el protagonista. Pero hay algo más que llama la atención: las expresiones chilenas se van filtrando poco a poco en el lenguaje de Lorenzo, hasta acabar usando como propias palabras de las que al principio se reía o echaba pestes.
                Lo “malo”, por así decirlo, es que si en el Diario de un cazador Delibes conseguía hacer un retrato completo del personaje a base de unas cuantas pinceladas, en el Diario de un emigrante ya conocemos al personaje, Delibes nos pone de manifiesto cómo el orgullo se adapta, sin perderse, a lo que en teoría nunca se iba a adaptar, nos cuenta algunas cosas más, completa al personaje, pero… el personaje ya es conocido, por lo que el qué ocurre adquiere otra dimensión más independiente del personaje, y ahí creo que la “trama” (innecesaria en el “cazador”) cojea un poco durante la primera mitad.
                Pero sea como sea estamos hablando de una obra divertida, enriquecedora y muy por encima de la media de lo que suele leerse.


lunes, 12 de noviembre de 2012

Diario de un cazador – Miguel Delibes



Recién conseguido trabajo de chico para todo en un colegio, una vez hecho el cambio de vivienda correspondiente llevando a su madre consigo, el protagonista de este diario se dedica a contarnos su pasión por la caza. Y es que vive por y para ella, y a ella subordina todo lo demás, incluidos los amoríos y la economía (los otros dos grandes asuntos que le interesan). El periodo que comprende el relato da para una temporada de caza completa y los preparativos e inicios de la siguiente; pero que la caza sea su obsesión no significa que la vida no vaya fluyendo, por más que él parezca tratarla como “lo que ocurre entre día de caza y día de caza”. Es así como Delibes muestra, magistralmente, la forma en que la dicha y la tragedia ocurren a nuestro alrededor con naturalidad, cómo vivimos inconscientemente hasta que la tragedia nos alcanza, y nos muestra un personaje entrañable no solo por su desbocada pasión y su inconsciencia para todo lo demás, mezclada con un pragmatismo notable, sino por su saber hacer y por la forma en que, dentro de su humildad, es una persona orgullosa. Notable es también la forma en que a través de esas pinceladas que parecen retratar solamente una obsesión por la caza, Delibes acaba haciendo en realidad un perfil humano completo.
Pero hay más: la relación del hombre con la naturaleza, a la que parece regresar como si el ambiente urbano fuera una anomalía; la defensa de una concepción de la caza en la que el cazador es el principal defensor de la fauna; y, por supuesto, encontramos la riqueza de lenguaje y el dominio de la expresión que hacen de Delibes mucho más que uno de los mejores escritores del siglo XX: un testigo de una época que, sin él, se perdería.
Una última cuestión, el humor. Un humor natural, que brota del contraste de las buenas intenciones, la ingenuidad y el orgullo del protagonista con la realidad con que se topa.
Literatura breve y de la máxima calidad.


sábado, 12 de noviembre de 2011

La caza de la perdiz roja - Miguel Delibes


      Breve relato inserto en el mismo volumen de que “Viejas historias de Castilla la Vieja”, de Alianza Editorial. Alterna las reflexiones del autor con una conversación -durante un día de caza- entre el propio autor y un lugareño iletrado: Juan Gualberto. Breve y brillante. Baste decir que nunca he tenido una gran opinión de la actitud de los cazadores y este libro me la ha cambiado sino totalmente, si en gran medida. Me refiero, claro, a los cazadores como los que conversan en las páginas, que nada tienen que ver, me temo, con la inmensa mayoría de los actuales. Un libro que ayuda a comprender el por qué de muchas cosas: las razones de la caza y, también, que el cazador “puro”, cuando caza, aprende a conocerse a sí mismo y sus límites. Cuando el cazador “de antes” vuelve de un día de caza, sea o no de vacío, sabe más sobre sí mismo. Por eso le gusta ir a cazar. Para salir a su propio encuentro. Claro que de esos cazadores, según se adivina en el propio texto, deben de quedar tantos como perdices rojas fuera de los cotos: ninguno. Un libro que también muestra otras cosas: el abuso de unos hombres sobre otros, el abuso de la ciudad sobre el campo, y la aniquilación a la que conduce el egoísmo de quien creyendo equivocadamente que la felicidad está en el resultado y no en el camino, se empeña en tomar atajos que acaban destruyendo los caminos que transitaban quienes sabían ser felices.



miércoles, 9 de noviembre de 2011

Viejas historias de Castilla la Vieja - Miguel Delibes


     Miguel Delibes es mucho más que un excelente escritor. Es un historiador de la España rural del siglo XX, sobre todo de sus primeros dos tercios, y es indispensable leerlo para conocer de dónde hemos salido, pues en este país casi nadie puede remontarse un par de generaciones sin encontrar sus orígenes en un pueblo. 

       Y Delibes hace novela e historia en esta ocasión contando, brevemente, los recuerdos del muchacho de pueblo que un día se fue a la ciudad para volver 48 años después. Un libro corto, breve, claro, directo, en el que se recuperan palabras y conceptos inexistentes para los urbanitas, porque como las cosas tienen su nombre las cosas hacen el lenguaje, y donde esas cosas no están ese lenguaje desaparece, y cuando desaparece el lenguaje tras desaparecer las cosas, desaparece también el recuerdo de esas cosas, y es cuando definitivamente dejan de existir. Recuperamos a través de Delibes el lenguaje de nuestros abuelos, además de su memoria y, lo que es más difícil de transmitir, los valores e intereses que los movían. Valores e intereses que hoy pueden parecer extraños, pero lo cierto es que en todas partes hubo, por ejemplo, un momento en que “matar al matacán” (una liebre resabiada), fue algo importante para muchas personas. Hoy, en cambio, atropellamos animales sin detenernos a mirar de qué especie son. Y aunque lo mirásemos, apenas sabríamos ponerles nombre. 

       Termino para no hacer este comentario más largo que la historia: hay otra cosa digna de mención: la forma en que los lugares –con sus árboles, sus rocas, sus grietas- se asocian a las cosas para formar los recuerdos, hasta el punto de que borrar del mapa un lugar puede casi equivaler a borrar de la memoria lo que en él ocurrió. 

         Corto, bueno y útil. No sólo entretiene. Hace aprender. Merece la pena.