En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

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jueves, 18 de julio de 2024

Últimas tardes con Teresa – Juan Marsé

 


Juan Marsé tenía solo 33 años cuando publicó esta fantástica y también dura y tierna novela en 1966. Había sido premiada un año antes (Premio Biblioteca Breve), todo lo cual permite saber que la escribió rondando los 30. Dada la calidad de la obra, impresiona la capacidad de su autor a esa edad. E impresiona no solo por cómo está escrita, sino por la profundidad de la perspectiva, más propia de una persona de mucha más edad.

El comienzo de la novela ya está en la posteridad. Pone en acción al Pijoaparte, un veinteañero, un charnego, un inmigrante en la Barcelona de 1956, donde transcurre la novela, un tipo profundamente inculto, sin oficio ni beneficio, que, en el marginal barrio del Carmelo, encaramado en la ladera de la montaña, malvive del robo de motocicletas, explotado por un receptador que es lo más parecido que tiene a un padre. Pero el Pijoaparte, llamado Manolo, es también un tipo tan consciente de ser un don nadie y tan acomplejado por ello que trata de ocultarlo con una actitud chulesca, siendo presumido, y supliendo los argumentos por la violencia o la amenaza de ella, y con unos sueños de grandeza (económica, que la cabeza no le da para más) que convierten en espejo donde mirarse a todo aquel que lleva una vida relativamente lujosa, como la de, por ejemplo, los pequeños empresarios capaces de tener su casita en el barrio de San Gervasio en Barcelona y otra en la playa. Además, el Pijoaparte, aunque siempre un chulo, es también un pobre desgraciado que no tiene quien le haga caso, quien lo quiera un poco, porque sus complejos le hacen rechazar, sin darse cuenta, el afecto de los que, desarrapados como él, tiene más cerca. 


En una fiesta conoce a Maruja, desencadenándose un comienzo memorable que despeña al don Juan desde el nivel al que lo impulsan sus complejos al de su desoladora realidad. Y, a partir de aquí, comienza a aparecer Teresa como si se abriera paso entre la niebla: primero, tímidamente, como una imagen borrosa, casi como un sueño, para ir tomando corporeidad poco a poco. Teresa es hija de uno de esos empresarios con casa en Barcelona, en San Gervasio, y en la playa, en Blanes, al pie de una pequeña cala solitaria y privada. Es universitaria, con una edad que Marsé varía de unas páginas a otras: 18, 19… Aunque parece más madura. Teresa juega a jugársela: es de izquierdas, lo cual supone ser rebelde a la familia, aunque no renuncia a ninguna de las ventajas de pertenecer a ella, y anda metida en fregados estudiantiles reprimidos por el franquismo.

Sobre este punto, lo primero que llama la atención es el ingenuo izquierdismo de salón de quienes viven tan bien que teorizan sobre el obrero sin haber visto uno ni de lejos. Izquierdistas que se erigen en defensores/benefactores de otros desde cierto sentimiento de superioridad, y tan ingenuos que, para ellos, el obrero es una especie de ser mitológico digno de protección en nombre de la justicia universal. Pero, claro, el día en que, fascinados y al mismo tiempo acomplejados por la repentina conciencia de su ignorancia, se topan con uno, igual se dan cuenta de que no es la inerte pieza decorativa de sus delirios que hasta ese momento creían.

Dicho esto, o por todo esto, la fascinación entre los dos protagonistas es mutua: para el Pijoaparte, Teresa representa todo aquellos por lo que él suspira y no puede alcanzar; lo que él merece o, mejor dicho, lo que tendría de no haberle deparado la vida tan mala suerte; para ella, en cambio, Manolo es la esencia, la verdad de la vida. Su relación se afianza con Maruja como un delicado y complicado telón de fondo. Maruja, por contraste, realza el idealismo/egoísmo/estar en la inopia de los dos protagonistas. Maruja, ella sí, es la única que vive con los pies en el suelo. La obrera de verdad, la que sabe que lo es y se resigna a serlo, la que intenta vivir su vida tal y como es porque es la única que tiene. Un personaje que, no es inocente en esta obra dadas sus características, acaba como acaba.

La acción transcurre a lo largo del verano de 1956. Desde la verbena de San Juan hasta mediado septiembre. La evocación del verano en esa época de la vida donde el ya exadolescente, aún carente de responsabilidades, es aún lo bastante ingenuo para que el idealismo le haga creer, a medida que va descubriendo el mundo, que logrará cambiarlo y hacerlo a su medida, tiene una fuerza desmedida en esta novela. Muy potente es también la expresión, elaborada, retorcida a veces, con frondosas frases interminables que enlazan y combinan ideas complejas, que a veces parecen hacer piruetas líricas para luego soltar una carcajada y explotar como realidades prosaicas. Y, sobre todo, la novela tiene varios momentos de conmoción; todos significativos, todos trascendentales.

