En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

lunes, 5 de mayo de 2025

Los muertos no se tocan, nene – Rafael Azcona

 




Lo más solemne que podemos hacer es morirnos. 

Otra cosa, claro, es que en tan delicado trance la solemnidad empieza en uno mismo y termina en el primer deudo o señor que pasa por allí con la mente en otra cosa.

Decía en este blog, en 2012, que lo contrario al humor no es la seriedad, sino la solemnidad. Y como la solemnidad no es otra cosa que el artificial adorno de la realidad para dar importancia a algo o alguien, cuando en la escenificación irrumpe lo cotidiano se rompe la solemnidad, y por la grieta se cuela el humor. Por eso movía a la sonrisa el gavioto que en el último cónclave se instaló durante interminables minutos junto a la chimenea de la sala aneja a la Capilla Sixtina, enfocada por una cámara fija que retransmitía a todo el mundo, a millones de televidentes cuya espiritualidad se vio sustituida por el temor a que los intestinos del avechucho interfirieran en el humeante habemus papam; por eso sonreímos hace ya más tiempo, en 2007, cuando el Presidente del Banco Mundial, Paul Wolfowitz, visitó una mezquita en Turquía y, al descalzarse, mostró al mundo los tomates de sus calcetines, por los que asomaron dos relucientes dedos gordos; o por eso no fueron pocas las autoridades incapaces de reprimir una sonrisilla cuando, en el momento más solemne del desfile del 12 de octubre de 2019, el paracaidista que traía desde los cielos la bandera nacional (¡qué evocador la patria descienda de los cielos!) se dio un trastazo contra una farola y con él quedó, colgando cual longaniza, el símbolo de la soberanía nacional.

Con esta idea, la de ruptura del protocolo (porque el protocolo es el ritual para invocar la solemnidad), juega constantemente Rafael Azcona en esta divertidísima novela que publicó en 1956, cuando tenía solo treinta años.

La censura no permitió que fuera llevada al cine, probablemente porque las alusiones sexuales son sorprendentemente claras y abiertas para la época. Tuvo que esperar hasta 2011.

Logroño. Años cincuenta del siglo XX. Don Fabián, casi centenario, está a punto de morir en su casa, en su cama, y lo hace no sin antes pronunciar unas últimas palabras llamadas a pasar a la posteridad, aunque lo que entiende su hijo lo sabrá quien lea la novela. El caso es que el hombre casca y, habiendo sido nada menos que funcionario municipal (amén de gran aficionado a los toros) hay que dar a las pompas fúnebres el brillo necesario, sobre todo porque es probable que el alcalde en persona pase por el domicilio a dar el pésame, con lo que lo importante, al final, no es el muerto. Es que los vivos queden bien con el regidor. Es decir, el muerto pasa a ser instrumento de las aspiraciones de los vivos. ¡Pobre don Fabián! ¡Toma solemnidad!

En torno al difunto está su hijo, un septuagenario viudo, tratante de piensos, algo aturdido por el deceso; su hija y el marido (un suboficial militarote, un besugo con ínfulas) que intentan llevar la dirección de las honras; y el biznieto Fabiancito, adolescente que además de incipiente pésimo poeta está descubriendo el sexo en verso y prosa. En torno a la desconsolada, ejem, familia, está la criada, un mendigo, un señor de Bilbao y quién sabe si la segunda nieta del finado, en su día expulsada de la familia por cometer la ignominia de liarse nada menos que con un afilador gallego, que, por si acaso alguien lo ignora, era lo más bajo que cabía imaginar en la sociedad de la época.

Y así, tras un comienzo titubeante que hace que al menos el primer tercio de la novela parezca ir sin rumbo, la acción va cogiendo velocidad hacia su destino final, que no es otro que enterrar a don Fabian. Lo que sucedió en el ínterin lo sabrá quien lea una novela con la que, lo reconozco, he tenido que dejar de leer al menos dos o tres veces por culpa de la risa.

Termino: los años cincuenta, con sus tremendas carestías, también juegan un papel humorístico impagable. Intentar mantener las apariencias cuando apenas hay nada que aparentar da un juego notable. La improvisación, la chapuza y las ideas extravagantes campan a sus anchas y retratan a una sociedad que quiere y no puede incluso cuando llega la muerte. Una sociedad, también, donde el mejor parado es el caradura y donde todo hijo de vecino rinde pleitesía a quienes tienen dinero suficiente para no pasar penurias. 

Humor a raudales, especialmente negro. ¡Y qué bueno es el buen humor negro! Al trivializarla, nos hace perder el miedo a la muerte y mirarla a los ojos. Nos hace casi hasta darle una palmadita en la espalda.


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