(Trilogía
negra de Pekín, 2)
El ojo de jade, primera novela
de la trilogía, no me gustó demasiado, pero tuve la sensación de que la lectura
había sido víctima colateral de la pandemia del covid-19, porque es la novela
que estaba leyendo cuando comenzó el confinamiento en marzo de 2020. Que el
virus y la novela vinieran a la vez y de China igual no era la asociación de ideas
más estimulante en unos días en que mi mente no estaba precisamente en la
literatura, sino, como la de todo el mundo, en los problemas personales y
profesionales que la situación imponía.
Mariposas para los muertos la he
leído casi un año después, quince día arriba o abajo, y me ha servido para
saber que la sensación de que la primera novela había sido víctima de las circunstancias
era errónea: aquella primera novela no me gustó por las mismas razones por las
que la segunda tampoco me ha chiflado: una acción algo
entrecortada, con idas y venidas y encajes de piezas demasiado fáciles,
demasiado sencillos, como si para encontrar una aguja en un pajar bastara
pasear unos minutos entre la paja y enseguida la aguja saliera ella solita a
saludarte. Eso, respecto a la trama. Respecto a los personajes, casi todos grises,
planos y más de uno estereotipado. Y respecto al entorno, que quizá podría ser
lo más atractivo, el Pekín de hace un par de décadas tampoco es que aparezca
muy definido, más allá de la constante mención a la ilegalidad de las tareas de
investigación privada -que por eso se camuflan-, y al omnipresente poder de la
dictadura, que aplastando tiempo atrás la revuelta de Tian´anmen ha provocado dos
cosas: que la protagonista, Mei, todavía no haya superado estar en aquella
ocasión en el bando equivocado (esto es, de parte del Gobierno para el que
trabajaba en el departamento de seguridad) y, por otra, que cierto pueblerino
encandilado con aquella reclamación de libertad diera con sus huesos en la
cárcel durante un porrón de años.
¿Qué más sucede? Pues que Mei es
contratada por un mandamás de la industria musical para localizar a una joven
estrella musical: Lin. No hace falta ser muy avispado para comprender que las
dos historias se entrecruzarán conforme Mei pasee de un sitio a otro atando
todos los cabos que el viento, siempre favorable, pone en su camino. Y como el
camino es tan sencillo, lo «complicado» es el final: es el que es como
podía haber sido cualquier otro, porque el planteamiento ofrecía múltiples
soluciones.
Los dilemas familiares de Mei son mencionados para que el lector no los olvide, pero si forman una historia que ha de evolucionar a lo largo de la trilogía, aquí permanecen como estaban. Poco aportan. O más bien nada.
En resumen, ahora tengo un dilema: leer la última novela de la trilogía, ya que he llegado hasta aquí, a ver si entre las tres hacen más luz que por separado, u olvidarme de ella. Ya veremos.
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