Sin
plumas, se titula el invento. Si el desplumado es el lector, alguno de los
personajes o el propio autor, lo sabrá quien lea esta cosa.
Sin
plumas y, en esta ocasión, sin demasiada originalidad. O con excesiva, según se
mire. Uno de los méritos y deméritos de Woody Allen es que jamás ha parado de
trabajar, con lo que su producción es ingente, pero con frecuencia repetitiva.
Es lo que sucede en esta «recopilación» que bien puede llamarse «refrito»,
donde el lector encuentra dos obras de teatro de un solo acto -que a mí se me
han hecho pesadas- y un montón de cosas y cosillas inclasificables. Todas
tienen en común un humor que más que basarse en el absurdo lo hace en el
disparate, un humor buscado a base de traer a colación ideas que nada tienen
que ver con el asunto central, y ya está; ideas e imágenes intencionadamente
prosaicas en medio de un tema supuestamente trascendental. Apenas intenta uno
elevarse a los temas trascendentales se le carga con el lastre de alguna estupidez
terrena –cuanto más extravagante, mejor- para hacerlo regresar a la tierra con
cara de tonto. Bien de vez en cuando; mal cuando el recurso se utiliza
constantemente, como ocurre en este librito que solo puede publicar un autor
consagrado, porque a cualquier novato que se pretendiera publicar un
batiburrillo de sobras no habría editorial que no lo mandara al diablo; en
cambio, a los famosos se aplica el mismo dicho que a los cerdos: de ellos se
aprovecha todo, con plumas o desplumado.
Allen,
que en muchos puntos es genial y cuya autobiografía es un pedazo de libro que el año pasado recomendaba yo por aquí, exhibe en Sin plumas el humor que acabo
de decir y que no sé si llamar «norteamericano», porque solo lo he visto usado
por estadounidenses. La «gracia», además, no está en cómo de ingenioso es el
disparate sino en cómo de estrambótica es la ocurrencia. Quizá los
norteamericanos se rían mucho con ese tipo de cosas; a mí, en cambio, la
primera vez me sorprende y las siguientes me producen la sensación de humor
fallido.
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