En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

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lunes, 9 de junio de 2025

El cochecito - Rafael Azcona

 


El protagonista de El cochecito es un jubilado invisible y casi inaudible para su familia, incluyendo el hijo que de él ha heredado la procuraduría que solo da para vivir sin ningún lujo en el Madrid de comienzos de la segunda mitad del siglo XX.

Don Anselmo, que así se llama el hombre, no tiene demasiadas cosas que hacer, además de apartarse para no estorbar. Para colmo, uno de sus amigos, parapléjico, se compra una silla de ruedas motorizada. Un cochecito.

    El artilugio permite a su dueño y a otros tantos amigos en su situación ir y venir con total libertad a lugares inalcanzables para quien, aun fresco como una lechuga, solo puede desplazarse o a pie o en autobús. Que el limitado sea precisamente quien tiene buena salud es un primer contraste notable con las ideas preconcebidas de todo lector; que además los parapléjicos correteen por las carreteras en plan suicida para celebrar su ampliada libertad, también. Pero el caso es que en ese contexto don Anselmo es el bicho raro, el que no puede desplazarse, el que llega solo, tarde y mal en transporte público o a pie. Y cuando alcanza el destino la fiesta siempre ha terminado y vuelve a quedarse solo para regresar. Queda así marginado, aislado… Y más aburrido que una ostra.

    Y el aburrimiento es un peligro inmenso. Uno de los peores a que ha de hacer frente la Humanidad, porque la ociosidad alumbra bastantes disparates. El que se le ocurre a don Anselmo es comprarse un cochecito. Es decir, convertirse, fuera de casa, en un parapléjico de facto. Solo así podrá seguir el ritmo de sus amigos y compartir actividades y parrandas. El problema es que ni tiene dinero para comprar el bólido ni la excusa de la salud para pedirle la pasta a su hijo.

Así que lo que hace el hombre es tantear el terreno, lo cual introduce en la novela a un vendedor de esos artilugios, un tipo dispuesto a engatusar a los peces para venderles un paraguas, una caricatura del charlatán. El problema es que, a través, de él, don Anselmo, sin darse cuenta, da un paso más allá hacia la consumación su extravagante idea, un paso que lo conduce a los pies de la tentación.

Y resistir la tentación cuando la tienes a todas horas delante… 

Quien lea El cochechito comprobará la habilidad de Rafael Azcona para, con muy poco, crear una historia redonda a un tiempo divertida y tierna; y tan estrafalaria que mueve a la piedad hacia los personajes.

Tan estrafalaria, en realidad, como las otras dos que integran este volumen titulado, precisamente, Estrafalario. Ambas están también reseñadas en este blog: El pisito, que he leído dos veces (y probablemente leeré tres) y reseñé hace ya años y Los muertos no se tocan, nene, que publiqué hace pocas semanas.


miércoles, 13 de marzo de 2024

La chica del verano – La Vecina Rubia

 


Escribo esta reseña dando por supuesto que quien se dispone a leer esta novela ha leído ya las dos anteriores, pues las tres comparten personajes y cada una es una continuación de la precedente.

No hace mucho dije en una entrevista en la televisión local que las novelas comienzan en el título. La chica del verano es, sin duda, un título magnífico, pero no tanto por cierto hecho narrado en sus páginas (que sabrá quien lea la novela), sino porque el leiv motiv de esta trilogía es conocer a una narradora cuyos ciclos vitales parecen girar en torno al verano. Sin embargo, en realidad hay una escritora que juega al despiste; una narradora que ejerce de tal pero que también encarna un personaje de ficción (que a su vez en la vida real ejerce la escritora) si puede decirse así, porque un perfil anónimo en redes sociales no deja de ser una especie de teatro virtual en sesión continua; y, además, todas ellas operan de objeto de la novela y de aliciente para la lectura. Una mezcla difícil de encontrar y complicada de gestionar para una escritora con un pie en la realidad privada de todo escritor y otro en esa realidad virtual compleja y pública. La relación entre la persona privada, el personaje virtual público y el personaje literario mezcla de los dos anteriores es un cóctel cuya composición exacta solo sabe una persona de quien sabemos bien poco, aunque la sintamos cerca. 

          También sabemos, eso sí, que ese cóctel tiene tan buen sabor que hay colas para su degustación. Lo menciono porque si uno echa un vistazo a las infinitas sagas que pueblan las librerías, la vida de casi todas se reflejaría en una curva decreciente (quizá por eso ahora, para evitarlo, se ha puesto de moda sacar varios títulos a la vez): un primer éxito o exitillo aprovechado por unas cuantas secuelas con número de lectores en general en declive porque con cada nuevo título se reduce el número de personas que han leído todos los anteriores. Que esa curva sea casi horizontal, y no digamos ya creciente, es un logro al alcance de pocos. La «saga verano» se ha mantenido en unos niveles tan elevados de difusión que sin duda la fidelidad de los lectores ha sido muy superior a lo habitual. Quiero destacarlo porque creo que el gran mérito de la autora es su capacidad de comunicación. Y sin comunicación, no hay literatura sino soliloquios y experimentos lingüísticos.

          El argumento de La chica del verano no es tan diferente a las anteriores novelas como permitía aventurar el final de Contando atardeceres, pero sí es parcialmente distinto. Por una parte, los protagonistas ya empiezan a ser gente talludita; es decir, instalada en la rutina del trabajo y el día a día. Al tener su vida más o menos hecha ya no navegan buscando su rumbo, porque ya lo han hallado, sino que se limitan a mantenerse a flote del modo más agradable posible, dejando que la corriente les lleve vida adelante sin otra preocupación que sortear tormentas y marejadas y no naufragar por accidente. Esto es importante, porque gran parte del éxito de comunicación que antes he mencionado creo que se debe a la capacidad de la autora para exponer la vida de los personajes en paralelo a la de los lectores, explicando y opinando de modo que cada cual pueda comprender mejor sus propios actos. Pero, por otra parte, el final de Contando atardeceres prometía algo muy distinto: contar en esta novela algo por lo que casi ningún mortal pasa. Una experiencia excepcional: la de, desde la normalidad de una vida común, crear algo que parece una mujer rubia bromeando, contando chascarrillos y poniéndose seria de cuando en cuando, pero que también es, y todo a la vez, un gigantesco medio de comunicación, un espectacular escaparate, una enorme fuente de notoriedad y, lógicamente, una empresa cuya rentabilidad, sea cual sea, a largo plazo pende hilo de la delicada gestión de todos esos equilibrios y, por supuesto, de la evolución de los gustos en las redes. Digerir algo así, desarrollarlo y sacarlo adelante sin que se te vaya de las manos ni se te suba a la cabeza es complicado en todos los órdenes. Desde el organizativo hasta el psicológico.

