Balada de la guerra
hermosa cuenta la historia, a través de terceras personas, de un pobre
pelagatos de Canarias al que las circunstancias arrastran a la emigración a
Cuba, a la Guerra Civil y a la Segunda Guerra Mundial, e incluso lo conducen a un campo de
concentración. Un pobre pelagatos que gracias a su instinto y su afán de
supervivencia alcanza a tener –a ojos de quienes le admiran y también de quienes lo
persiguen como elemento subversivo- un halo mítico que hace de él un héroe
romántico, un mito que llega a serlo gracias a su lucha por ser exactamente lo contrario: alguien
que vive y deja vivir.
Pero a Mencey –que así es conocido- las circunstancias le
impiden vivir, y cuando los demás no te dejan vivir es complicado dejarles
vivir. Defensa propia. Es en la huida en
busca de la paz como Mencey acaba metido hasta las cejas en episodios
esporádicos de violencia y en el combate contra cuanto le impide llevar una
vida normal. Desarraigado, busca echar raíces donde buenamente puede, que no
termina siendo sitio alguno, sino la memoria y el corazón de cuantos, en esas
difíciles circunstancias, lo conocieron y le dejaron vivir; en especial, de las
mujeres.
Desde el principio sabemos que parte de la historia es
“real” y parte leyenda, lo que no hace sino agrandar la leyenda de Mencey,
porque nada hay para ser legendario como la atribución, fundada o no, de
aventuras, hechos valerosos y habilidades múltiples, hasta que se alcanza un
punto en que no se sabe a quién admiran los narradores, si al Mencey real o al
legendario, aunque algo sí parece claro: el poder a quien teme es a la leyenda,
aunque la leyenda de un hombre sea precisamente lo único de él capaz de
sobrevivir a un balazo.
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