En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

jueves, 24 de julio de 2025

Por qué cada día el mundo se parece más a una novela de Tom Sharpe

 


    Al comienzo de Wilt, la celebérrima novela que Tom Sharpe publicó en 1976, el protagonista, Wilt, deposita una muñeca hinchable en un hueco en unas obras, sobre el que acabó descargando una hormigonera.

    Esta es la realidad.

    La creencia de todos los demás personajes es que depositó allí a una mujer de carne y hueso, que ahora yace sepultada bajo veinte toneladas de hormigón.

    La terrible diferencia entre realidad y creencia es debida a la deficiente información facilitada sobre la primera.

    ¿Y qué es lo que influye en la formación de la realidad posterior en torno a Wilt? ¿Esa realidad primera o la creencia

    La creencia, por supuesto.

    Y su vida se convierte en un infierno.

    La deficiente información sobre una realidad original puede deberse a un error, a un equívoco o ser intencionada. 

    Con esta idea se han escrito comedias, tragicomedias, dramas y tragedias. 

    Pero esto, claro, no lo han inventado los escritores. 

    Lo recuerdo al hilo de la actualidad. He perdido la cuenta de las realidades inanes en torno a las cuales han surgido clamores que las creían monstruosas. Millares de urgentes declaraciones de unos, de otros, solemnes tomas de posición, afirmación de principios, proclamas, llamadas al combate, a la resistencia... Todo menos mostrar la realidad. La fuerza creacionista  es tal que en cinco minutos, si alguien se atreve a hacer ver la realidad inane, es arrasado por una ola de indignación como la de los creyentes que se llevaron por delante a Wilt. Mediando entre la realidad inane y la creencia corrosiva están los «informantes»: medios de comunicación e intrusos que algo tienen que ganar, y los  palmeros en redes, que vienen solos. Si actúan por error, equívoco o intencionadamente, imaginadlo.

    ¿Quién, entre los ambiciosos o entre quienes tienen algo que ocultar, va a renunciar a moldear la realidad a su medida induciendo en los demás las creencias precisas? 

   Por eso, cuando hay personas o colectivos enfrentados, a menudo combaten difundiendo cada uno una creencia. En consecuencia, es una creencia lo que se al final impone. Da igual cuál.

    Así con todo. Aquí, en todas partes y a todas horas.

    Al final, parafraseando a Gila, nos mataremos unos a otros por alguna tontería. No exagero. Basta con ver las atrocidades que la sociedad mundial está deglutiendo impasible gracias con el bicarbonato de las creencias que, por ejemplo, hacen no ver niños destripados donde hay niños destripados.

    La diferencia entre la literatura y el día a día es que el lector de Wilt conoce la realidad y la creencia, y por eso confía en Wilt aunque lo vea sufrir lo indecible. De hecho, el lector, que desea justicia, sufre con Wilt y sigue sus peripecias confiado en que la realidad original se abra camino

    En cambio, fuera de la literatura, es decir, en nuestra vida, cuando se tergiversa lo que ocurre en la sociedad Wilt somos nosotros, o alguien a quien nosotros machacamos como hacen con Wilt el resto de personajes de la novela. Montamos un mayúsculo cisco del que somos a la vez protagonistas, víctimas y hasta agresores. Lector, de haberlo, más bien observador, solo puede ser quien ha tergiversado u ordena tergiversar la información, y al contemplar nuestras andanzas no siente ningún deseo de que se conozca la realidad. Porque quien tergiversa, lo último que desea es justicia.

    Infórmate, e infórmate bien. En las fuentes siempre que puedas. Y reduce intermediarios. Limítate a los rigurosos. Si tú y yo hemos de parecernos a algún personaje de novela, que no sea a Wilt ni a quienes le destrozan la vida, y que no sea por nuestra culpa. Y, por encima todo, que no lo paguen inocentes.


lunes, 21 de julio de 2025

Historias de Vigàta, 2 - Andrea Camilleri

 



Los ocho relatos que forman este segundo volumen de Historias de Vigàta publicado por Altamarea son los que pueden verse en la foto de más adelante.

Que nadie busque en ellos nada diferente a lo que al Camilleri más clásico, lo cual no es una crítica sino todo lo contrario: Camilleri fue fiel a su forma de escribir y quienes la disfrutamos agradecemos reencontrarnos con él en cada texto.

Unos más ingeniosos y alguno un poco menos, todos tienen en común el entorno espacial (Vigàta, trasunto de Porto Empedocle, localidad natal de Camilleri), la temporal (en general, finales del XIX y, sobre todo, principios del XX) y el paseo entre la picaresca de algunos relatos que en otros es sustituida por un ingenio en general puesto al servicio de la justicia, de ahí que no sea infrecuente que el poderoso (a menudo, simplemente, un adinerado con ínfulas) quede expuesto en toda su vacuidad por contraste con el desarrapado.


Y es que Camilleri siempre fue consciente de que, como decía una tía mía ya fallecida, solo hay dos clases sociales: tener y no tener, y que entre ellas se da la siguiente diferencia: el que no tiene pasa su achuchada vida intentando ser o, por lo menos, conseguir; mientras que a quien tiene a menudo le basta con estar para llevar una existencia regalada.

Sobre esta base se tejen las ocho historias, que alternan amoríos, más bien pasiones con fuerte componente sexual, como los relatos que abren y cierran la obra, y desfiles de personajes tan ricos y acomodados como vacuos junto a la caterva de listillos que sobreviven, unos de modo ingenioso y honesto y otros a costa, como una suerte de justicia poética, de los tontos con dinero.

Siempre lo mismo, pero siempre diferente, porque la vida se repite, pero las excusas para vivir son infinitas y surgen de en toda circunstancia. Camilleri siempre se ha apoyado en ellas. Así es como una rivalidad amorosa desemboca en una rivalidad comercial que acaba creando un vínculo emocional; cómo la atracción vence a la soberbia y la vanidad a la atracción y hasta al amor; cómo nos aferramos al fetiche que representa a una persona amada cuya vida está en juego; cómo nos dejamos embaucar por las apariencias y la sonoridad de las cosas, en combinación con nuestra ignorancia; cómo el amor y el cariño vence a la infidelidad, si es que hay infidelidad en el hecho que querer sobrevivir y hacer vivir; o cómo reaccionamos a la incertidumbre sobre nuestra propia suerte cuando la de los demás no ha salido muy bien parada.

