En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

lunes, 12 de agosto de 2024

La taberna de Silos – Lorenzo G. Acebedo

 


La chiripa me condujo a este libro, y el no husmear lo suficiente me indujo a leerlo. Y esto a pesar de que el hincapié en el «misterio» que rodea al autor, (Lorenzo G. Acebedo es un seudónimo) es un evidente gancho comercial. Un recurso tan poco disimulado que se lanzó con el primer ejemplar de un tipo inédito, antes de saber si se iban a vender los ejemplares suficientes para que algún lector se preguntara si el autor estaba vivo o muerto. No caí en la trampa del artificial y burdo «misterio» de Carmen Mola, también alentado antes de vender el primer ejemplar, pero en esta ocasión no sé si la taberna, si Silos o si la vida monacal, acabaron por conducirme a sus páginas. O igual es que lo he leído a finales de julio y el interior de Silos parece un lugar fresquito.

Llama la atención las exageradísimas alabanzas de la faja. De tener algo que ver con la realidad, se diría que el buen y misterioso señor Acebedo ha marcado un antes y un después en la literatura actual. Eso, o que la alabanza está muy mal pagada y hay que hacerla hiperbólica para ganarse las lentejas. ¡Qué poco amor propio tienen los adoradores de pago!

En libro, en mi opinión, deja pasar de largo la ocasión de crear una buena historia aprovechando un magnífico entorno, y se limita a petardear unas cuantas páginas interesantes, las menos, y a espolvorear sentencias sin orden ni concierto. Es cierto que usa el lenguaje mejor que muchos y que algunas de esas sentencias llegan a elevarse un palmo sobre la renuncia al pensamiento, pero la organización de la novela semeja la de un desván.

En teoría el argumento es el siguiente: Gonzalo de Berceo, que vive el tío tan campante en su pueblillo, dedicado sus cosillas, es enviado a Silos por el Monasterio de San Millán, para estrechar lazos entre ambos monasterios y juntos hacer frente al poder papal ejercido a través de los obispados. De fondo, el vil metal. El hombre, en realidad, prefería quedarse en casa rascándose, bebiendo buen vino y solazándose con una tal Teresa, pero como ha ganado cierta reputación literaria, a Silos lo mandan con la excusa de copiar un librito sobre Santo Domingo que ha aparecido por ahí. La novela comienza detallando el indigesto contenido del puchero servido en una comida en el monasterio, una  receta lo bastante «selecta» como para que el comienzo sea potente. Pero acto seguido la acción de desinfla. Se hace marcha atrás para explicar por qué se ha llegado a semejante condumio, y desde ahí la acción avanza a trompicones entre largas peroratas que poco o nada tienen que ver con el argumento. El tal Acebedo pone dolor de cabeza hablando de tintorro, sobre todo de tintorro, pero también de tintas, de amanuenses… Los «misterios» se resuelven encontrando pasadizos, entradas ocultas y esas cosas sacadas de la infancia de la ficción, y solo las últimas páginas tienen un ritmo sostenido, cuando la novela acaba con don Gonzalo de Berceo, que es muy pito y muy metomentodo y muy sensible a la belleza de las damiselas, atando cabos o, mejor dicho, completando un puzle que hasta ese mismo momento no parecía serlo.

La taberna de Silos coquetea, sin demasiado éxito, con el humor (la sinopsis llega a mentir, anunciando «asesinatos tan cómicos como truculentos»), aunque tampoco sin fracasar estrepitosamente. Digamos que deja un risueño poso de banalidad. La mezcla de algunos personajes maniqueos con otros un tanto disipados es un poco desconcertante. Sin embargo, hubiera sido buena idea de haber usado menos recursos facilones (hasta dos personajes «hablan raro» y demasiado, como Catarellas de Camilleri) y un protagonista mejor perfilado, porque no es fiel a sí mismo, sino a las necesidades de la acción, y esto de un modo demasiado evidente.

Una novela donde la preocupación por la calidad del vino es infinita, pero que en realidad es fast food literario, y no especialmente sabroso. Sin embargo, dado que el entorno es atractivo (la edad media, con lugares y algunos personajes conocidos y con gran carga simbólica), que la saga va a libro al año (el segundo está recién parido) y que parece haber cierta campaña publicitaria (todo lo que se puede permitir el sector) en torno al «misterioso» autor (en teoría, un cura que dejó la sotana por amor), promete dar momentos entretenimiento a un montón de lectores menos tiquismiquis que yo, y alivio a las cuentas de la editorial.

Por cierto, la «receta» que abre el libro es un grandísimo fraude. El lector llega a averiguar el «ingrediente» y el «proveedor», pero nada se dice del cocinero (esta vez sin comillas, porque cocinero había, y a ver cómo hubiera explicado el buen hombre haber cocinado y servido semejante almuerzo sin advertir nada raro), ni los motivos del «proveedor» para añadir, por su cuenta, el «ingrediente», ni por qué se molestó en trocearlo, ni cómo y dónde lo hizo. Porque vamos, hay cosillas que no son como echar sal. La que le falta a buena parte de este libro, construido mediante la unión de jirones.


jueves, 8 de agosto de 2024

El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes – Tatiana Tibuleac

 


Todo el mundo habla maravillas de este libro, que he tenido en casa bastante tiempo antes de, por fin, leerlo. 

Todos dicen, también, que es una historia hermosa, pero dura. Sin embargo, no recuerdo haber oído que el puente que lleva de la dureza a la hermosura es la suma de un peculiar humor (que brota de dulcificar la violencia verbal con el ingenio) y de que la concepción que el narrador tiene de sí mismo es certera y ajena a la autocompasión. ¿Cómo no va a encariñarse el lector con quien, por más bruto y animal que sea, es capaz de reconocerlo sin tapujos ni orgullo alguno, con el único fin de liberarse del peso de sí mismo?  Por eso me atrevo a decir que esta novela tiene mucho humor. Quizá algunos no lo entiendan, pero seguro que otros sí, porque es uno de los papeles del humor: evitar la consumación del mal a través de un ingenio capaz de ir más allá de donde pueden ir los actos. «Insulta, insulta, que mientras pienses en insultarme no lo haces en matarme o en quebrarme el esqueleto». En definitiva, que a veces el insulto o el odio solo expresado verbalmente son una buena noticia, por aquello, diría Sancho Panza, de que «perro ladrador, poco mordedor».

El narrador, Aleksy, nos habla desde dos momentos temporales. Unas veces es el hombre que recuerda su último verano con su madre, cuando él era un adolescente, y, más frecuentemente, es el propio adolescente hablándonos desde esa edad. El adolescente es el Aleksy que irrumpe en la novela con un comienzo fortísimo por la brutalidad de sus opiniones respecto a su madre, brutalidad que, como digo, queda matizada por el ingenio: el odio no ha aniquilado todo cuando aún quedan ganas de lucirse. Pero, en cualquier caso, la crueldad es tremenda. Solo una cosa buena puede decir Aleksy de su madre: ¡qué ojazos verdes tiene!

Aleksy es un adolescente conflictivo, por no decir que está como una regadera, sometido a medicación para controlar su destartalada psique. Hijo de inmigrantes polacos en el Reino Unido, con evidentes problemas mentales y sin haber superado la pérdida de una hermana por motivos poco claros, acaba de salir del centro asistencial y va a pasar el verano con su madre, quien decide hacerlo en un pueblecito francés, en una casa alquilada donde los dos van a estar mano a mano durante un par de meses. Del padre, solo sabemos que se largó. Una familia despanzurrada por la tragedia de la hija y la locura (¿relacionada?) del hijo.

Las razones de la madre para un verano así podrían parecer, inicialmente, vinculadas a la enfermedad de su hijo: mejor tenerlo apartado del mundanal ruido para que no organice la de san Quintín a cada paso. Pero no. Lo que ocurre es que ese verano va a ser el último que ambos van a pasar juntos. Quien lea el libro sabrá por qué.

