(Trilogía
negra de Pekín, 1)
Comencé a leer esta novela a
principios de marzo, cuando, covid-19 mediante, empezábamos hablar de China con frecuencia y no precisamente para bien. Las medidas que entonces habían tomado en Wuhan
daban cierto miedo. Sin embargo, todavía nadie las pedía en
Europa (de hecho, hace unos días repasé la prensa de principios de marzo y hasta el gato estaba en otras cosas) aunque ahora son legión los que dicen que hasta el más tonto lo veía venir. Por desgracia, ninguna de esas mentes preclaras es capaz de explicar qué esta pasando hoy, porque, como dijo en una reciente entrevista Eduardo Mendoza refiriéndose a la complejidad de la situación, «solo los tontos saben lo que ha pasado»; lo cual, unido a la eterna subestimación del número de idiotas que advierte Carlo M.
Cipolla, provoca ahora este ejército de gente capaz de predecir el pasado sin aportar soluciones y sí exasperación. Dicho de otro modo, comencé a leer esta novela cuando comenzaban los primeros miedos, llegaban las primeras incertidumbres y carecíamos de toda certeza, y la terminé cuando la única certeza era la falta de colaboración entre debían colaborar y una enfermedad que afectaba a todo el planeta y para la que solo se había encontrado un medicamento: la ruina y miseria de millones de seres humanos.
En resumen: no leí El ojo de
jade con el mejor ánimo, lo cual ha podido influir en la pobre impresión que he
sacado de esta novela publicada en España por primera vez en 2007, y reeditada,
junto a las otras dos novelas que conforman la Trilogía de Pekín, en un único
volumen en 2017.
La protagonista, Mei, es una
muchacha joven que ha dejado su trabajo como empleada pública en asuntos de
interior; dado cómo es el régimen chino, ha dejado un muy buen empleo con buen salario y prebendas anexas. No sabemos por qué lo ha hecho, pero sí que en
el Pekín naciente al capitalismo de estado ha decidido establecerse como
detective privado. Sus dotes para la tarea parecen, en cambio, limitadas. Mei
tiene una hermana famosa, una estrella televisiva casada con un nuevo rico, la cual además ejerce de nueva rica de mundo; y Mei tiene también una madre, ya mayor y retirada, que las
sacó adelante a las dos; de su padre, Mei recuerda especialmente la triste
despedida que solo se explica porque él estaba, políticamente, donde no debía, lo cual hace suscitar la duda (cuya aclaración puede ser delicada) de dónde estaban políticamente su madre y su entorno.
Un amigo de la madre de Mei le hace un
encargo, su primer caso: averiguar el paradero de una pieza milenaria de la dinastía Han que, a su
entender, ha ido a parar al mercado negro.
A partir de este extraño encargo hecho por alguien a quien poco se le ha perdido en el asunto, se desarrolla una
«investigación» demasiado simplona como para dotarla de la verosimilitud
necesaria. Una investigación que lleva a Mei a descubrir, también, secretos
familiares que explican mucho de su propia vida.
La trama me ha parecido un poco
desastrosa, ya que Mei no debe buscar nada porque todo le sale al camino, aunque igual es por haber leído la novela a trompicones. El
lenguaje, normal. Lo más interesante, el reflejo de una sociedad desconocida
para los occidentales y en un momento en que también es una gran
desconocida para los propios chinos, porque no era lo que había sido y todavía no llegaba a ser lo que es ahora, tan solo una década después, y mucho menos lo que va a ser de ser dentro de poco.
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