    Solo algunos de los temas que motivan cada relato. Para casarlos con los títulos, leedlos.


jueves, 17 de julio de 2025

Estás en mis ojos - Angélica Morales


El título, bien bonito, podría ser una declaración de amor de la autora o de uno de los personajes, Isabel, a Hélène Roger-Viollet, fundadora de la Agencia Roger-Viollet (creada en 1938 y aún en funcionamiento), en la que han puesto sus ojos una para dedicarle esta novela y la otra para algo parecido. Pero también podría ser una alusión al mundo entero, que está en los ojos de la protagonista a través del objetivo de su máquina fotográfica. Incluso podría pensarse, por alguna mención, que alude a una vetusta teoría según lo cual en los ojos de cada muerto queda grabado lo último que han visto. Y bien podría ser, porque el libro comienza por el final de Hélène Roger-Viollet.

Con esta novela Angélica Morales continua con la buena idea de inspirarse en mujeres reales, importantes en su ámbito pero desconocidas para la mayoría de los lectores. Una mezcla de reivindicación, historia y ficción que antes, mucho antes, solo había encontrado y por casualidad en Carmen Posadas («La bella Otero»). Con esto no quiero decir que no haya más novelas así, sino que no las conozco quizá porque, en general, no hayan alcanzado la difusión y el reconocimiento que merece el nivel de Angélica. Un nivel elevado, y que quizá podría serlo aún más, porque se nota su debate entre hacer una novela accesible al común de los mortales y dejarse llevar por la lírica contundente y hasta a veces violenta que salta a la vista en otras de sus obras. En cualquier caso, ha conseguido un equilibrio harmonioso inclinado hacia lo primero, con un deje que la distingue para bien de los simples redactores eficientes de historias.

La novela comienza (nada descubro porque ya lo avisa la sinopsis) en 1985 con la muerte de Hélène Roger, ya octogenaria, a manos de su marido y socio, Jean Fisher. En el escenario del crimen aparece Isabel Santolaria, una policía francesa de ascendencia española (originaria de Hecho, en el pirineo oscense) que mantiene una relación un tanto obsesiva con un colega que se cree su propietario. Los hombres, además, la han marcado para mal también a través de la figura del padre, logrando así, que no haya hombre que pueda cruzarse con ella que no le resulte digno de toda duda y sospecha.

La acción primero oscila entre ese presente de 1985 y la juventud de Hélène Roger-Viollet allá por los años 20 del pasado siglo (conocer a Jean, aventurarse en el mundo de la imagen, retratar su temperamento atrevido y determinado…) para, más tarde, dar un salto de 34 años en la vida Isabel, que de ser una joven policía es ya una sesentona dedicada a lo que sabrá quien lea la novela, y que acaba relacionado con una retrospectiva que no sé si está detrás de la inspiración de la autora, que tuvo lugar en 2021. Aquí tenéis un artículo de La Vanguardia sobre ella y otro de agencia.

Ambas vidas, la de Hélène Roger-Viollet y la de Isabel, tienen en común la presencia de hombres violentos e intimidatorios, que no aceptan vivir en pie de igualdad con las mujeres por las que se interesan, y, también, que estas mujeres son capaces de rodearse de otras para salir adelante entre todas. En el caso de Hélène Roger-Viollet, pese a su feroz individualismo se apoya en la mujer que acaba siendo su sucesora y años después reintroduce a Isabel en la historia; y, en el caso de ésta, encuentra apoyo y consuelo en la asendereada vecina, también de origen español, y en las mujeres de su propia familia. Por cierto, cualquiera que siga a Angélica Morales en las redes o haya leído según qué entrevistas suyas, se preguntará si, a través de alguno de esos personajes no homenajea a alguna persona de su propia familia y de su entorno.

La secuencia de saltos temporales y entre historias, los saltos espaciales que permiten la profesión de la protagonista  (París, España, Argel, Cuba, Hecho…) y la dupla protagonista, así como la adecuada dimensión de los capítulos permiten una lectura ágil y el mantenimiento del interés. Esto último es importante destacarlo porque «Estás en mis ojos», aunque utiliza esta técnica tan frecuente, apuesta por la narrativa, por la literatura, por el placer de contar más que por intrigar al lector (exigencia siempre sospechada en las grandes editoriales, que viven de atrapar y enganchar porque están más preocupadas de lograr clientes que lectores). Aquí se adivina, o eso me parece a mí, que Angélica ha jugado con esa exigencia arrimando el ascua a su sardina, que es la sardina literaria: ha escrito una buena historia, no una historia con intriga artificial, aprovechando que las buenas historias se bastan y sobran, porque cualquier vida encierra suficiente inquietud sobre su propio futuro como para interesar a cualquiera si está bien contada. A fin de cuentas, por más normalicos que seamos, ¿hay historia que nos interese e intrigue más que qué va a ser de nosotros?

    A esto juega Angélica Morales: a escribir sobre emociones, que es la parte más importante de la vida. Pero consigue más, claro: nos explica la diferencia entre ser hombre y mujer, diferencia que está detrás del cambio social más grande jamás conocido, y, sobre todo, nos saca un poco de la ignorancia dándonos a conocer la historia real de una mujer que fue singular y que, precisamente por haberlo sido, ahora ya no lo sería tanto. Ese es su logro y el de todas como ella.

    Una novela de las que se recuerdan. Estás en mis ojos, «Estás en mis ojos».

    

miércoles, 16 de julio de 2025

Lectores y bibliófilos

 


    Leo un artículo de Umberto Eco que distingue entre lectores, que son quienes aman el contenido de los libros, y bibliófilos, que son quienes aman el libro como objeto, y que, en general, se sienten más atraídos por un libro cuanto más singular es.

    No dice, supongo que por falta de espacio, que así como es sencillo encontrar lectores que no sean bibliófilos, es difícil pensar en bibliófilos que no sean lectores.

    Probablemente esta última idea es la que está detrás de la reciente moda de decorar los cantos de los libros o, como en el caso de la última novela de La Vecina Rubia, publicar una edición luminiscente: la totalidad de los bibliófilos destinatarios ya frecuenta las librerías por ser lectores, y en los expositores estos ejemplares serán la rara avis que llamará su atención.

    No hay nada malo en editar libros que además de atraer a unos compradores por el contenido atraigan a otros por ser bibliófilos. Igual que no hay nada censurable en ser más o menos lector o más o menos bibliófilo. La costumbre de comer a diario es compatible con dar o no importancia a la presentación o significación del plato.