          A mí me interesaba el plano psicológico porque, desde la ignorancia, tengo la sensación de que ha implicado dosis elevadísimas de realismo, inteligencia, pragmatismo y autocontrol. Admiro a todos los que reúnen esas virtudes; he conocido a poquísima gente así, de todos he aprendido mucho, y todos han llegado donde han querido llegar. Además, quizá sea porque llevo ya unos cuantos años husmeando en el mundillo literario, he perdido la cuenta de la gente que ha sido víctima de su propia vanidad, lo que me hace valorar especialmente a quienes la someten y vencen sin necesidad de darse un previo castañazo.

          Bueno, pues La chica del verano solo hace una exposición elegante pero tangencial del proceso al que acabo de aludir. Cuenta más de algunos «principios» que de su aplicación concreta. Por ejemplo, se insiste en la voluntad de preservar el anonimato y en la idea de que La Vecina Rubia es, de facto, una especie de personaje colectivo integrado por los millones de personas que interactúan en torno a él. Es cierto y también es interesante. Sin duda algo así refuerza los lazos de la autora con sus lectores, pero no es lo que mi curiosidad esperaba, lo cual no es ni bueno ni malo. Es lo que ella ha decidido contar; no sé si para preservar su intimidad, si para no trastocar el devenir del resto de la historia o si para facilitar que los lectores no se sientan distanciados al no compartir experiencias que jamás han de conocer. En cualquier caso, a mí me hubiera gustado encontrar más reflexiones sobre lo que admiro: la capacidad para la autodisciplina, lo que se siente al afrontar tentaciones como la notoriedad o cómo se vive emocionalmente, se gestiona y se aprovecha, sin dejarse los pelos en la gatera, un montón de oportunidades inimaginables para la mayoría y no siempre compatibles entre sí. 

          De lo dicho queda claro que a pesar de la promesa implícita en el final de Contando atardeceres, el núcleo de La chica del verano sigue siendo, como en las novelas anteriores, la vida de sus protagonistas. Siguiendo el sendero conocido, el paisaje que ahora muestra es la vida de personas ya bastante adentradas en la treintena, o quizá incluso un pelín más. ¿Y qué se plantea uno a esas edades? Las relaciones de pareja, la maternidad y la paternidad, las relaciones familiares con padres que de pronto son ancianos, la relación entre lo que uno deseaba y el modo en que ha acabado ganándose la vida, cómo las rutinas de esa época afectan a las relaciones forjadas en épocas anteriores, el sentimiento de culpa cuando se empiezan a dejar de lado a personas, unas porque quedan atrás y otras porque cada cual tiene su tiempo y sus prioridades… Esas cosillas. Y esto es lo que encontramos. Bien contado, bien narrado y, marca de la casa, sin dejar de oscilar como un péndulo juguetón entre el humor hiperbólico y gamberro y la emotividad. Seguro que muchas personas, al leer este libro, pasarán de la lagrimilla a la risa en un solo párrafo en más de una ocasión.

         Que La chica del verano es también, como sus antecesores, un buen libro de humor, no puedo dejar de expresarlo en un blog como este.

          Los personajes ya son conocidos, están bien perfilados y evolucionan de acuerdo con su edad y circunstancias, lo cual no es fácil de plasmar sin perder continuidad en algún momento. La autora lo consigue. Solo hay dos aspectos que me han llamado la atención no para bien: la ingenuidad final de Sara, que de pronto parece bastante pánfila; y el perfil de Javi, que desentona en el conjunto de personajes luminosos un poco por falta de ingenio, otro poco porque siendo un tipo normal se le endiosa magnificando sus esfuerzos, virtudes y problemas y, también, por qué no decirlo, porque a veces parece tan tarugo que más problemas resuelve con el resignado sacrificio y el perdón que con la razón o la comprensión.

          Al igual que en Contando atardeceres, en La chica del verano tampoco hay malos, pero como un desfile de buenos sería soporífero, la oposición entre personajes necesaria para mantener la tensión se logra enfrentando a los buenos con otros buenos un poco tontos o equivocados. Estos roles son intercambiables. Nuevamente, y esto es común a las tres novelas, se logra cierta tensión adicional a través de problemas de salud, achaques y demás «bendiciones» que recaen sobre el ser humano.

          La experiencia se nota. Este libro está mejor escrito que los precedentes. La Vecina Rubia maneja con destreza el lenguaje. Es difícil y meritorio expresarse con sencillez sin caer en reiteraciones, redundancias, desórdenes, simplicidades, grandilocuencias y otras desgracias que, por ejemplo, pueblan los best seller de cierto cateto que yo me sé. Esta novela lo logra y yo diría que a la vista está que es fruto del trabajo y el esmero por mejorar. No hay mayor signo de respeto al lector.

          También es muy interesante el modo en que disecciona. Los personajes apenas dicen o hacen algo sin que la narradora explique por qué. Es acertado, ya lo que intenta trasladar al lector para reflexionar no son los hechos protagonizados por los personajes, sino que el material para el pensamiento son las propias reflexiones de la autora sobre esos hechos. Hay algunas brillantes. Y así como en las novelas anteriores tenían cierto tonillo de «autoayuda», ahora, al alejarse del consejo o disimularlo mejor, la novela gana peso.

          Lo que menos me ha gustado tiene que ver con la estructura y algunas manías. En primer lugar, la novela no es lineal, sino que se ve interrumpida por los «escalones» de conversaciones que poco o nada tienen que ver con el discurrir de los acontecimientos y que no aportan nada más que ver en su salsa a un grupo de amigas. Nada añade porque también se les ve así cuando se enfrentan a los hechos relevantes de la novela. El comienzo y los primeros capítulos, por ejemplo, me han desorientado un poco. En segundo lugar, algo que ya viene de novelas anteriores: la insistencia en repetir con excesiva frecuencia datos, motivos y razones, como si la autora no confiara en la memoria del lector o en su propia capacidad de comunicación. Por ejemplo, que la protagonista hace suyos los problemas ajenos o que no alcanza a contestar a todo el mundo que se dirige a ella en las redes se menciona n+m veces; mejor sería callarlo si luego lo van a hacer patente los hechos, o si ha sido dicho ya. Lo mismo puede decirse de la exaltación de la amistad o de la mención de ciertas preocupaciones. Resta agilidad e impaciencia al lector. Tercero, aunque esto es una percepción tan subjetiva que quizá muchas otras personas no la compartan, las risas a carcajadas de los personajes con ocasión de comentarios ingeniosos casi siempre me parecen sobreactuadas, quizá porque en mi entorno el ingenio y las bromas se celebra más con sonrisas y buen humor que con carcajadas a mandíbula batiente. Y, cuarto y último, así como los recursos humorísticos provenientes del personaje de redes están espolvoreados de modo magistral por la novela, hay otro, el recurso a la escatología, que pone fin a varias escenas entre tensas y solemnes, que llama lo bastante la atención como para que se note su reiteración. Mejor, en alguna de esas ocasiones, haber puesto al gato a causar un estropicio.

          Buena novela, interesante, en la que además se ve crecer la talla de la Vecina Rubia como escritora, y con un final abierto a una cuarta novela con argumento diferente.