Y el final…

El final muestra a un Pijoaparte cuya mejor defensa es su propio orgullo, que proviene de sus propios complejos. Qué paradoja. Es también significativo, muchísimo, con quién mantiene la última conversación de la novela. Poner ahí ese interlocutor es el modo que tiene Marsé de indicar cuán bajo está en ese momento el pobre Pijoaparte, cómo la vida le ha pasado por encima. Pero además, Marsé, al poner precisamente en esa boca la información sobre Teresa, sume al lector en una angustiosa confusión, porque igual que es perfectamente lógico que la información sea cierta, pudiera no serlo. Todo depende de lo sincera que haya sido Teresa a lo largo de la historia. O de si algo o alguien, ¿la madurez? ¿la influencia familiar?, le ha hecho abrazar el pragmatismo y olvidar las veleidades juveniles. El Pijoaparte cree lo que le dicen, lo cual puede decir más de él, de sus complejos, que de Teresa. Y, reaccionando como reacciona, provoca en el lector un vacío, una congoja, tan triste como inolvidable.


lunes, 20 de mayo de 2024

El adoquín azul – Francisco González Ledesma

 

Breve novela de Francisco González Ledesma (1927-2015), publicada en 2002, y centrada en lo que en él es característico: la evocación de la Barcelona de posguerra hecha desde el presente; una Barcelona pasada, cuajada de injusticias y abusos debidos la dictadura, que aún conserva la esencia y la dignidad de los bajos fondos y los barrios obreros, aunque sepultadas bajo el terror; como también conserva, en este caso bien visibles, las aspiraciones burguesas y de la «gente de orden»; una Barcelona pasada que se ha ido disolviendo en una modernidad impersonal de modo que, también, las viejas injusticias han alcanzado la impunidad que solo otorga el paso del tiempo, de la vida.

El protagonista, Montero, es un hombre joven en los años cuarenta. Poeta y traductor, pese a no estar especialmente significado en la lucha contra la dictadura franquista acaba herido en una redada y logra escapar apoyado por la diosa Chiripa y por una mujer misteriosa y atractiva que lo acoge en un pequeño apartamento. En él no le es dado ni menarse durante el tiempo en que permanece, no sea que lo descubran. La mujer es la esposa de un capitoste de la policía franquista, un caballero cuyos escrúpulos le impiden no dar una paliza cuando puede hacerlo. Es decir, un angelico.

¿Por qué la mujer ha acogido a Montero? ¿Por qué Montero llega a sentir lo que siente por ella? Ambas cosas merodean por la novela, que es la historia que sigue al incidente narrado. La historia de un traductor que se largó a Nueva York donde malamente se ganó el sustento y el dinero necesario para volver a Barcelona de vez en cuando a la búsqueda de una desconocida. Hasta la vejez.

¿La encuentra? ¿No la encuentra? ¿Se sabrán las razones? ¿Por qué Montero dedica su vida a esa búsqueda? ¿Amor, obsesión, agradecimiento? 

Leedlo y sacad conclusiones.

El tono, el lenguaje, es el habitual en Francisco González Ledesma, y que ya he señalado en otras reseñas.


lunes, 27 de diciembre de 2021

El hijo del chófer - Jordi Amat

 



El hijo del chófer es Alfons Quintà (1943-2016), periodista que sacó a la luz el caso Banca Catalana, pionero de El País en Cataluña y diseñador y organizador de TV3 en los que fueron los mejores años profesionales de quien el autor define como una persona maligna debido a sus complejos y a su brutal forma de ser.

La figura de Quintá está, a ojos del autor, marcada por el abandono de su padre, que dejaba solos en casa a madre e hijo para salir corriendo en busca de la felicidad con la amante que tenía no sé dónde y, también, aprovechando que tenía coche por su trabajo como comercial, para hacer de chófer de Josep Pla y su círculo. Esto último permitió al Alfons Quintá niño y adolescente conocer a un montón de gente y saber dónde llamar para obtener información. Sus fuentes, sobre todo al comienzo de su carrera, eran muchas y buenas.

La historia narra la peripecia vital de Quintá, íntimamente vinculada a la transición en Cataluña. Quintá fue un hombre cuya indudable capacidad periodística y organizativa se vio primero lastrada y pronto arruinada por su patológico modo de ser (brutal, mal educado, egocéntrico, caprichoso, inmoral y caótico), por la utilización de su profesión como instrumento de venganza hacia quien culpara (bastante irracionalmente) de haberlo dejado en la estacada y, finalmente, por la volatilización de su prestigio al ponerse a sueldo de aquellos a quienes previamente había criticado (¿o combatido?): cuando el silencio de un periodista se puede comprar, su prestigio desaparece.