    En mi caso, soy un desastre de bibliófilo. O, mejor dicho, no soy bibliófilo, aunque sí alcanzo a tener algo más de media docena de ejemplares comprados por pura bibliofilia, libros dedicados por sus autores aparte. Menos que solo la puntita. La razón es que para mí la singularidad de un ejemplar concreto tiene que ver más con su significado (una primera edición, una edición conmemorativa, y de estos hay pocos y caros) que con su aspecto. Para que éste último me atraiga debe ser artístico, que no es lo mismo que adornado y aún menos que raro. Hace pocos meses estuve mil veces tentado de comprar la edición especial de «Olvidado Rey Gudú» que había publicado Destino, con los cantos pintados con motivos supuestamente relacionado por la historia. La fiebre se me pasó tan pronto como pude examinarlo en una librería. Aquello tenía más de industria que de arte. El arte cuida todo: la composición del papel, el tipo, tamaño y color de la letra, la encuadernación, la maquetación, las ilustraciones…  En una edición artística los cantos tintados son un colofón, pero en aquel caso me parecieron el principio y el final del «arte». Allí dejé el libro. No he vuelto a tener la tentación de comprarlo. Por fortuna, la decepción me hizo pensar que lo mucho que valoro esta historia se debe a la pobre edición que tengo en casa y que, al fin y al cabo, es la que leí y la que me permitió disfrutar de esta fabulosa obra de Ana María Matute. Esta edición, leída además en un momento especial para mí, forma parte de mi historia personal más que ninguna otra que pueda encontrar en cualquier librería, y esto me hace acabar con otra idea que Eco solo apuntaba en su artículo, pero que es la que a mí me ha hecho escribir este: es el lector el que puede dar significado a un ejemplar concreto de cualquier libro. 

    ¿Cómo? Añadiéndole, por la vía de los recuerdos que lo mismo surgen de su memoria, del visible manoseo de las páginas, de las dobleces del lomo o de notas y subrayados, su propia historia.


jueves, 10 de julio de 2025

El papel de víctima – Carlos Pérez Merinero

 



Vas a comer a un restaurante, quedas prendado de la desconocida beldad que papea junto a un hombre a quien cómo no va a detestar si estás tú allí, a pocos metros, y, encima, agraciándola con tu repentino amor. Un colosal flechazo sin duda correspondido. Que la mujer no haya reparado en tu presencia en este mundo es solo un pequeño detalle sin importancia. Lógicamente, ejem, en los días sucesivos emprendes el seguimiento obsesivo de la dama en busca de la ocasión para abordarla. Entonces, cuando ese mágico momento llegue, caerá rendida ante la exuberancia de tus encantos y, colorín, colorado, ese día habrás chingado.

Entre medio dejarás desatendido y chapuceado tu trabajo de guionista, pero qué se le va a hacer.

Ocurre, sin embargo, que hacer méritos ante una desconocida es bastante complicado, por no decir que es algo en las caprichosas manos de la diosa chiripa. La deidad, supongo que intrigada por las extrañas conexiones neuronales del protagonista, lo bendice con la posibilidad de hacerse pasar por asesino, y es así como el buen hombre logra estrechar su relación con alguien a quien no parecen molestar los asesinos. Según a quién asesinen, claro.

El problema viene después. Si alguien te hace caso porque eres panadero, es que quiere pan. Y si no sabes distinguir la harina del cemento vas a tener un problema, y probablemente lo sufran también los comensales.

Es lo que sucede en «El papel de víctima», quinta novela de Carlos Pérez Merinero (1950-2012), publicada en 1988. La cuarta que he leído.

No sé decir si esta es mejor o peor que las tres anteriores (en este enlace están todas las reseñas), pero sí que empecé a leerla con la esperanza de que fuera en todo similar. Sin embargo, la expectativa no se cumplió. ¿Cuál es la diferencia entre esta obra y las demás? El protagonista de «El papel de víctima» está tan chiflado como los del resto de novelas de Pérez Merinero, pero, a diferencia de ellos, no es tan bestiajo al hablar, con lo cual se pierde una notable fuente de humor, porque insultar y maldecir, cuando se hace de ello un arte, es un arte muy divertido. 

Eso sí, se lee fenomenal y el argumento es muy original, ingenioso, y con giros inesperados brillantes. 

        Sin ser lo mejor que he leído del autor le da mil vueltas, por su osadía, originalidad y dominio del lenguaje, a la mayoría de lo que se publica.


lunes, 7 de julio de 2025

Andar – Thomas Bernhard

 


No hace mucho leí por primera vez a este autor. «El malogrado» fue la obra. Así que estaba avisado de qué me esperaba. Y es bueno estarlo porque, si no, hasta que la lectura toma velocidad de crucero este libro podría parecer una tomadura de pelo cuando, en realidad, estamos ante una pequeña maravilla.

Thomas Bernard escribe y reescribe una y otra vez las mismas expresiones o variantes, dando mil veces los mismos datos, como quien mira el punto fijo de un agitado caudal que, pese a su movimiento, siempre parece el mismo. Además, el narrador habla por boca de un tercero que en ocasiones habla por boca de un cuarto, lo cual permite caprichos estilísticos que enlazan con la reiteración de expresiones. Como decía al reseñar «El malogrado», esta forma de escribir tiene más que ver con la obsesión que con la complejidad, aunque las vueltas y vueltas parecen embarullarlo todo, lo cual, sin embargo, es una sensación engañosa: basta con cogerle el tranquillo para no perder ripio.

Ese modo de escribir, de cien pasos adelante y noventa y nueve atrás, obliga a un avance lento, pero que también es avasallador. Bernhard avanza con lentitud, pero con contundencia. Como una apisonadora. Cuando deja algo atrás es porque ya lo ha exprimido. No ha dejado ni las raspas. De ahí la maravilla: parece que no avanza y, al final, ha contado lo que ha querido con enorme profundidad.

El innominado narrador de «Andar» se va a andar con su amigo Oehler, que antes caminaba los lunes con Karrer, quien ya no puede ir a pasear con él por estar encerrado en un manicomio, el Steinhof, tras detonar su chifladura con ocasión de la compra de unos pantalones en una determinada tienda. Oehler paseaba con él, presenció los hechos y todo ello da lugar a un amasijo de recuerdos y consideraciones sobre Karrer, los psiquiatras, la vida y la muerte. Como en narrador nos cuenta lo que hablaba en los paseos con Oehler que evocaban aquellos otros paseos de Oehler con Karrer, de ahí el título. Y también, supongo, porque las conversaciones entre los paseantes trasladadas al lector llevan a algún sitio.

