En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

lunes, 3 de mayo de 2021

Transbordo en Moscú – Eduardo Mendoza

 


              

              Mientras leía Transbordo en Moscú (que pone fin a la trilogía Las tres leyes del movimiento, de la que también forman parte El rey recibe y El negociado del yin y el yang) constantemente me venían a la cabeza las expresiones «el placer de leer» y «el placer de escribir». De escribir, porque da la sensación de que Eduardo Mendoza se ha permitido el lujo de escribir por escribir, de contar lo que le apetecía sin pensar en nadie más, y que lo que le apetecía era navegar en aguas tranquilas, pues la historia vuelve  a ser la del recuerdo sereno de una época expuesta con la mirada de un testigo, no de un juez; además, en las entrevistas ha reconocido tener mucho en común con el protagonista, Rufo Batalla, con lo que el lector, que ya sabe a lo que se enfrenta, disfruta también de un relato que sabe aún más personal que los anteriores y que la prosa de Mendoza hace liviano y agradable, aunque tras él hay una mirada y unos conocimientos demasiado profundos de la realidad socioeconómica -desde la Barcelona olímpica y de la caída del muro de Berlín hasta el final del siglo- como para tomarlos por los recuerdos de un Rufo Batalla cualquiera. Dicho de otro modo, Transbordo en Moscú tiene algo de quijotesco por cuanto su lectura se vive como una amena conversación con el autor con un humor más fundado en la tranquilidad de quien no se juega nada en la conversación, en la que participa solo por el placer de hacerlo, que en la voluntad de hacer sonreír.

              La sensación, una vez concluida la trilogía, es distinta a la confusión que me produjo la primera novela, El rey recibe, tan distinta a lo anterior de Mendoza. Como ejercicio de memoria, es interesante, y a ello ayuda el temperamento del protagonista, siempre reflexivo y, a la vez, determinado (y de algún modo audaz), que mantiene una extraña relación con el sentimiento de culpa, o con la falta de él, porque con la misma sencillez con que reconoce sus responsabilidades admite la fatalidad de ser como es y no de otra manera, y no le da más vueltas a las cosas.

              Rufo Batalla se ha convertido, sin pensar, en el marido de una rica heredera. Cosas que pasan. Y se dedica abiertamente y con el beneplácito de todos al dolce far niente. La afortunada mezcla de tiempo libre y abundancia de recursos facilita la acción, pues Rufo va donde quiere y cuando quiere, sin escatimar medios, y lo mismo se mueve por Europa que por Estados Unidos. Total, ¿por qué no irse unos días a París para comprar un regalo de cumpleaños? ¿O a Viena o a Polonia a dar una vueltecita o donde estime conveniente? Estas idas y venidas permiten a Mendoza, aparte de mostrar en la lejanía el señuelo del príncipe Tukuulo, explayarse sobre la situación sociopolítica de buena parte de Europa. 

Lo peor de la novela (y de la trilogía) es aquello que, curiosamente, más da que hablar en sinopsis y prensa (¡ay, la promoción!): las supuestas y ¿descacharrantes? aventuras en torno al príncipe Tukuulo, aspirante al trono de un inexistente país báltico, que si en las dos primeras novelas de la trilogía no pintaban mucho hasta el punto de producir una ruptura poco  justificada y menos atractiva, en esta última, como si Mendoza se hubiera dado cuenta, se limitan a una aparición tangencial, a una escapadilla fugaz y con tan poca sustancia y sentido como todas las demás, aunque, eso sí, la ficticia ubicación de Livonia da ocasión a Mendoza para hablar con gran lucidez de la caída del muro de Berlín y del régimen soviético, aunque sin entrar en lo que vino después, que tuvo no pocos episodios chuscos y peculiares, pero trascendentales.

Me gustaría saber exactamente a qué ha respondido la decisión de Mendoza de que la trilogía se haya visto surcada por la subtrama de Tukuulo, la cual, no aportando consistencia al relato principal y solo el humor de salpicar la realidad de absurdo, no hace sino generar desconcierto. La trilogía cuenta una historia y media, sin que ni la primera –la historia de un catalán que por su edad y posición tiene unos recuerdos muy lúcidos del último cuarto del siglo XX- ni la otra media –Tukuulo- guarden entre sí relación alguna –fuera de la participación de Rufo Batalla-  hasta el punto de moverse en planos tan distintos como son la realidad y el absurdo, lo cual tanto se da con las situaciones como con los personajes, realistas unos y caricaturas otros.

Dicho lo cual, como, reitero, el asunto ya no sorprende, el lector de Transbordo en Moscú disfruta hasta de la previsibilidad de lo desconcertante. No es mérito pequeño.

Y termino volviendo al principio. Al publicar El rey recibe, Mendoza hizo declaraciones explicando la obra con un argumento inapelable: las cosas, a efectos personales, no son como fueron, sino como las recordamos. Tiene razón. Eso explica por qué los recuerdos de Rufo Batalla, tan brillantes y agudos en algunos puntos, se mezclan con notorias lagunas en temas relevantes. Probablemente, en su día, a Eduardo Mendoza esos asuntos le importaron un pito.

Una trilogía para ver el mundo como lo vieron los inteligentes ojos de su autor.



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