El Hereje, de Miguel Delibes. Una edición por 4,95 euros. ¡Qué caro es leer! |
Lo menos
que se puede decir de El hereje es que el Ministerio de Cultura le concedió el
Premio Nacional de Narrativa en 1999.
Esta
«novela histórica» no es tal. O, mejor dicho, es mucho más. Quiero decir que la
mayoría de lo que se clasifica como «novela histórica» está más cerca de las
historias de aventuras y acción, e incluso de intriga, que de la literatura en
el sentido profundo de la palabra. Y esa literatura, la Literatura, se construye con novelas como esta, que transcurre
en el siglo XVI solo porque es el escenario más adecuado para una intensa
reflexión sobre la libertad de conciencia, que es de lo que trata el libro, y
no sobre historia alguna ni del siglo tal ni del cual pese al magnífico retrato
de la época que Delibes consigue hacer.
El
protagonista, Cipriano Salcedo, es el hijo único de uno de los primeros
burgueses de Valladolid. El negocio de su padre, como el de toda Castilla en la
época, estaba relacionado con el comercio de lana. Para quien no lo sepa,
durante siglos el comercio español fue un desastre que se dedicaba a exportar
lana procedente los rebaños de la meseta y a importar productos textiles
manufacturados. El productor de lana se enriquecía (pero solo más o menos, pues
estaba a expensas de los monopolios de demanda derivados de la dificultad de
enviar las expediciones de productos) y el resto de mortales pagaban las
importaciones de sus atuendos. El abultado saldo final se marchaba fuera de
nuestras fronteras.
No lo
cuento por contar. Para significar que el protagonista es un hombre reflexivo
Delibes hace de él un avanzado a su tiempo, un hombre que ve más allá que su
padre y se lanza a hacer algo tan distinto como pensar que en lugar de
exportar tanta lana puede quedársela y, con ella, fabricar ropa y venderla
haciéndola atractiva. Una concepción de la actividad económica revolucionaria
en la época. De ser un simple comerciante más, a ser uno de los primeros industriales.
Pero no
corramos. Cipriano, un chico fuerte pero esmirriado, fue un hijo cuya llegada
se hizo esperar y se llevó por delante a su madre, quedando al cuidado de una
nodriza y enfrentado, sin que él llegara nunca a explicarse muy bien las
razones, a su padre. Es un hombre disciplinado, honesto consigo mismo y relativamente culto,
lo cual le lleva a tener inquietudes emocionales y espirituales.
Las
emocionales, mal que bien, las va satisfaciendo tras una educación despiadada y
dura en una especie de orfanato que, pese a sus rigores, se transforma para él
en el hogar que su padre, adinerado como es, no le da. Y es su hogar no por
encontrar en él cariño o afecto, sino conocimiento y cultura. Es decir, a sí mismo. Además, en el
hecho de satisfacer sus necesidades emocionales ya encuentra Cripriano muchos
motivos para la reflexión, porque el instinto le enfrenta a la moral, y cuando esta
no se impone la honestidad de Cipriano le hace intentar racionalizar su conducta.
Es lo que sucede en su relación con su nodriza y casi madre, Minervina, un
personaje maravilloso, pero también cuando cree sentir la llamada del amor
hacia la mujerona grandota, poco agraciada y de temperamento difícil que
terminará siendo su esposa, y no hablemos ya de la relación o no relación final
con Ana Enríquez. Todo lo pasa Cipriano por el tamiz de una moral reflexiva, e
intenta actuar en consecuencia: haciendo lo que cree que debe y, cuando no es
capaz, asumiendo las consecuencias de sus actos y, lo que es más importante,
haciendo lo posible por compensar los daños causados.
Cipriano
es un hombre que no quiere hacer daño a nadie. Al contrario. Es un hombre
bondadoso y, a menudo, tan poco aferrado a lo material que lo que algunos
considerarían generosidad para él no es más que un acto de justicia. Y cuando
tiene dudas, acude a su tío, un hombre culto, ponderado y comprensivo, abierto
de mente pero, paradójicamente, solo hacia su propio interior, pues es
consciente del problema de pensar en una sociedad donde lo distinto se niega. Recalco
la bondad de Cipriano porque es clave en la novela: si él hubiera pretendido
imponerse a alguien o a algo, hubiera sido lógico que encontrara oponentes,
pero él se limita a intentar ser consecuente con sus propios pensamientos sin
causar ningún daño a nadie. O, dicho de otro modo, nada de lo que pasa por su
cabeza tiene una aplicación práctica más allá de constituir sus propios
pensamientos y creencias.