Y a partir de aquí es cuando comienza la verdadera historia. La de la madre, por la alegría con la que afronta la vida, quién sabe si por convencimiento, en defensa propia o en defensa de su hijo. Y, también, la historia de Aleksy, que poco a poco se va redimiendo, centrando y serenando hasta transitar por los caminos de la comprensión, el perdón y la madurez. 

       Las vidas de la madre y del hijo no han sido fáciles. Tampoco el futuro lo va a ser. Entre ambos media ese verano, que va a ser el más complicado, sin duda, pero también -porque las emociones surgen de la cabeza- puede ser el más emotivo y el más hermoso.

Si los dos personajes son capaces de conseguir hacer del drama algo positivo, lo sabrá quien lea esta brillante novela cuya belleza radica en el modo en que expone cómo podemos hacer hermosos e inolvidables los momentos más duros, y cómo esa experiencia nos cambia.

      Como curiosidad, es la segunda novela que leo en poco tiempo (y ambas por casualidad) cuyos protagonistas tienen problemas mentales y terminan encontrando en la pintura el modo de expresarse y la estabilidad económica. La otra fue Las primas, de Aurora Venturini.

Una referencia a la última página. Lo que en ella se dice es importante. Hay que interpretarlo, y las dos interpretaciones que admite tienen una significación profunda.



lunes, 5 de agosto de 2024

Cielo sucio - Edgardo Cozarinsky

 



Obra tan breve como intensa que comienza en Buenos Aires cuando a uno de los tres protagonistas, Alejandro, un viejo escritor sin ya muchas aspiraciones, le da por hacer un acto de «justicia», o más bien justiciero, que lo pone con las dos patitas en el lado feo del Código Penal. Otra cosa es que lo pillen, claro. Una vez perpetrada la hazaña, aparece el segundo personaje relevante: Ángel, un inmigrante del norte replantado en la gran ciudad, en un trabajo que a la vez le viene grande y se le queda pequeño y que anda, además, con un pie en el mundo real y el otro en un mundo un tanto fantasmagórico heredado de su abuela y de las tradiciones rurales. Ángel hace honor a su nombre, aunque también pudiera llamarse Fantasma.

Completa el trío Mariana, la bella hija del escritor, antaño cabeza loca y ahora asentada cabeza que no se sabe cómo ni dónde se ha asentado.

¿Y de qué trata la novela? Pues, a pesar de su brevedad, cuesta explicarlo en pocas palabras. Si, por un lado, primero surgen dudas en torno al papel de Ángel, luego nacen sobre a dónde va a ir a parar la acción, y, cuando por fin se sabe –como de algún modo ha sido anunciado al principio- desemboca en un suceso a un tiempo disparatado y, como el primero, también justiciero. Todo parece muy loco, injustificado a pesar de la inercia que arrastra a los personajes, hasta que…

Hasta que en las páginas finales un antiguo recuerdo explica casi todo.

Una lectura breve, ágil a pesar de lo difuso de los motivos de los personajes, entretenida y que hace pensar sobre el poder de las improntas y hasta dónde nos puede llevar.




jueves, 1 de agosto de 2024

Nosotros matamos a Stella - Marlen Haushofer

 




Cuando acabé de leer esta breve novela escribí en Twitter que Contraseña no tiene un libro malo. Y es verdad. Pero sí los tiene más risueños, que conste, porque la historia que cuenta Anna, la narradora y protagonista, es como para pegarse un tiro por la exasperación que llega a producir en el lector, lo cual, seguro, es lo que pretendió la autora: dar un meneo a nuestras entendederas para hacerlas conscientes del nefasto poder de la intimidación, del miedo y del silencio.

Al comenzar a leer este libro conviene recordar que la acción transcurre en los años 50 del siglo XX. Situarse temporalmente ayuda a entender desde el principio unos roles y unas conductas que ya han cambiado, aunque sin pasarse. El matrimonio formado por Anna y Richard es aparentemente feliz. Ella vive volcada en su hijo Wolfgam y algo menos en Annette, a diferencia de su hermano, aún demasiado pequeña para percibir según qué cosas. Lo importante de lo que llevo dicho es el término «aparentemente», porque en realidad, el  matrimonio solo es felicísimo para Richard, que va y viene y hace con su vida lo que quiere, incluyendo el disfrute de un amplio catálogo de amoríos de usar y tirar perceptible para todos, incluyendo su esposa, aunque todos hacen como si no pasara nada, porque todos temen algo: Richard es demasiado egoísta y dominante como para pensar que el mundo deba o pueda cambiar; Anna tampoco lo piensa, por miedo a alterar los equilibrios familiares y sociales, por miedo y sumisión a Richard y hasta a su propio hijo (con quien mantiene una especie de pacto de silencio que Anna intenta evitar que se transforme en desprecio hacia ella), y Wolfgam porque aunque ve y entiende lo que sucede, no se atreve a meterse en medio. Así, Anna, la narradora, se limita a dejar pasar el tiempo, sin ilusiones, ni orgullo, ni nada distinto a cierto triste afán por sobrevivir en su propio interior (y nada más) sin amargarse demasiado la vida.

Y entonces llega Stella. Una muchacha joven, huérfana de padre, heredera de una farmacia por la que suspira la madre. Llega para cursar unos estudios y, aunque a nadie le hace gracia su presencia, allí se queda por falta de excusas para rechazarla.

Poco después, Stella muere en un accidente de tráfico con toda la pinta de un suicidio. Pero, ¿por qué se habría de suicidar? Pues porque la inercia de la familia ha pasado sobre ella como una apisonadora, triturándola. De ahí que este libro sea una denuncia contra los roles de la sociedad patriarcal (término que, de puro usado y abusado, me da repelús, pero que aquí es adecuado), y una denuncia, también, de la cobardía, del silencio culpable, y, sobre todo, de que atreverse a ser quien uno es no es solo una cuestión privada e individual.

          Sobre esto tratan las reflexiones y recuerdos de Anna. La novela no desarrolla una historia, sino las reflexiones a partir de una historia que el lector conocer enseguida.

Nosotros, que no nos atrevíamos a perder nuestra decorativa posición en la sociedad, matamos a Stella.




lunes, 29 de julio de 2024

El niño – Fernando Aramburu

 


El 23 de octubre de 1980, una explosión de gas en un colegio de Ortuella, localidad de unos pocos miles de habitantes próxima a Bilbao, mató a cincuenta niños de entre cinco y seis años, y a tres adultos. 

El niño, de Fernando Aramburu, tomando como guía de la novela una familia, cuenta quiénes eran y quiénes fueron. A qué hace referencia la «y» no es preciso aclararlo.

         El título, sin embargo, no alude a una persona concreta, porque el niño que protagoniza El niño representa a todos y cada uno de aquellos cincuenta desdichados. 

Tres son los personajes de esta novela, aparte del Nuco, el niño muerto:  Mariaje, su madre, ama de casa; José Miguel, su padre, obrero industrial; y Nicasio, su abuelo materno, jubilado. Todos inmigrantes de lo que ahora llamamos «España vacía». No hacen falta más para contar una historia que en algún lugar el autor ha dicho que, aparte de su inevitable componente trágico, lanza un mensaje de esperanza, de reconstrucción. Un mensaje positivo al que, la verdad, no acaban de acogerse los tres personajes, sino, en realidad, solo uno. El destino de otro acaba determinado por algo ajeno al accidente, pero que no hubiera descubierto sin él; y el del tercero tampoco es muy risueño que digamos.

Lo mejor, o más bien, lo mollar, es el exquisito tratamiento que Aramburu da a un tema en el que pisar terrenos sensibleros o voluntaristas es tan sencillo que parece increíble que haya conseguido evitarlo. El resultado permite al lector asomarse al abismo sin peligro, haciéndolo consciente de su existencia; le permite intuir el el horror de la caída, pero no experimentarlo.