El narrador expresa los pensamientos y palabras de Oehler, que a su vez a veces expresa los de Karrer e incluso este los del psiquiatra, si no recuerdo mal, en una especie de juego de matrioshkas en la que cuesta saber quién está hablando (y, por tanto, desde qué punto de vista) hasta que, una vez tras otra las frases terminan con un «dice Oehler» o un «Dice Karrer, dice Oehler» y quizá alguna explicación aún más compleja, como «dice el psiquitra, dice Karrer, dice Oeheler» y el narrador le dice al lector.

El resumen del argumento es el siguiente: un tipo no muy cuerdo pasea con un amigo, un día se desata la locura y retorna al psiquiátrico donde ya estuvo, y reflexionar obsesivamente sobre esto, sus causas y consecuencias le permite a Thomas Bernhard alumbrar una historia magistral sobre la vida que parece a un mismo tiempo locura y dechado de sensatez. No digo más. Quien se atreva a etiquetarla, que lo haga, pero algo me dice que toda clasificación será cuestionable.

Gran historia, corta, escrita con prodigiosa habilidad, y cuya lectura requiere mucha atención. No es una novela que llegue al lector, sino que debe ser él quien se meta en ella. Es decir, no es apta para pasar cualquier rato, pero sí excelente para buscar uno bueno y dedicárselo.


jueves, 3 de julio de 2025

El verano de Cervantes – Antonio Muñoz Molina

 


Para quienes hemos leído un canasto de veces el Quijote y lo admiramos como a un prodigio, este libro es una delicia. Lo es no solo por lo que trata, sino por cómo lo hace, con el talento, la mesura, el sentido común y la lucidez de uno de los mejores escritores españoles vivos: Antonio Muñoz Molina.

El libro es una secuencia de ciento y pico reflexiones de dos, tres, cuatro páginas cada una. Muchas, acerca del Quijote en sí; otras, sobre los recuerdos que inspira; sobre su influencia en otras grandes obras de la literatura o en célebres escritores; reflexiones sobre la condición humana; y, también y muy abundantes, sobre la vida de Miguel de Cervantes, pues no hay autor que no deje un profundo rastro de sí mismo en lo que escribe.

No hace falta explicar de qué trata el Quijote a quien lo ha leído, pero sí recordar que Cervantes no conoció el prestigio ni el dinero ni siquiera tras el éxito de la primera parte del Quijote; que, casi con toda certeza, vivió el ostracismo literario como una injusticia, o quizá como una humillación; y que, además, estaba convencido de que su gran obra no iba a ser el Quijote, sino Los trabajos de Persiles y Sigismunda. También hay que recordar que Cervantes publicó La Galatea, con pena y sin gloria, con 38 años. Un mal libro. No volvió a publicar una línea de novela, aunque sí a fracasar en el teatro (que era lo que daba dinero), hasta los 57, cuando apareció la primera parte del Quijote. La segunda la publicó a los 67. Entre medio, aprovechando el tirón del Quijote, en 1612 pudo publicar de golpe las Novelas Ejemplares, escritas a lo largo de 22 años, y El viaje al Parnaso en 1614, con la que tampoco alcanzó el prestigio que entonces solo la poesía daba. De hecho la novela era, para disgusto de Cervantes, que siempre aspiró a ser alguien en las letras, la menor y menos considerada de las artes literarias. E, insisto, el Quijote lo publicó con 57 y 67. Edades tan avanzadas para la época que es complicado creer que en algún momento Cervantes pudiera mirar su futuro literario con más optimismo que desazón y frustración al recordar su pasado.

Antonio Muñoz Molina, por haber nacido en Úbeda en enero de 1956 pertenece la última generación rural cuya infancia transcurrió en un mundo que todavía era casi como el de Cervantes: pueden recordar los sonidos de las caballerías, de los carros al marchar antes de amanecer, de los pájaros, de los vecinos hablando, llamándose a gritos o llevando cubos… Los sonidos de los pueblos, las costumbres en un mundo sin apenas medios de comunicación, los olores de los útiles de esparto, del cuero de las albardas, a humo, a leña, a hortalizas recién cortadas; las tosquedad de herramientas, la conciencia de la diferencia entre labrador (propietario) y campesino… La mecanización aún no había llegado y la luz eléctrica era la gran diferencia. Muy pocos años después todo eso se perdió para siempre. Los hijos de esa generación son incapaces de poner nombre al sinfín de útiles que sus abuelos nombrarían uno por uno sin dudar, nos recuerda el autor. Es así, a través de esta especie de última ocasión, como un escritor de la talla de Muñoz Molina habla de cuanto rodea al Quijote desde una experiencia similar a la de Cervantes; cierto que lejana, pero con la nitidez de los recuerdos de la infancia.

El Quijote transcurre en verano. La primera parte, la de 1605, de forma indudable. Y también la segunda, tan distinta, la de 1615, aunque en ella los tiempos no cuadren, pero para remediarlo está la ficción. Al autor se refiere a ellas como «El ingenioso hidalgo» y «El ingenioso caballero», que ya saben los lectores que entre una y otra don Quijote ascendió de rango por el mismo encantamiento por el que se había ganado el don.

El análisis que hace Muñoz Molina es a un tiempo ordenado y caótico. Ordenado, porque son muchas las cosas que cuenta sin dar la impresión de ir y venir desorientado, y porque sigue, más o menos, el orden «cronológico» de las peripecias del caballero partiendo de la idea de comparar sus veranos infantiles en los que descubrió a don Quijote con el verano manchego en el que el pobre hidalgo chiflado emprendió sus aventuras. Nítido es también el análisis separado de las dos novelas, pues el Quijote son dos novelas, no una, y brillantes las conclusiones que saca de todos los pequeños detalles. Antonio Muñoz Molina observa donde la mayoría no ve nada. Identifica circunstancias históricas, significados sociales y personales, el papel, significación y peculiar caracterización de muchos de los infinitos personajes del Quijote, lo mismo respecto a los escenarios y al modo de mostrar sin palabras; también estudia las actitudes de Cervantes ante su mundo y, sobre todo, ante la literatura y, más en concreto, ante la creación literaria, porque si algo es el Quijote es un festival de creatividad tanto por comparación con lo escrito hasta entonces como por la riqueza de situaciones y formas de narrar, tan bien y tan brillantemente ejecutadas que muchas pasan desapercibidas a ojos menos entrenados que los de Muñoz Molina, aunque no llegue a hacerlo la improvisación. Además, como buen escritor, desemascara a Cervantes, intuyendo su vida y pensamiento a cada momento.

