La civilización del espectáculo
no es una obra para leer a la ligera, sino bien concentrado, porque aunque es
de lectura sencilla hay ideas complejas. Más que hilo conductor, hay una idea
central en torno a la que giran todas las reflexiones, pero a veces da la
sensación de que el libro se ha escrito de forma algo fragmentada, de que da
demasiadas vueltas en torno a lo mismo, lo cual no deja de ser inesperado en un autor
tan meticuloso.
¿Y
cuál es esa idea central? Que la
cultura, tal y como se conoció hasta hace pocas décadas, ha muerto. La
cultura, entendida como “alta cultura”,
como la manifestación del genio humano capaz de influir en los demás, de
hacernos reflexionar sobre nosotros mismos, sobre nuestra situación y posición
en la existencia, ha desaparecido o está en trance de hacerlo. La figura del intelectual, de quien entrega lo mejor
de su inteligencia a sí mismo y a los demás, ni está ni se le espera. La
consecuencia es una sociedad desnortada, desorientada, que ha llegado a estar
así sobre la base de no advertir que la cultura es el sustento que debe guiar
el progreso técnico, que la cultura es anterior a él y le debe servir de guía,
una sociedad que ha llegado no ya a confundir cultura y progreso técnico, sino a
otorgar preeminencia absoluta a este, el cual lleva a aparejadas unas formas
económicas que priman la cantidad, la masificación, la instantaneidad, la
comodidad y que, en última instancia, matan la cultura tal y como ha sido
entendida hasta hace tan solo una o dos generaciones.
Una de las
causas de esta confusión es que en la actualidad el término “cultura” se usa
desde una perspectiva antropológica, que entiende que cultura es todo lo que
produce una sociedad, sea bueno, mediocre o malo. En esas condiciones todo es
cultura, en consecuencia todo es intercambiable, hasta llegar a la conclusión
de que “no hay una cultura superior a otra” puesto que todo es cultura y toda
cultura es igualmente digna de respeto. Además, por razones fáciles de
entender, la “cultura” que se desarrolla es la más rentable, y lo más rentable
es, habitualmente, aquello a la que puede acceder más gente, más consumidores. Pero al alcance de
un enorme número de personas solo puede estar lo superficial. Una superficialidad
que se ha abierto paso a través del concepto de “entretenimiento”, como si el
fin último del ser humano fuera evadirse de sus preocupaciones, aunque eso le
lleve a vivir en la inopia respecto a sí mismo y sus semejantes. Una
superficialidad que ha barrido del mapa a los intelectuales, a la complejidad,
a la “alta cultura”, cuya comprensión exige un esfuerzo no al alcance de todos,
pero que no por eso debe ser considerada elitista, pues en todos los momentos
de la historia esa cultura “elitista” ha desbordado las élites para
transformarse, para todos, en un referente ético y estético.
Dicho de otro
modo. La “alta cultura”, creada a partir del esfuerzo intelectual por dar
respuesta a las dudas trascendentes del ser humano, una cultura al alcance de
pocos pero que llegaba a todos en forma de valores, guía y pauta de pensamiento
y actuación, ha desaparecido, y lo que ahora llamamos “cultura” no es sino una
amalgama de cosas accesibles a todo el mundo, sí, pero, precisamente por eso,
necesariamente superficiales e incapaces de orientar a nadie.
Y
así hemos llegado a una sociedad donde la vara de medir no es la calidad, sino
la cantidad, donde el concepto de
“precio” (debería haberse usado mejor el término "ingreso", o "beneficio") se confunde con el de “valor” equiparando el valor cultural de
algo a su precio en el mercado, lo cual es un suicidio porque el “valor de
mercado” (precio) a diferencia del “valor cultural”, depende de la cantidad; y
las grandes cantidades solo con concebibles desde ofertas “culturales”
mediocres, superficiales, malas, cuando no directamente engañosas, porque de otro modo no serían accesibles a todos. Y eso lleva
a Vargas Llosa a hacer una crítica
feroz del mundo de la cultura y de la sociedad toda. La pintura está ya dominada por embaucadores y estafadores, la literatura está en trance de morir (¡aunque
se publiquen y lean más títulos que nunca!) de la mano de la “cultura del best
seller” que prima la inanidad del entretenimiento fácil y simplón al alcance de
infinidad de escritores ramplones sobre el compromiso de un escritor consigo
mismo como persona y con la sociedad a la que pertenece. Basta echar un vistazo
a la lista de libros más leídos para echarse a llorar: todos los libros que hoy
son un éxito de ventas están llamados a desaparecer sin dejar ni un mísero rastro.