      La novela, breve, compuesta de capítulos muy cortos, alterna tonos y destinatarios: el del narrador-reportero-investigador que da testimonio y se dirige al lector; el de Mariaje ,testigo de referencia del narrador (y a través de cuyos ojos vemos a su marido y a su padre) y que suele dirigirse a él; y, por último, el del propio texto, el de la propia novela, que cobra vida para dirigirse al lector y explicarse, lo cual, más que una extravagancia, consigue ser un recurso inteligente y útil a los fines que persigue: encauzar el relato sin que se desborden las emociones.

Una lectura amena, interesante, dura pero no desagradable, en la que los tres protagonistas acaban siendo unos personajes inolvidables, especialmente el abuelo Nicasio y Mariaje. José Miguel, también, pero de otro modo.

Merece la pena leerla, reflexionar sobre la vida y la muerte, sobre la licitud de la reconstrucción, sobre cómo compatibilizar la fidelidad a la memoria y a la propia vida, y sobre cómo la tragedia, aunque parezca increíble, nunca es el punto final para quienes la sobreviven. También sobre cómo la tragedia se diluye a ritmos distintos para cada cual. Para los no afectados, para la sociedad, a toda velocidad. La vida, para el resto, oscila entre la de quienes se quedan irremisiblemente atrás y la de quienes, en un momento u otro, aceleran para incorporarse a la masa que ha seguido adelante.

         Un gran libro para pensar en el día después de los momentos trágicos que, antes o después, a casi todos nos han de llegar, si no nos han llegado ya.


jueves, 25 de julio de 2024

Imposible – Erri de Luca

 



Un viejo miembro de un grupo antisistema, antaño encarcelado por sus actividades, es detenido. Es sospechoso de la muerte de un antiguo colega, que luego también fue su delator. El muerto se ha despeñado por un precipicio, tras perder pie en la cornisa de piedra por la que caminaba, en la alta montaña. El acusado, que, según él mismo reconoce, caminaba varios centenares de metros detrás, es quien dio la voz de alarma. Si no hubiera dicho nada, podría haberse ido tan campante sin que nadie se acordara de él.

Pero ahora ahí está, metido en un lío. Acusado de asesinato, nada menos. Aunque al protagonista, de vuelta de todo, le importa un pimiento, consciente de que, a sus años, la verdadera libertad es la mental. Por eso insiste en su inocencia desde la tranquilidad, no desde el temor al presidio: no hizo nada porque el traidor se despeñara, y atribuye a la casualidad la coincidencia de ambos en aquellos andurriales.

El joven juez de instrucción es de otra opinión. Y el libro, breve, claro, inteligente e intenso, se construye alternando los peculiares interrogatorios del juez con las cartas del preso a una mujer.

Las cartas sirven para aclarar lo que en los «interrogatorios» queda poco claro, sea en materia de hechos, de actitudes o de sentimientos, pero lo mollar son los «interrogatorios». Entrecomillo el término porque en realidad, el propio juez lo reconoce, se trata de conversaciones, Conversaciones no inocentes, por supuesto, pero conversaciones. En ellas el preso se retrata: relata su vida y, sobre todo, su pensamiento. Y el juez intenta pescar en esas aguas datos que le permitan construir un relato acusatorio.

Y esto es lo más interesante: la oposición de ideas. Las del ya casi anciano actual frente al joven revolucionario que fue, cómo se asimilan o no las cosas, cómo se domestica la conciencia, si es que hay que hacerlo, o cómo las ideas la amoldan a las actividades violentas; cómo explicar las relaciones entre traidores y traicionados; entre niños que fueron amigos y luego adultos compañeros y finalmente enemigos; la oposición, también, entre el viejo antisistema y el joven juez que representa, precisamente, al sistema; la oposición entre experiencia vital e inexperiencia, simbolizada en la bisoñez del juez en la montaña, la cual, a su vez, simboliza la vida (un camino complicado, exigente, que solo se aprecia en toda su magnitud recorriéndolo en solitario y en el que, aun en compañía, estamos solos, a merced de los elementos... y de los demás); la oposición entre las ideas elaboradas y acomodaticias y los principios e ideales; la oposición entre quien detenta el poder sobre los demás y quien se siente único dueño de sí mismo; y la oposición, en definitiva, entre las diferentes formas de afrontar la vida.

Un relato breve, bien estructurado, con diálogos largos, ágiles, profundos, enriquecedores, bien argumentados, paradójicos, que son la razón de ser de este libro, cuyo final sí hace una concesión a aclarar lo que sucedió o dejó de suceder en la cornisa. 

¿Y qué sucedió? ¿El protagonista es culpable o inocente? Lo sabrá quien lea esta novela corta, pero no me resisto a decir que, pese a que las dos interpretaciones quedan abiertas, lo insólito del gesto final del protagonista apunta en una sola dirección.


jueves, 18 de julio de 2024

Últimas tardes con Teresa – Juan Marsé

 


Juan Marsé tenía solo 33 años cuando publicó esta fantástica y también dura y tierna novela en 1966. Había sido premiada un año antes (Premio Biblioteca Breve), todo lo cual permite saber que la escribió rondando los 30. Dada la calidad de la obra, impresiona la capacidad de su autor a esa edad. E impresiona no solo por cómo está escrita, sino por la profundidad de la perspectiva, más propia de una persona de mucha más edad.

El comienzo de la novela ya está en la posteridad. Pone en acción al Pijoaparte, un veinteañero, un charnego, un inmigrante en la Barcelona de 1956, donde transcurre la novela, un tipo profundamente inculto, sin oficio ni beneficio, que, en el marginal barrio del Carmelo, encaramado en la ladera de la montaña, malvive del robo de motocicletas, explotado por un receptador que es lo más parecido que tiene a un padre. Pero el Pijoaparte, llamado Manolo, es también un tipo tan consciente de ser un don nadie y tan acomplejado por ello que trata de ocultarlo con una actitud chulesca, siendo presumido, y supliendo los argumentos por la violencia o la amenaza de ella, y con unos sueños de grandeza (económica, que la cabeza no le da para más) que convierten en espejo donde mirarse a todo aquel que lleva una vida relativamente lujosa, como la de, por ejemplo, los pequeños empresarios capaces de tener su casita en el barrio de San Gervasio en Barcelona y otra en la playa. Además, el Pijoaparte, aunque siempre un chulo, es también un pobre desgraciado que no tiene quien le haga caso, quien lo quiera un poco, porque sus complejos le hacen rechazar, sin darse cuenta, el afecto de los que, desarrapados como él, tiene más cerca. 


En una fiesta conoce a Maruja, desencadenándose un comienzo memorable que despeña al don Juan desde el nivel al que lo impulsan sus complejos al de su desoladora realidad. Y, a partir de aquí, comienza a aparecer Teresa como si se abriera paso entre la niebla: primero, tímidamente, como una imagen borrosa, casi como un sueño, para ir tomando corporeidad poco a poco. Teresa es hija de uno de esos empresarios con casa en Barcelona, en San Gervasio, y en la playa, en Blanes, al pie de una pequeña cala solitaria y privada. Es universitaria, con una edad que Marsé varía de unas páginas a otras: 18, 19… Aunque parece más madura. Teresa juega a jugársela: es de izquierdas, lo cual supone ser rebelde a la familia, aunque no renuncia a ninguna de las ventajas de pertenecer a ella, y anda metida en fregados estudiantiles reprimidos por el franquismo.

Sobre este punto, lo primero que llama la atención es el ingenuo izquierdismo de salón de quienes viven tan bien que teorizan sobre el obrero sin haber visto uno ni de lejos. Izquierdistas que se erigen en defensores/benefactores de otros desde cierto sentimiento de superioridad, y tan ingenuos que, para ellos, el obrero es una especie de ser mitológico digno de protección en nombre de la justicia universal. Pero, claro, el día en que, fascinados y al mismo tiempo acomplejados por la repentina conciencia de su ignorancia, se topan con uno, igual se dan cuenta de que no es la inerte pieza decorativa de sus delirios que hasta ese momento creían.

