En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

lunes, 24 de febrero de 2025

Tiempos interesantes – Terry Pratchett

 


Suena bien lo de vivir «tiempos interesantes», ¿eh? Pero ocurre que en el imperio agatano, situado más o menos en el cul… del… bueno, en el quinto pino del mundo… perdón, del Mundodisco, la expresión se usa como maldición.

El imperio agatano es un trasunto de China, que si todavía hoy es una cultura desconocida en occidente aún lo era mucho más cuando se publicó este libro, en 1994. 

Tiempos interesantes comienza cuando un par de dioses se entretienen en jugar una partida de algo parecido al ajedrez, y de sus movimientos resulta lo siguiente: Lord Hong, gran visir del imperio agatano, planea dar un golpe de estado aprovechando que el emperador tiene más años que la tos y está a punto de cascar. ¿Cómo hacerlo? Sofocando una revuelta del Ejército Rojo, lo que hará de él el salvador y líder indiscutible del imperio. Lo que sucede es que el Ejército Rojo no sabe que tiene que hacer la revolución, ni mucho menos posee medios, capacidad, talento y soldados. Ni siquiera animadores. Lo único que podría impulsarlos a la revolución es el cumplimiento de una profecía, según la cual un Gran Hechicero apoyó en su día y apoyará en el futuro al citado ejercitillo. Así que Lord Hong, de modo clandestino, pide a Ankh Morpork el envío de un echicero, sin hache, falta ortográfica por torpeza o chamuscamiento que provoca que el archicanciller de la Universidad Invisible termine localizando y enviando al cul… del... ejem, al quinto pino del Mundodisco nada menos que Rincewind, el asendereado mago que dio comienzo a la saga del Mundodisco con El color de la magia, apareció también en la segunda novela, La luz fantástica, y en Rechicero y Eric

Y no solo con él se van a reencontrar los lectores, sino también con un personaje que solo salió en solo aquellas dos primeras entregas: Dosflores, el turista propietario del equipaje con piernas que ha estado junto a Rincewind en todas sus aventuras.

Sale más gente, claro: una horda de bárbaros capitaneados por Cohen que tienen la sana intención de invadir el imperio agatano para arrasarlo un poco, saquearlo y tal, aunque como son solo media docena de guerreros y todos rondan los noventa años quizá tengan un poquitín más de trabajo del habitual para acabar con los dos millones de soldados enemigos, lo cual propicia que cierto medio sabio que se les ha unido les inste a utilizar un método distinto del tradicional de cascar calaveras: utilizar la astucia y, sobre todo, el comportamiento civilizado.

Rincewind es ya un mago escarmentado. Todo su afán desde la primera página es escapar a un destino desdichado que da ya por supuesto. Pero, como el lector ya sabe de otras veces, la misma huida es la que propicia el cumplimiento de su sino. Los bárbaros, por su parte, van a colaborar con él sin pretenderlo, y el Ejército Rojo por ahí anda dando tumbos desorientado y completamente en la inopia. Frente a ellos Lord Hong y, en la distancia y chapuceros como siempre, los perezosos y glotones magos de la Universidad Invisible.

El libro es de los mejores de la saga si por la trama se le ha de juzgar, y también por la relativa claridad de la acción, y no digamos ya por el humor, especialmente acertado en lo que hace referencia a los bárbaros.

Algo menos acertado está, a mi juicio, respecto a Rincewind y su equipaje (al limitarse a «colmos»), y muy acertado, si no acertadísimo, al principio, cuando Pratchett muestra al lector los movimientos en Ankh Morpork, singularmente los del archicanciller, que terminan con Rincewind en el cul… del… ejem, en el quinto pino del Mundodisco.

La parte paródica está dedicada, como he dicho al principio, a China, que en 1994 solo era aún un gigante despertándose, nada que ver con la situación actual en que ya se ha zampado el mundo. Entonces era un país aún más cerrado, que estaba dando los primeros pasos hacia su singular «capitalismo» y casi desconocido para occidente. Las protestas de Tiananmén estaban recientes y aún lo era también, relativamente, la noticia de los guerreros de terracota de Xi´an, que también juegan un papel en esta historia, lo mismo la Gran Muralla.

Una gran, entretenida y divertida aventura para todos los seguidores de Pratchett y su Mundodisco.


jueves, 20 de febrero de 2025

Selva negra – Valérie Mréjen

 


A veces, tras leer un libro hay que releer la contraportada para saber exactamente de qué trataba. Volveré luego sobre esta idea.

Selva negra es un librito muy breve, de menos de cien pequeñas páginas, que es todo un catálogo de modos de morirse. Desde suicidios, varios, a accidentes o enfermedades, desde muertes lentas a arrechuchos fulminantes, raro será que el lector no se tope con el modo en que ha de irse de este mundo. Sí, nadie lo sabe, salvo el suicida, pero es que es complicado encontrar algún modo de morir que no aparezca aquí desde una pequeña y lúgubre historia de apenas uno o dos párrafos. Historias que, en realidad, son vistazos fugaces a un momento de la vida. Al último.

