Qué
bien se lee esta novela pese sus más de mil doscientas páginas. Es apasionante,
enriquecedora y las socarronas observaciones del autor te hacen sonreír
constantemente.
Fortunata
y Jacinta es más bien la historia de Fortunata, que, exceptuando la primera
parte, protagoniza una novela en la cual Jacinta tiene un papel importante,
pero no principal. El argumento es famoso: Juanito Santa Cruz, rentista hijo de
rentistas, seduce a Fortunata, una muchacha de clase baja, inculta, algo bruta
y muy hermosa, bajo promesa de matrimonio. Para él es solo un capricho, un modo de pasar el rato, y sin ningún remordimiento de conciencia la abandona embarazada.
Tras este hecho (el orden es fundamental) se acuerda el matrimonio de Santa
Cruz con Jacinta, una joven encantadora y buena a la que Juanito no oculta lo
sucedido con Fortunata en su vida anterior. Pese a ser un matrimonio de
conveniencia, de inmediato surge entre ellos el amor. Aunque para amor, el que
Fortunata siente toda su vida hacia el hombre que la deshonró; un amor
fronterizo con la obsesión del que Juan se aprovecha para volver con Fortunata
cuando le da la gana y de nuevo dejarla tirada en cuanto vuelve a cansarse de
ella. Jacinta, por su parte, sufre una obsesión no satisfecha por tener hijos y
una mezcla de envidia y celos retrospectivos hacia la mujer que, antes de
aparecer ella en escena, cautivó a su ahora marido e incluso llegó a tener un
hijo suyo. Pero es que además, entre el amor de Fortunata por Juanito y la cara dura de éste, Fortunata no acaba de irse de la vida del matrimonio.
Fortunata
es una perdedora: es pobre, se han aprovechado de ella y la deshonra en la
mentalidad burguesa del último tercio del siglo XIX supone un
cataclismo; tales problemas provocan que, no sabiendo hacer casi nada para ganarse la vida, esté abocada a la prostitución o a la mendicidad.
Sobrevive gracias a algún amante –lo cual es visto como un modo de
prostitución- hasta que, un buen día, se prenda de ella Maximiliano, un joven
enfermizo, escuchimizado, enclenque e impotente, con una posición económica
modesta pero superlativa vista desde la posición de Fortunata. Maximiliano se
empecina, en contra del criterio de su pragmática tía, con la que vive, en
casarse con Fortunata; y Fortunata, aunque no lo quiere y sus sentimientos hacia él oscilan entre la pena, la aversión y el reconocimiento de su bondad, entre los consejos de
unos y otros y las tortas que de todos lados le caen considera que aquel
matrimonio puede darle la ansiada vitola de «mujer honrada» (y más tras el
«lavado espiritual» con que el hermano cura de Maximiliano la limpia
socialmente), con la que aspira a competir con Jacinta. Magistral el relato del deterioro mental de Maximiliano.
La
historia de Fortunata y Jacinta es la de la lucha de dos mujeres por conservar
lo que creen suyo. Una lucha tan formidable que ningún otro personaje tiene modo de acercarse a ella sin llevarse, como mínimo, un coscorrón. Una se cree la legítima esposa por haber actuado según la
norma social, y la otra por haberlo hecho primero, aunque según la norma natural. ¿Pero qué es
más legítimo? ¿Acatar la convención social o los sentimientos? De la respuesta
que se dé, una de las dos es la «legítima» esposa de Juan Santa Cruz (legitimidad muy vinculada al orden cronológico, si puede decirse así) y la otra es, solamente, «la otra». En la novela, la sociedad,
desde sus normas, considera a Fortunata «la otra» de modo inapelable. Pero ella
no lo ve así, porque lo suyo con Juanito fue anterior a que este se
comprometiera con Jacinta y, además, Fortunata puede darle hijos, puede hacer
que sea su propia sangre la que dé continuidad a la estirpe de los Santa Cruz.