Dicho esto, o por todo esto, la fascinación entre los dos protagonistas es mutua: para el Pijoaparte, Teresa representa todo aquellos por lo que él suspira y no puede alcanzar; lo que él merece o, mejor dicho, lo que tendría de no haberle deparado la vida tan mala suerte; para ella, en cambio, Manolo es la esencia, la verdad de la vida. Su relación se afianza con Maruja como un delicado y complicado telón de fondo. Maruja, por contraste, realza el idealismo/egoísmo/estar en la inopia de los dos protagonistas. Maruja, ella sí, es la única que vive con los pies en el suelo. La obrera de verdad, la que sabe que lo es y se resigna a serlo, la que intenta vivir su vida tal y como es porque es la única que tiene. Un personaje que, no es inocente en esta obra dadas sus características, acaba como acaba.

La acción transcurre a lo largo del verano de 1956. Desde la verbena de San Juan hasta mediado septiembre. La evocación del verano en esa época de la vida donde el ya exadolescente, aún carente de responsabilidades, es aún lo bastante ingenuo para que el idealismo le haga creer, a medida que va descubriendo el mundo, que logrará cambiarlo y hacerlo a su medida, tiene una fuerza desmedida en esta novela. Muy potente es también la expresión, elaborada, retorcida a veces, con frondosas frases interminables que enlazan y combinan ideas complejas, que a veces parecen hacer piruetas líricas para luego soltar una carcajada y explotar como realidades prosaicas. Y, sobre todo, la novela tiene varios momentos de conmoción; todos significativos, todos trascendentales.

Y el final…

El final muestra a un Pijoaparte cuya mejor defensa es su propio orgullo, que proviene de sus propios complejos. Qué paradoja. Es también significativo, muchísimo, con quién mantiene la última conversación de la novela. Poner ahí ese interlocutor es el modo que tiene Marsé de indicar cuán bajo está en ese momento el pobre Pijoaparte, cómo la vida le ha pasado por encima. Pero además, Marsé, al poner precisamente en esa boca la información sobre Teresa, sume al lector en una angustiosa confusión, porque igual que es perfectamente lógico que la información sea cierta, pudiera no serlo. Todo depende de lo sincera que haya sido Teresa a lo largo de la historia. O de si algo o alguien, ¿la madurez? ¿la influencia familiar?, le ha hecho abrazar el pragmatismo y olvidar las veleidades juveniles. El Pijoaparte cree lo que le dicen, lo cual puede decir más de él, de sus complejos, que de Teresa. Y, reaccionando como reacciona, provoca en el lector un vacío, una congoja, tan triste como inolvidable.


lunes, 15 de julio de 2024

España diversa - Eduardo Manzano Moreno

 


Eduardo Manzano Moreno es profesor de Investigación en el Centro de Ciencias Humanas y Socialesque dirigió seis años, del Centro Superior de Investigaciones Científicas. Ha sido investigador invitado en la universidad de Oxford y profesor invitado en la de Chicago, y es uno de los grandes especialistas en la historia de al-Andalus, que es como decir en algo que aún tiene un crucial reflejo en el día a día.

España diversa parte de una idea motriz que, dicho sea de paso, comparto hasta el punto de que es ella la que, en los últimos años, me ha llevado a leer libros de historia: la historia apadrinada por el poder (esto es, la más difundida, empezando por la educación y los medios) ha sido, desde el siglo XIX, un instrumento para afianzar los nacionalismos (lógico, puesto que la mayoría de las naciones y estados, en su configuración actual, nacieron en esa época). Es el caso tanto del nacionalismo español como de los nacionalismos periféricos. Todos ellos se buscan, individualizan y legitiman en un pasado que, supuestamente, justifica sus ambiciones de presente y futuro. Y no solo se buscan: se encuentran, aunque no estén o no como les gustaría. Para lo cual ambos nacionalismos recurren a mitos fundacionales y tergiversan y manipulan, términos estos con que la prudencia y la corrección política han suavizado otros como «mentir» o «engañar», sin que ello impida admitir, al contrario, y por eso libros como este, que mitos, tergiversaciones y manipulaciones han llegado a ser, para millones de personas, hechos ciertos e incontrovertibles.

Como, por deformación profesional, desde hace años he ido reflexionando sobre la importancia de los devenires económicos en la historia, particularmente en los dos últimos siglos, la existencia de patrañas históricas era para mí una certeza en unos casos y una sospecha en bastantes otros. Sin embargo, poco ducho en la historia sin adjetivos, y consciente de que la generación anterior solo pudo legar a la mía la ignorancia y la manipulación de cuarenta años de monopolio «formativo e informativo», me resulta complicado, cuando no imposible, completar las lagunas yo solito. Es decir, a menudo sé cuándo me están contando una versión mendaz de la historia, pero carezco de conocimientos para saber cuál es la más ajustada a la realidad o, al menos, a lo más probable. De ahí que de un tiempo a esta parte me haya dado en leer algunos libros de historia, a los que la única condición que pongo es que sus autores sean historiadores profesionales y de prestigio académico.

El título de esta obra ya aventura por dónde va su discurrir. Comenzando por la época prerromana y terminando en la actualidad, Eduardo Manzano hace un recorrido por la historia con un hilo conductor: el territorial. Qué pasó en la península ibérica, por qué, cómo… Destacan las explicaciones del qué y del cómo, que aclaran el modo en que se desarrollan los procesos históricos, y, fundamentalmente, que no es posible buscar en la historia un «nosotros» y un «ellos», porque el «nosotros» del presente es un resultado del «todos» del pasado.



Invasiones que más lo fueron por asimilación de culturas que por sustitución de personas (el número de invasores casi siempre ha sido ridículo en comparación con la población autóctona), el papel de la religión en el ejercicio del poder y en la definición de quiénes de los nuestros son «los otros», y muchas otras cosas que el autor explica con claridad y con la necesaria concisión que un libro como este requiere, permiten al lector una comprensión cabal de algunos procesos históricos que, con frecuencia, más tienen que ver con lo fortuito o con prosaicas conductas que con los «inamovibles designios de Dios o del destino». Especialmente interesante es el análisis de la época de los Reyes Católicos y del «descubrimiento» de América, por ser el mito fundacional por excelencia del nacionalismo español, aunque tenga otros. También lo es el análisis de al-Andalus, o el posterior de las «monarquías compuestas».

La historia peninsular, concluye el autor, es la historia de su diversidad. Diversidad étnica, cultural, institucional, lingüística, jurídica, económica, con aduanas entre territorios, exclusividades comerciales, militares, dignatarias… Diversidad por todas partes, desde tiempos lejanísimos y hasta la actualidad, pero con un condicionante común: el territorio que tomamos en consideración hoy en día, y uso esta expresión porque durante siglos la vida de los habitantes de cada sitio de la península en poco o nada se vio afectada por las vicisitudes del resto, hasta el punto de poder afirmar que, en general, más se ha vivido pacíficamente de espaldas que conjuntamente. 

Hace hincapié Eduardo Manzano en el modo en que esa diversidad ha convivido de modo pacífico (durante siglos, las guerras nunca fueron entre comunidades, entre sociedades, sino entre quienes se disputaban su control) y que, además, esa diversidad ha sobrevivido a todos los intentos de eliminarla, algunos de ellos, literalmente, a sangre y fuego.

Si hay algo que tenemos en común, es la diversidad, y si hay algo que nos puede unir es el respeto a la diversidad que permite a cada uno, sin temor, ser quien es. Cuando no ha sido así, el resultado ha sido triple: escabechinas para unos, empobrecimiento económico y cultural para el resto, y, al final, resurrección de la diversidad, porque no es posible eliminarla sin eliminarnos.