Como he dicho, el libro también tiene un punto caótico, como el propio Quijote, aunque, como sucede en él, el caos alimenta el caudaloso fluir del discurso. La alternancia de todo lo que he comentado hasta ahora parece caprichosa, aunque siempre se adivina un rumbo, y de igual manera que se mezclan cosas llega un punto en que los recuerdos del niño que leía el Quijote en el verano de Úbeda se transforman en el relato del escritor de sesenta y tantos años que, acompañado de su esposa, visitó poco tiempo antes de publicar «El verano de Cervantes» Puerto Lápice, la cueva de Montesinos y el Toboso. Sobre los tres lugares se explaya. En el caso de Puerto Lápice son consideraciones históricas que relacionan el lugar con la vida y época de Cervantes, en el de la cueva habla de las conexiones entre realidad y fantasía y en de El Toboso se maravilla de la realidad en que se ha transformado la ficción. Yo he estado un par de veces en Puerto Lápice, la última en 2019, siempre de paso porque en el siglo XXI sigue siendo tan lugar de paso como cuatro siglos atrás, y estuve en El Toboso en junio de 2023 (una especie de verano de Cervantes para mí). Muñoz Molina estuvo en El Toboso en septiembre no sé si de 2023 o de 2024. Ambos hicimos un recorrido similar y nos fijamos en las mismas cosas, como podréis comprobar si leéis este libro y lo comparáis con mis fotos. Posiblemente hasta comimos en el mismo restaurante baratísimo y demencialmente grande. Me apena que encontrara cerrado el Museo Cervantino, que admite desconocer, y el que el existen infinidad de ejemplares del Quijote, en multitud de idiomas, dedicados por personalidades internacionales del siglo XX. Seguro que de varias dedicatorias hubiera sacado un jugo sabroso. En cualquier caso, un paseo por El Toboso es el paseo por una realidad que nunca existió más que en la ficción, pero una ficción de tal fuerza que ha transformado la realidad.

A continuación os dejo algunas fotos de esos viajes, de rincones por los que pasé y Muñoz Molina cita en esta obra, «El verano de Cervantes», y termino esta reseña con una confidencia que os hará conscientes de por qué he disfrutado tanto de esta lectura: aparte de que los capítulos de «La terrible historia de los vibradores asesinos» y de «La sota de bastos jugando al béisbol» tienen títulos inspirados en los del Quijote (y ojalá que igual de divertidos), la segunda de estas novelas termina, (ojo, ¿eh, ¡pensad en lo importante que para cualquier autor es el final de una obra!) con Ajonio Trepileto, escandalizado, clamando, sin él saberlo, la más famosa y discutida frase que don Quijote pronunció en El Toboso.

Si como yo estáis rendidos al bueno de don Quijote, leed «El verano de Cervantes» y disfrutad.






Puerto Lápice. Lugares visitados por Antonio Muñoz Molina y mencionados en el libro. Fotos propias (pulsar para ampliar). 








El Toboso. Lugares visitados por Antonio Muñoz Molina y mencionados en el libro, salvo las dos primeras fotos, que son de Mota del CuervoFotos propias (pulsar para ampliar). 

Mota del Cuervo.
A once kilómetros hacia el oeste en línea recta se divisa El Toboso,
que por carretera está a unos catorce kilómetros.

Mota del Cuervo












Índices de mis dos primeras novelas (pulsar para ampliar). 















lunes, 30 de junio de 2025

Los buenos hijos – Rosa Ribas

 



Muy buena y sólida es esta segunda entrega (2021) de la agencia familiar de detectives de Mateo Hernández, situada en el barrio de Sant Andreu, en Barcelona, en una vieja casa colonial donde también viven buena parte de los personajes. Aunque, eso sí, recomiendo haber leído antes la primera, que reseñé el año pasado: «Un asunto demasiado familiar» (2019).

La recomendación trae por causa que las complejas relaciones entre los Hernández son una continuación de aquella novela. No descubro nada si digo que la madre sigue con sus problemas psiquiátricos y que el padre, Mateo, continua ejerciendo de jefe y no de socio de sus hijos, y que las relaciones con ellos tienen todo que ver con lo que sucedió en la novela anterior y, sobre todo, con por qué sucedió. En «Un asunto demasiado familiar» la hija mayor, Nora, había desaparecido, al parecer voluntariamente, y al final el lector conoció las razones (que no voy a decir aquí para no reventar nada a nadie). En «Los buenos hijos» todos los lectores las conocen ya (y a quien no, se le recuerdan) pero la mayor parte de los personajes siguen ignorándolas. Esta es una de las patas sobre las que se apoya la novela.

Otra viene dada por los casos que llegan a la agencia. Varios y de diferentes tipos, que alcanzan a despertar un fuerte interés, lo cual da ocasión para que cada cual ejerza sus habilidades, incluso las inconfesables. Las sospechas sobre estas últimas tampoco mejoran el clima familiar.

El bípedo anda solito hasta que ambas patas se enredan, cuando los casos y el modo en que los abordan los personajes, cada uno con su personalidad, acaban por tener consecuencias en las relaciones entre ellos y en la suerte de cada uno, con morrocotuda sorpresa incluida que de pronto pone todo patas arriba y abre la vía a una acción mucho más contundente y emocional, frente a la racionalidad previa. La cosa termina como sabrá quien lea la novela.

Me permito apuntar que la reacción a esa sorpresa genera una tensión emocional enorme al llevar al límite la pugna entre la individualidad de cada uno, siempre rupturista, y el espíritu del clan, siempre aglutinador. Una tensión que ya desde la primera novela servía para enmarcar emocionalmente la trama.

Lo que de «malo» tiene la novela es en realidad muy bueno: resulta complicado empatizar con ninguno de los personajes porque, muy a su pesar, todos tienen más sombras que luces. No tanto porque sean gente malvada, que no lo son aunque sí tengan los escrúpulos un tanto desordenados, sino porque son presas de sus limitaciones, miedos, complejos y obsesiones. El padre tiene un pasado lejano y oculto, como su fiel ayudante Ayala, y mantiene a sus hijos como segundones en la agencia; la madre está como una regadera según el día, y su sola presencia es inquietante; además, ninguno de los dos es demasiado afectuoso con nadie. La tía tiene un algo de estorbo; y en cuanto a los tres hermanos, ninguno está a gusto con su vida: Nora está reubicando su existencia y su obsesionada cabeza; Amalia anda en una delicada posición pues si no defrauda a su hermana lo hará a sus padres y además no sabe qué debe hacer para ser fiel a sí misma; y Marc anda presa de sus complejos, vicios y circunstancias no demasiado risueñas. Para colmo, seamos sinceros, no les sucede nada alentador.

