Solo la
policía –y, en concreto, el entorno del comisario Kostas Jaritos- parece
funcionar en la Grecia de Liquidación
final, la segunda novela de la “trilogía
de la crisis” de Petros Márkaris. La novela se inicia con la aparición de un cadáver en un yacimiento
arqueológico: el de un defraudador fiscal, condición que el mismo asesino se encarga de
hacer pública. Se ve que la crisis inspira a los criminales, pues Con el agua al cuello, la primera de la
trilogía, comienza con el asesinato de un banquero retirado.
Al
igual que en precedentes entregas, no hay un crimen, sino una sucesión de
ellos. Y además parece haber mensajes ocultos por la forma en que son
asesinadas las víctimas. El asesino en esta ocasión principia liquidando defraudadores
fiscales, y da al asunto todo el bombo que puede, dejando en evidencia, de
paso, la dimensión de los agujeros de las redes informáticas griegas, lo cual
invita a pensar en organizaciones chapuceras cuya mala organización encaja en
un entorno social donde todo se ha derrumbado. Pronto, tanto defraudador
ajusticiado anima a quienes se sienten perjudicados por la crisis y consideran
que los asesinatos son una forma de justicia y solución; y a la vez amedrenta a
los defraudadores, que comienzan a presentar regularizaciones “voluntarias” que
terminan de transformar al asesino en un héroe popular. Llegado ese punto, el caballero decide exigir
una comisioncilla, y pronto diversifica su actividad, pues no solo los
defraudadores se benefician de lo que es de todos: el tráfico de influencias y
otras actividades igual de edificantes también permiten prosperar a costa de la
ciudadanía.
De esta
forma el libro transcurre entre cadáveres de ejecutados ritualmente, el papelón
de los políticos responsables de la lucha contra el fraude -que parecían no
haberse enterado de nada-, el papelón de una policía incapaz de detener a un
tipo que parece saberlo todo y ser capaz de hacer cualquier cosa, una administración
fiscal ineficaz y corrupta (precisamente en 2011, fecha de publicación de esta
novela, la propia Hacienda griega hizo pública una serie de medidas
anticorrupción e investigaciones que afectaban a varios centenares de sus
funcionarios), y, sobre todo, un entorno social profundamente deteriorado,
donde las idas y venidas del comisario se ven constantemente perturbadas por
infinidad de manifestaciones y donde el suicidio es cada vez más una solución a
los problemas económicos.
Junto a
esto, como siempre, una parte de la novela está dedicada a los avatares
personajes y familiares del comisario:
el ascenso que está en juego (y que le permitirá paliar el recorte del sueldo que trae a todos sus compañeros de cabeza)
y la situación de su hija, quien afectada por la crisis ha tenido la idea de
emigrar a África a un puesto en un organismo internacional, lo que provoca la consternación
de todos. También aparece Zisis, el viejo combatiente de izquierdas, el único que
realmente sabe lo que es pasarlo mal.
Como
novela policiaca Liquidación final deja
algo que desear, pues el autor, por ojos de Jaritos, decide no ver muchas de
las cuestiones que facilitarían en condiciones normales el seguimiento e
identificación del asesino (las vinculadas a las telecomunicaciones tienen un
tratamiento que, por ser sutil, dejaré en “mejorable”, y aparecen
otros puntos flojos al no hacerse preguntas derivadas de hechos obvios), y es
que sabido es que las ventajas de las nuevas tecnologías para la
localización son un engorro notable para los escritores de intriga: deben soslayarlas porque son un
tostón, no implican acción y permiten coger demasiado pronto al malvado de
turno. Al hilo de esto se dejan también sin resolver hechos que en algunos
momentos parecen clave, como la maestría cibernética del asesino. Otros puntos
flojos son la irrealista inspiración del criminal (cosa ya frecuente en Márkaris), su afán por atentar contra
un colectivo y no sobre personas concretas (también recurrente) o su
versatilidad (que facilita mucho las cosas a un escritor). Este conjunto de hechos
hace, y no es la primera ocasión, que el lector se entretenga sin sufrir, sin
ponerse en el pellejo de ningún personaje, como quien ve una película siendo
consciente de estar viendo ficción, o como quien ve a un mago sabiéndose el truco.
Pero como novela “social” la cosa
cambia: las continuas alusiones a un entorno donde casi todo el mundo siente
haberse quedado sin futuro invitan a cierta reflexión, aunque Márkaris apunta a los hechos y a los
sentimientos de los ciudadanos, sin intentar dar explicaciones. Las causas
objetivas hay que buscarlas entre líneas: que todo el mundo aplauda al asesino
de defraudadores en un contexto como el que se describe, de fraude
generalizado, solo es lógico porque nadie es consciente de su propia
responsabilidad hacia los demás; pero como nadie ejercer esa responsabilidad,
el resultado es una sociedad que no se hace responsable de sí misma y que, en
consecuencia, no puede encauzar su propio futuro. Como ya ocurría en Con el agua al cuello, casi todo el
mundo piensa que las cosas ocurren porque otros
hacen mal las cosas, y que mejorarán cuanto a esos otros se les controle como es debido. Es más sencillo dar con un
culpable que con una solución, es más sencillo centrarse en los chivos
expiatorios que hacer autocrítica. Mientras tanto, las decisiones individuales se siguen tomando sin tener en cuenta sus
efectos sobre la sociedad. Por desgracia, la historia de
siempre en los países donde lo público –independientemente de la dimensión amplia o reducida que se le quiera dar en función de la ideología- no
es visto como algo propio a construir y defender, sino como algo ajeno a
exprimir.
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