          Aunque, por ahora, lo que ha anunciado la Vecina Rubia es que su próxima novela nada tendrá que ver con las anteriores. Si es así, será un acto de valentía y de reivindicación como escritora de alguien que, a estas alturas, si ya no está hasta las narices de los prejuicios es porque se ha cansado tanto de ellos que ni los recuerda. Pero también es un arriesgado salto ante los mezquinos ojos de quienes no perdonan los éxitos, reparten carnets de escritor o mean recitando a Homero. Ojalá le salga bien. Se lo merece. Y además los lectores lo disfrutaremos.


lunes, 18 de septiembre de 2023

No te veré morir – Antonio Muñoz Molina

 


Hablando de amores, ¿quién no ha adoptado alguna vez decisiones cruciales, puntos de inflexión que a la vez son apuesta y renuncia?

O, dicho de otro modo, en el laberinto de la vida no hacemos más que elegir un camino en cada encrucijada. Así pasan los años y, cuando ya estamos lejos de todas partes menos del final del camino, seguro que no son pocos quienes rememoran las emociones que no vivieron y hacen balance del viaje, de si eligieron o no la mejor ruta. 

Y es que no es extraño tener más memoria de lo no vivido que de lo vivido. Lo que pudo ser y no fue tiene el atractivo del vértigo, y a su llamada algunas personas responden viviéndolo en sus fantasías o, en algún caso, cuando no han sido capaces de desprenderse de sus obsesiones, hasta en sus sueños.

Es el caso del protagonista de esta historia, un español que, en 1967, con veintimuchos años, se largó de España a Estados Unidos, tras haber estudiado en el extranjero merced al intenso sacrificio de un padre volcado en librar a su hijo de las estrecheces intelectuales y de la enloquecida y pavorosa arbitrariedad de la dictadura. Gabriel Aristu, que así se llama el personaje, al marcharse deja atrás al amor de su vida, Adriana Zuber; un amor pintoresco, pues ella, más o menos de su misma edad, en el momento de la despedida ya se había casado con otro. Entre ambos existía amor profundo que ambos conocían sin que ninguno lo hubiera manifestado, quizá porque entre ellos había faltado decisión y sobrado precaución, o porque quizá el respeto al silencio del otro se había confundido con el temor. Sin embargo, el día de la despedida había quedado claro lo que cada uno habría representado y representaba para el otro.

Aunque ese día también queda clara otra cosa: Gabriel se va y Adriana se queda.

Tras una vida exitosa en lo profesional y se diría que también que en lo personal, cuarenta y siete años después (lo que sitúa la acción en 2014) y a los protagonistas en torno a los setenta y cinco años, Gabriel regresa a Madrid para volver a encontrarse con Adriana. No descubro nada porque ya lo avisa la sinopsis.

¿Por qué? ¿Para qué? ¿Con qué consecuencias?

Lo sabrá quien lea esta historia contada desde diferentes ópticas, porque junto al narrador también otros personajes se dirigen al lector, como un torpe profesor de arte español en Estados Unidos con un pie en la sensación de fracaso y otro en la de desarraigo, quien, sin darse cuenta, nos ofrece una perspectiva privilegiada para contemplar el paisaje. Este juego permite examinar a Gabriel Aristu de arriba abajo y del derecho y del revés. No ocurre lo mismo con Adriana, a quien durante buena parte de la novela el lector ve a través de los recuerdos de Aristu y, solo al final, a través de sus propios actos en el presente.

Qué le ocurre en la novela a los personajes es lo de menos. Lo relevante son sus emociones, que tienen mucho más que ver con su sentimiento de individualidad que de pareja, porque si algo queda claro al final de esta obra es que por más «nosotros» que tengamos en la vida siempre subsiste cada uno de los «yos».

Es así como sabemos que unos pueden haber dejado pasar buena parte de su existencia eludiendo la pregunta de qué vida están viviendo; preguntándose después si han vivido una vida ficticia; o, más adelante, si han podido vivir otra; o, incluso, si han vivido la vida que debían y podían y por no darse cuenta no han sabido disfrutarla. 

Reflexionamos también sobre la importancia de quién toma las decisiones. Quien decide marcharse siempre tuvo la ocasión de no haberlo hecho, y sus sentimientos y sensaciones poco o nada tienen que ver con los de quien solo pudo soportar esa decisión. Mientras que el primero cambió de vida para buscar la que quiso, el otro la cambió para buscar la que pudo. Las decisiones unilaterales rompen el equilibrio: no es lo mismo tener la iniciativa que padecerla, y los roles cambian. Y también los rumbos y, por tanto, las rutas de regreso, si es que las hay. Cuando años después el recuerdo la antigua relación amorosa (o el "recuerdo" de lo que pudo ser y no fue) llama a alguno de los dos al reencuentro para intentar entender algo de la propia vida, es imposible sortear el momento y las razones que cambiaron la condición de amantes por la de «agresor» y «agredido».

Pero si no pensáramos más, nos quedaríamos cortos: los reencuentros entre viejos amantes no solo viven de los días de vino y rosas y de los agravios y desencuentros del pasado. También influye el presente. Y lo hace poderosamente, porque conforme pasan los años las personas se vuelven más pragmáticas, en cierto modo también más egoístas y, sobre todo, o tienen más prisa o no tienen ninguna.

A cierta edad, la cita con la muerte, próxima, ineludible y ya visible en el horizonte, provoca en cada cual el deseo de ir saldando cuentas (que no ajustándolas) para poder quedar en paz consigo mismo: disminuye el deseo y las fuerzas para hacer o recibir «préstamos» que ya no habrá tiempo u ocasión de devolver; aumenta el de devolver lo que debes y, si en algo te es útil, desaparece todo escrúpulo para cobrarte lo que te deben. Hablo, claro, de afectos, desafectos e instrumentalizaciones.

Al final de la novela Adriana, con una única frase, cambia por completo la visión de la historia, y ante el lector queda claro, diáfano, todo lo que pasó y pasa por la mente de esta mujer, y cuál es la relación que de verdad existe y existió entre los dos antiguos amantes. Y, por tanto, quién pasó la vida sabiendo dónde vivía y quién no, si es que alguno lo supo.

Una frase, además, que justifica el título.

Una gran y breve novela que, como toda buena literatura, es mucho más interesante y profunda por lo que hace pensar que por lo que literalmente cuenta.





lunes, 31 de julio de 2023

Castillos de fuego - Ignacio Martínez de Pisón

 


        Aunque resulta desolador, al hablar de la Guerra Civil y sus barbaridades los bandos siguen existiendo, casi siempre con memoria y desmemoria selectivas. Sobre la posguerra, en cambio, aparte de la cantinela sobre su dureza (que las más de las veces alude exclusivamente en la escasez de todo lo básico), los legos apreciamos un enorme manto de silencio. Sospecho que quienes quieren romperlo no encuentran cómo, y que el resto prefiere que las cosas sigan en el olvido. No es sencillo hacer luz sobre un periodo de poder opaco y omnímodo en el que ningún suceso destacó de tan generalizadas como fueron penurias y represalias, amén de por la ausencia de prensa y oposición libres e independientes.