Este retrato del ascenso y caída un hombre que, aunque puede llegar a ser brillante, está como un cencerro, sirve a Jordi Amat para hacer también un recorrido por la transición en Cataluña y, en particular, por la oscura y compleja figura de Jordi Pujol, mucho más clave en la vida de Quintá de lo que Quintá, pese a sus odios desaforados, fue en la de Pujol.

Alfons Quintá se suicidó en 2016, con 73 años, tras asesinar a la única mujer que, tras abandonarlo como todas las anteriores, había vuelto con él.

Una lectura amena y enriquecedora, aunque, por lo que cuenta, desagradable y dura.



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lunes, 8 de marzo de 2021

Desayuno en Tifanny´s – Truman Capote

 


 

              Leyendo Desayuno en Tiffany´s el lector tiene una sensación extraña, por cómo una novela publicada en 1958 parece haber sido imaginada tal cual fue luego la película que inspiró, protagonizada por Audrey Hepburn y dirigida por Blake Edwards, aunque es obvio que el mérito solo puede ser exactamente el opuesto: cómo una película y sus intérpretes se adaptaron tan bien a una novela. O si queréis lo digo de otro modo: el éxito de la película es deudor de la fidelidad en la adaptación a unos cuantos puntos básicos (principalmente, al personaje de Holly Golightly), pero la contundencia de ese éxito (¿quién no conoce la película?) permite al lector vivir la historia con una concreción en la definición de la protagonista que provoca esa sensación extraña. Normal. Casi nunca comenzamos novela conociendo de antemano a la protagonista.

              La historia, agilísima, es conocida: un aspirante a escritor es convocado por el viejo barman de un bar de mala muerte porque un tercero, antiguo vecino del escritor, cree haber tenido noticias de Holly Golightly: por algún lugar de África ha pasado, porque en un poblado recóndito ha encontrado una talla que, sin duda, reproduce su rostro.

              Tremendo comienzo. ¿Quién será esa mujer tan misteriosa y atrayente como para que su paso haya sido recordado en un poblado africano y ese simple y breve paso, esa remota huella, sea capaz de convocar a tres hombres en Nueva York como si desde allí fueran a poder seguirle el rastro? Vaya modo brillante de hacer de un personaje un mito antes siquiera de que sepamos nada de él.

              Lo siguiente es un vistazo al pasado que explica ese encuentro en el bar; un vistazo a la breve historia de vecindad entre Holly y el aspirante a escritor, que viven en apartamentos del mismo edificio de Nueva York. Holly es una mujer joven, de unos diecinueve años, que atrae a todos los hombres; con todos ellos juega y todos, en la esperanza de llegar a ser algo más, se muestran encantados de ser su juguete. Puede tener sin esfuerzo casi cuanto desea, porque todos se empeñan en entregárselo, pero ella se ríe a su modo renunciando a cuanto le ofrecen –hasta a la posibilidad del estrellato en Hollywood- y utilizándolos para sus propios fines; o para su único fin, que es vivir sin más, tan desahogada, cómoda, desordenada y caóticamente como en cada instante le apetece. De hecho, solo tiene una costumbre: su visita semanal a la cárcel de Sing Sing a ver a un caballero, un mafioso, que le cuenta muchas cosas sobre cómo está el tiempo. Obviamente ella sabe lo que eso implica, aunque desconozca el significado de los mensajes en clave que ayuda a transmitir, pero, ¿qué más le da? ¿Cómo no va a adorar a un señor tan generoso cuando además ella puede refugiarse en una deliciosa ignorancia? Holly es una persona auténtica, con un enorme compromiso consigo misma y con el presente, puesto que vive como si el futuro no existiera, y por eso exprime cada momento. En realidad, ni siquiera el pasado existe para ella. No, al menos, en lo que respecta a la Holly que nunca quiso ser. Y si no tienes pasado, no tienes familia ni amigos, aunque, lógicamente, el recuerdo, aunque no lo comparta, yace sepultado en su interior. Al mismo tiempo es una muchacha alocada, frívola e inconsciente. Una mujer tan apasionada por la vida que, sin darse cuenta, rechaza el concepto del tiempo: ni el pasado existe ni se atreve a preocuparse por el futuro. Todo esto crea una atmósfera de alegría, jovialidad y humor tan intensa como frágil; y, tras la fragilidad, acecha la tristeza y la melancolía. Una mujer irresistible para todos, que trae alegría cuando llega y deja melancolía cuando se va.

              Y eso es lo que cuenta esta novela: qué hizo –o más bien cómo fue- Holly Golightly para, en tan breve tiempo, dejar en todos los que la conocieron una huella imperecedera.

              También en ti la dejará.