La consecuencia es que el ambiente no es muy agradable y sí estresante y deprimente. Esto, que quizá a algunos lectores no les guste por lo que tiene de desasosegante, es, en cambio, un gran mérito. La historia es lo que es, y debe ser áspera para no ser otra. Una historia, volviendo al principio, sólida y solvente, escrita con claridad, orden y lucidez.

No creo que tarde mucho en leer la tercera entrega: «Nuestros muertos» (2023).


jueves, 26 de junio de 2025

Ese imbécil va a escribir una novela – Juan José Millás

 



Cuantos hemos publicado una novela nos hemos podido sentir aludidos por el título, porque todos nos hemos cruzado con quien no soporta que nos vaya bien o duda de nuestra mucha o poca valía. Alguien capaz de pensar, al mirarnos: «¡Ese imbécil va a escribir una novela!». El juicio que nuestra futura obra le merece está implícito: será una mayúscula calamidad, siempre por debajo del nivel que realmente alcance. El mundo está lleno de resentidos, envidiosos, acomplejados y mezquinos. Son tan inevitable como la vanidad del escritor (nadie cree haber escrito un bodrio), aunque ignorables. Pero, además, hasta el más concienzudo autor puede sentirse identificado con la frasecita porque el sector editorial exige esfuerzos agónicos para llevar solo un paso más allá de la nada el resultado del enorme trabajo de escribir.

Millás usa la expresión en los dos sentidos. El imbécil que va a escribir un libro es alguien que no le acaba de convencer y que pretende rivalizar con él; pero, por esas cosas de Millás, el otro acaba siendo él, también él, y, por tanto, la novela va a ser un desastre ajeno y a la vez propio. Algo difícil de explicar y de presentar en sociedad. O no. O sí. O a saber.

«Este imbécil va a escribir una novela» va de menos a más. Un ya viejo escritor, y subrayo el adjetivo, recibe la encomienda de redactar un reportaje para el periódico donde colabora, y decide que será el último. El amor propio le hace querer despedirse con el mejor reportaje posible. Algo interesante, significativo, profundo. El escritor, trasunto del autor hasta el punto de llamarse igual y compartir obras y experiencias vitales, emprende la concreción de la encomienda a su manera. Esto es, sin buscar pero sin renunciar a encontrar.

Así rememora, más o menos, cierto recorrido vital desde la infancia y la adolescencia hasta la vejez, centrándose en esos dos extremos y dejando menos chicha en la madurez. Millás es un viejo que sabe que lo es, pero no lo entiende; es un viejo que ni tan solo comprende lo que es serlo. Por eso habla de todo ello como para convencerse, enterarse o asumirlo. O para todo. De ahí que enlace sus obsesiones e incredulidades de «adulto mayor» con las rarezas de la infancia y la juventud, para saber cómo ha podido dar el salto desde niño a abuelo; y así es como trae a las páginas los recuerdos confusos con un pie en la memoria y otro en la fantasía o los sueños. Por eso, igual que le brotan cabezas como a otros les sale un chichón puede surgirle un padre ficticio, y este originar un hermano ficticio, y vaya usted a saber quién más puede llegar a continuación. Bien mirado, si todo eso es o no es o hasta qué punto es quizá revele más del propio Millás que de toda esa parentela que quizá no existe. O que existe, pero sin ser lo que Millás cree que es. Y si esto es así Millás no es Millás, o su parentela sí lo es, o…

Los desdoblamientos de personalidad de Millás tienen aquí uno de sus mejores exponentes. Las brillantes conversaciones con la psiquiatra hacen luz sobre ellas.

Pero el caso es que, entre obsesiones, neuras, extravagancias y la tentación, conforme pasan los años, de volver al pasado para «cerrar círculos», aclarar cuestiones, despejar dudas, averiguar qué o conocer por qué, se va formando una historia, un argumento en el cual el lector se ve envuelto sin darse cuenta. Entonces surge el deseo de saber qué ha sucedido, empezando por saber qué está en la realidad y qué en la figuración.

Una gran novela para todos los asiduos a Millás, y, para quienes no lo son, un modo de conocerlo tirándose a la piscina.


lunes, 23 de junio de 2025

Vicisitudes – Luis Mateo Díez

 



Las vicisitudes que me llevaron a leer Vicisitudes no fueron las más alegres, pero sí insoslayables. Por suerte fue una lectura muy adecuada para el momento. Vicisitudes hizo más llevaderas mis vicisitudes. Y, probablemente, su «unitaria dispersión» tenga algo que ver, porque en aquel momento me resultaba más sencillo concentrarme durante varios pequeños intervalos que mantener mucho tiempo la atención precisa para saborear bien una larga historia.

Vicisitudes es una obra peculiar. Demasiado diferentes sus partes para ser una novela al uso. Demasiado similares para ser un conjunto de relatos. Sus quinientas no sé cuántas páginas se dividen en 85 capítulos de parecida extensión, todos independientes pues no comparten personajes ni historia, pero sí imaginarias localidades, temas y tono, con lo que Luis Mateo Díez consigue dar una extraña impresión de unidad sustentada en una especie de halo mágico: el cielo que toda esa tropa comparte, el dios que nos lo cuenta y un destino común hacía un lento e inevitable hastío vital.

Halo mágico, he dicho, pero mágico no es risueño. Si bien los personajes cambian a cada momento hay temas recurrentes, y ninguno alegre. Soledad, desarraigo, vejez, desvaríos, enfermedades mentales, muerte… Nada contado con dramatismo, y sí con una naturalidad que, por contraste con lo narrado, resulta engañosamente desenfadada. Aunque, a su vez, el desenfado lo desmiente lo elaborado de la prosa, como en un constante juego de opuestos. Al final, ese complejo equilibro en el que el lector, por un motivo u otro, nunca acaba de contagiarse del desaliento o tristeza de la historia que tiene delante sin que tampoco encuentre motivos para alegrarse, ese deambular por historias grises nunca condimentado con ilusiones accesibles, producen una intensa sensación de desolación solo paliada por el aura de irrealidad del universo que el autor ofrece y por la bocanada de aire fresco que el lector se permite al fin de cada capítulo.