        Una ocasión para reflexionar sobre la diferencia entre la convivencia entre los diversos y la homogeneización.

Termino con la cita con que comienza el libro. Alrededor de 1640, Baltasar Gracián (a ver quién le tose) dejó escrito en «El Político Don Fernando el Católico»: «Los mismos mares, los montes y los ríos le son a Francia término connatural y muralla para su conservación. Pero en la monarquía de España, donde las provincias son muchas, las naciones diferentes, las lenguas varias, las inclinaciones opuestas, los climas encontrados, assi como es menester gran capacidad para conservar, assi mucha para unir».


jueves, 11 de julio de 2024

La inquilina silenciosa – Clémence Michallon

 



Literariamente, La inquilina silenciosa es fast food. No creo que nadie pueda dudar de que la aspiración de la autora ha sido vender entreteniendo, y no alumbrar pretensión artística alguna.

Lo anterior no es malo, que conste. Entretener es una de las misiones de la literatura, entre otras cosas porque los lectores no podemos estar todo el día con ánimo trascendente, sibarita o estudioso. Hay que ventilar las neuronas. Por lo tanto, la cuestión con el fast food es si se trata de buen fast food, y la respuesta, en este caso, es que no es malo, pero que los hay mucho mejores.

La inquilina silenciosa tiene el mérito de una limitada originalidad y el pecado de la falta de verosimilitud, además de un ritmo que, aunque ágil, se hace lento porque el camino resulta previsible: la autora va a alargar la cosa porque debe rellenar las más de cuatrocientas páginas que justifican cobrar 21 euros por la joya.

¿Y qué es «la cosa»? El encierro de la protagonista, una chica innominada, que está presa de un zumbado. Primero en un cobertizo aislado, y luego en… En donde verá quien lea la novela.




La cuestión es que pasar años y años con menos radio de movimiento que un perro encadenado, sin volverte majareta y sin que tenga consecuencias físicas incapacitantes, es tan poco probable como que sin solución de continuidad esa presa pueda seguir siéndolo conviviendo con gente normal que entra y sale sin saber que la silenciosa inquilina que tienen enfrente en la mesa de la cocina está cautiva. Si además unimos los innecesarios capítulos (por fortuna, breves) en los que diversas muertas se dirigen desde el más allá al lector para contarle que están muertas porque el protagonista es muy malo, capítulos con los que la autora fracasa en el intento de crear tensión porque el lector ya sabe desde el primer instante que el protagonista muy buena persona no es, el resultado de todo esto, digo, hace previsible la evolución de la novela, basada en el principio de que «tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe». Es decir, que tanto tienta la suerte el malo que al final la pifia. En resumen, la novela se limita a esperar el momento en el que la prisionera va a poder salir pitando, si es que el malvado no se la carga con motivo de alguna de las ocasiones fallidas (que ya sabemos que no, porque, como he dicho, en ese punto se acabaría la historia).

No es lo único endeble: por qué el malo no liquida a la víctima, cuando apiolar damiselas no es extraño para él, sugiere cierta relación especial, indica que algo ha visto él en ella para «respetarla» hasta el extremo de no darle matarile y complicarse el día a día de padre y marido durante más de un lustro, porque las presas encadenadas y ocultas al mundo mantienen la costumbre de comer, beber y experimentar las consecuencias de comer y beber. Sugiere esa relación, digo, pero nada se aclara al respecto. Algo habrá visto el animalico en la heroína del cuento, pero eso se lo guarda para sí.

Ocurre, también, que una parte de los recursos para «solucionar» la novela son tan tópicos que abochornan. Por ejemplo, crear artificiosamente situaciones que dejan la escena al borde del abismo… para no caer, porque se acabaría la novela. Por ejemplo, hacer pender la vida de alguien de un hilo que a cada capítulo puede romperse, y aún mejor si ese alguien es una persona incauta que no sabe dónde se mete. Por ejemplo, ¿cuántas películas o libros no ha visto o leído el personal en la que alguien se mete a cotillear donde no debe y estaba bien cerrado y acaba descubriendo un pastel de cartas, fotos, documentación y cosillas así? ¡Qué sería de los autores sin imaginación sin los malos con vocación de archiveros!

En resumen, fast food del montón. Ni bueno, ni especialmente malo. Del que uno olvida sin remordimientos.


lunes, 8 de julio de 2024

Extrañas parejas – Cristina Peri Rossi

 



Compré este libro cuando iba a la busca de uno con capítulos o relatos cortos, la lectura de cada cual no me llevara más de diez o quince minutos, para amenizar cafés solitarios y no acabar empanado con el móvil.

Y difícil es quedar empanado con nada cuando delante tienes una obra tan original y brillante como Extrañas parejas. Se trata de un conjunto de relatos evidentemente ficticios pero que tienen por protagonistas a personajes reales y famosos, e incluso alguno ficticio pero tan famoso que casi es real, como la Alicia de Lewis Carroll, que aparece en el relato que cuenta el reencuentro del personaje con el autor, siendo ya Alicia mayor; entre ellos salen a relucir ciertas cosillas del pasado que no dejan muy bien parado ni a Carroll ni a la inocencia de Alicia, ni, mucho menos, a la Alicia adulta. Desde luego, el concepto de «maravillas» que ambos tienen no coincide con el del cuento.

Pero antes hemos dado un rápido vistazo (desde su primer y peculiar encuentro) a la difícil relación entre Katherine Hepburn y Spencer Tracy, para luego, a lo largo del libro, también topamos con Marilyn Monroe, Baudelaire, Bacon, Cary Grant o Salinger

Historias disparatadas, ingeniosas, ágiles, fuertes, con un punto de humor, en las que afloran vidas ocultas o, al menos, vidas desconocidas por el público. Historias, también, donde cada uno de los protagonistas cuenta con una pareja con la que mano a mano hace discurrir cada breve historia.

Un libro corto, intenso, divertido, original y brillante.


lunes, 17 de junio de 2024

Las hazañas de un joven don Juan – Guillaume Apollinaire

 




Floja edición, con no pocas erratas, de una floja historia escrita por Apollinaire más o menos a los 30 años, presumiblemente por encargo. Pornografía a la carta que, si satisfizo al cliente, me atrevo a afirmar que el cliente se conformaba con poco.

Aunque, a decir verdad, esta obra no es enteramente pornográfica. Avanza con un pie en el porno y otro en el erotismo. Eso sí, con un andar bastante patoso.

Las hazañas de un joven don Juan trata de provocar, como toda pornografía, y, como nada resulta más provocador que lo transgresor, Apollinaire nos ofrece una relación de transgresiones bastante poco trabajadas (porque se reducen al quién, casi nada al qué y nada al porqué) protagonizadas por un adolescente con las hormonas tan desatadas como solo lo pueden estar a esa edad. En resumen, más que un joven don Juan, el libro habla de un joven semental.

Las provocaciones, pues en ellas se resume la historia, son las siguientes:

-El propio protagonista, que en lugar de ser un joven hecho y derecho es solo un adolescente. En las primeras páginas resulta aún algo aniñado, aunque enseguida evoluciona a sátiro consumado. La inocencia corrompida y corruptora.

-La ingenuidad universal ante el sexo: ninguno de los personajes que navega por estas pocas páginas lleva otra cosa en la cabeza y todos lo practican y disfrutan con la misma naturalidad con que uno acepta tomar una cervecita un día caluroso. Aquí hay quien folla hasta por accidente. A todo el que haya hecho mofa de que en las películas porno el argumento consistía en un «hola, buenas», un intercambio de miradas y, acto seguido, quince minutos de revolcón, habría que recordarle que el padre del término «surrealismo» ya utilizó tal «habilidad». Y no fue el primero, claro. Es cierto que, habida cuenta de lo que puede llegar a costar comerse una rosca, la «barra libre» puede resultar perturbadora. Pero bien contado, claro. En este libro, o a estas alturas de siglo XXI, el resultado se limita a un psé

-La identidad de los amantes. El «quién». En las poquitas páginas de este libro vemos incestos, adulterios y, también, relación entre desiguales socialmente. Todo lo cual es un clásico del «morbo», porque todo son relaciones «prohibidas». 