        No hace mucho leí la biografía de Franco escrita por Paul Preston, una de las obras canónicas sobre el dictador. Al exterminio sistemático del «rojo» Franco lo llamaba, eufemísticamente, «redimir España». Si, durante la Guerra Civil, incluso la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini se habían quejado de la brutal represión en la retaguardia, la salvaje represión de la posguerra siguió provocando numerosas quejas internacionales. Solo el cambio de rumbo de la Segunda Guerra Mundial atenuó la ferocidad de la represión para dar al régimen una imagen más moderada.

        La posguerra en Madrid, 1939 y los primeros años 40, es el marco temporal de Castillos de fuego, obra que intenta mostrar retazos de aquella época dramática. Se trata de una historia de historias, o novela coral. La obra dedica sus casi setecientas ambiciosas páginas a glosar las peripecias de personas corrientes en situaciones variadas: quienes combaten al régimen desde la clandestinidad, por convicción o para vengar al hermano muerto; quienes desean estar de perfil, pero se ven arrastrados por sospechas infundadas e injustas; los que medran sin rubor ni escrúpulos; los que lo hacen indignamente gracias a la justa o injusta caída en desgracia de otros; los que cambian de chaqueta con la desatinada fe del converso para dejar claro que son lo que ahora dicen ser y no lo que eran; los que animados por un espíritu justiciero contra el régimen se transforman, sin darse cuenta, en alimañas; los que ven, observan y callan… Todo en una sociedad corroída con el odio, el miedo y la corrupción rampante, donde todo hijo de vecino puede ser un chivato o un mentiroso que hunda tu vida a cambio de bien poca cosa; un estado policial en el que la única dinámica del poder es el exterminio del adversario real o potencial, y en el que el verdugo encuentra el consuelo de su crimen de la prebenda. Una época, también, en la que distintas facciones se disputaban el poder y la influencia, provocando cierta lucha de «familias políticas» y un sinfín de conductas estratégicas.

        La mayoría de los personajes son jóvenes, aunque al fin de la novela, tan solo seis años después del momento en que comienza, todos parecen ancianos.

        El ritmo es bueno, sin prisas, sin pausas. El lenguaje, claro, rico, diáfano, eficaz, sin estridencias. No busca impactar con las palabras sino con las situaciones narradas. Hay poquísimas apreciaciones: solo hechos. Uno tras otro. En el mejor estilo de Ignacio Martínez de Pisón, de quien no me canso de repetir que es uno de los mejores autores españoles vivos.

        El lector sigue la obra sin sobresaltos, pero con tristeza y desasosiego: es posible encontrar en ella muchas conductas solidarias, pero ni una sola que permita albergar la esperanza de un futuro más justo; incluso, en el colmo de la amargura, la bondad y la solidaridad a menudo acaban disueltas en el temor. Castillos de fuego es, por tanto, una novela dura, porque enfrenta al lector a realidades de las que solo puede sacar una cosa positiva: el recuerdo, a efectos preventivos, de cómo es capaz de comportarse el ser humano cegado por cualquier ilusoria certeza.

        Una novela para reflexionar sobre los dramas derivados de creerse en posesión de la verdad, y de olvidar que el objetivo de la democracia no es establecer la dictadura de la mitad más uno sobre la mitad menos uno (un sistema, por tanto, en el que para sentirlo legítimo «deben» ganar los míos), sino la convivencia en paz entre diferentes.




lunes, 3 de julio de 2023

Contando atardeceres – La Vecina Rubia

 




No sé si existe la «literatura para mujeres»; ni siquiera sé si es políticamente correcto mencionar esta posibilidad, pero lo hago porque la autora siempre habla en femenino cuando se dirige a su público. Es relevante, porque cuando algo se destina a una determinada idiosincrasia es lógico que, por término medio, quienes no la tengan algo se pierdan en el camino.

Y como es probable que sea mi caso, me disculpo de antemano. Es probable que se me hayan escapado mil cosas.

          Sea como sea, el segundo libro de la Vecina Rubia me ha parecido, en muchos puntos, mejor que el primero, el cual, por cierto, conviene haber leído previamente para familiarizarse con los personajes y por las continuas referencias que se hacen a él. Contando atardeceres es, como La cuenta atrás para el verano, un libro injustamente tratado por la «crítica», si puede llamarse así a quienes ignoran dos de los libros más vendidos, porque ignorar lo que se vende es ignorar a los lectores.

Si definí La cuenta atrás para el verano como una especie de biografía emocional de juventud, Contando atardeceres, que es su continuación aborda un periodo mucho más corto: un par de años en la vida de la protagonista, casi recién llegada a la treintena. Al ser más breve el lapso temporal, ocurren menos cosas, pero como el libro es igualmente extenso, se narran con más detalle.

Por no reventar el argumento me limito a señalar que, como es lógico, lo narrado tiene mucho que ver con lo que le sucede a cualquier persona de la edad de la protagonista: cuitas amorosas influidas por lo laboral y la distancia, relaciones de amistad y problemas de variable gravedad. Seguramente la Vecina Rubia conecta tan bien con el lector porque lo «enfrenta a un espejo», como suele decirse, pero acompañando el reflejo con conclusiones, reflexiones y admoniciones de su cosecha que dan masticadito casi todo cuanto se puede sacar de la lectura. En cuanto a los hilos argumentales, hay dos y son sucesivos: el primero, el amoroso, es dueño aproximadamente de la primera mitad del libro, hasta que se diluye en otro en la segunda mitad (ese nuevo hilo argumental lo sabrá quien lea el libro) para reaparecer el final.

El uso del lenguaje es algo más eficaz, aunque sigue habiendo acotaciones innecesarias por evidentes que restan agilidad; el humor es algo más sutil y discontinuo; y hay menos guiños lingüísticos al personaje de las redes que firma el libro. Este último factor hace este libro más independiente de la coyuntura de la popularidad que el primero, con el que comparte, no obstante, la afición a los consejos y sentencias para ahorrarse disgustos y sofocos. Por último, la autora juega magistralmente con el misterio que la rodea, sorteando con toda naturalidad cuanto dato alguien pudiera vincular, con razón o no, a la autora-personaje, creando una divertida relación de tira y afloja con el lector.

En un blog como este tengo que detenerme un poquito en el humor, no tan presente como en el primer libro: ya he dicho que es algo más sutil y discontinuo, salvo en las conversaciones entre las protagonistas, en las que un punto del humor está en el ingenio y dos en el grosor de los «piropos» que se dedican. Hay, también, una intencionada tendencia (un poco a lo Woody Allen) a coronar los ejemplos serios con otros banales, aunque el efecto no es el mismo cuando antecede una situación más o menos grotesca que cuando no. Creo que la autora algo ha temido al respecto, porque en uno de estos casos, ya hacia el final del libro, justifica las superficialidades. Ya me gustaría saber lo que pasó por su cabeza al explicarse.

