Es difícil definir «Mi planta de naranja lima», de José Mauro de Vasconcelos (1920-1984), publicada en 1968. Cuenta la historia, situada aproximadamente en 1925, de Zezé, un niño brasileño de cinco años, pobre como un ratón, muy inteligente, destacado alumno en la escuela, pero también terror del barrio por sus travesuras lindantes con las gamberradas.
La historia tiene numerosos elementos autobiográficos. Vasconcelos vuelca en las páginas recuerdos de experiencias y sentimientos para provocar intensas sensaciones. La congoja que produce ver la pobreza desnuda es tan intensa como la causada por una de sus más frecuentes consecuencias: la falta de afecto, porque quienes viven sin nada pocas veces son capaces de dejar en pensar en cómo salir adelante y de dejar de sentir tanta frustración, humillación y hasta culpa que es difícil que entre ellas crezca robusto el amor. Más bien, la pobreza solo es fértil para la violencia y el abandono. Miseria y soledad, entendida esta última como falta de afecto, van unidas a todas las edades.
Mil veces había oído hablar de este libro en las redes, casi siempre vinculado a palizas de llorar. Normal, porque hay frecuentes escenas conmovedoras. Es imposible no sentir piedad por Zezé. Y amor y solidaridad. La injusticia rampante nos afecta más cuando ante nuestros ojos sufre alguien manifiestamente inocente, como lo es todo niño de cinco años.
Vasconcelos provoca esa conmoción gracias a lo limpio de los ojos de Zezé, a su capacidad para la autocrítica, para reconocer sus limitaciones, para no culpar a nadie de su fatalidad, al ínfimo alcance de sus objetivos, tan modestos y accesibles a cualquier lector que provocan entre sonrojo y ternura. Otro recurso es enfrentar a Zezé y a su familia a un vecindario no muy boyante, pero en general en mejor situación; incluso hay niños con una posición económica más que saludable. El contraste con esa normalidad hace resaltar las penurias de Zezé y los suyos. Un tercer elemento es el continuo uso de diminutivos. Zezé, que es quien nos habla, los prodiga, transmitiendo con ellos diferentes sensaciones: unas veces, que se conforma con poco; otras, que como no tiene nada todo poquito es mucho; y, todas, que cualquier posesión o gesto afectuoso es recibido con cariño y ternura. Tan pocos recursos materiales tiene Zezé que sus juguetes no son tales, y por eso los suple con su imaginación: la planta de naranja lima que da título a la historia es solo un raquítico arbolejo en el que el niño se sube para cabalgar sobre una rama y con el que entabla divertidas conversaciones en las que atribuye a la planta las respuestas de su fantasía y de su conciencia.
Pero «Mi planta de naranja lima» no se limita a exponer la situación de su protagonista, sino que nos muestra su repentina evolución a la madurez. Es decir, a la pérdida de la inocencia. Tan repentina que queda claro que el pobre de solemnidad suele perder hasta la infancia. Se puede dejar de ser niño a cualquier edad. Por supuesto, la infancia perdida no se recupera.
¿Cómo maduramos las personas? A base de trompazos y desengaños. ¿Cuál es el peor que puede sufrir un niño como Zezé? La pérdida de la esperanza. Pero como para perderla antes hay que tenerla, la historia, que comienza mostrando la miseria, es luego esperanzadora y por tanto algo alegre, aunque termina siendo dura, cuando Zezé se enfrenta a la crueldad del azar. O de la vida. O del mundo. Los sentimientos del lector viajan en esa montaña rusa.
Un gran y breve libro, nada rebuscado porque Zezé se expresa con inocente naturalidad. Una obra que se lee en un par de días y que ojalá haga mejor a quien la lea.
Y aquí acabaría la reseña, de no ser por lo que está ocurriendo mientras la escribo. Quien se conmueva con la vida de Zezé, el Vasconcelos de hace un siglo, que piense en lo que ahora mismo está sucediendo en buena parte del mundo y, en especial, en Gaza. Millares de niños de todas las edades viven en una pobreza aún mayor que la de Zezé. Una pobreza absoluta: sin cuatro paredes entre las que refugiarse del frío y del calor, y hasta sin comida. Intencionadamente se les está matando de hambre. Puede hacerse porque están presos. Ni siquiera se les deja huir. Solo se les permite desplazarse en el matadero a cielo abierto en que se ha convertido el reducidísimo territorio de Gaza. Miles, decenas de miles de Zezés, han muerto destripados, destrozados o desmembrados por tiros y bombas. Muchos otros miles sufren horribles amputaciones. Los huérfanos y perdidos a su nula suerte son legión y todos, hasta los sanos, viven horrorizados. Sus familiares adultos no están mejor ni menos indefensos y, en su inmensa mayoría, son igual de inocentes. No soy capaz de imaginar cómo estarán emocionalmente todas esas personas.
Si te ha conmovido «Mi planta de naranja lima» o piensas que puede conmoverte la injusticia que siempre asola al inocente pobre, no está de más que muevas un dedo en favor de esos desgraciados que no son el Zezé de hace un siglo sino los Zezés de ahora. De este mismo instante. De nosotros depende en parte que mañana puedan seguir aquí y alguna vez tener una vida digna. Todos podemos actuar. Podemos donar dinero a los proyectos de Unicef u otras organizaciones en la zona, y expresar en las redes y ante quien sea que toda salvajada es tan inaceptable que quien pueda hacer algo para que cese debe hacerlo por imperativo moral. Porque los imperativos morales existen. Y si no los tienes, estás en el origen de todos los Zezés.
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