-El recurso a la escatología. Sin entrar en el detalle de «Las once mil vergas», el autor no deja de dar cuenta de un solo olor, y como ciertas partes en ciertas épocas no veían el agua con frecuencia... Dejémoslo en que se trata de un libro con «escatología aromática».

-Y, en cuanto a los «qué» transgresores, aquí podrán encontrar ustedes un rápido episodio de sodomía, un poco de liviano sadomasoquismo y un trío en el que una de partes se limita a deleitarse con la mirada. Teniendo en cuenta lo que en 2024 ha llegado a ver la mayoría de la gente, el poder transgresor de estas imágenes también ha menguado lo suyo.

Por último, en cuanto a los «porqués», ya lo he dicho: ni uno. Los personajes de esta breve historia se aparean porque sí, porque, como decían los humoristas ñoños de la Transición, «les da gustirrinín». Que no espere nadie una sola reflexión vinculada a las emociones, al amor, al cálculo, al egoísmo… A nada. Aquí se folla, y punto. Por eso el joven don Juan ni es un don Juan ni es nada. Él no seduce. Ni convence. Simplemente actúa como anzuelo de personas de antemano seducidas y convencidas, dispuestas a dejarse pescar por él o por quien sea.

¿Y el argumento? Pues que el joven don Juan se cepilla a cuanta fémina se pone a tiro, que todas lo saben, que todas se ponen alegremente a tiro. E incluso luego comentan la jugada entre ellas.

En resumen: puede usted elegir: o leer «Las hazañas de un joven don Juan», o juntar un par de conejos en celo y presenciarlas.

Una lectura facilita y rápida, que no exige el funcionamiento simultáneo de demasiadas neuronas. Tan cándida que hasta resulta divertida. Ideal para resetear y enfrentarte a tu biblioteca con las mismas ganas que si nunca antes hubieras leído un libro.


jueves, 13 de junio de 2024

Blancura – Jon Fosse

 


El Nobel sirve para saber de la existencia de escritores como el noruego Jon Fosse, de quien, pese a su extensa obra y a haber recibido un canasto de premios, lo desconocía todo.

Blancura es un librito corto, publicado a toda prisa en España por Random House pocos días después de la concesión del Nobel. Cuenta fantásticamente una muerte por congelación, y se lee de una sentada. 

El protagonista, que no parece andar muy lúcido, deambula sin rumbo con su coche por carreteras y carreteras, sin saber qué hacer con su vida, hasta que se mete por un camino, queda atascado y, en medio de unas reflexiones dignas de la más obtusa mollera que nos muestran a un ser humano lógico pero algo trastornado vaya usted a saber por qué, busca ayuda echándose a andar camino adelante. Hace un frío que pela, está a punto de anochecer y además comienza a nevar. No hace falta ser Einstein para prever la que se va liar, pero las neuronas del caballero, ya digo, no están en su mejor día.

El blanco de la nieve se confunde con otros blancos. Como el de cierta luz. Conviene reflexionar sobre lo que acaba viendo y oyendo el protagonista. ¿Por qué eso y no algo distinto? ¿Qué significa o simboliza cada cosa? ¿Qué nos dice sobre él? ¿Qué nos dice sobre una persona lo que cruza por su mente cuando solo inconscientemente puede saber que está en peligro de muerte inminente?

Y, ¿cómo es la muerte? 

        Eso es todo lo que vamos a saber del personaje. Da igual qué lo ha llevado allí, da igual su pasado, da igual todo. Es solo un ser humano algo aturdido. Y lo que le sucede después. Nada más ha querido contar el autor.

Blancura está magistralmente narrado, aunque a veces el lenguaje es reiterativo por la necesidad de trabajar la obsesión. Tan bien escrito está que las alucinaciones del protagonista parecen no serlo durante un buen rato. E incluso luego, cuando queda claro que lo son, son tan vívidas que el lector siente la necesidad de que no lo sean. 

No tiene ni un punto y aparte, pero entre la brevedad y la claridad de la exposición se lee con agilidad. 


lunes, 10 de junio de 2024

El holocausto español – Paul Preston

 

             

              Conforme más libros de historia sobre la Guerra Civil leo, más me asombra la ignorancia en que vivimos y más me afrenta la «ignorancia culpable». Es decir, la de quienes conscientemente evitan la obra de historiadores de prestigio para echarse en brazos de los diferentes tipos de cantamañanas dispuestos a «crear historia» a gusto del cliente.

              Paul Preston (1946) estudió y se doctoró en historia en la Universidad de Oxford, fue profesor en la de Reading, en el Centro de Estudios Mediterráneos en Roma, en el Queen Mary College de la Universidad de Londres, donde llegó a catedrático a los 39 años, y, desde 1991, es catedrático de historia contemporánea en la London School of Economics and Political Science. Es uno de los hispanistas más conocidos y renombrados.

              En algún sitio he leído que escribir esta obra le costó una década (y sigue revisándola) y enormes esfuerzos emocionales debidos a lo escalofriante de los testimonios y datos recabados.

              El holocausto español lleva por subtítulo «Odio y exterminio en la Guerra Civil y después». Creo que «exterminio» es la palabra clave para comprender las diferencias entre las distintas violencias: casi todas fueron ejercidas desde el odio, el cual tenía diferentes causas, pero es la voluntad deliberada y planificada de exterminar lo que causó el holocausto. Luego lo explico.

              Esta obra viene a ser un muy documentado repaso, muy amplio geográficamente, de las atrocidades cometidas durante la Guerra Civil y en los años inmediatamente posteriores. En estos últimos la violencia se ejerció por la dictadura prácticamente en régimen de monopolio, y siguiendo las mismas pautas que durante la guerra. Creo que este hecho es probatorio de la voluntad de extermino: una vez alcanzado el poder y controladas todas las instituciones, nada, sino la voluntad de exterminar al discrepante, podía justificar que se prosiguiera con las matanzas. A esta práctica Franco la llamó «redención», y él y otros responsables del régimen la justificaron en público en numerosas ocasiones., 

        Hablando de la Guerra Civil, con la que comienza este libro, lo primero que llama la atención es la escasísima atención que se presta a los combates propiamente dichos. La violencia que analiza Preston es la violencia «en frío», la que puede ahorrarse quien la ejerce sin perder una batalla o ceder una posición. La violencia gratuita. La que, a diferencia de la violencia en combate, no nace de la necesidad de matar para no ser matado, sino del odio, de la voluntad de exterminio. En general, analiza la violencia lejos del frente, en las retaguardias.  Aunque debo corregirme: junto a la violencia «en frío» Preston además da cuenta de la producida, también fuera del frente, en la agitación previa a una inminente derrota tras la que llegarán salvajes represalias.

              Durante unas novecientas páginas Preston hace una larga recapitulación de centenares de episodios de violencia. Los expone incluyendo detalles precisos para valorar el grado de odio (como actos humillantes, torturas o salvajes crueldades innecesarias para matar), contextualizando cada situación (por ejemplo señalando si, previamente, en la localidad de turno, había habido o no violencia contra quienes con ocasión de la guerra la ejercieron, o todo aquello que podía exacerbar los ánimos, como un asedio lleno de penurias y desesperanza o el deseo de vengar acciones políticas concretas). Preston realiza su análisis desde un plano a un tiempo territorial y cronológico: lo sucedido inicialmente en la parte del territorio controlada por los sublevados y en la que no, y lo que fue ocurriendo a medida que se fue modificando el mapa. A este respecto, cabe recordar que, salvo escasísimas y poco duraderas ocasiones, solo los sublevados ganaron terreno, por lo que las represalias y exterminio del conquistado fueron también casi monopolísticas. En cambio, hay más similitudes en los primeros meses de la guerra.

