Primer libro que leo de Thomas Bernhard. No creo que sea el último, pero, por si acaso te contagia algo, tampoco es un autor como para zamparse todos sus libros seguidos.
La razón es lo denso de su escritura, que más tiene que ver con la obsesión que con la complejidad. Lo más complejo, quizá, es el modo en que organiza la obsesión de modo que envuelva al lector, en un intento de fundir la mente del lector con la del narrador. El malogrado cuenta la historia de Wertheimer, pianista que podría haber sido uno de los mejores del mundo de no haber coincidido en el Mozarteum de Salzburgo con el narrador (con muchas cosas en común con el autor) y, sobre todo, con un prodigio como Glenn Gould (1932-1982), devenido personaje de esta novela. Todos tienen otra cosa en común: carecen de problemas monetarios, por no decir que les sobra el dinero.
Wertheimer es una figura malograda no solo porque se suicida (hecho que motiva la reflexión que constituye la obra, así que nada descubro), sino porque su carrera musical se ve truncada al toparse con Glenn Gould tocando las variaciones Goldberg. En ese instante Wertheimer comprende que nunca será el mejor, que jamás podrá tocar como él y… Y la cosa, la verdad, también parece haberse contagiado al narrador, también un virtuoso del piano, aunque, en su caso, tiene más excusas para abandonar la música.
En torno a esta idea, el trauma de no poder dar el último paso hasta esa cumbre donde solo hay sitio para uno, Thomas Bernhard escribe una obra de 146 páginas sin un solo punto y aparte, que en gran medida discurre mientras el protagonista espera en un mesón vacío a que alguien vaya a atenderle. Este modo de escribir crea un clima opresivo, reforzado por dos elementos: el primero, la repetición de palabras y expresiones que en ocasiones chapotean en la cacofonía, como la miríada de veces que termina las frases con el «decía, pensé» referido a que el narrador está pensando en lo que decía Wertheimer; semejante atentado tiene recompensa en forma de credibilidad, porque a quien está embebido en sus propias reflexiones le importa un pepino el estilo en que las hace. El otro elemento es el modo en que avanzan los recuerdos. Dados los primeros cuatro o cinco pasos, la historia avanza a un ritmo de cuatro pasos hacia detrás, cuatro adelante, cuatro atrás y cinco adelante, y vuelta a empezar en un girar y girar sobre las mismas ideas.
La impresión final, angustiosa, es que la vida termina sin que hayamos hecho nada con ella, salvo revolcarnos en nuestras obsesiones.
Una historia claustrofóbica.
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