Entre medio, camufladas, lo que cuenta la contraportada: la narradora que, imaginándose en diferentes edades, se reencuentra en su fantasía con la que hubiera sido su madre de no haber muerto hace tiempo. Una madre hipotética, claro, porque a saber cómo hubiera evolucionado. Tan poco claros y mezclados con el resto están esos párrafos que por eso he comenzado esta reseña como lo he hecho: a veces, si las contraportadas no te orientan, no sabes dónde estás; y en muchas de esas ocasiones tienes la certeza de que quien escribió la portada lo hizo al dictado del autor más que como resultado de la lectura.

O sea, Selva negra es un batiburrillo alrededor de la muerte motivado por una muerte, la de la madre. Un libro bien escrito y que hace pensar mucho pero en un único tema: que estamos vivos de chiripa y que en cualquier momento dejaremos de estarlo por cualquier cosa.

Vamos, la alegría de la huerta, aunque también es cierto que acabas viendo la muerte como algo natural. Feo, pero natural.

Lectura buena, intensa e interesante, pero desaconsejable para quienes no anden en el mejor momento. Mejor pensar en cómo vivir (con la muerte alrededor y a pesar de ella) que en morir, que a morir se aprende sobre la marcha.


lunes, 17 de febrero de 2025

La novela olvidada en casa del ingeniero – Soledad Puértolas

 


Para mi vergüenza debo reconocer que es la primera novela que he leído de Soledad Puértolas. No será la última.

La novela olvidada en casa del ingeniero es una obra de gran perfección formal, algo poco habitual, con una trama espléndida e interesante.

Recurre al truco, que ya usó Cervantes, de la novela dentro de la novela, pues la historia arranca con el descubrimiento, en el antiguo domicilio de un ingeniero, del manuscrito de una novela que cuenta una historia que no se sabe si es ficción o autoficción. Tampoco se sabe si lo es lo que está contando el narrador que nos avisa del descubrimiento.

De este modo hay varias dudas que corren el paralelo: qué sucederá en esa segunda historia, quién y por qué está detrás de ella y si la primera es o no real. Las posibles respuesta a la última pregunta abre un abanico de posibilidades respecto a las anteriores.

Esa segunda historia es la escrita por Leonor, a la que se define como una mujer ya en edad de recordar, que se recuerda a sí misma como una chica joven que va pasando de niña a mujer en una familia normal donde cada uno va razonablemente a su aire y que mantiene una relación de amor-odio con la hermana del padre y su marido; es decir, con la tía de la narradora. Entre la parentela política de la tía hay una buena señora que vive aislada en un pueblo de la montaña en una pedazo de mansión, con dinero a espuertas y más años que Carracuca, amén de con una especie de mayordomo peculiar. Una dama interesantísima para heredar. Y todo el mundo piensa que la tía va a heredar.

Pero lo que la tía hace es recurrir a su sobrina, a Leonor, como confidente y ayudante, y es así, a través de esa sobrina narradora, como conocemos esta historia que no sabemos si realmente narra la sobrina o un tercero, si es real o ficción, si… ¿Existió Leonor? ¿No existió? ¿Y todo lo que cuenta? En realidad, para responderse a estas preguntas antes hay que saber si el narrador introductor no está contando su historia o una historia, si se está confesando o si no está entreteniendo.

La historia de la sobrina y la tía es la central, pero la que le sirve de marco es la que genera el desasosiego, porque hay un narrador que no dice en calidad de qué habla (¿testigo o cuentista?) y que afirma no saber quién es la narradora ni en calidad de qué habla. 

Por no saberse, ni siquiera se sabe nada del ingeniero en cuya antigua casa se halló el manuscrito., lo cual podría arrojar alguna luz sobre el batiburrillo de dudas. 

        Hay, quizá, pero no me atrevo a asegurarlo, alguna pista en el tema tecnológico: si la novela está escrita en una tecnología obsoleta por una mujer en edad de recordad, sus recuerdos deberían ser de una época previa a esa tecnología, lo que no sé yo si acaba de cuadrar con algunos de los datos recordados. Pista que lo único que nos diría es que la segunda novela es una historia de ficción, lo cual es un gran mérito, porque implica que, a base de verosimilitud, ha hecho que el lector olvide algo obvio: que La novela olvidada en casa del ingeniero es una obra de ficción de principio a fin.

Una gran y breve novela escrita con precisión y, lo que es más importante es este tipo de funambulismo, con tanta claridad que el lector nunca se pierde entre historias. Eso sí, cuando al acabar echas la vista atrás e intentas recolocar todo para tener una visión de conjunto, piensas, asombrado y abrumado, que menudo jardín laberíntico acabas de atravesar sin enterarte. Y es que Soledad Puértolas te ha guiado maravillosamente.


jueves, 13 de febrero de 2025

Hermanito – Ibrahima Balde y Amets Arzallus Antia

 


El populismo, del que nace el extremismo, que a su vez origina todas las desgracias, siempre ofrece culpables a cambio de votos o apoyo. El populismo te dice que eres inocente; que no has hecho nada; que eres un buen ciudadano; un patriota; de modo que si no encuentras trabajo, si no puedes acceder a una vivienda, si tienes miedo al futuro, si no te adaptas a los cambios o si tienes cualquier problema, el culpable no puedes ser tú. Luego debe ser otro. Yo te voy a decir quién. Este de aquí, fácilmente identificable porque no es como nosotros. Tiene otro color de piel, u otra religión, o habla otro idioma, o tiene otras costumbres, otra cultura, otras ideas o, simplemente, no vive tan bien como nosotros; ¡míralo, siempre con los mismos pantalones! ¡A ver si nos va a robar! Vótame, que te libraré de él. Y si mientras yo gobierno las cosas empeoran, no te engañes: es que aún no hemos podido deshacernos de todos estos culpables, así que quienes les defienden también son tus enemigos. Nuestros enemigos. ¡A por ellos! ¡A por todos los que no son como nosotros!

Así, más de una vez lo que comenzó siendo una pesca de votos o influencia terminó en masacre en menos de una década.

Lo que acabo de decir a todos nos trae a la cabeza el exterminio judío (¡2025 y la población judía aún no ha superado en número a la existente antes de la Segunda Guerra Mundial!) o la limpieza étnica en la antigua Yugoslavia y en Gaza. Allí se llegó al límite. Aquí y ahora, no, ¿pero a que cualquiera puede reconocer el incipiente tufo de esa culpabilización general en el tratamiento que el populismo de ayer, devenido extremismo de hoy, dispensa a la inmigración? Pero la inmigración está. Es necesaria y además inevitable. Sobre esta última idea no me voy a extender más, leed Migración e intolerancia, de Umberto Eco, una conferencia con unos treinta años a cuestas y siempre de actualidad.

Cuento todo lo anterior porque Hermanito narra la involuntaria y penosa llegada a España de Ibrahima Balde (Cronaki, 1994), un joven que aspiraba a ser mecánico o conductor de camión en su tierra natal, y que dejó todo para buscar a su hermano, a su hermanito, que siendo poco más que un niño abandonó su paupérrimo hogar en busca de un medio de vida. Un periplo horroroso donde lo menos malo es no poder comer durante días o que el precio de un billete de autobús te deje semanas a la intemperie en cualquier lugar, o que debas viajar caminando a lo largo de varias jornadas sin comer y en constante riesgo de morir de sed. En el trayecto también hay trata de seres humanos, esclavitud, violencia, asesinatos, tortura, muerte…

Ibrahima Balde ha escrito este libro hablando, contando su propia experiencia, y Amets Arzallus Antia le ha dado forma escrita.

Es una historia perturbadora, durísima, pero también emocionante porque está relatada con rigor. Una peripecia sobrecogedora por la inocencia desarmante de su tono, que linda con la poesía. Solo cuentan hechos, sin juzgarlos ni interpretarlos, sin pretender causar pena, indignación o solidaridad. Hechos. Ni siquiera las emociones del protagonista tienen cabida. ¿Cómo, si cuando mantenerte vivo es un problema acuciante no queda tiempo ni para odiar?

El relato de las penurias y salvajadas que llegan a vivir muchos migrantes hace al lector violentamente consciente de la condición humana de todos ellos.

Quizá leyendo libros como este comprendamos que huir de las penalidades justifica la migración. Que no se puede tolerar la reducción del ser humano a pura mercancía. Y que el migrante no es un invasor que viene a suplantarnos, sino alguien que viene a acompañarnos… si le dejamos. Quizá comprendamos también que lo deseable es ir al origen del problema para que la gente pueda vivir con dignidad allí donde nace. Si quien aquí tiene medios no es capaz, por egoísmo o comodidad, de echar una mano allí, que al menos luego no la eche al cuello de nadie aquí. No podemos ser tan miserables. Por desgracia es una tarea que ningún gobierno se ha tomado nunca en serio y nunca lo harán mientras no nos la tomemos en serio los votantes. Nosotros. Tú y yo. Pero el mundo es una inmensa mierda donde todos podemos ver a gente despotricando contra la inmigración mientras se beben sus cañitas en el bar o mastican en el restaurante la última ocurrencia de un cocinero.

Hay que ser solidario. Pero con eso no basta. Hay que exigir al resto de la sociedad que lo sea. Solo entonces los gobiernos podrán organizar y canalizar con eficacia la solidaridad para intentar conseguir que no sea necesaria. Si aún no sabes por qué esa utopía es deseable, lee Hermanito. Lo harás de una sentada.


La dictadura de la minoría – Steven Levitsky y Daniel Ziblatt

 


    Fantástico libro, por lo profundo, inteligente, lúcido, documentado y claro que firman estos dos profesores de la Universidad de Harvard. Un libro que, por todo lo que me ha enseñado, aclarado y confirmado, pasa a estar entre los que más me han influido. Por cierto, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, que ya eran famosos por su anterior obra, Cómo mueren las democracias, bien podrían serlo solo por esta. 

    La dictadura de la minoría, publicado en 2024, antes del segundo triunfo de Donald Trump, intenta explicar por qué Estados Unidos, específicamente, pero la mayoría de los países desarrollados también, pueden acabar en manos de dictaduras de extrema derecha. 

    Intentaré explicarlo resumido en varios apartados que den respuesta a otras tantas preguntas. Y, por favor, leed sobre todo la penúltima, que nos apela a todos.

¿Por qué de ultraderecha?

El libro lo da por hecho, aunque no entra apenas en ello porque le parecen mal todas las dictaduras, sea cual sea su orientación. Que en el caso de los países occidentales el peligro viene de la ultraderecha se debe a factores socioeconómicos y socioculturales.

En los países desarrollados la clase mayoritaria, con enorme diferencia, es la clase media. Esto explica que la extrema izquierda sea, en general, extraparlamentaria, ya que se autodefine por factores socioeconómicos. Así, en casi ningún parlamento de estos países hay representantes partidarios de abolir la propiedad privada, colectivizar la tierra, expropiar todas las empresas para nacionalizarlas o recurrir a la planificación central. La desigualdad existente en occidente no es tanta que permita que un discurso tan radical cale; ni siquiera hay caldo de cultivo suficiente para permitir que esas ideas tengan una exigua representación parlamentaria. En cambio, en estos países, y debido precisamente a su relativo bienestar, sí hay presencia importante de la extrema derecha, porque la ultraderecha no se define por factores socioeconómicos sino socioculturales y, en particular, identitarios; es decir, nacionalistas. Con la excusa de preservar el bienestar económico y social existente y de recuperar añorados bienestares reales o supuestos, cuestionan las instituciones internacionales con la excusa de proteger una supuesta soberanía que, en realidad, no existe en un mundo interdependiente; además, rechazan cuanto pueda «contaminar» o modificar el status quo social, lo que conduce a posicionamientos contra la igualdad y, principalmente, contra la inmigración por los cambios étnicos, demográficos y culturales que acarrea, hasta el punto de poner en cuestión los derechos humanos de los migrantes, que llegan a ser tratados como enemigos; por idénticos motivos el mismo tratamiento pueden recibir algunas minorías, como las religiosas. Se explota el miedo al cambio, y como en el contexto actual el cambio es cada vez más frenético, cada vez hay más miedo e incertidumbre. Es decir, más combustible para estas ideologías.


¿Cuáles son los comportamientos que preservan la democracia?

    Son tres.

    El primero, aceptar las derrotas. Es decir, el perdedor no debe cuestionar su posición. El perdedor, durante décadas, aceptaba la derrota y, desde la oposición, intentaba modificar sus planteamientos para resultar más atractivo a los votantes y recuperar así electorado. Sin embargo, a medida que hemos ido avanzando en el siglo XXI hemos visto cuestionamientos de los resultados sin que mediaran cambios en los sistemas electorales que los justificaran. En otras palabras, el perdedor, en lugar de cambiar él, intenta cambiar el sistema. Lo sucedido con Trump en 2020 es el mayor ejemplo. En España también hemos vivido cuestionamientos del papel de Correos o Indra que «olvidaban» el modo en que se realiza el recuento, las garantías del mismo y que no había habido cambio alguno en la normativa electoral.

    Segundo, no amparar o tolerar la violencia. En democracia se considera adversario a quien tiene otra ideología o defiende otros intereses, pero no enemigo. ¿Por qué? Porque con el adversario se convive, pero con el enemigo hay que acabar. La democracia sirve para convivir entre opuestos preservando los derechos esenciales de todos. Por eso ningún tipo de violencia puede tener cabida en ella. Ni física, ni verbal. La violencia es el tratamiento dispensado a los enemigos. De ahí que impida la convivencia. La violencia verbal incluye lo que eufemísticamente llamamos «bulos», pero la falsedad consciente siempre ha recibido el nombre de infamias y calumnias. Siempre, en cualquier contexto y cultura, ambas han sido consideradas agresiones. Como los insultos, que son atentados a la dignidad. En las sociedades modernas la desinformación intencionada está en máximos inimaginables hasta hace pocas décadas. La violencia verbal, además, siempre antecede a la física.

