Leo un artículo de Umberto Eco que distingue entre lectores, que son quienes aman el contenido de los libros, y bibliófilos, que son quienes aman el libro como objeto, y que, en general, se sienten más atraídos por un libro cuanto más singular es.
No dice, supongo que por falta de espacio, que así como es sencillo encontrar lectores que no sean bibliófilos, es difícil pensar en bibliófilos que no sean lectores.
Probablemente esta última idea es la que está detrás de la reciente moda de decorar los cantos de los libros o, como en el caso de la última novela de La Vecina Rubia, publicar una edición luminiscente: la totalidad de los bibliófilos destinatarios ya frecuenta las librerías por ser lectores, y en los expositores estos ejemplares serán la rara avis que llamará su atención.
No hay nada malo en editar libros que además de atraer a unos compradores por el contenido atraigan a otros por ser bibliófilos. Igual que no hay nada censurable en ser más o menos lector o más o menos bibliófilo. La costumbre de comer a diario es compatible con dar o no importancia a la presentación o significación del plato.
En mi caso, soy un desastre de bibliófilo. O, mejor dicho, no soy bibliófilo, aunque sí alcanzo a tener algo más de media docena de ejemplares comprados por pura bibliofilia, libros dedicados por sus autores aparte. Menos que solo la puntita. La razón es que para mí la singularidad de un ejemplar concreto tiene que ver más con su significado (una primera edición, una edición conmemorativa, y de estos hay pocos y caros) que con su aspecto. Para que éste último me atraiga debe ser artístico, que no es lo mismo que adornado y aún menos que raro. Hace pocos meses estuve mil veces tentado de comprar la edición especial de «Olvidado Rey Gudú» que había publicado Destino, con los cantos pintados con motivos supuestamente relacionado por la historia. La fiebre se me pasó tan pronto como pude examinarlo en una librería. Aquello tenía más de industria que de arte. El arte cuida todo: la composición del papel, el tipo, tamaño y color de la letra, la encuadernación, la maquetación, las ilustraciones… En una edición artística los cantos tintados son un colofón, pero en aquel caso me parecieron el principio y el final del «arte». Allí dejé el libro. No he vuelto a tener la tentación de comprarlo. Por fortuna, la decepción me hizo pensar que lo mucho que valoro esta historia se debe a la pobre edición que tengo en casa y que, al fin y al cabo, es la que leí y la que me permitió disfrutar de esta fabulosa obra de Ana María Matute. Esta edición, leída además en un momento especial para mí, forma parte de mi historia personal más que ninguna otra que pueda encontrar en cualquier librería, y esto me hace acabar con otra idea que Eco solo apuntaba en su artículo, pero que es la que a mí me ha hecho escribir este: es el lector el que puede dar significado a un ejemplar concreto de cualquier libro.
¿Cómo? Añadiéndole, por la vía de los recuerdos que lo mismo surgen de su memoria, del visible manoseo de las páginas, de las dobleces del lomo o de notas y subrayados, su propia historia.
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