A veces, tras leer un libro hay que releer la contraportada para saber exactamente de qué trataba. Volveré luego sobre esta idea.
Selva negra es un librito muy breve, de menos de cien pequeñas páginas, que es todo un catálogo de modos de morirse. Desde suicidios, varios, a accidentes o enfermedades, desde muertes lentas a arrechuchos fulminantes, raro será que el lector no se tope con el modo en que ha de irse de este mundo. Sí, nadie lo sabe, salvo el suicida, pero es que es complicado encontrar algún modo de morir que no aparezca aquí desde una pequeña y lúgubre historia de apenas uno o dos párrafos. Historias que, en realidad, son vistazos fugaces a un momento de la vida. Al último.
Entre medio, camufladas, lo que cuenta la contraportada: la narradora que, imaginándose en diferentes edades, se reencuentra en su fantasía con la que hubiera sido su madre de no haber muerto hace tiempo. Una madre hipotética, claro, porque a saber cómo hubiera evolucionado. Tan poco claros y mezclados con el resto están esos párrafos que por eso he comenzado esta reseña como lo he hecho: a veces, si las contraportadas no te orientan, no sabes dónde estás; y en muchas de esas ocasiones tienes la certeza de que quien escribió la portada lo hizo al dictado del autor más que como resultado de la lectura.
O sea, Selva negra es un batiburrillo alrededor de la muerte motivado por una muerte, la de la madre. Un libro bien escrito y que hace pensar mucho pero en un único tema: que estamos vivos de chiripa y que en cualquier momento dejaremos de estarlo por cualquier cosa.
Vamos, la alegría de la huerta, aunque también es cierto que acabas viendo la muerte como algo natural. Feo, pero natural.
Lectura buena, intensa e interesante, pero desaconsejable para quienes no anden en el mejor momento. Mejor pensar en cómo vivir (con la muerte alrededor y a pesar de ella) que en morir, que a morir se aprende sobre la marcha.
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