Si añadimos que está muy bien escrito, con un dominio del lenguaje y la construcción apabullante, el resultado es un libro buenísimo.

Y perturbador.


miércoles, 18 de junio de 2025

Memoria de chica – Annie Ernaux

 



    Aún hoy, dos años y medio después de recibir el Nobel de Literatura, el artículo que Wikipedia dedica en España a Annie Ernaux  sigue siendo entre doce y quince veces más corto que los falsamente rigurosos que algunos escribientes por completo desconocidos han llegado a dedicarse a sí mismos bajo identidades ridículas, prestadas o usurpadas. Y eso que el artículo de Ernaux es hoy sustancialmente más extenso que el existente el día que la Academia sueca la premió.

    Lo digo porque como en su momento lo usé de vara de medir respecto a varios artículos «sospechoso» de ese proyecto al que la inteligencia artificial pronto apiolará, ahora, siempre que oigo el nombre de Annie Ernaux me viene la anécdota a la cabeza. Pero lo digo no para hacer patente ¿injusticia? alguna ni para avisar de la torpe existencia de pobres diablos jugando a la confusión de parecer alguien, sino porque para saber de Annie Arnaux no es preciso husmear articulicos cuyo rigor puede ser lo que comer mofeta cruda a la gastronomía, sino leer su obra. Y de los tres libros suyos que llevo leídos este es el más claro para iluminar una parte de su personalidad y de su vida. Quizá la nitidez se deba a la perspectiva, ya que fue publicado en 2022, cuarenta y ocho años después de debutar, en 1974, con Los armarios vacíos. Se ve que doña Annie, con el tiempo, ve mejor de lejos.

    En Memoria de chica la autora, de 82 años en 2022, echa un vistazo a la joven que fue en el verano de 1958, cuando, a punto de cumplir 18, pasó unos meses como monitora en un campamento.

    La Ernaux escritora, que habla de sí misma en primera persona, se refiere a su desorientado recuerdo en tercera, como si aquella chica fuera otra persona distinta. Y lo es, claro. Y no lo es, por supuesto.

    Para que esta reseña aporte algo al libro publicado por Cabaret Voltaire, cuento que el 10 de junio de 1940 la localidad normanda de Yvetot fue arrasada por el 25º regimiento Panzer del ejército nazi, comandado por Rommel, que luego, con el resto de la 12º División Panzer, se haría célebre en África. Todo el centro de la localidad fue incendiado. En algunos sitios se habla de 1 000 víctimas en una población de pocos miles de habitantes (no he podido averiguar cuántos eran en 1940, pero en 1962 no llegaban a los  8 000). Annie Ernaux nació en Yvetot el 1 de septiembre de 1940. Imaginad en qué entorno. Justo cuatro años después, el 1 de septiembre de 1944, Yvetot fue liberado.

    En ese desgraciado contexto creció Annie Ernaux, hija de unos tenderos de ultramarinos de los que, por su escasa cultura y baja posición social, llegaría a avergonzarse, si hay que hacer caso a lo que cuenta en este libro. Si esta injusta vergüenza que se da a ciertas edades puede ser por la necesidad de los hijos de reafirmarse, o por la impotencia de verse dependientes de ellos en un pueblecito destrozado y sin futuro comparable al de otros lugares más afortunados, o por saberse a merced de una escasez de recursos que hace peligrar hasta el desarrollo de su propia inteligencia, de sus capacidades y posibilidades (¡Qué triste intuir que tienes la cabeza bien amueblada pero que confirmarlo dependa de que alguien decida dar becas accesibles! ¡Qué sensación de vulnerabilidad!), que lo juzgue el lector. El caso es que la joven de 1958 no tenía motivos para pensar que se iba a comer el mundo, aunque sí ganas de mordisquearlo para averiguar su sabor.

    A la Annie del siglo XXI le da por reconstruir casi minuto a minuto aquel verano en el que la Annie de 1958 llegó a un campamento para ser monitoria, pero buscando, en realidad, el descubrimiento del sexo y el amor, que de algún modo, en su nula experiencia de muchacha aislada y sobreprotegida, entendía unidos.

    Pero lo que en realidad encontró es que el hombre que primero «le hizo caso», por decirlo suavemente, lo que consideraba unido era el sexo y el poder. Si el sexo era para ella una forma de integrarse, para él era el modo de encabezar la manada, lo cual, a su vez, tiene que ver con la diferente posición social de hombres y mujeres. Aún estamos en la época en que lo que encumbra y hacer llamar a un hombre «seductor» o «don Juan», hunde y hace llamar «puta» y «cualquiera» a una mujer. Darse cuenta y asimilarlo fue un proceso doloroso, y el choque con su ingenuidad de tal magnitud que, para colmo, hizo de ella un hazmerreír entre el resto de monitores, situación que no mejoró las comparaciones físicas con alguna rival despampanante.

    En resumen, vas a salir del cascarón, a emanciparte emocionalmente, y te topas con el engaño, la burla, el ridículo, el acoso, la humillación… Abrir la puerta de casa para salir y llevarte un mayúsculo bofetón antes de haber llegado a pisar el felpudo.

    De eso trata este libro: de soledad, desorientación, aturdimiento, tristeza, rabia, incomprensión, sufrimiento… Y también de superación. Pero no una superación heroica, sino la común y corriente de quien solo es capaz de avanzar, sin destino, para escapar de un agujero; y es así como, avanzando sin rumbo, uno acaba no sabe muy bien dónde y en algún momento ha de detenerse y replantearse las cosas.

    Esto también lo cuenta Memoria de chica

    Como también cuenta la historia de la Annie que, más tarde, regresa a aquella zona y hasta duda de si regresar a aquellas personas que la humillaron para darse cuenta de que el presente nada tiene que ver con el pasado y, lo que es a un tiempo tranquilizador y perturbador, nadie se acuerda más que de sí mismo, porque, ¿quién no ha vivido experiencias intensas que no dejaron ni la más mínima memoria en quienes le acompañaron? Cuando lo advierte años después resulta entre pasmoso y humillante. Pero nos ocurre a todos.

    En cualquier caso, ni Annie Ernaux se encontró a sí misma en aquel verano ni posteriormente, cuando volvió a esos lugares; ni más tarde, cuando, ya octogenaria, quiso echar un vistazo a las personas de entonces. No se ha encontrado aún. Annie Ernaux se sigue buscando a sí misma, o no hubiera escrito Memoria de chica

    Y esto es una suerte, porque solo así seguirá escribiendo libros tan interesantes. No como las celebridades que ya solo piensan en hacer caja.

    Obra clara, de gran calidad por cómo está escrita, con precisión para dar con la nota adecuada y el hecho significativo. Y por lo que cuenta, que, más o menos, así o asá, de un modo u otro, es la historia de todos. 


jueves, 12 de junio de 2025

Cómo viajar con un salmón – Umberto Eco

 



Más de once mil personas vieron el tuit, ilustrado con una foto parecida a la de esta reseña, en el que dije pasarlo en grande rodeándome de gente mucho más inteligente y culta que yo. 

Que fue Umberto Eco y no la tortilla el reclamo lo supongo por la menor audiencia de otras fotos de libros entortillados, aunque sospecho que su unión con la pitanza aún lo hace más atrayente.

Y es que cuando una lumbrera como Umberto Eco te habla, con su inteligentísimo sentido del humor, a través de las páginas de Cómo viajar con un salmón, lo que te cuenta son un montón de opiniones lúcidas y anécdotas divertidas que te permiten reflexionar con agudeza sobre infinidad de aspectos de la vida cotidiana, particular y comunitaria, en este extraño momento de tránsito entre revoluciones tecnológicas que han puesto patas arriba y desorientado al común de los mortales, que ni sabemos dónde estamos ni dónde vamos y por eso nos aferramos (amablemente animados por quienes tienen algo que ganar) a cuanto nos haga conscientes de nuestra propia existencia, sea el consumo constante o la permanente búsqueda cualquier ínfima notoriedad.

    Estas conversaciones en las que el lector se limita a escuchar son en realidad artículos periodísticos publicados entre mediados de los años 80 y 2015. Tienen la agilidad de lo verbal, son breves y producen el efecto de estar en una conversación entre amigos en la que se va saltando de un asunto a otro. Por eso, son tan adecuados como compañeros de desayunos solitarios. Algunos artículos parecen obsoletos al hacer referencia a avances informáticos revolucionarios y ya superados, pero aun en esos casos llama la atención la inteligencia de Eco para percibir las corrientes de fondo que desde aquellas novedades nos han arrastrado a las actuales servidumbres. Como profeta (ved también a este respecto los dos ensayos que he reseñado en este blog: Contra el fascismo y Migración e intolerancia), Eco merece más que un buen reconocimiento.

    El hilo conductor de Cómo viajar con un salmón lo forman las vivencias de la modernidad y cierta postura vital ante ellas que, aun siendo amable y comprensiva con la incoherencia provocada por la vanidad, la pereza, la incompetencia y el resto de vicios, no renuncia a criticarla utilizando el humor.

    Del conjunto de estas lecturas uno llega a extraer lecciones a las que Eco jamás alude de modo expreso, y que surgen de lo que sí muestra: su actitud ante la vida. Las más relevantes son la importancia de tener claro lo que uno quiere hacer con sus días, la necesidad de trabajárselo y la capacidad de disfrutar del proceso sabiendo que el fruto es una consecuencia lógica de hacer las cosas bien, aunque a veces circunstancial, pero no un objetivo; y, por último, que lograr hacer todo esto justifica la satisfacción, pero no la vanidad. El fallo en cualquiera de esas patas desemboca en la desorientación o la frustración.

    Tan bien me lo he pasado conversando con Umberto que el día en que terminé este libro me compré otro similar, «De la estupidez a la locura». Siendo bastante más largo, auguro unas cuantas docenas de cafés en la mejor compañía.


lunes, 9 de junio de 2025

El cochecito - Rafael Azcona

 


El protagonista de El cochecito es un jubilado invisible y casi inaudible para su familia, incluyendo el hijo que de él ha heredado la procuraduría que solo da para vivir sin ningún lujo en el Madrid de comienzos de la segunda mitad del siglo XX.

Don Anselmo, que así se llama el hombre, no tiene demasiadas cosas que hacer, además de apartarse para no estorbar. Para colmo, uno de sus amigos, parapléjico, se compra una silla de ruedas motorizada. Un cochecito.

    El artilugio permite a su dueño y a otros tantos amigos en su situación ir y venir con total libertad a lugares inalcanzables para quien, aun fresco como una lechuga, solo puede desplazarse o a pie o en autobús. Que el limitado sea precisamente quien tiene buena salud es un primer contraste notable con las ideas preconcebidas de todo lector; que además los parapléjicos correteen por las carreteras en plan suicida para celebrar su ampliada libertad, también. Pero el caso es que en ese contexto don Anselmo es el bicho raro, el que no puede desplazarse, el que llega solo, tarde y mal en transporte público o a pie. Y cuando alcanza el destino la fiesta siempre ha terminado y vuelve a quedarse solo para regresar. Queda así marginado, aislado… Y más aburrido que una ostra.

    Y el aburrimiento es un peligro inmenso. Uno de los peores a que ha de hacer frente la Humanidad, porque la ociosidad alumbra bastantes disparates. El que se le ocurre a don Anselmo es comprarse un cochecito. Es decir, convertirse, fuera de casa, en un parapléjico de facto. Solo así podrá seguir el ritmo de sus amigos y compartir actividades y parrandas. El problema es que ni tiene dinero para comprar el bólido ni la excusa de la salud para pedirle la pasta a su hijo.

Así que lo que hace el hombre es tantear el terreno, lo cual introduce en la novela a un vendedor de esos artilugios, un tipo dispuesto a engatusar a los peces para venderles un paraguas, una caricatura del charlatán. El problema es que, a través, de él, don Anselmo, sin darse cuenta, da un paso más allá hacia la consumación su extravagante idea, un paso que lo conduce a los pies de la tentación.

Y resistir la tentación cuando la tienes a todas horas delante… 

Quien lea El cochechito comprobará la habilidad de Rafael Azcona para, con muy poco, crear una historia redonda a un tiempo divertida y tierna; y tan estrafalaria que mueve a la piedad hacia los personajes.

Tan estrafalaria, en realidad, como las otras dos que integran este volumen titulado, precisamente, Estrafalario. Ambas están también reseñadas en este blog: El pisito, que he leído dos veces (y probablemente leeré tres) y reseñé hace ya años y Los muertos no se tocan, nene, que publiqué hace pocas semanas.