Toda esa lucha está condicionada por el innoble, egoísta y mezquino
comportamiento de Juan Santa Cruz, un vivales que aprovecha su posición social
y económica y el papel relegado de la mujer en aquella época para tomarse las
relaciones sentimentales como un juego: cuando se cansa de una, se va a por la
siguiente, y cuando se cansa de esta, vuelve a la anterior o se lanza a una
nueva; Juan Santa Cruz solo quiere lo que no tiene, y aun reconociendo siempre
el inmenso mérito de su esposa en todos los órdenes y su superioridad moral
sobre él, la soberbia le impide asumir su innoble proceder y las consecuencias
del mismo.
La
novela, como he dicho, es la lucha de Fortunata.
Pero en
torno al eje principal hay, como en toda grandísima novela, muchísimo más.
Hay,
para empezar, no solo la visión social y la de Fortunata. También la de
otro personaje, Feijoo, importantísimo en un momento dado por ser un trasunto
de Pérez Galdós, por lo que resulta imposible no pensar que su pragmática
opinión y comportamiento –una suerte de sortear las reglas sociales, sin
romperlas formalmente, para poder compatibilizar la regla social y la natural a
través de una suerte de controlada y limitada doble vida- se corresponden con
la posición del autor.
Sigue
un amplísimo repertorio de personajes variopintos, dibujados con nitidez, muy
distintos unos de otros, que a su vez permiten reflejar unos cuantos ambientes
también muy diferentes entre sí. Los perfiles psicológicos son maravillosos,
magistralmente definidos y muy realistas. Tanto que no hay personaje cuya actitud ante la vida no le otorgue méritos y deméritos.
Vemos
también un cuadro completísimo de los modos de vida y costumbres del Madrid de
la época. El lector sale de Fortunata y Jacinta con un amplio conocimiento de
cómo era la cotidianeidad del momento, y se ve a sí mismo en los cafés, en las tertulias o
de compras con los personajes.
Hay
también una continua referencia a la situación política que, a finales del
siglo XIX fue de las más complicadas que recuerda este país. A seguirla
ayudan las notas a pie de página, breves y concisas, que hay en la edición que
he leído.
La
situación política no es ajena a los cambios en los valores morales. Los
planteamientos de Fortunata o el pragmático cinismo de Feijoo-Galdós, lo mismo
que el capricho de Maximiliano y el modo en que la familia de éste asimila la situación sin renunciar a ser gente de orden, debieron entusiasmar a unos lectores y escandalizar a otros tanto o más que la
constante crítica que, de modo inteligente y humorístico, se hace de la religión.
Pero, sobre todo, encontramos algo solo al
alcance de los grandes escritores: la increíble capacidad para mezclar
sencillez expositiva con profundidad narrativa, lo cual hace que la lectura sea
tan fácil como enriquecedora.
El otro
día, en un programa de radio, comenté algo: por qué demonios cuando nos da por
leer clásicos nos acordamos de los grandes autores franceses y rusos del siglo
XIX y no nos lanzamos de cabeza a libros como Fortunata y Jacinta o La Regenta,
que se cuentan entre los mejores de la historia de la literatura, que no
precisan traducción, que entendemos mejor por la mayor proximidad cultural y
que nos enriquecen más porque nos ayudan a comprender mejor por qué somos lo
que somos como personas y como país.
Curioso dato, para ir terminando, que Galdós falleciera cuatro o cinco días después que su último amor, Teodosia Gandarias. También Feijoo, su trasunto en la novela, murió casi a la vez que su amor.
Curioso dato, para ir terminando, que Galdós falleciera cuatro o cinco días después que su último amor, Teodosia Gandarias. También Feijoo, su trasunto en la novela, murió casi a la vez que su amor.
Añado,
para termina, una frivolidad: esta edición me costó 12,30 euros. He
tenido lectura para casi un mes. Un montón de horas. Y el libro es tan
magnífico que su lectura produce una especie de euforia constante. Dedico este
párrafo a quienes dicen que leer es caro.
Publico
esta reseña hoy, 3 de enero de 2020, porque mañana se cumple el primer
centenario de la muerte de Benito Pérez Galdós. Uno de los mayores escritores
de la historia. Un minúsculo homenaje
que se multiplicará hasta el infinito con cada nuevo lector que a don Benito
llegue desde estas líneas. Con solo uno, habrá merecido la pena
escribirlas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario