La historia comienza con una
parodia de Robinson Crusoe: el
protagonista se ha arriesgado a cruzar una calle, y en el mar de vehículos
consigue salvar su vida refugiándose en un islote de cemento, donde hay otra
farola y un señor que naufragó allí muchas horas antes. Tantos coches hay, tan
imposible ven salir, que no tardan en prever cómo va a ser su futuro en
aquellos pocos metros cuadrados, e incluso, a falta de viandas, se plantean el
recurso a la antropofagia.
Pero tranquilos, nadie se
papea al protagonista, quien a partir de ese momento afronta la vida como un Hamlet que debe resolver una duda: la
de comprarse o no un coche, que viene a ser lo mismo, a efectos de su entorno,
que decidir entre ser un hombre dinámico y moderno o un troglodita.
De esta forma se anticipan
muchos de los excesos que luego se han producido: desde el culto al coche, hasta la completa subordinación al automóvil, pasando por los abusos mercantiles. Esto último queda plasmado con enorme gracia en
la “aventura” del vendedor. Un comercial de automóviles se adelanta a los demás
y trata de venderle un coche; en el proceso, el comercial de instala en casa
del protagonista, a fin de poder explicarle con todo detalle, a lo largo de los
días, las ventajas del coche; el protagonista llega incluso a hacerse con el
“manual de ventas” del vendedor, y a pedirle que le aplique tal o cual técnica
a ver si da resultado.
También cabe destacar el humor negro vinculado a los accidentes.
Entonces debían de ser escasos, y su noticia más debía de tener de anécdota que de suceso, ante lo
extravagante que era un artilugio como un vehículo. Ahora, tantos muertos
después, solo lo absurdo de las
situaciones impide que sea un humor demasiado duro como para hacer reír. Así
nos encontramos con el caballero que utilizó el coche para exterminar a los
niños de un colegio cercano, cuyos gritos le daban dolor de cabeza, o el del
que encontró esposa en la joven a la que atropelló de forma tan escabrosa como
pintoresca y, por absurda, divertida.
Pero como un coche da de sí
lo que da, sirve de excusa para unas cuantas “aventuras no automovilísticas”, que van desde el
cortejo más o menos efectivo, pasando por historias amorosas de terceros, hasta
la mofa de algo que hoy, ochenta años después, sigue ahí: los abusos inmobiliarios. Hablamos ahora de la burbuja inmobiliaria, pero ya este libro contiene una
extraordinaria parodia de lo que esto significa: pobres pringadillos a los que
se ofrece, como un chollo, la posibilidad de endeudarse “a solo 99 años” a
cambio de una casita en el quinto pino donde instalan un bosque de un árbol (porque no caben más) y sufren plagas de caracoles formadas por un único
caracol (porque no cabe una plaga más grande), amén de tratarse de
construcciones tan bien hechas que cuando una ventolera se lleva una
urbanización entera nadie se sorprende: al fin y al cabo al vecino que compró
un ventilador se le derrumbó una pared tan pronto como lo encendió.
Escrito en 1932, en pleno
florecimiento del humor del absurdo,
El hombre que se compró un automóvil
es, de principio a fin, un libro de humor absurdo. Absurdo y brillante. El
único “pero” que se puede poner a esta divertidísima historia es que más parece
una sucesión de “aventuras” que una historia con principio y fin, sobre todo
después del extrañísimo último capítulo, de corte futurista, que prevé el
dominio de la máquina sobre el hombre, y en el que el protagonista, por
cuestión de calendario, no aparece ya por ningún sitio. Salvo que el
protagonista, claro está, sea el coche.
Una pena que para leer este
libro haya que hacer arqueología.
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