Todo es entretenimiento, nada es reflexión profunda. El cine y la televisión,
dice Vargas Llosa, nacieron ya con la civilización del espectáculo, nunca han
buscado otra cosa que entretener, y aunque se reconoce cinéfilo y admite
también la existencia de excepciones, no duda en señalar que la
cultura de la imagen (cine, televisión, Internet) carece de potencia para
analizar en profundidad los elementos que desde siempre ha preocupado al ser
humano; carece de capacidad, sí, pero se ha adueñado del tiempo de las
personas, haciendo de ellas seres acomodaticios y sin capacidad crítica. Y así
una cosa detrás de otra.
Pero
la civilización del espectáculo no es solo la situación a la que ha llegado la
cultura, no es solo la carencia de intelectuales y de críticos que no sean en
realidad publicistas o académicos endogámicos que nada ofrecen a la sociedad. La
civilización del espectáculo, con su primacía del entretenimiento inmediato,
instantáneo y sin esfuerzo, no es una cuestión que se limite a las expresiones
culturales (o a la ausencia de ellas), sino que termina afectando a los
fundamentos de la sociedad y poniendo en peligro la propia democracia. Hasta
los políticos, dice Vargas Llosa, forman parte hace tiempo del espectáculo,
priman el eslogan sobre la idea, el titular sobre la reflexión, solicitan la
adhesión ciega frente a la razonada; los hombres de mérito, dice Vargas Llosa,
han huido hace tiempo de la política, protagonizada ya casi en exclusiva por
quienes tienen algo que ganar con ella, y no por quienes tienen algo que
ofrecer al resto.
Todo
lo cual conduce al autor a hacer una serie de reflexiones sobre el papel de la
espiritualidad en el desarrollo de las sociedades y el papel que al respecto han
jugado la religión y la cultura. La conclusión es que la
civilización del espectáculo ha aniquilado la cultura como elemento que en
algún momento pueda guiar al ser humano, por lo que la religión está llamada a
mantener un papel central (por más que desde una perspectiva
miope no se aprecie y, con una formidable exhibición de ignorancia, proliferen
quienes creen que la religión es cosa del pasado). Vargas Llosa ofrece
numerosos ejemplos de la fortaleza del papel actual de la religión (y no
necesariamente de las religiones tradicionales) y, desde su condición de no creyente,
reclama ese papel de guía para la religión, pero advirtiendo de un peligro: la
religión debe desenvolverse en seno de estados
laicos, porque la religión vinculada a la política conduce, por su propia
naturaleza, a la dictadura.
Y
es de esta forma como Vargas Llosa
enlaza todo lo que ha dicho con su propia visión del mundo, una visión laica y liberal, que considera
la libertad del individuo el mayor bien del que puede disponer, y considera que
esa libertad solo puede disfrutarse y desarrollarse sobre la base de un estado
laico que respecte y tolere por igual a todas las religiones, y vigile que bajo
la apariencia de la “tolerancia” ninguna de esas religiones acabe anulando la
libertad ajena. En resumen: ante la desaparición de la cultura y los intelectuales y su
sustitución por la civilización del
espectáculo, ante la incapacidad de la cultura y de los escritores y artistas para
ser un referente para el ser humano que lo consuele de todas las dudas que
atenazan su existencia, Vargas Llosa
prevé que las religiones van a jugar un papel crucial y deseable en la
orientación del ser humano, quien no puede estar desorientado sin ponerse a sí
mismo en peligro, pero ese papel entraña grandes peligros para la libertad, que
solo pueden ser conjurados por un estado laico.
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