Pues eso: muerte en Hamburgo. La ciudad, de alguna manera, es protagonista, aunque creo que la forma de conseguirlo deja que desear, porque se basa más en una enumeración de datos históricos y lugares que en la recreación de ambientes.
La historia comienza con lo que parece el segundo crimen de un asesino en serie. El caballero no se caracteriza por su delicadeza a la hora de apiolar a sus víctimas, por decirlo de algún modo, así que aconsejo no comenzar la lectura después de comer. El tipo, además, se permite el lujo de retar al comisario Jan Fabel a través de un correo electrónico (lo cual, la verdad, suena demasiado peliculero, demasiado a combate entre el bien y el mal).
El tal Jan Fabel inaugura con esta novela sus peripecias como personaje literario. Pero aunque la novela está bien escrita y trabajada, el personaje es gris y demasiado tópico: honrado hasta la médula sin importarle a quién se enfrente (naturalmente, entre los obstáculos a superar figuran su propia organización, donde siempre hay quien oculta algo, o es demasiado indolente, o corrupto, o plegado a los designios del poder); es un policía debidamente atormentado por un pasado marcado por unos cuantos hechos traumáticos que no tuvo más remedio que afrontar, nostálgico del matrimonio que se fue a pique seguramente por su dedicación al trabajo, con una hija a la que quiere mucho pero a quien apenas puede prestar atención (pobrecico, qué sentimiento de culpa le genera), y con algún que otro personaje femenino (por supuesto atractivo, nada de gorditas) dispuesto a ejercer de amante y hasta, si es preciso, de madre... siempre sin merma de la independencia del caballero, que está a sus cosas y no a las del amor (porque él solo sueña con los amores que se fueron, y siempre en la intimidad). Ah, también hay unas cuantas policías más o menos jovencitas, voluntariosas y de buen ver. Los policías masculinos, en cambio, tienen un perfil más uniforme.
Junto a esto, aparece también en la novela un malo malísimo, un malo que la propia novela mitifica, convirtiendo así de paso a Jan Fabel en un sacrificado bueno buenísimo mezcla de superhéroe y mártir. Vamos, que por más malo que sea uno, con Jan Fabel has topado, muchacho.
Precisamente, tan malo malísimo y frío calculador es el malo, que el autor se mete a sí mismo en un berenjenal: no puede alcanzar el desenlace si no es haciendo que el perfectísimo malo sea un poco chapucero en el momento cumbre, lo que, sinceramente, rebaja el nivel de la trama justo cuando debía alcanzar el cénit. ¿Falla el malo? Sinceramente creo que lo que ha fallado es la imaginación del autor, que no ha dado más de sí (aunque hasta ese momento ha dado mucho). Con todo, al lector que no se pare a reflexionar sobre este punto le pasará la cosa inadvertida.
Aunque, lógicamente, el malo malísimo no es conocido desde el principio. Su figura va tomando forma poco a poco a partir de la receta básica del best seller: abrir interrogantes y cerrarlos pocas páginas después, a la vez que se abren otros. Es decir: una secuencia de anzuelos para provocar el permanente deseo de leer siempre unas paginitas más.
Pero con esos topicazos, entre los que no falta algunos personajes ricos, poderosos y soberbios que suponen una amenaza para el bueno a la vez que hacen de él también una suerte de Robin Hood, el autor consigue hacer una historia más o menos creíble, que va haciéndose increíble conforme avanza la investigación. Las paranoias conviven alegremente con la corrupción y los intereses económicos, aderezado todo, además, con algún elemento suelto propio del culebrón. Pero la paranoia juega un papel fundamental, literariamente hablando, porque es el cemento que une unas piezas que, de otra manera, no hubieran encajado jamás.
En cualquier caso el resultado es entretenido, se lee bien y con agrado, aunque es evidente que estamos ante un producto “de consumo”, y que se beneficia del tirón de la novela negra nórdica en los últimos años (con uso, e incluso abuso, de la denominación alemana de los puestos que ocupan los protagonistas, de los órganos administrativos y policiales, y de sus sedes, porque seguramente a mucha gente le impresiona más, o le resulta más exótico, el término “Kriminalhauptkommissar” que el de “Comisario jefe”, por poner un ejemplo).
En resumen: no brilla el genio del autor, sino la “cocina” propia de los best seller. Por tanto es un libro que engancha y se lee con facilidad. Recomendable para pasar un buen puñado de horas entretenido.
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