              El lector que aspire a ser juicioso probablemente se dará cuenta de que en ese periodo convivieron muy distintos tipos de violencia, cada una de las cuales tiene unos responsables. Hubo violencia «individual», es decir, ejercida sin otro motivo que las apetencias de agresores que se sentían impunes en una situación caótica o protegidos por su pertenencia al colectivo dominante, y hubo violencia programada y organizada, sin duda la peor, la más intensa, trágica y reprobable. Pero dentro de esta última también es preciso hacer distinciones, porque no todas tienen la misma explicación, ni las mismas causas, ni el mismo grado de planificación y centralización en la toma de decisiones monstruosas.

              Para adentrarse en El holocausto español conviene tener claro el mapa de protagonismos: el dominio de los rebeldes en las áreas que controlaban (en las que pronto sometieron a su dictado a falangistas y requetés, aunque desde el principio las actuaciones de unos y otros poco se diferenciaron en cuanto a sus destinatarios y modo de ejercicio), y el proceso revolucionario que se vivió en el resto de España, con el Gobierno y la Generalitat perdiendo por completo el control de instituciones, territorios y lugares clave, que quedaron en manos de milicias y organizaciones sumamente ideologizadas y que actuaban por su cuenta unas veces movidas por el odio, otras por el afán de venganza y alguna, quizá, solo quizá, por la desesperación. Conviene tener claro que también se produjo violencia extrema en el enfrentamiento entre estos grupos, y el papel que en todos los territorios jugaron muchos sospechosos de simpatizar con «los otros», personas que se emplearon con especial saña para disipar dudas sobre con quién estaban. Con toda certeza, a ambos lados del frente muchas víctimas lo fueron a manos de personas de su misma ideología.

              Preston no solo da cuenta de los actos violentos sino que, como he dicho, los contextualiza, y para trasladar las verdaderas motivaciones con frecuencia recurre a mencionar el desarrollo de los procedimientos jurídicos usados, los cuales se quedaron en un decir con la honrosa excepción de lo poco que quedó bajo el control gubernamental. El objetivo del libro no es inclinar la balanza hacia nadie, sino retratar la violencia. Lo cual no impide (más bien el rigor obliga) señalar las diferencias. Lo que distingue una violencia de otra no es una cuestión de número de muertos, sino de los objetivos del agresor, los cuales se reflejan en sus procedimientos: asesinatos sin juicio ni previa detención,  o ausencia de juicios a los detenidos, o juicios donde los encausados ni tenían abogados defensores, ni derecho a hablar; o los eufemismos en los partes de defunción; o el tratamiento a los muertos y a sus familiares... Todo esto, frente a prácticas jurídicas y forenses más acordes a lo deseable, revelan la concepción de la violencia, la posición ante ella y la finalidad con que se usó.

              Además, Preston analiza no solo la barbarie cometida en cada sitio, sino también la respuesta de las autoridades, institucionales o autoerigidas, que controlaban cada lugar o situación. Así se ve con nitidez que mientras que entre los sublevados la barbarie era impune, entre otros motivos porque era promovida desde las más altas instancias, allá donde la República mantuvo un mínimo control intentó hacer pagar las barbaridades cometidas en su nombre, aunque rara vez lo consiguió. Se ve también quiénes se sacrificaron, incluso al punto de perder la vida, por salvar la vida de sus oponentes, y quiénes no.

              El resumen de todo es que el levantamiento militar de 1936 puso en marcha una dinámica no de victoria, sino de exterminio. El objetivo de vencer y hacerse con el poder estaba supeditado a la previa eliminación física del discrepante. Fue algo planeado e instigado para eliminar a «los enemigos de España» y beneficiarse del paralizante terror que sufrió el resto de la población. De ahí la falta de consecuencias ante la denuncia de la barbarie cometida desde sus propias filas, y de ahí, también, las regulares matanzas que se sucedieron durante años una vez terminada la guerra. En el territorio no controlado por los sublevados el odio también provocó un sinfín de matanzas, protagonizadas la mayor parte de ellas por grupos que se habían alzado contra la República por considerar que se les quedaba corta. Estas matanzas fueron arbitrarias, pero no respondían a un plan premeditado, y en algunas otras ocasiones tuvieron carácter de «venganza» por alguna matanza previa en el territorio sublevado y en alguna otra carácter «preventivo» (como los motivados por el psicótico miedo a la quinta columna), lo cual no hace menos dramático todo, pero ayuda a situar a cada cual en su lugar hasta donde es posible.

              Llama la atención el detalle con el que Preston analiza las matanzas de Paracuellos. Ninguna otra es estudiada con tanto pormenor. Estas matanzas fueron las más bárbaras en el territorio no controlado por los sublevados, pero su desarrollo es también el más confuso por el momento en el que se iniciaron: en las horas siguientes a que el Gobierno de la República, con toda la cúpula de la administración, dejase Madrid (tras ordenar el traslado lejos del frente, y no la ejecución, de los presos que fueron ´victimas de la matanza) y se formase una Junta de Defensa cuya composición estaba relacionada con quién ejercía el poder efectivo más que con quién detentaba el institucional. Preston hace bastante luz en un punto en el que el análisis hora a hora, algo complicadísimo de hacer, es clave para atribuir responsabilidades, pues fue en esas horas cuando se crearon ciertas cadenas de mando y en las que se tomatón decisiones sobre las que es preciso estudiar hasta qué punto fueron conocidas fuera de la cadena. Consciente de la polémica al respecto que siempre acompañó a Santiago Carrillo, de 21 años entonces y aún vivo cuando se publicó este libro, Preston le dedica especial atención, y llega a la conclusión de que es imposible que Carrillo no estuviera al tanto de las matanzas y de que no hay noticia de que se opusiera a ellas o intentara detenerlas, como sí se hizo desde otras instancias, aunque la primera iniciativa correspondiera a otros.  En relación a esta última idea, también detalla algo que frecuentemente se olvida en el burdo y triste debate entre quienes se echan matanzas a la cabeza: quiénes pusieron fin a éstas y si intentaron o no exigir responsabilidades a los responsables. La República intentó hacerlo con posterioridad, aunque en la tesitura de una ciudad sitiada, a punto de caer y amenazada con sufrir las mismas represalias que se habían vivido en otros lugares, es fácil comprender el papel que jugó el pragmatismo. 

        No es la única figura en la que Preston se detiene, aparte de las inevitables de quienes eran la cabeza del poder en algún sitio. El obispo Anselmo Polanco, Melchor Rodríguez... 

              Lo he mencionado ya, pero a la hora de terminar esta reseña lo recuerdo porque está presente a lo largo de todo el libro: lo que diferencia la violencia son varios puntos: la razón de los asesinatos, su planificación, su sistematización o no, la existencia o no de garantías para los juzgados y condenados a muerte o a otras penas y, por supuesto, si se exigió responsabilidad o no a quienes, dentro del propio bando, obraron criminalmente. Y por supuesto, quién ejerció violencia sistemática y quién no en tiempos de paz, por más convulsos que fueran. 

              Las conclusiones son claras, y han quedado apuntadas a lo largo de esta reseña.

              Si resulta imposible imaginar la magnitud de la barbarie sin leer este libro, resulta atroz intentar imaginar cómo debió de ser vivir aquellos días.

              Por último, perdonadme la «frivolidad»: los solo 14,2 euros que cuesta la edición de bolsillo de esta apaullante obra, permiten poca excusa a la «ignorancia culpable».


jueves, 6 de junio de 2024

Historia universal de la infamia – Jorge Luis Borges

 


Vaya título tan ambicioso para un librito tan corto, ¿eh? Porque, de juzgar por su brevedad, se diría que la infamia es casi inexistente.

