Tres historias en diversos momentos del tiempo que, de
alguna manera, terminan confluyendo. La primera, basada en un caso real, es la
de Jesús, un mequetrefe mejicano enamorado de su hermana (o más bien
obsesionado con ella) que pronto alumbra al psicópata que lleva dentro. Desde
mediados de los años ochenta hasta el final, en 2009 lo vemos pasar del simple
“carácter conflictivo” a asesino en serie perfectamente creíble, pues el enorme
mérito de esta novela, respecto a este personaje, es trasladar al lector el
funcionamiento de una mente enferma, hasta el punto de que las locuras de Jesús
generan más horror por su irracionalidad que por su crueldad. He aquí la razón por la que pese a la
tremenda violencia que llega a desarrollar el personaje, no puede decirse que
el autor se haya recreado buscando efectos morbosos o truculentos. Las
peripecias de Jesús transcurren en el “norte”, en los Estados Unidos, en su
constante entrar y salir desde Méjico burlando
los controles fronterizos (preferentemente entra a través del tren), lo que
también sirve para explicar, indirectamente, cómo un ambiente violento (el de
los narcos y el tráfico ilegal de personas, por un lado, y el de la
marginalidad del inmigrante por otro) pueden alimentar y camuflar otras muchas
violencias.
La
segunda, en el momento presente, es la historia de Michelle, una joven de
origen boliviano que, en Estados Unidos (esto es, en el norte) deja la
universidad y aspira a convertirse en una dibujante de comics plagados de
zombis y vampiros. A Michelle le echa los tejos Sam, un chico insistente y que
llega a resultarle pesado, sobre todo porque ella anda pensando en Fabián, con quien
mantiene una turbulenta relación. Fabián es un profesor joven, que ha alcanzado
muy pronto el éxito académico y que, desde ese mismo momento, ha sido víctima
de sí mismo, hasta desembocar en un proceso de autodestrucción. Una relación
que, respecto a él, hace pensar en el ahora tan en boga concepto de “juguete
roto”, y respecto a ella en los límites de las relaciones y en hasta qué punto
las personas confundimos deseos y realidad.
Dibujo de Martín Ramírez |
Las
tres historias van alternándose, cada una con su propio ritmo y su propia voz,
generando inquietudes que se acumulan logrando que la novela se lea con mucha
atención, que haya deseos de seguir leyendo aunque nada de lo contado dé motivos
para la alegría. Historias que tienen elementos comunes, como la presencia del
ferrocarril en dos de ellas, que de alguna manera hace pensar que la vida es un
ir y venir, más que un estar; o la referencia al norte, a los Estados Unidos, que para muchos, para los más débiles
económicamente hablando, primero suele ser esperanza y acaba siendo cualquier
cosa: oportunidad, desarraigo, soledad, más de lo mismo... Al final las
historias se cruzan, en cierto modo, pero no a la manera abradadabrante típica
en la novela hecha para vender, que fuerza casualidades para sorprender al
lector, sino al modo de la vida real: a diario se cruzan fugazmente en nuestras
vidas historias para nosotros anecdóticas, que aparecen y desaparecen sin dejar
rastro, aunque todas son consecuencia de una existencia que, a menudo, es mucho
más intensa que la nuestra. Cuántas cosas, cuántas desgracias son precisas para
que a veces podamos entretenernos cinco minutos.
Una muy
buena novela. Merece la pena leerla.
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