Hace
catorce años, en un lugar de Japón se produjo el secuestro y asesinato de una
niña de siete años. El departamento de Investigaciones Criminales de la
prefectura codificó la investigación con el número «seis cuatro». El caso, a
punto de prescribir, sigue sin estar resuelto y aún escuece no poco en la conciencia de
cuantos participaron en los dispositivos de búsqueda e investigación. La máxima
autoridad policial de Japón anuncia una visita, en apariencia de imagen, para
reafirmar su compromiso con la familia de la víctima y dar un impulso, ojalá que
definitivo, a las moribundas investigaciones.
Al hilo
de esta visita, el protagonista, recientemente trasladado, contra su voluntad,
al puesto jefe de relaciones con la prensa de la policía en el departamento en
cuestión, recibe el encargo de allanar las cosas para la visita del jefazo tanto
con la familia de la niña como con la prensa. La tarea, relativamente sencilla,
se transforma en un infierno cuando Mikami, que tal es el apellido del señor,
intenta averiguar la razón de todas las trabas que encuentra.
El origen
de las mismas está en los enfrentamientos entre los policías «de calle» (que se
sienten orgullosos de ser los «pata negra») y los policías «de moqueta», en las
complicaciones personales de Mikami por ser ahora de los segundos y sentirse de
los primeros, en las complicaciones aún mayores porque su propia hija
adolescente ha escapado de casa y su esposa lleva meses noqueada por este hecho, en los líos, rivalidades y trapos sucios, en
la enorme descentralización administrativa que suscita recelos del departamento
–con diferencias notables entre cada rama- respecto a «Tokio», y en las propias las intenciones «de Tokio», que
enredan aún más las cosas. Y todo enfangado por los fallos en las
investigaciones, que cada cual oculta o explota en su propio interés y según su
calaña, enfangado también por una férrea jerarquía en la que, sin embargo, no
es difícil saber quién va a sustituir a quién, y complicado, lógicamente, por
la necesaria discreción cuando se investigan según qué asuntos. Un último
elemento acaba de enloquecer la situación: lo encrespados de los ánimos de la
prensa local a cuenta del tratamiento del anonimato en las informaciones
policiales; una relación, la de la prensa y la policía, tan intensa como agobiante
y en ocasiones disparatada. Y todo, con personajes que, en general, son más
bien introvertidos. Por no decir muy introvertidos. Cuestión cultural, supongo.
La
compleja maraña de causas, intenciones y acciones se sigue razonablemente bien,
aunque en ocasiones puntuales uno se siente un poco perdido. Algo parecido
sucede con el organigrama y jerarquía policial, aspecto clave en esta historia.
También hay que leer con cierta continuidad porque el número de personajes es
considerable, y todos son presentados por su nombre y cargo; nombres, por
cierto, que a la mayoría de los lectores no les bastará para identificar el
sexo del personaje.
La novela
es intensa e interesante, aunque con altibajos en el ritmo, con abundantes
reiteraciones que no traen por causa refrescar la memoria del lector y que
podrían haberse evitado, ganando agilidad sin perder esencia. Está escrita
con un nivel de detalle abrumador: solo falta acompañar al protagonista al
baño, lo cual es bueno para trasladar la sensación de agobio y mayúsculo estrés
al que se ve sometido Mikami, en buena parte por su propia curiosidad. En cuanto al final, es brillante; largo y brillante, con varios giros inesperados que no solo tienen por objeto proporcionar acción sino, también, provocar en el lector cierta conmoción por las implicaciones emocionales que tiene el modo en que las cosas alcanzan su desenlace. Seis cuatro es una
novela buena, distinta a casi todo lo que puede leerse en novela negra, y
enriquecedora desde varios puntos de vista (tanto por la situación personal del
protagonista como por lo que muestra de la idiosincrasia japonesa y
administrativa en Japón). Ahora, de ahí a decir, como dice la faja, que si
hubiera un Nobel de novela negra había que dárselo a Yokoyama...
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