    Tercero, impedir la banalización del extremismo. Es decir, antes hay que renunciar al poder que aliarse, para conseguirlo, con un partido extremista. Es lo que ha ocurrido en algunos países europeos en las últimas décadas, como Alemania y Francia. Todo demócrata auténtico debe tener claro el concepto de mal menor y optar por él cuando no queda otra. Esto implica dar por supuesto que el objetivo primordial es preservar la democracia. Entonces está claro que el mal mayor es su pérdida o cuestionamiento. Esto, que es deseable para evitar que el extremismo pueda hacerse con parcelas de poder y desde ellas comenzar a caminar hacia una dictadura, no es sostenible a largo plazo sin que algunos de los miembros de la coalición por la democracia se difumine por falta de alternativas al poder, por lo que urge tener normas que garanticen la democracia.


¿Cómo funciona una democracia ideal?

    La regla de la mayoría es sagrada. Ninguna decisión o nombramiento debe hacerse si no es por mayoría. Ahora bien, cuando hablamos de mayoría en este libro, hablamos mayoría de ciudadanos que votan, no de mayoría de sus representantes. Esto es, la mayoría de representantes (diputados, senadores, concejales, colegios electorales…) que sacan adelante una medida o un nombramiento deben representar a una mayoría de votantes

    Sin embargo, como la esencia de la democracia es la convivencia en igualdad y libertad, para evitar que la mitad más uno de los votantes pueda excluir de la vida política, mediante el abuso de su posición dominante, a la mitad menos uno, hay aspectos que no pueden ser regulados por la simple regla de la mayoría. ¿Cuáles? Los precisos para garantizar esa igualdad y libertad: el derecho de participación política, la libertad de expresión, de reunión… Las normas de elección y votación que garantizan estos derechos de las minorías frente a las mayorías se llaman normas contramayoritarias y, habitualmente, consisten en exigir una mayoría cualificada (normalmente, dos tercios), para sacar adelante normas y nombramientos, lo que, de facto, otorga derecho de veto a la minoría.


¿Las reglas que regulan los órganos clave de los estados y los procesos electorales existentes reproducen las normas ideales anteriormente descritas?

    No.


¿Por qué motivos?

    En su origen, la mayoría de las constituciones han incluido normas contramayoritarias cuyo objetivo no fue preservar derechos, sino privilegios. Las constituciones, cuya negociación siempre se da en momentos críticos para las naciones, consienten fallos por razones pragmáticas de elección del mal menor, pero el rango constitucional de estas cesiones no hace de ellas buenas normas democráticas. Estas normas permanecen vigentes décadas e incluso siglos (como en el caso de Estados Unidos) a pesar de desaparecer las causas que las originaron. Para colmo, el mantenimiento de estas vetustas normas en una sociedad radicalmente distinta en lo social y demográfico origina, a su vez, resultados que nada tienen que ver con la democracia.

    De igual modo, algunas normas contramayoritarias que en su momento sí garantizaron derechos de minorías han devenido, por los cambios sociales y demográficos producidos, en especial en el siglo XXI, en normas sin sentido o con un sentido contrario al original. Estas normas y las que he señalado en el párrafo anterior son explotadas por las minorías beneficiadas.

    Algunas de esas normas derivan de la anomalía de reconocer derechos no a las personas, sino a los territorios, como si fueran algo distinto a las personas que en ellos viven, lo que produce una sobrerrepresención de los habitantes de los territorios poco poblados, que tienen un perfil sociocultural muy concreto, más conservador que la media. Este perfil claramente escorado hacia una ideología no existía o no era tan acusado cuando la mayoría de estas normas se aprobaron. Su efecto actual, décadas y décadas después, nada tiene que ver con el que se pretendía al establecerlas

    Los partidos beneficiados por las normas contramayoritarias han pasado de no abusar de ellas al comienzo de las constituciones a ir abusando cada vez más, hasta haber llegado a un punto, en la actualidad, en que el abuso es la norma.

    Los partidos beneficiados por las normas contramayoritarias han elaborado toda una técnica de adaptación del electorado a sus necesidades (¡y no al revés!) modificando circunscripciones electorales, requisitos de votación y hasta medios y lugares de votación (mucho más en Estados Unidos que en Europa). ¿Ejemplos? El constante rediseño de las circunscripciones, especialmente cuando el ganador en ella, aunque sea por un solo voto, se lleva todos los representantes; o algo tan «tonto» como que en un colegio electoral haya el doble de votantes que otros desincentiva el voto donde haya que hacer colas el día de la votación, lo que permite hacer «ingeniería» por barrios en función del voto esperado en cada uno de ellos.

    El resultado es que pueden aprobarse normas y nombramientos por mayorías de representantes que no representan a una mayoría de votantes. Lo mismo ocurre con los vetos de normas o nombramientos que nada tienen que ver con preservar la esencia de la democracia. Es decir, se subvierte la regla de la mayoría, lo cual crea una amplia desafección en el electorado; desafección que, obviamente, se da mucho más entre la mayoría de votantes perjudicada que entre la minoría beneficiada.

    El libro está centrado en Estados Unidos, pero no hace falta pensar mucho para ver que también en España pueden darse situaciones como las que describe. 


