Publicada
por primera vez en 1994 en Mira Editores, mi ejemplar es de la decimoquinta
edición en Alba, lo cual da idea del modo en que ha perdurado esta novela breve
escrita cuando en autor andaba en la treintena.
La
calidad literaria de Miguel Mena es indiscutible en obras como Alcohol de
quemar. En Bendita calamidad se nota su juventud y que está dando sus primeros
pasos literarios, porque la escritura es menos profunda, más informal, menos
trabajada aunque con un lenguaje desenfadado y alegre, luego si por algo ha pervivido el libro es por la historia que
narra y el tono: el divertido secuestro por error del obispo de Tarazona, la huida de
secuestradores y secuestrado en una especie de «road movie» y la trama que se
mezcla y acaba conduciendo al desenlace. En el fondo, es un planteamiento tan
manido en el cine que no es extraño que la novela se transformara en película
con facilidad, así que, ¿dónde está el mérito? ¿Cómo es posible que con un
planteamiento más o menos tópico y con un modo de expresión aún lejos de las
cotas que ha alcanzado posteriormente el autor, Bendita calamidad se sigua
editando y leyendo? En mi opinión, la gracia de los diálogos, la naturalidad
con que se expresan los personajes, dota de verosimilitud a una historia que no
pretende ni puede ser realista. Ese es el gran mérito. Los cabreos y dudas de
los secuestradores son una delicia, lo mismo que la mala sombra del obispo, un
tipo listo que sabe meter cizaña y sacudir una y otra vez, con retranca y
socarronería, en la línea de flotación de quienes pronto ha comprendido que son
unos pobres diablos. Unamos a eso que la idea para dar fin a la huida es
verdaderamente brillante, y el paseo que se da al lector por una zona poco
conocida, pero de la que se dan detalles para descubrir lugares
interesantísimos. El conjunto permite una lectura amena y rápida, donde se sonríe
con frecuencia, y que deja el buen sabor de boca de las comedias trabajadas.
El narrador, no imparcial, utiliza la ironía para situar al lector en la distancia correcta, de modo que resulta imposible, y se agradece, tomar la historia como algo distinto a lo que es: un divertimento en el que el lector se apresta a entretenerse con las peripecias de los protagonistas, y no a sufrir con ellas.
Por último, no hay que perder de vista las numerosas collejas que se dan al oficio
periodístico, en el que el autor ha destacado, aunque entonces todavía estaba
empezando.
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