La segunda parte de Contando atardeceres me ha resultado más interesante que la primera, en la que, me temo, hay un trecho en el que el tedio ibicenco que afecta a la protagonista ha sido desarrollado con tal éxito que se traslada al lector. Fuera de eso y del abuso de términos como «perfecto», «por supuesto» y «naturalmente» para indicar el favorable juicio de la narradora sobre la predisposición de los personajes ante diversas situaciones, la novela se lee bien, es interesante, aporta una visión enriquecedora del enfrentamiento a según qué problemas y, eso sí, cada cual, en función de su experiencia, tendrá su opinión sobre si alguna de las situaciones o reacciones resulta o no excesiva o si algunas relaciones resultan demasiado ideales. Lo que deja cierto poso de algo que no sé definir ni valorar, es que en este libro no hay ni un ápice de algo tan frecuente en la realidad que su ausencia en estas páginas se nota: la maldad. No hay nadie ni siquiera un poquito malo. Lo más parecido es un personaje algo cobardica y comodón. Otros autores que han elegido esta carencia la han compensado con críticas agudas o mordaces (a personajes, situaciones o realidades sociales), que no son maldad, pero que ponen el punto de enfrentamiento que provoca dinámicas entre personajes o directamente con el lector.

Y termino con el final. La promesa implícita en su última página aventura una tercera parte bastante distinta, por su temática e interés, lo cual siempre se agradece. A fin de cuentas, tan atractivo como el personaje de las redes (o más, al menos para mí) resulta saber cómo una persona lidia desde el anonimato con un éxito apabullante y cómo se relaciona con su propio personaje. Parece que hacia ese rumbo apunta esta «biografía de una famosa desconocida».





lunes, 21 de febrero de 2022

La cuenta atrás para el verano – La Vecina Rubia

 


Los libros firmados por personas ajenas a la literatura aprovechando la notoriedad obtenida por otros cauces no suelen causar entusiasmo a los lectores habituales. Con tantos libros y tan poco tiempo, leer implica elegir, y optar por quien jamás ha manifestado inquietud literaria alguna supone el riesgo evidente de topar con páginas que aprovechen la fidelidad a una imagen sin ofrecer nada meritorio a cambio.

No es el caso de La Vecina Rubia, sea quien sea, porque el personaje que ha construido en las redes se ha definido a través de su peculiar uso de lenguaje (que también es su principal fuente de humor), ha defendido activamente la lectura y ha escrito muchas pequeñas historias. La propia creación de un personaje así tiene algo de literario. La fama le ha dado una facilidad para publicar y difundir ganada a pulso, pero no creo que haya sido la principal razón para escribir, y más viendo que el libro ha sido ambicioso, a juzgar por su detalle y extensión. Otra cosa es el juicio que merezca el resultado.

          He leído este libro, también, movido por el silencio que sobre él mantienen los «guardianes de la cultura»; silencio que los sitúa voluntariamente de espaldas a lo que se lee, porque La cuenta atrás para el verano va camino de ser el libro más vendido en mucho tiempo, con cifras equiparables o superiores a los más importantes éxitos de los últimos años. Las elucubraciones sobre las razones de este silencio dan para otro artículo.

La novela, más que una extensión del personaje de las redes sociales es su cobertura, un complemento excelente, toda vez que amplía y detalla su mundo haciéndolo más comprensible y abriéndole posibles nuevos horizontes. Pero a su vez, para disfrutar de la lectura es conveniente (casi necesario) haber seguido en alguna red a La Vecina Rubia, cuyo perfil nació bromeando con el tópico de la «rubia tonta» ingenua y frívola pero sin ocultar el coco de una rubia lista; un perfil que hace un uso responsable de su capacidad de comunicación y es fiel a valores relevantes. Un perfil, también, que pese a su innegable éxito no ha caído visiblemente en la vanidad.

Una segunda advertencia: se impacientará y aburrirá quien busque una secuencia de hechos cuyo encaje conduzca a un desenlace. Esta novela no es un camino de un punto a otro para descubrir algo ignorado sino una ruta circular para disfrutar del paisaje. Es una especie de biografía emocional de la juventud: amistades, amores, desamores y afrontar la enfermedad y muerte del padre en un periodo que comienza en la adolescencia y termina en el comienzo de la treintena, todo en un entorno urbano y acomodado.

No recuerdo otro libro donde sea tan evidente aquello que estudié de chaval de la diferencia entre fondo y forma, lo cual creo que no es bueno, pero me facilita la reseña. 

Respecto al fondo, ya he dejado constancia del contenido. Que el libro haya interesado ya a decenas de miles o incluso a cientos de miles de lectores es un dato objetivo. Que además todo lector podrá revivir sosegadamente sus tiempos de adolescencia (en mi opinión esa parte es de lo mejor de la novela), creo que también. Que lo que se escribe interese a los lectores tiene un mérito enorme.

No es tan meritorio que esa «ruta circular» pase varias veces por el mismo sitio. Hay excesiva repetición de datos y las últimas cien páginas, aproximadamente, relatan una nueva amistad que se parece demasiado a las anteriores. El intencionado silencio sobre la biografía no emocional no ha ayudado a evitar esta impresión.

Hay otra cosa que tampoco me ha entusiasmado, pero sospecho que a muchas personas sí: casi cada situación da lugar a una reflexión que desemboca en una sentencia con sabor a consejo. Tanto sucede que emparenta el texto con el feelgood, por no decir la «autoayuda». Cuando alguien te da un consejo, se preocupa por ti; cuando te da trescientos, piensa que no eres muy espabiladico. Lo digo no porque la autora piense eso de sus lectores (es obvio que no), sino porque es la irritante sensación que he tenido cuando un golpe de humor me ha hecho olvidar lo peculiar del personaje y, antes de volver a recordarlo, he caído de cabeza en uno de sus consejos. Es lógica y esperada (y seguro que disfrutada por muchos) la presencia de esos consejos y posicionamientos sobre temas de actualidad, pues el personaje los prodiga en las redes; a fin de cuentas la gracia del asunto es que desarrolla su filosofía a partir de experiencias cotidianas y algo frívolas, como las narradas en la novela. No obstante, otros recursos usados en las redes han sido más dosificados.

En cuanto a la forma, esta narradora caricaturesca se dirige al lector como si dialogara con él con su peculiar modo de hablar, lo que no justifica algo que me resulta imposible soslayar (porque soy un tiquismiquis acostumbrado a revisar mis propios textos y alguna vez los de otros): el uso del lenguaje es ineficaz, abundan las redundancias en una misma frase o párrafo y también las repeticiones de datos, situaciones, diálogos y frases hechas. Puliendo esto al máximo (algo muy laborioso) se contaría exactamente lo mismo y la calidad mejoraría una barbaridad. 