¿Un ejemplo?

    En el Senado de España, actualmente, el partido que más porcentaje de voto sacó obtuvo el 34,73% de los votos, lo que le reportó el 57,7% de los escaños en juego. Con esa mayoría de escaños que no representa una mayoría de votantes se es clave para elegir el 50% del Consejo General del Poder Judicial y también cuatro de los doce magistrados del Tribunal Constitucional. A su vez, el Consejo General del Poder Judicial nombra a otros dos. Es decir, hasta el 50% del Tribunal Constitucional, por centrar el ejemplo en este órgano, puede estar nombrado directa o indirectamente por el Senado.

    En la hipótesis de que esa minoría de representantes que no representa a una mayoría de votantes ejerciera su poder para controlar el Tribunal Constitucional, y de que el Tribunal Constitucional así elegido actuara en connivencia para preservar ese poder, podría haber prosperado la pretensión, planteada hace unos meses, de que el Senado pudiera vetar de facto las leyes con la argucia de negarse a tramitarlas. Esto hubiera determinado que los representantes del 34,73% del electorado hubieran podido impedir que saliera adelante cualquier tipo de norma, sobre cualquier materia, aunque contara con el apoyo del 51% de los votantes o incluso mucho más. Esta distorsión de la democracia está tan asumida que ayer leí que un catedrático afín se había jactado de que en la próxima renovación de un tercio del Tribunal Constitucional, que corresponderá al Senado, algo podrá hacer esa mayoría de representantes que no representan a una mayoría de votantes para tener mayoría de representantes en el Tribunal Constitucional. Es decir, se felicitaba porque esa elección de miembros del Constitucional puede no representar a la mayoría del electorado. Algo así, pero aún más acusado, es lo que está sucediendo con el Senado de los Estados Unidos y en las instituciones por él influidas, especialmente el Tribunal Supremo norteamericano, que a pesar de su supuesta y deseada relación indirecta con el electorado en nada refleja la su diversidad. Probablemente su control a través de normas contramayoritarias fue una de las primeras y más importantes picas en Flandes de Trump, lo cual, ahora que ha ganado, le puede facilitar todo tipo de excesos (si es así o no, pronto lo veremos).

    Al final, las reglas que obstaculizan la aplicación de la regla de la mayoría son utilizadas por las minorías beneficiadas para hacerse con un poder que en puridad democrática no les corresponde, porque les permite eludir la regla de la mayoría para, así, allanarse poco a poco el camino, singularmente a través del control de nombramientos en instituciones clave hasta hacerlas perder toda representatividad social.


¿Quiénes son las personas más peligrosas?

    Por supuesto, los extremistas.

    Pero los autores alertan del determinante peligro de las personas a las que llaman «semileales». Se trata de quienes justifican su carácter demócrata en el cumplimiento estricto de las normas sin tener en cuenta si esas normas son o no las adecuadas para preservar la democracia. Lo hacen porque su voluntaria miopía les beneficia. No critican el sistema ni promueven su cambio. Simplemente argumentan, encogiéndose de hombros, que «estas son las normas».

    Ocurre, sin embargo, que la democracia no se preserva solo reclamando el cumplimiento de las normas, sino sobre todo reclamando normas que preserven la democracia.

    Echad un vistazo a lo dicho sobre los comportamientos que preservan la democracia. Los semileales son todas las personas que incumplen cualquiera de esas tres reglas.

    Y, no sé vosotros, pero yo conozco a pocos radicales pero a infinidad de semileales.


¿Hay soluciones?

    Sí, pero son muy difíciles de articular. El cambio de normas contramayoritarias (que a menudo incluyen las constitucionales) requiere, precisamente, de la colaboración de sus beneficiarios, que deben renunciar a sus injustificadas cuotas de poder. No obstante, los autores ponen los ejemplos de cambios por lo que se ha luchado durante décadas, que parecían imposibles, y que, finalmente, han salido adelante. Son conscientes de que nada se podrá hacer a corto y medio plazo, pero arguyen con razón que tampoco se podrá hacer nada a largo plazo si estos temas no comienzan a estar en el debate político.

    La receta que dan los autores de este libro y que el lector no dudará de que es la correcta es que la democracia solo se fortalece con más democracia. Todo lo demás la debilita y hasta puede matarla. Y hay más democracia cuando priman las decisiones de las mayorías de votantes, para conseguir lo cual debe garantizarse que las mayorías de representantes representen a una mayoría de votantes. Ninguna mayoría de representantes que no represente a una mayoría de votantes mejorará la democracia. Y ninguna involución mejorará la convivencia.

    Una democracia, es decir, una convivencia, que por todo lo que he dicho está en peligro.

    Leed este libro. Es buenísimo.


lunes, 10 de febrero de 2025

La asistenta – Freida McFadden

 


Probablemente nunca hubiera leído este libro si no me lo hubieran regalado, pero reconozco que consigue lo que pretende: entretener.

