Mientras
leía Transbordo en Moscú (que pone fin a la trilogía Las tres leyes del
movimiento, de la que también forman parte El rey recibe y El negociado del yin y el yang) constantemente me venían a la cabeza las expresiones «el placer de
leer» y «el placer de escribir». De escribir, porque da la sensación de que
Eduardo Mendoza se ha permitido el lujo de escribir por escribir, de contar lo
que le apetecía sin pensar en nadie más, y que lo que le apetecía era navegar
en aguas tranquilas, pues la historia vuelve
a ser la del recuerdo sereno de una época expuesta con la mirada de un
testigo, no de un juez; además, en las entrevistas ha reconocido tener mucho en
común con el protagonista, Rufo Batalla, con lo que el lector, que ya sabe a lo
que se enfrenta, disfruta también de un relato que sabe aún más personal que
los anteriores y que la prosa de Mendoza hace liviano y agradable, aunque tras
él hay una mirada y unos conocimientos demasiado profundos de la realidad
socioeconómica -desde la Barcelona olímpica y de la caída del muro de Berlín
hasta el final del siglo- como para tomarlos por los recuerdos de un Rufo
Batalla cualquiera. Dicho de otro modo, Transbordo en Moscú tiene algo de
quijotesco por cuanto su lectura se vive como una amena conversación con el
autor con un humor más fundado en la tranquilidad de quien no se juega nada en la
conversación, en la que participa solo por el placer de hacerlo, que en la
voluntad de hacer sonreír.
La
sensación, una vez concluida la trilogía, es distinta a la confusión que me
produjo la primera novela, El rey recibe, tan distinta a lo anterior de Mendoza.
Como ejercicio de memoria, es interesante, y a ello ayuda el temperamento del
protagonista, siempre reflexivo y, a la vez, determinado (y de algún modo
audaz), que mantiene una extraña relación con el sentimiento de culpa, o con la
falta de él, porque con la misma sencillez con que reconoce sus
responsabilidades admite la fatalidad de ser como es y no de otra manera, y no
le da más vueltas a las cosas.
Rufo
Batalla se ha convertido, sin pensar, en el marido de una rica heredera. Cosas
que pasan. Y se dedica abiertamente y con el beneplácito de todos al dolce far
niente. La afortunada mezcla de tiempo libre y abundancia de recursos facilita
la acción, pues Rufo va donde quiere y cuando quiere, sin escatimar medios, y
lo mismo se mueve por Europa que por Estados Unidos. Total, ¿por qué no irse
unos días a París para comprar un regalo de cumpleaños? ¿O a Viena o a Polonia a
dar una vueltecita o donde estime conveniente? Estas idas y venidas permiten a
Mendoza, aparte de mostrar en la lejanía el señuelo del príncipe Tukuulo, explayarse
sobre la situación sociopolítica de buena parte de Europa.
Lo peor de la novela (y de la
trilogía) es aquello que, curiosamente, más da que hablar en sinopsis y prensa
(¡ay, la promoción!): las supuestas y ¿descacharrantes? aventuras en torno al
príncipe Tukuulo, aspirante al trono de un inexistente país báltico, que si en
las dos primeras novelas de la trilogía no pintaban mucho hasta el punto de
producir una ruptura poco justificada y
menos atractiva, en esta última, como si Mendoza se hubiera dado cuenta, se
limitan a una aparición tangencial, a una escapadilla fugaz y con tan poca
sustancia y sentido como todas las demás, aunque, eso sí, la ficticia ubicación
de Livonia da ocasión a Mendoza para hablar con gran lucidez de la caída del
muro de Berlín y del régimen soviético, aunque sin entrar en lo que vino
después, que tuvo no pocos episodios chuscos y peculiares, pero
trascendentales.
Me gustaría saber exactamente a
qué ha respondido la decisión de Mendoza de que la trilogía se haya visto surcada
por la subtrama de Tukuulo, la cual, no aportando consistencia al relato
principal y solo el humor de salpicar la realidad de absurdo, no hace sino
generar desconcierto. La trilogía cuenta una historia y media, sin que ni la
primera –la historia de un catalán que por su edad y posición tiene unos recuerdos
muy lúcidos del último cuarto del siglo XX- ni la otra media –Tukuulo- guarden
entre sí relación alguna –fuera de la participación de Rufo Batalla- hasta el punto de moverse en planos tan
distintos como son la realidad y el absurdo, lo cual tanto se da con las
situaciones como con los personajes, realistas unos y caricaturas otros.
Dicho lo cual, como, reitero, el
asunto ya no sorprende, el lector de Transbordo en Moscú disfruta hasta de la
previsibilidad de lo desconcertante. No es mérito pequeño.
Y termino volviendo al principio.
Al publicar El rey recibe, Mendoza hizo declaraciones explicando la obra con un
argumento inapelable: las cosas, a efectos personales, no son como fueron, sino
como las recordamos. Tiene razón. Eso explica por qué los recuerdos de Rufo
Batalla, tan brillantes y agudos en algunos puntos, se mezclan con notorias
lagunas en temas relevantes. Probablemente, en su día, a Eduardo Mendoza esos
asuntos le importaron un pito.
Una trilogía para ver el mundo como lo vieron los inteligentes ojos de su autor.
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