El
título, que parece el de un manual de instrucciones, es lo mejor de esta
novela, porque tiene el atractivo de invitar al lector a compartir con los
personajes la aventura de un robo en un entorno casi mítico. Es lo más
emocionante. Sin embargo, la novela es fast food literario y, lo que es peor, bastante
mal cocinado; mira que hace siglos que apenas veo películas, pero, como en
tantas otras novelas escritas para vender y solo para eso, no me cuesta
identificar, una vez más, un montón de lugares comunes de todas esas
peliculejas clónicas que durante años poblaron las televisiones.
Argumento:
Un señor que en su día fue un as
del birle está apaciblemente retirado de la delincuencia y entregado a la
jardinería, con sus margaritas, sus petunias, sus bichitos y sus cosas, pero,
¿os suena?, hete aquí que debe retornar a los escenarios presionado por un tipo
malísimo con el que la hija del «jardinero», una cabeza de chorlito, se ha
metido en líos. ¿Y qué debe hacer la figura del birle? Usar su sapiencia, habilidad
y experiencia para robar un banco suizo sin que nadie se manche las manos y,
luego, entregar la guita al malvado.
Lo de las manos es importante por
aquello del crimen perfecto, que a nadie le apetece que lo trinquen, y porque,
claro, el as del birle es un caballero o, dicho de otro modo, fue un chorizo
sofisticado, que ni usaba pistolas, ni apiolaba al personal, ni amenazaba ni
nada. No un bruto tosco y rudo, sino un elegante orfebre del choriceo. Aunque,
eso sí, el pobrecico se había llevado el disgusto de pasar por la trena, así
que ojo, lector, porque como nos enseñó Con faldas y a lo loco, nadie es
perfecto.
El as del
birle no está por la labor de reeditar viejos éxitos, porque podar setos es muy
relajante y porque, siendo el protagonista, le añade un toque buenecillo para
caer bien (si es que ser víctima de un chantaje no le ha bastado al lector para
solidarizarse) pero, por desgracia para el buen señor, a pesar de
intentarlo no consigue solucionar el desaguisado de su hija de otra manera que
cediendo al chantaje del malvado (no descubro nada porque, si no, obviamente, se hubiera
terminado el libro enseguida).
¿Qué decir
de los secundarios? Todos, desde la hija hasta el alocado, osado e ingenuo tipejo
que contacta con ella para comenzar el estropicio y los voluntarios inexpertos
que el pitísimo tío recluta se incorporan a la aventura como quien se apunta a dar una caminata con los amigos por el Monasterio de Piedra, creando al
lector una apabullante sensación de historia sosa y ñoña. «¿Te apetecen unas
croquetas?» «¡Claro!» «¿Y luego atracamos un banco?» «¡Pues cojonudo!» Sin duda
el autor es consciente de la avería, porque durante el resto de la novela no
deja de repetir que esa buena gente se había apuntado a la fiesta como quien se
apunta a una fiesta, y luego, claro, lo de las orejas y el lobo. En fin…
Entre los
reclutados figura un insulso detective privado que, al parecer,
protagoniza la saga de novelas de la que ésta forma parte. Aquí, protagonizar
no protagoniza nada, solo hace unas cuantas cosillas, echa un cable relevante
(¿será eso el protagonismo?) y además se dedica a estar muy disgustado por
verse envuelto en semejante fregado.
A todo
esto, el lector puede asistir al secuestro más pintoresco que recuerdo: los
secuestrados salen a pasear por la calle y todo, lo cual refuerza esa sensación
de poco currelo, porque narrar de verdad las sensaciones de un secuestrado, lo
mismo que las de la gente normal que se embarca en la comisión de delitos
premeditados exige un trabajo que a Andrea Fazioli ni se le ha pasado por la cabeza
intentar. ¿No os suenan también los personajes ingenuos que, llegado el momento
de la verdad, se pasman unos y sacan la vena heroica otros? Pues eso.
A lo que
no va a asistir el lector es a la planificación del golpe, que se supone que es
la gracia de la novela, porque el protagonista, como es tan pito y tan
profesional, lo lleva todo en la cabeza y con tal sigilo que, si no se lo
cuenta ni al Tato, mucho menos al lector. Al lector hay que sorprenderlo tanto como al banco (al fin y al cabo también se ha jugado su dinero en esta historia). De resultas, los personajes
vagabundean por la novela hasta que, cuando no queda más remedio, nos enteramos
de que, ¡oh, sorpresa!, alguno va a vigilar desde una esquina o a realizar alguna otra proeza similar.
Pero como
semejante banda no es capaz de llegar a todo, por supuesto el protagonista
tiene amigos expertos en la resolución de cada problema por difícil e
intrincado que sea, todos ellos tipos a medio camino entre el genio y el
trilero. Todos tipos que, si llamas a su puerta diciendo «¿No tendrás algo
para interceptar misiles intercontinentales disparados desde un portaaviones en
el Pacífico?» te responden, tras pensarlo un segundo y medio, «¡Creo que tengo
justo lo que necesitas!», y se meten en la trastienda a buscarlo. ¿A que
también os suena?
¿Qué
queda para que la novela resulte atractiva al lector mínimamente exigente? Tampoco nada muy original: queda que, quien supere la primera mitad,
comenzará a sentir ganas de saber, ya que ha llegado hasta ahí, en qué queda el
asunto, si acabarán robando el maldito banco o no, si el malo se saldrá o
no con la suya y si el protagonista podrá volver a ocuparse de sus geranios y plantar
unas cebollas. El desenlace es para pegarse un tiro: el plan del malo malísimo
deja patitieso al lector, incrustándole en la mente aquello de «para este viaje no hacían falta
alforjas», y demuestra que tras urdir la trama las neuronas del autor seguían
muy descansadas; luego incluye un golpecillo poco creíble pero que da un
giro esperadamente inesperado –y peliculero- al desenlace de la acción y, también, un final
del final que enlaza directamente con la ñoñería que he mencionado antes.
Todos leemos
con cierta frecuencia fast food literario, pero solo se puede disfrutar si está
bien cocinado. No es el caso. Por cierto, la crítica que la faja atribuye a
Andrea Camilleri deja al pobre Camilleri a la altura del esbirro.
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