La asistenta es fast food literario, pero muy buen fast food. Logra captar rápidamente el interés a través de capítulos sumamente breves que abren interrogantes de modo constante para cerrarlos más adelante y abrir otros nuevos de modo que el conjunto de la historia avance a ritmo constante o levemente creciente hacia su conclusión. En estos casos el mérito reside, además de en lo dicho, en que la secuencia de anzuelos no resulte forzada y en que el lenguaje sea neutral; un lenguaje demasiado ambicioso y logrado desembocaría en un «quiero y no puedo» por la falta de profundidad de la historia, y, en el lado opuesto, el de un lenguaje ambicioso fallido, hubiera dado a luz un bochornoso bodrio como algún superventas de lamentable recuerdo que por desgracia leí.

Así que, bien. Lenguaje neutral para una historia sin chicha pero que entretiene y mantiene el suspense hasta el final jugando con el concepto de buenos y malos y la manida y para mí odiosa frase de «nada es como parece».

La sirvienta de esta historia, Millie, es la protagonista, aunque no destacada pues comparte protagonismo con Nina y Andrew, el joven matrimonio Winchester, para el cual empieza a trabajar. Los Winchester, que a priori parecen un encanto, tienen una hija un poco rarica.

En las primeras páginas Millie, una mujer de la que solo intuimos que es joven y guapa, tiene un problema: ¿cómo encontrar trabajo cuando vas hecha un adefesio, no tienes donde caerte muerta y tienes antecedentes penales por un tema bastante gordo? Porque gordo debe de ser para haber estado una década en la trena y andar en libertad condicional. Un asunto feo, sin duda. ¿Pero cuál? La falta de respuesta planea sobre Millie despertando el interés del lector, pues despejar la incógnita dará la medida de sus «capacidades» para salir de los embrollos. Así el lector no sabe si avanza de la mano de una pobrecita oveja descarriada o de una loba feroz. 

Y Millie encuentra trabajo, como ya anticipa el título, en casa de los Winchester. ¡Un chollo! Buen sueldo e interna en un casoplón mayúsculo. Aunque, eso sí, el habitáculo que le reservan es una angosta madriguera. Y sus jefes… Andrew es un empresario al que se le sale el dinero por las orejas, guapísimo, monísimo, bondadoso, comprensivo, cariñoso y adornado por cuantas virtudes puedan desea cualquiera, sea asistenta, pareja, suegra, vecinos o guardia urbano. Nina, su esposa, no es menos pimpante. O al menos así es todo en las primeras páginas.

Luego la cosa cambia, claro, porque si no el libro sería una nadería empalagosa. Nina tiene sus cosillas, vamos a dejarlo ahí. La niña tiene pinta de muñeca diabólica y, por suerte, Andrew sigue siendo el mismo encanto que también parece Millie, aunque sobre ella el lector ya sabe que algo hizo. Y a partir de aquí no voy a contar más para no destripar nada, excepto que, como he dicho antes, se juega con el concepto de buenos y malos gracias a que el lector no conoce las razones de cada cual o, mejor dicho, por el orden en el que se exponen hechos y razones. El suspense es, siempre, una cuestión de orden.

Lo pasé muy bien con esta novela.

       En cuanto al final... Pues a ver... Está el final de la historia y, tras él, una especie de remate, sorprendente, que no casa con lo leído y cuya principal finalidad es avisar al lector de que como el mercado responda habrá segunda parte. Y el mercado ha respondido.

El problema que tengo ahora es que luego me regalaron la segunda parte, y una vez leída La asistenta el margen para la sorpresa desciende brutalmente si uno piensa con lógica, pues ya sabes quién es quién y qué se dispone a hacer. Varias personas me lo han confirmado en las redes. Pero pese a la certeza de pérdida de fuelle creo que leeré la segunda parte en alguno de esos momentos en que la cocorota no te da más que para pasar el rato; además, no todo en la vida es estar transcendente. Sobre la tercera novela los consejos que me han dado son unánimes: no debo acercarme a menos de treinta metros. 

Como curiosidad, en año y medio La asistenta es la segunda novela que leo con una temática similar. La otra fue La inquilina silenciosa, de Clémence Michallon, una novela algo birriosa que también me regalaron.

¿Por qué me regalarán a mí estas cosas?


jueves, 6 de febrero de 2025

Música para feos - Lorenzo Silva

 


Que me gustan los libros de Lorenzo Silva lo demuestran los 19 títulos suyos que he leído. Lecturas que me autorizan a decir que solo le conozco un único registro, y que ese registro chirría en esta obra.

Como todo lo que recuerdo haber leído suyo, Música para feos está escrita en primera persona, pero con la singularidad en esta ocasión habla una mujer. El problema es que Mónica, la narradora protagonista, habla exactamente igual que todos los protagonistas masculinos de Silva y comparte también con ellos la visión del mundo y de sí misma. Me ha resultado casi imposible pensar que quien me hablaba era una mujer y no Bevilacqua o alguno de sus trasuntos, y eso me ha hecho un poco rara la lectura.