Pero prefiero quedarme con lo mejor de la forma: el humor, que es también la razón de ser de esta obra y gracias al cual alcanza instantes brillantes. El humor de La Vecina Rubia está casi por completo vinculado al uso del lenguaje: los juegos de palabras y el corre que te pillo con los dobles sentidos son un derroche de ingenio; aquí sí tiene explicación el uso de frases hechas como parte del lenguaje coloquial para luego darles la vuelta. Otra brillante fuente de humor son las comparaciones, ágiles, ingeniosas y diáfanas. Para la posteridad (al menos para mí) queda la escena en la que la protagonista, tras una cogorza llorona, despierta en su cama con el rímel tan corrido por las mejillas que… parecía un mapache. ¡Lo que me reí con esa comparación! Es un humor más usado como defensa que como arma, el cual para mí es, con diferencia, el más inteligente, aunque no tanto por el ingenio que precisa sino por los fines que persigue: capear problemas, duelos y sinsabores. Lo menos humorístico, como es comprensible, es el tratamiento de la enfermedad y la muerte, pero esa parte es también, para mí, la mejor del «fondo».

  Por cómo se expresa en las redes, refiriéndose siempre a lectoras, es obvio que La Vecina Rubia ha escrito esta obra pensando en un público femenino. Da igual: yo me lo he pasado bien, y si (por «deformación profesional») no fuera tan tiquismiquis como he dicho, aún me lo hubiera pasado mejor.



jueves, 28 de octubre de 2021

Ya sentarás la cabeza – Ignacio Peyró

 


 

              «Imita descaradamente a Pla, pero es muy bueno y te gustará», me dijo el amigo, forofo de la obra de Peyró, que me recomendó insistentemente leerlo. Peyró (1980), en los años que relata esta obra fue un joven periodista que, como tantos otros, fue dando tumbos de medio en medio, aunque en su caso los dio hacia arriba, lo cual tiene no poco mérito en tiempos de decadencia periodística. En general su labor se desarrolló en medios nítidamente significados en lo político; posteriormente fue redactor de discursos para diversos políticos de la derecha y miembro fundador de The Objetive; en estos momentos dirige el Instituto Cervantes en Londres. Lo cuento porque el subtítulo, «Cuando fuimos periodistas», deja claro uno de los temas del libro: los jugosos cotilleos, chismorreos, anécdotas e impresiones de quien tiene un compromiso intelectual consigo mismo que, a veces en conflicto con la sana costumbre de llegar a fin de mes, requiere de dosis de adaptación siempre disponibles para quien tiene cultura e inteligencia. Lo cuento, también, porque si en algún momento se es receptivo a la vida es en los inicios de cualquier actividad, en especial durante la juventud.

              Ya sentarás la cabeza es un conjunto de lúcidos recuerdos y reflexiones, ordenados cronológicamente por años, que abordan los primeros pasos del autor en el mundo del periodismo cultural y político. El humor, la ironía, el reírse de sí mismo, de las disputas internas en los medios –siempre en estado precario desde hace años-, del modo en que se manipula sabiendo que hay un público ansioso de tragarse lo que ni los mismos que lo cuentan se creen, las luchas de egos, la sumisión a los intereses del que pone la pasta, la fama de unos, de otros, las ambiciones de cada cual que no por modestas pueden ser menos poderosas (anda que no tira nada tener un empleíto)… todo esto, frecuentísimas visitas a bares y restaurantes con tintes legendarios –unos por lo que se cuece entre los clientes y otros por una sabrosa cocina más vinculada a la temporada y a la tradición que a las florituras- y vacaciones de reposo en Extremadura, todo esto, digo, se relata con una prosa con un deje hedonista, rica, precisa y elegante hasta para dar cuenta de cogorzas, digestiones dignas de una hormigonera y noches zascandileando.

              El humor cervantino, el humor como defensa que a través de la inteligencia convierte los sinsabores y las limitaciones en motivo de sonrisa, es uno de los dos pilares del texto. El otro es el lenguaje, tan amplio y bien usado que produce cierto rubor, cierta vergüenza ajena, por la inevitable comparación con lo que leemos habitualmente. Una obra que nos recuerda que el lenguaje es una fuente de belleza, riqueza y recursos expresivos y que empobrecerlo es empobrecer la comunicación. Comparados con Peyró, la mayoría de los escritores –en especial quienes tienen pretensiones de best sellers- se expresan con gruñidos.

              Debo dar las gracias al amigo al que he aludido al principio. Él me recomendó leer al menos un libro de Peyró. Luego el autor se ha recomendado a sí mismo, que es lo mejor que te puede pasar al leer. La prueba, que en estos momentos estoy leyendo Comimos y bebimos. Ya os contaré.



jueves, 14 de octubre de 2021

Volver a dónde – Antonio Muñoz Molina

 


 

              A mediados de marzo del 2020 el confinamiento estricto decretado para mitigar la propagación del covid-19 impuso a los más afortunados una nueva vida hecha de soledad, silencios, distancia y espacios vacíos. Aislamiento facilitado por la suspensión de toda obligación social. Para otros -los que más sacrificaron en beneficio de todos- impuso trabajo duro con permanente sensación de riesgo y en numerosos casos hacinamiento, nervios, degradación, paro, inseguridad y pobreza. Para los primeros fue también una oportunidad para la introspección, la reflexión, para la búsqueda de uno mismo a través del pensamiento, la lectura o la escritura, actividades que pudieron hacerse con una calma y continuidad imposibles hasta entonces. Sin embargo, en algún momento llegaría el momento de dejar ese mundo y volver. Pero volver a dónde. Primero, durante el confinamiento estricto y para huir de él, volver al pasado; a lo que fuimos y, sobre todo, a quienes nos acompañaron; y volver, tras el confinamiento, a la «normalidad» que, a la vista de la experiencia, ya no se vive igual ni inspira las mismas sensaciones y emociones.

              En esto transcurre esta especie de diario que es Volver a dónde, magnífica y enriquecedora obra que se lee con tanto sosiego como placer. Las anotaciones de algunos de los días del confinamiento estricto se alternan con las del momento posterior, verano y otoño de 2020, cuando se va recuperando una normalidad que ni es normal ni inspira los pensamientos del pasado; y todo esto se alterna, también, con los recuerdos de la infancia y las reflexiones que inspiran. ¿De qué habla Volver a dónde? De volver a donde no se puede volver: a un pasado, el de la generación del autor, cuyos recuerdos de infancia son los de unos modos de vida cuya memoria se extinguirá con quienes los vivieron, y volver a esa normalidad que costará volver a ver normal a la luz de tantas cosas buenas y malas como se vivieron durante los primeros meses de la pandemia: desde la solidaridad y el disfrute de los espacios recuperados para la vida de calidad, hasta la insolidaridad y la bárbara irresponsabilidad de quienes fueron capaces de mentir para aumentar el dolor y el sufrimiento y sacar tajada. Todo lo bueno y lo malo se hizo más evidente durante los peores meses de la pandemia, y la falta de anclaje derivado de la conciencia de lo irrecuperable del pasado provoca una intensa sensación de deriva que el autor intenta mitigar buscando certezas en su familia y sus costumbres, buscando arraigos en algo tan simple como sentarse en el balcón a ver y reflexionar sobre la vida con media copa de vino en la mano, rodeado de las plantas a las que no había hecho caso hasta marzo de 2020. Un gran viaje de ida y retorno hecho sin salir de un balcón en un lugar privilegiado de Madrid. ¿Volver a dónde? A uno mismo.

