(Serie Montalbano, 31)
Dice la
faja del libro (ese degenerado subgénero literario) que Vigàta está invadida por los suecos para rodar una serie, o algo así, como si el asunto fuera determinante en esta novela,
cuando no es más que, a lo sumo, un decorado irrelevante, un artificio para que
la reiteración de personas y lugares no se le haga pesada al lector que, como
yo, ha llegado a leer las ya más de treinta novelas del comisario
Montalbano. Y qué cerca está esta ya de la última, por cierto.
En el
marco antedicho, pese a las idas y venidas de los suecos y al modo en que disfrazan el pueblo, reina calma chicha en la comisaría de Vigáta, hasta el punto
de que Salvo Montalbano está dispuesto a salir de su elemento, Sicilia, y volar
a Génova para pasar unos días con su eterna novia, Livia. Tan plácida está la cosa que el
comisario tiene tiempo para el reto que un lugareño le plantea:
ayudarlo a averiguar por qué su difunto padre grabó varias películas, una al
año, hace décadas, todas en la misma fecha, en las que siempre se ve un mismo
trozo de pared. Apasionante documental, ¿eh?
Las
cosas, sin embargo, no pueden ser tan cómodas ni inofensivas, y apenas el comisario llega a Génova debe volver de inmediato –cómo no-
porque en un colegio se ha producido un tiroteo en el que se ha visto implicado
su subcomisario, Mimí Augello.
Como
tantas otras veces, son dos los casos que evolucionan a la par, el de las
películas y el del tiroteo, y como tantas otras veces ambos acaban
convergiendo, si bien, en este caso, lo que tienen en común no son hechos ni
personas sino motivaciones. Motivaciones, por cierto, que justifican el título
de esta obra y que están relacionadas con la forma en que la obcecación y el
miedo puede corromper los sentimientos elevados hasta convertirlos en lo
opuesto a lo que se supone que son.
Una vez
señalado el argumento, poco más hay que decir, porque en La red de protección
el lector encontrará todos los elementos típicos de la saga: la agilidad debida
a los rápidos diálogos, el humor, los personajes con sus manías y, cada día un
poco más, el sentimiento de vejez de Montalbano, que ya comienza a pensar en la
jubilación, y sus lectores, snif, en despedirnos de él.
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