Solo he conseguido olvidar un poco esa molesta sensación en la segunda parte de las dos que pueden distinguirse en la novela. La primera es un poco lenta y no demasiado atractiva: Mónica, una mujer joven pero no muy hábil a la hora de conseguir echar un polvo tonto, se deja llevar por una amiga en la noche de Madrid y así conoce a un tal Ramón, cuarentón, que como tantos protagonistas de Silva (y aquí comparte protagonismo con Mónica) es un tipo más o menos duro y desengañado, siempre fiel a valores que tiene clarísimos y honesto. Tanto que, por si las moscas, su planteamiento ante el eventual revolcón no deja de tener su aquel paternalista y, hasta si se quiere, ridículo. Lo más destacado de este comienzo es que Ramón es en todo momento guardián de su misterio: contigo pan y cebolla, pero no información. Es así como Mónica se enamora de un desconocido que sigue siéndolo aunque pasen los días y los encuentros.

La segunda parte es la mejor, a mi juicio, pero no tanto por lo que cuenta o cómo lo hace sino por las reflexiones que surgen al final del misterio. Reflexiones al hilo de dilemas morales. ¿Cuáles? Pues los que deben afrontar las personas cuyo trabajo consiste en ejecutar el mal menor. La elección suele estar clara desde fuera, pero cuando uno debe ser el artífice puede no estarlo tanto ni para él ni para quienes le rodean. O, lo que es peor, puede estarlo claro para él y no para quienes le rodean.

Al finalizar la lectura, el lector puede pensar que esta obra es un pequeño alegato en favor de esta gente que asume estos dilemas en beneficio de una sociedad que desde fuera lo ve claro porque no asume los costes que sí recaen sobre esa gente, y seguramente no iría desencaminado. 

Esas reflexiones, interesantes, son la esencia de esta breve obra que se lee muy rápidamente. Desde luego más interesantes que la trama y los personajes, siempre un tanto acartonados por no acabar de encajar (ella) en el registro único al que al principio me he referido.

        El título se debe a un elemento tangencial y no definitorio: la música que los dos personajes comparten a través de internet, aunque también podría uno pensar en cómo de guapo o feo has de ser si te gusta la melodía de la vida de Ramón.


lunes, 3 de febrero de 2025

48 pistas sobre la desaparición de mi hermana – Joyce Carol Oates

 


Marguerite, una inteligente y bella mujer joven y prometedora, salió de casa sin llevar dinero, ni equipaje, ni nada que hiciera pensar que se iba a largar. No volvió a saberse de ella.

Gigí , hermana y narradora, la mayor parte de las veces se refiere a Marguerite solo como «M.», lo cual ya es significativo. Ambas vivían con su padre, un hombre notable y adinerado, en una mansión en un sitio pintoresco, los Lagos Finger, situados al norte de los Estados Unidos, cerca de Canadá y de la zona de los Grandes Lagos, llamados así porque, alargados y estrechos, su disposición recuerda a los dedos de una mano. Viven junto a la orilla del lago Cayuga, en una localidad llamada Aurora, al norte del lago, en su orilla este, a poco más de media hora en coche del extremo sur, donde se encuentra la ciudad de Ithaca. En este entorno se mueve la acción.

Gigí es una mujer que comienza pareciendo normal y pronto empieza a mostrar sus rarezas. Además, a diferencia de su hermana, ni es inteligente, ni guapa, ni prometedora. Trabaja en la oficina de correos, atendiendo al público y, también a diferencia de M., es bastante insociable.

A lo largo de cuarenta y ocho capítulos cortos, lo que Gigí cuenta crea primero la duda de qué le ocurrió a su hermana y de quién es el responsable, pero estas dudas cambian (no diré cómo ni hacia dónde para no desvelar nada) ante la aparición de algunas certezas para el lector. Otra cosa es que las certezas lo sean verdaderamente, porque siempre hay un algo que… Bueno, y el giro final es espectacular, inesperado, permite más de una interpretación y deja una huella notable entre otras cosas porque, sea cual sea la interpretación que haga el lector, siempre habrá un inocente que de algún modo paga el pato como consecuencia de la acción de la justicia o de la vida.

Como es habitual en Joyce Carol Oates, o al menos en los libros suyos que llevo leídos, el protagonismo recae en mujeres, que siempre son víctimas, aunque a veces también forman parte del problema; y siempre, también, hay hombres que o forman parte del problema o son el problema. Lo único que no son los hombres son víctimas. Es decir, el machismo siempre está presente y, en particular, a través de la violencia real o sospechada.

Un libro ameno, bueno, que fuerza la participación del lector, pero áspero por lo que de amargada tiene la narradora y lo que de truculento tiene una historia en la que el lector debe mojarse.