Pero no, no es un título injusto. Lo que ocurre es que los tipos infames que protagonizan los relatos que componen este volumen son representantes. Con ellos basta. A fin de cuentas, no es preciso revolver todo el estercolero para saber a qué huele.

Oscilando con elegancia entre la biografía, la leyenda y la evocación fantástica, Historia universal de la infamia recoge varios cuentos y relatos breves publicados por separado y reunidos bajo este título en 1935. El lenguaje de Borges, florido y frondoso, unas veces acentúa la infamia y otras, no sé si pretendiéndolo o no, acaba excusándola con su belleza. El hilo conductor son conductas reprobables, claro, e interesantes. Por desgracia, ni la calidad del lenguaje ni los asuntos narrados impiden que la variedad de casos dificulte recordar bien casi nada. Es decir, es una de esas obras que conviene detenerse saborear en el momento de la lectura, porque hacerlo con el recuerdo es más complicado.

Por eso, siendo esta la segunda vez que he leído este librillo, lo he hecho aprovechando desayunos solitarios. La extensión de los relatos lo hace muy adecuado para mantener esta sana costumbre: merendarse uno rara vez cuesta más de quince minutos. Además, racionarlos así facilita su digestión. Y reinicias la mente. Aunque sea con tipos infames.

    Así que vuelves nuevo. Y contento, porque además, por suerte, lo que te encuentras al apurar el café y cerrar el libro no suele ser tan infame como lo que queda entre las páginas. 


lunes, 3 de junio de 2024

Crímenes pregonados – Rebeca Martín

 


    Todos podemos recordar crímenes que han protagonizado horas y horas de televisión. La mayoría de los crímenes mediáticos, además, desembocan en una fangosa mezcla de información y especulación. Por qué, entre crímenes similares, unos alcanzan fama y otros no, requiere un estudio del caso concreto y de su contexto mediático, pero no es esto lo relevante. Lo importante es que el crimen interesa mucho y a muchas personas, y que ese interés se manifiesta allá donde existe comunicación: televisión, periódicos, redes, conversaciones en un bar… ¿Cuánto tiempo no se dedica a los sucesos? Y, por supuesto, la literatura es comunicación. De hecho, la novela negra es, probablemente, el género literario más conocido y difundido. En los últimos quince o veinte años, además, ha sido el género de moda. El crimen interesa hasta cuando es ficticio.

    El gusto por lo truculento no es exclusivo del siglo XXI, sino que viene de antiguo, lo cual quiere decir que las razones que han movido a las personas hacia este tema seguramente han cambiado menos que las sociedades en las que han vivido: ¿será que en vano intentamos comprender la violencia? ¿O que sentimos la necesidad de «ver» morir a otros para comprender la muerte o perderle el miedo? ¿O que como la violencia nos atemoriza experimentamos alivio al ver que las cosas malas les suceden a otros, lo cual nos deja temporalmente a salvo? ¿O es que el atractivo de transgredir es tan elevado que, si tenemos a mano un medio impune para vivir la emoción del delito, no resistimos la tención de utilizarlo?

    A saber.

    Este gusto constante se ha ido satisfaciendo a lo largo de los siglos humeando bien en la ficción literaria, bien en casos reales cuyas circunstancias eran hijas del concreto momento histórico. Por eso, con el hilo conductor de esa apetencia invariable, el análisis cronológico de diferentes casos reales permite tener una vista panorámica de la evolución del entorno criminal e institucional penal, y, con ellos, de la sociedad. A estos efectos es importante que los crímenes estudiados sean «mediáticos» (lo cual exige que sean reales, claro) porque, siéndolos, además de tener más fuentes, se puede observar la reacción del ciudadano corriente, de los protagonistas, estudiar mejor los valores, las costumbres, los cambios normativos…

    Es lo que ha hecho Rebeca Martín en este estupendo libro que, con el atractivo del crimen famoso, pregonado de boca en boca y por todos los medios de comunicación de la época, navega entre la investigación histórica y la sociológica exponiendo cinco casos reales y célebres en su momento, ocurridos entre los últimos años del siglo XVIII y finales del XIX. Rasgo común –imprescindible para dar sentido al análisis- es que todos compartieron un mismo entorno, el entorno español en este caso; es decir, lugares, sociedades y grupos que compartían en gran medida cultura, costumbres, valores y hasta ordenamiento jurídico. Solo de este modo se puede atisbar la evolución de las cosas.

    Así, siguiendo la pista a cinco criminales, conocemos la Manila de finales del siglo XVIII, la regulación de esclavitud, las costumbres en torno a ella, el gueto colonial en el que vivían los colonizadores (una especie de burbuja de la España burguesa trasplantada a Filipinas)…; también conocemos el Madrid burgués en el que un relevante hombre de negocios fue asesinado por su esposa y el amante de ésta; observamos desde Barcelona el nacimiento y desarrollo de la psiquiatría y las tensiones entre jueces y peritos (un modo de ver cómo ha variado la influencia de los peritos en justicia y la concepción que los jueces tienen de su propio papel) a través de un empleado de aduanas monomaníaco; viajamos a Galicia, al mundo rural, tan parecido en esa época a los siglos precedentes, persiguiendo a un famoso asesino en serie; y, por último, hasta con escala en París, observamos los aledaños de la alta sociedad y de los círculos artísticos a través del crimen del pintor Juan Luna Novicio, gloria de la pintura filipina. Entre medio, conocemos multitud de anécdotas de cada proceso y muchos otros crímenes citados para contextualizar. 

    La investigación de la autora permite deslindar los hechos y la especulación a la que al principio me refería, de tal modo que el lector puede ver lo que en cada momento hubo de unos y otra, y sacar sus conclusiones.

    Y conclusiones, de eso y de muchos otros aspectos, pueden sacarse a mansalva, porque del mismo modo que se ve la evolución de la psiquiatría, se observa la del derecho, o la de la posición de la mujer en la sociedad, a la que la autora otorga especial atención (es llamativo que la mujer del siglo XIX estuviera más protegida que ahora por el derecho, si por protección se entiende la gravedad de las penas en los delitos de los que era víctima, pero infinitamente desprotegida si atendemos a la fase, siempre clave, de obtención y valoración de la prueba, que a menudo tendía a convertir a la víctima en culpable de su destino, lo cual induce reflexiones interesantes en torno a la importancia del derecho procesal, al que tan poca atención se presta, y, aunque esto sea ya un tema harto estudiado, a la escasa relevancia de la gravedad de la pena en la prevención de los delitos). También es muy interesante la influencia del estatus social: que el criminal rico siempre tiene más posibilidades de irse de rositas no es nada nuevo, pero no es lo mismo que lo sea porque puede pagarse los mejores peritos y abogados a que su estatus dé especial credibilidad a su testimonio. A través de los alegatos de fiscales y abogados se aprecia la lenta evolución en esta materia: para el criminal, llevar fama de honrado, laborioso, discreto y de buena familia debilitaba la fuerza de la acusación y/o disminuía la pena con frecuencia. La relevancia social también era y es causa de la celebridad de unos delitos, cuando el morbo azuza la noticia, y de la ignorancia de otros, cuando el poder o la prevención ante él imponen el silencio.

    Crímenes pregonados es un libro de investigación histórica y sociológica riguroso y sumamente interesante, y aún tiene un atractivo más: no es menos entretenido que la mejor novela negra. El lector se enfrenta a múltiples dudas que siempre aclara leyendo un poco más: desde las razones de los crímenes, a cómo se las ingenió el criminal para defenderse, por qué tuvo o no éxito en su defensa, cual fue su destino, qué sucedió con sus víctimas, por qué una víctima puede ser convertida, contra su voluntad, en su propio verdugo o, como último recurso emocional para el lector, si la justicia poética se pasea o no por donde debe.

    Una excelente lectura.