              Una escritura serena, limpia, profunda, contundente, más dolida que esperanzada y a la vez molesta y resignada por la influencia decisiva que sobre el porvenir tienen los peores vicios del ser humano: desde la ambición irresponsable de los políticos sin ética a la mortal irresponsabilidad de las cataratas de imbéciles incapaces de perderse una juerga.

              Si admitís un consejo, leedlo cuanto antes: cuanto más fresco tengáis el recuerdo de esos momentos que año y medio después parece ya tan lejanos, mejor.



miércoles, 6 de mayo de 2020

Black, black, black – Marta Sanz




               
                Peculiar novela con un dúo protagonista: Arturo Zarzo, detective privado, cuarentón, divorciado y gay, y su exesposa, Paula, una inspectora de hacienda coja.

                La obra se estructura en tres partes: la primera, los diálogos telefónicos nocturnos entre ambos personajes, con un pique continuo porque ni Paula puede dejar de herir a Zarco por cómo y por qué la abandonó, ni él puede evitar jugar con ella para sentirse todavía de interés para alguien; en esta primera parte Zarco narra su torpe investigación del ya antiguo asesinato de una geriatra casada con un inmigrante de origen árabe; las pesquisas lo han llevado a conocer a buena parte del vecindario de la finada, entre el que ha encontrado a un muchacho, Olmo, por el que ha perdido la cabeza. En la segunda parte leemos los diarios de una de las vecinas, la madre de Olmo,que parecen echar bastante luz sobre los hechos y añaden otros muchos sorprendentes. Y, la tercera, es un nuevo diálogo, con la diferencia de que es ahora Paula quien cuenta a Zarco su improvisada investigación.

                A favor de la novela, la originalidad del planteamiento y de la exposición; también la brillantez con que en ciertos momentos se expone lo cotidiano a través de largas retahílas de detalles, observaciones o comparaciones. Hay también una constante pátina de humor debida al modo en que los personajes son condescendientes consigo mismos. Y, en contra, precisamente, cierto abuso de esas secuencias de ideas, a veces redundantes, que cuando no son brillantes no aportan nada más que sensación de estar leyendo un mal e interminable malabarismo; también se produce cierta confusión debida a la abundancia de personajes y a los distintos planos -realidad, visiones subjetivas, fantasías- con los que son presentados; conviene leer atento y con la memoria despierta.

                El conjunto, interesante.


viernes, 3 de enero de 2020

Fortunata y Jacinta - Benito Pérez Galdós





                Qué bien se lee esta novela pese sus más de mil doscientas páginas. Es apasionante, enriquecedora y las socarronas observaciones del autor te hacen sonreír constantemente.

                Fortunata y Jacinta es más bien la historia de Fortunata, que, exceptuando la primera parte, protagoniza una novela en la cual Jacinta tiene un papel importante, pero no principal. El argumento es famoso: Juanito Santa Cruz, rentista hijo de rentistas, seduce a Fortunata, una muchacha de clase baja, inculta, algo bruta y muy hermosa, bajo promesa de matrimonio. Para él es solo un capricho, un modo de pasar el rato, y sin ningún remordimiento de conciencia la abandona embarazada. Tras este hecho (el orden es fundamental) se acuerda el matrimonio de Santa Cruz con Jacinta, una joven encantadora y buena a la que Juanito no oculta lo sucedido con Fortunata en su vida anterior. Pese a ser un matrimonio de conveniencia, de inmediato surge entre ellos el amor. Aunque para amor, el que Fortunata siente toda su vida hacia el hombre que la deshonró; un amor fronterizo con la obsesión del que Juan se aprovecha para volver con Fortunata cuando le da la gana y de nuevo dejarla tirada en cuanto vuelve a cansarse de ella. Jacinta, por su parte, sufre una obsesión no satisfecha por tener hijos y una mezcla de envidia y celos retrospectivos hacia la mujer que, antes de aparecer ella en escena, cautivó a su ahora marido e incluso llegó a tener un hijo suyo. Pero es que además, entre el amor de Fortunata por Juanito y la cara dura de éste, Fortunata no acaba de irse de la vida del matrimonio.

                Fortunata es una perdedora: es pobre, se han aprovechado de ella y la deshonra en la mentalidad burguesa del último tercio del siglo XIX supone un cataclismo; tales problemas provocan que, no sabiendo hacer casi nada para ganarse la vida, esté abocada a la prostitución o a la mendicidad. Sobrevive gracias a algún amante –lo cual es visto como un modo de prostitución- hasta que, un buen día, se prenda de ella Maximiliano, un joven enfermizo, escuchimizado, enclenque e impotente, con una posición económica modesta pero superlativa vista desde la posición de Fortunata. Maximiliano se empecina, en contra del criterio de su pragmática tía, con la que vive, en casarse con Fortunata; y Fortunata, aunque no lo quiere y sus sentimientos hacia él oscilan entre la pena, la aversión y el reconocimiento de su bondad, entre los consejos de unos y otros y las tortas que de todos lados le caen considera que aquel matrimonio puede darle la ansiada vitola de «mujer honrada» (y más tras el «lavado espiritual» con que el hermano cura de Maximiliano la limpia socialmente), con la que aspira a competir con Jacinta. Magistral el relato del deterioro mental de Maximiliano.

                La historia de Fortunata y Jacinta es la de la lucha de dos mujeres por conservar lo que creen suyo. Una lucha tan formidable que ningún otro personaje tiene modo de acercarse a ella sin llevarse, como mínimo, un coscorrón. Una se cree la legítima esposa por haber actuado según la norma social, y la otra por haberlo hecho primero, aunque según la norma natural. ¿Pero qué es más legítimo? ¿Acatar la convención social o los sentimientos? De la respuesta que se dé, una de las dos es la «legítima» esposa de Juan Santa Cruz (legitimidad muy vinculada al orden cronológico, si puede decirse así) y la otra es, solamente, «la otra». En la novela, la sociedad, desde sus normas, considera a Fortunata «la otra» de modo inapelable. Pero ella no lo ve así, porque lo suyo con Juanito fue anterior a que este se comprometiera con Jacinta y, además, Fortunata puede darle hijos, puede hacer que sea su propia sangre la que dé continuidad a la estirpe de los Santa Cruz. Toda esa lucha está condicionada por el innoble, egoísta y mezquino comportamiento de Juan Santa Cruz, un vivales que aprovecha su posición social y económica y el papel relegado de la mujer en aquella época para tomarse las relaciones sentimentales como un juego: cuando se cansa de una, se va a por la siguiente, y cuando se cansa de esta, vuelve a la anterior o se lanza a una nueva; Juan Santa Cruz solo quiere lo que no tiene, y aun reconociendo siempre el inmenso mérito de su esposa en todos los órdenes y su superioridad moral sobre él, la soberbia le impide asumir su innoble proceder y las consecuencias del mismo.

