Hace un par de años realicé un trayecto de ida y vuelta en
autobús (los odio), y para entretenerme me llevé un libro, Papeles dispersos. Apenas sabía de qué trataba, pero por su tamaño y
extensión era adecuado para el viaje. Bajé del autobús encantado de la
vida, porque el libro había sido todo un descubrimiento. Una mezcla de
sensatez, profundidad y dominio de la expresión. Me sonaba su autor, Carlos Castán, pero no hubiera sabido
decir de qué. Nunca antes había leído nada suyo, pero salí convencido de que
iba a leer mucho más.
Y este es el motivo por el que he leído ahora Polvo en el neón. Lo cuento porque para
valorar un libro también es importante saber con qué ánimo lo ha cogido el
lector.
El libro ha satisfecho todas mis expectativas, y también me
ha sorprendido porque nunca había leído una obra donde se combinaran así el texto con las imágenes, y donde tanto aportara el uno como las otras.
El texto es de Carlos Castán, las
fotos de Dominique Leyva. Lo que no
sé, y me gustaría saber, es el proceso de selección de las imágenes.
Polvo en el neón
cuenta la historia de un corto viaje, el que del este al oeste de los Estados
Unidos hace, por la ruta 66, el protagonista; un hombre que se dirige, sin
habérselo dicho a nadie, en busca de una cochambrosa e inesperada herencia; un
hombre que tiene una amante y que acaba de saber que su esposa también lo
tiene. Un hombre con la mente en terreno de nadie, que aprovecha el viaje para
pensar, o para sentir, porque a menudo para poder pensar hay que haber acabado
de sentir. De alguna manera es una road movie, y como toda road movie que se precie es un viaje al
interior de uno mismo, porque no es infrecuente estar tan desorientado respecto
a la propia vida que haga falta largarse, huir del entorno, para poder observarse
con perspectiva.
Lo que
el protagonista y el lector observan desde esa distancia es la forma en que se
mezclan, hasta el punto de ser a veces indistinguibles, el miedo, el amor, el
egoísmo y el desconcierto ante esa cosa tan rara que es la vida. Y todo en un
texto breve, pero que dice mucho.
Las
fotografías merecen su propio comentario. Todas reflejan entornos humanos, pero no se ve una sola persona, sino solo su rastro. La cama deshecha,
el coche aparcado, el cartel que reclama presencias que siempre acaban siendo
pasajeras. Su luz apagada incluso en los escenarios soleados propician el clima
de introspección, porque la preocupación enturbia la vista. Pero a la vez todo
“viaje” tiene algo de liberador, porque el primer paso para deshacerse un
problema es comenzar a buscar una solución, y en esa búsqueda siempre anida
una esperanza; así que esa luz velada de las fotografías unas veces es la del
atardecer, y otras la de un amanecer que anuncia un futuro incierto.
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