En tan
bucólico paraje, a juzgar por las novelas de la saga, no hay más que ardillas y
asesinados. Entre los últimos, la mujer llamativamente vestida de rojo que
aparece en el jardín de los Morrow justo cuando estos estaban celebrando, por
fin, el ascenso al olimpo artístico de Clara; ascenso que, por otra parte, deja
en complicada posición a su esposo, que durante años había ejercido como «el
artista» de la familia y que ahora ha quedado reducido a su verdadera dimensión al quedar
enfrentada su realidad a sus ambiciones. A lo que deben añadirse las complicaciones del amor hacia
quien con su sola presencia hace patente tu fracaso.
Pero hay
un fiambre, he dicho, y allá se va el inspector jefe de la Sûrete du Québec, el
eficaz, calmoso y culto Armad Gamache, con su joven segundo, Jean Guy Beauvoir
(recién divorciado y dudando de si la hija del jefe le hace tilín o tolón),
ambos traumatizados por los soponcios vividos en la anterior novela de la saga
(Enterrad a los muertos), donde fueron tiroteados; los dos van acompañados de
todo su equipo y, en particular, de una inspectora que parece ir a ganar
protagonismo en próximas novelas. Todos ellos, digo, se presentan en Three
Pines dispuestos a investigar con sus métodos habituales: indagar, ver, y no
hacer nada hasta que las cosas se hayan cocido más que bien en su propio jugo.
Todo, además, con la peculiaridad típica de estas novelas de la endogámica
relación entre sospechosos e investigadores, todos los cuales, por culpa de lo
renacuajo del lugar, conviven casi veinticuatro horas al día, comen y cenan
juntos y hasta acaban haciéndose amigos que nunca acaban de poder distinguir
entre conversaciones e interrogatorios.
Pese a
que estoy usando un tono un tanto frívolo, la novela es muy interesante. Y ello
por varios motivos: primero, porque Louise Penny tiene la habilidad de utilizar
sus novelas para hablarnos de asuntos de lo más atractivos. Si en Enterrad a los muertos era la independencia de Canadá y las relaciones entre francófonos y
angloparlantes, aquí nos ofrece un montón de lúcidas reflexiones sobre el mundo
del arte y el ego de los artistas, con todas sus inseguridades a cuestas, que
lo mismo son aplicables a pintores que a escritores o escultores, y que
permiten ver más allá de lo que brilla en estos mundos. También ofrece una
visión interesante del mundo del alcoholismo y, sobre todo, de quienes intentan
rehabilitarse. En segundo lugar, porque la trama en sí es sorprendente (aunque
sea un «caso de laboratorio») y, por tanto, despierta la curiosidad: la muerta
es una antigua amiga de Clara, a la que hace siglos que no veía porque se
habían enemistado, a la que nadie había visto en una fiesta a la que no había
sido invitada y en la que ha aparecido muerta. En tercer lugar, consigue hacer
evolucionar bien algo que en entre la primera y la segunda novela apenas
existía: las vivencias de los protagonistas y de su entorno. Cierto es que
pueden objetarse puntos débiles que afectan al realismo y a la verosimilitud de
algún detalle relevante, y que al final, a lo Ágatha Christie, no se sustenta
en prueba alguna sino en conjeturas que desembocan en una confesión regalo a
los lectores y al sr. Gamache, pero a pesar de todo esto la solidez de El juego de la luz es grande
y por encima de lo habitual. Es cierto, también, que es una novela de «jarrones
venecianos», que diría Julián Ibáñez, alejadísima del «hard noir», pero eso no
es un crimen: todo tiene derecho a existir.
Una
novela para disfrutar con una lectura sosegada y sin prisa, porque lo
importante no es el destino sino el camino. Una buena novela con consigue algo
muy difícil: que una saga de novela negra vaya a más; lo normal es lo
contrario.
Lo
confieso: estoy ya irremediablemente atrapado por todo lo que sucede en
«Tripines».
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