                La novela, como he dicho, es la lucha de Fortunata.

                Pero en torno al eje principal hay, como en toda grandísima novela, muchísimo más.

                Hay, para empezar, no solo la visión social y la de Fortunata. También la de otro personaje, Feijoo, importantísimo en un momento dado por ser un trasunto de Pérez Galdós, por lo que resulta imposible no pensar que su pragmática opinión y comportamiento –una suerte de sortear las reglas sociales, sin romperlas formalmente, para poder compatibilizar la regla social y la natural a través de una suerte de controlada y limitada doble vida- se corresponden con la posición del autor.

                Sigue un amplísimo repertorio de personajes variopintos, dibujados con nitidez, muy distintos unos de otros, que a su vez permiten reflejar unos cuantos ambientes también muy diferentes entre sí. Los perfiles psicológicos son maravillosos, magistralmente definidos y muy realistas. Tanto que no hay personaje cuya actitud ante la vida no le otorgue méritos y deméritos.

                Vemos también un cuadro completísimo de los modos de vida y costumbres del Madrid de la época. El lector sale de Fortunata y Jacinta con un amplio conocimiento de cómo era la cotidianeidad del momento, y se ve a sí mismo en los cafés, en las tertulias o de compras con los personajes.

                Hay también una continua referencia a la situación política que, a finales del siglo XIX fue de las más complicadas que recuerda este país. A seguirla ayudan las notas a pie de página, breves y concisas, que hay en la edición que he leído.

                La situación política no es ajena a los cambios en los valores morales. Los planteamientos de Fortunata o el pragmático cinismo de Feijoo-Galdós, lo mismo que el capricho de Maximiliano y el modo en que la familia de éste asimila la situación sin renunciar a ser gente de orden, debieron entusiasmar a unos lectores y escandalizar a otros tanto o más que la constante crítica que, de modo inteligente y humorístico, se hace de la religión.

                 Pero, sobre todo, encontramos algo solo al alcance de los grandes escritores: la increíble capacidad para mezclar sencillez expositiva con profundidad narrativa, lo cual hace que la lectura sea tan fácil como enriquecedora.

                El otro día, en un programa de radio, comenté algo: por qué demonios cuando nos da por leer clásicos nos acordamos de los grandes autores franceses y rusos del siglo XIX y no nos lanzamos de cabeza a libros como Fortunata y Jacinta o La Regenta, que se cuentan entre los mejores de la historia de la literatura, que no precisan traducción, que entendemos mejor por la mayor proximidad cultural y que nos enriquecen más porque nos ayudan a comprender mejor por qué somos lo que somos como personas y como país.

                   Curioso dato, para ir terminando, que Galdós falleciera cuatro o cinco días después que su último amor, Teodosia Gandarias. También Feijoo, su trasunto en la novela, murió casi a la vez que su amor.

                Añado, para termina, una frivolidad: esta edición me costó 12,30 euros. He tenido lectura para casi un mes. Un montón de horas. Y el libro es tan magnífico que su lectura produce una especie de euforia constante. Dedico este párrafo a quienes dicen que leer es caro.

                Publico esta reseña hoy, 3 de enero de 2020, porque mañana se cumple el primer centenario de la muerte de Benito Pérez Galdós. Uno de los mayores escritores de la historia.  Un minúsculo homenaje que se multiplicará hasta el infinito con cada nuevo lector que a don Benito llegue desde estas líneas. Con solo uno, habrá merecido la pena escribirlas.





lunes, 9 de junio de 2014

María bonita – Ignacio Martínez de Pisón




Obra breve, intensa, tierna y algo dura a la vez, una novela que si se lee con facilidad es por el dominio que el autor muestra del idioma y, sobre todo, del orden expositivo y de los hechos significativos, porque le basta muy poco para crear un mundo completo.

La historia comienza en los años sesenta. María es la hija de una madre amargada que escamotea cualquier muestra de afecto y que “se tuvo que casar” para tener a su primer hijo, y de un padre obrero. Su mundo es el de la fábrica, porque viven en la colonia que el industrial, de origen catalán, fundó alrededor de la factoría, con sus viviendas, su iglesia, su cantina e incluso su economato. Un entorno que los aísla del mundo y los aleja de la pobreza en la que terminan cayendo cuando la empresa cierra y deben marcharse de allí.

María, cuyo hermano mayor apenas le hace caso y cuyo padre solo se preocupa por ella muy tangencialmente, al estilo de la época, vive enfrentándose poco a poco a su madre, hasta que con el paso de los años el amor se transforma en algo parecido al resentimiento. O, a veces, al odio.

En el deambular de la familia desde la colonia a un pisito en el extrarradio de Madrid interfieren dos cosas: el activismo sindical del padre, hecho con una buena fe y una ingenuidad que hacen de él más un pobre hombre que un luchador; y, por otra parte, está la tía Amalia, la hermanastra de la madre que, además, es todo lo contrario a ella: tiene dinero, es hermosa, tiene buen humor y prodiga su afecto a María.

Amalia ofrece el contraste las penurias del matrimonio, pero también la esperanza de que esa niña que es María, que con el paso de las páginas llega casi a la adolescencia, vea en su vida algo más que miseria y amargura. Maria bonita se convierte así en una novela en la que el contraste y la esperanza son la fuerza motriz, aunque cuando Amalia se lleva a su sobrina de vacaciones a Estoril aparece también la incertidumbre, pues llegamos a saber cómo es que Amalia vive tan bien.

Todos los personajes son profundamente humanos: la madre, que ha visto arruinada su vida viéndose condenada a vivir aislada en una colonia, a fregar suelos, a deshacerse los huesos por un “error de juventud”; el padre, una buena persona con afán de justicia pero cuyas evidentes limitaciones para comprender la complejidad de la vida le hacen ir de ingenuidad en ingenuidad; María, a quien la infancia se le hace cuesta arriba en ese ambiente y trata de salir a flote asiéndose a su tía Amalia, quien siendo un dechado de bondad y cariño, no puede evitar ser víctima de sus errores, de su pasado, y de una ambición con la que satisface su egoísmo y dulcifica la existencia de aquellos a quienes quiere. Seguramente es Amalia el personaje más impactante, el que mejor refleja las contradicciones humanas, aunque para confirmarlo debamos esperar al final, donde vemos que no es más que una víctima de sí misma.

Una buena novela que nadie se arrepentirá de leer: Maria bonita.