Y en
cuanto a las inquietudes espirituales, ¿dónde es posible satisfacerlas?
Siempre
en el mismo sitio: allí donde se cuestiona el orden establecido, legal o moral,
pues no es posible ni razonar ni argumentar donde no se duda de nada, sea
religión, como es el caso, o política. En la novela, la fortaleza de la
Inquisición, obtenida por el ejercicio impune de la violencia, ha hecho que el
común de los mortales prefiera no pensar. Sin embargo, algunas escasas mentes
inquietas –y alguna ingenua e irreflexiva- han sido receptivas a las doctrinas
de Lutero y, en particular, aceptan la conclusión de que no existe el
purgatorio y de que el sacrificio de Cristo hace innecesario –otra cosa sería
ningunear la acción del Salvador- la acción individual. Parece poco, pero es
más que suficiente para ser exterminado por la Inquisición.
He aquí
también otro elemento para la reflexión: ¿por qué unos personajes cercanos a la
doctrina luterana actúan con toda prudencia, sabiendo lo que arriesgan, y para
otros en cambio es casi un juego? La respuesta está en lo que antes he dicho:
como nada de lo que hacen o dicen implica un mal inmediato para nadie, a
algunos les resulta imposible ser conscientes de estar haciendo algo mal, lo que sitúa la novela, por otra vía, en su
objetivo: la libertad de pensamiento. Cuando el pensamiento en nada afecta a la
vida cotidiana de quienes nos rodean, la única posibilidad de conflicto no
deriva de la confrontación de intereses, sino de la tolerancia o intolerancia a
las ideas. Un tema que sigue vigente.
También induce a reflexión la distinta actitud de los herejes. Dejando a un lado a Cipriano, cuyas motivaciones conocemos, se intuye que no todos tienen las mismas. Como siempre que hay un cambio, siquiera sea leve, aparecen advenedizos que ven en el cambio la ocasión de ganar prestigio o influencia, de convertirse en pequeños líderes sometidos en realidad a su propia vanidad. Otros participan en los cambios por simple curiosidad o por el deseo de dejar atrás una realidad que se les queda pequeña. Alguno, también, se deja arrastrar por inconsciencia o debilidad.
El hereje
es la historia de Cipriano, un hombre enfrentado a un modo de vida cuyo rigor
histórico –algún anacronismo aparte- no impide, como en todo buen libro, que lo
que se muestra sea un trasunto de infinidad de situaciones que siguen dándose,
aunque con condenas menos virulentas, pero bastante efectivas. ¿Alguien puede negar que pensar y tener
opinión propia no es un vicio mal visto en una sociedad que tiende a clasificar
a todo el mundo a partir del más pequeño signo? ¿Creemos que los grupos
ideológicos a los que pertenecemos o en los que se nos clasifica nos van a
perdonar no seguir sus doctrinas oficiales? ¿Creemos acaso que la tiranía de lo
«políticamente correcto» o del «pensamiento único» son algo diametralmente distinto
a aquello de lo que nos habla Delibes? Por supuesto que no. El hereje es un
canto a la libertad de pensamiento, una reivindicación del individuo frente a
la masa, y su trágico y durísimo final es el único posible para que ese canto
llegue a oídos del lector.
De
ahí que, por ser este el objetivo de la novela, Delibes se demore
intencionadamente en los pormenores de multitud de situaciones. Porque lo
importante en El hereje, y vuelvo al principio, no es buscar una «acción que
atrape al lector». Al lector no ha de atraparlo la acción descrita, sino su
propio pensamiento, sus reflexiones. Y ellas crecen en paralelo a los procesos
mentales de Cipriano, que, como los de cualquier ser humano, se desarrollan
condicionados por infinidad de detalles. Esto explica la necesaria lentitud de
la novela, que no es tal, pues al terminarla uno se da cuenta de que con este
libro ha recorrido más distancia intelectual que «devorando», como suele
decirse, centenares de novelas de esas que «enganchan». Que enganchan tu tiempo,
pero no tu inteligencia.
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