Miguel de
Unamuno, posiblemente el escritor y pensador español más conocido e influyente
de su tiempo dentro y fuera de nuestras fronteras, murió dos veces. Una,
físicamente, la tarde del 31 de diciembre de 1936 en Salamanca. La otra muerte había
comenzado antes, y aún, de algún modo, se sigue produciendo: me refiero al modo
en que su legado intelectual, tan importante para él, ha sido silenciado y tergiversado
a través de la manipulación de su figura y de la confusión intencionadamente creada
en torno a ella. De esas dos muertes habla esta obra que no pretende ser un
ensayo sino, simplemente, hacer pensar.
Lo más
llamativo parece, en teoría, lo primero: la muerte física, producida en la
Salamanca dominada por los sublevados. La versión oficial, que nunca nadie se
preocupó en contrastar, habló de una muerte repentina. Sin embargo, los autores
bucean en las circunstancias de aquel día y de los meses anteriores no para dar
una versión alternativa, sino para sembrar, eficazmente, la duda sobre la
versión oficial. ¿Por qué dudar?
-Porque
Unamuno había dicho varias veces, incluso por escrito, que temía ser
asesinado a manos de los sublevados.
-Porque éstos, que vendían una imagen de él como afecto al régimen (ya que en los
primeros momentos había considerado deseable un golpe de Estado) no querían que
se conociera la opinión a la que pronto había mutado Unamuno y que no se
hartaba de repetir allí donde le dejaban: que los sublevados eran una tragedia
para España, que se estaban comportando como asesinos y aprendices del fascismo
de Mussolini.
-Que,
debido a la repercusión mundial que había tenido el asesinato de Federico
García Lorca, era razonable que los sublevados, si decidían asesinar a Unamuno,
no quisieran que su muerte pudiera atribuírseles.
-Porque
Unanumo murió sin otra compañía que la de una extraña visita, la de un joven
falangista al que no le unía ninguna relación y que, en esa fecha tan extraña,
la tarde del 31 de diciembre, fue a verlo.
-Porque
las versiones de ese joven, Bartolomé Aragón, ofrecen puntos oscuros,
contradictorios y visiblemente reelaborados que no acaban de encajar con
algunas de las cosas que sostuvo la familia de Unamuno, la cual llegó enseguida.
-Porque
la causa de muerte que se señaló por el médico que intervino era imposible de determinar sin una autopsia, que nunca se llegó a realizar.
-Porque
no es posible saber si las evidentes contradicciones y reelaboraciones de
Aragón tratan de enmascarar algo, son simple fruto de una memoria tan alterada
por el shock que después hubo de reconstruir sus propios recuerdos o son
consecuencia del miedo a ser sospechoso de algo plausible pero que en realidad
no pasó.
Pero es
que, si pasó o no, nunca lo sabremos, aunque bueno es plasmar las dudas.
La
segunda muerte, es la más dolorosa. Como bien dicen los autores, Unamuno no fue
un escritor que construyó una obra, sino que se construyó a sí mismo a través
de su obra. Su obra, por tanto, estaba llamada a hacerlo perdurar más allá de
la muerte física.
¿Cómo se
produjo esa segunda muerte?
Como ya
he dicho, en un primer momento Unamuno fue partidario de la sublevación. Esta opinión, sin embargo, le duró poco, y ya
en el verano de 1936 no dudó en expresar por escrito opiniones de tal
contundencia que no podían dejar lugar a dudas: calificativos como «asesinos»
no las dejan; como tampoco las afirmaciones de que temía ser asesinado. Su voz,
sin embargo, había sido acallada: vivía en una suerte de arresto domiciliario,
no le dejaban conceder entrevistas, salvo supervisadas, y todo lo que salía en
papel de su casa estaba sujeto a censura; y, sabiéndolo, aún tuvo arrestos
llamar mentiroso por escrito al director del ABC de Sevilla –la versión
sublevada del diario- o, sobre todo, de protagonizar el célebre encontronazo
con Millán Astray el 12 de octubre de 1936, hecho sobre el que mucho se ha
fabulado y sobre el que este texto permite hacer bastante luz.
Dado el
prestigio nacional e internacional de Unamuno, los sublevados airearon a
diestro y siniestro su inicial apoyo al golpe, y por los mismos motivos
silenciaron con igual celo su radical rectificación. De resultas, Unamuno quedó como un
traidor para el resto de España y tampoco quedó como un héroe para los sublevados, porque
las élites sublevadas, que habían llegado a conocer las brutales críticas de
Unamuno porque se las había espetado en los bigotes, una vez cumplida
la parafernalia –hasta en el funeral- de fingir que Unamuno era de los
suyos, procuraron dejarlo en el olvido. Y las décadas comenzaron a pasar.
De esta
manera es como la figura de Unamuno quedó en la historia en una posición tan
incómoda que, en una sociedad donde la división de la guerra civil aún es tema
recurrente, no ha habido manera de respetar ni de dar conocer a fondo su
inmenso legado intelectual: ni la izquierda ni la derecha se han puesto
internamente de acuerdo en si Unamuno fue afín o traidor a sus planteamientos.
Y (esto es cosecha mía), tal y como es la política actual se le considerará
afín a una cosa u otra en función del fin que persiga quien esgrima cualquiera
de sus argumentos.
Una pena,
habida cuenta de la inmensa talla intelectual de Unamuno. Un español que optó
al premio Nobel de Literatura el único año que quedó desierto sin mediar una
guerra. La causa, al parecer, fueron las presiones alemanas (el libro reproduce
algún documento al respecto) pues Unamuno –con una clarividencia que ahora
nadie duda- había calificado a Hitler de peligroso demente.
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